Llego ahora a una parte dolorosa de mi historia, y la más difícil de escribir. Pues, salvo a su final, no asistí a ella.
Todo ocurrió porque sir Roger se lanzó con toda su alma a una cruzada como si quisiese huir de algo, lo que, en cierto sentido, era verdad. Y fui arrastrado por él como una hoja llevada por el viento de la tormenta. Yo era su intérprete, pero, cuando no teníamos nada que hacer, era también su profesor y le instruía en el idioma wersgor hasta que mi pobre y débil carne no podía resistir más. Cuando me dormía, veía aún la vela que trazaba surcos de sombras y luz en el rostro de mi señor. A veces, convocaba a algún sabio y docto jair que le enseñaba aquel otro idioma hasta que llegaba el alba. A aquel paso, necesitaría muy pocas semanas para poder empezar a jurar atrozmente en los dos idiomas.
Mientras aprendía, hizo la vida muy dura, tanto para sí como para sus propios aliados. No había que darles a los wersgorix ni una sola oportunidad de rehacerse. Había de atacarse planeta tras planeta, teníamos que reducirles y guarnecer cada nuevo mundo para que el enemigo siempre estuviera a la defensiva. En aquella tarea recibimos la ayuda de todas las poblaciones indígenas reducidas a la esclavitud. Por regla general, bastaba con darles armas y un jefe. Entonces, atacaban a sus amos mediante hordas, con tanta ferocidad que los wersgorix se refugiaban entre nosotros buscando protección. Los jairs, los ashenkoghli y los pr?°tanos estaban horrorizados. No estaban acostumbrados a asuntos como aquél; mientras que sir Roger conocía la actividad de los jacobinos franceses. Desorientados, los jefes aliados aceptaron paulatinamente su indiscutible autoridad.
Los altibajos de aquellas guerras, de aquellas acciones, son demasiado complejos, demasiado diferentes de mundo a mundo, como para ser referidos en este humilde relato. Pero, en esencia, los wersgorix habían destruido la esencia de la civilización original de cada planeta habitado. Pero había llegado el turno de la caída del sistema wersgor. En aquel vacío —irreligión, anarquía, bandidaje, hambre, la amenaza siempre constante del regreso de los caras azules, la necesidad de entrenar a los indígenas para reforzar nuestras parcas guarniciones— sir Roger avanzó. Tenía la solución para aquellos problemas, una solución forjada en Europa a lo largo de los siglos, tras la caída de Roma, en circunstancias muy parecidas: el sistema feudal.
Pero, en el mismo momento en que colocó la piedra angular de la victoria, todo se derrumbó sobre él. ¡Que Dios se apiade de su alma! Nunca he conocido a más bravo caballero. Hoy mismo, toda una vida después de lo que narro, las lágrimas enturbian mis pobres ojos y pasaré apresuradamente sobre esta parte de la crónica. Fui testigo de tan pocas cosas que quedaré excusado de hacerlo.
Pero los que traicionaron a su señor no lo hicieron súbitamente. Titubearon, fueron ayudados por el azar. Si sir Roger no hubiera permanecido ciego ante tantos signos premonitorios, nada de todo esto habría pasado. No contaré lo ocurrido tan sólo con algunas frases frías, sino que me apoyaré en la antigua práctica consistente en imaginar escenas completas. De este modo, uno se acerca quizá más a la verdad que con un rico relato en el que se revive a hombres convertidos en polvo, llegando a conocerles no como factores de abstractas villanías, sino como almas débiles de las que Dios, finalmente, se habrá apiadado.
Empezaremos en Tharixan. La flota acababa de partir para apoderarse de la primera colonia wersgor como principio de una larga campaña. Una guarnición jair ocupaba Darova. Las mujeres, los niños y los ancianos ingleses que tan valientemente habían sostenido el asalto recibieron de sir Roger la recompensa que estaba en sus manos darles. Les transportó a una isla, la misma en que pacía nuestro ganado. Pudieron habitar en sus bosques y campos, construir casas, guardar sus rebaños, cazar, sembrar y recolectar, casi como si estuvieran en la Tierra. Lady Catalina fue puesta a su frente. De todos los cautivos wersgorix, se quedó tan sólo con Branithar, tanto para que no revelase a los jairs más de lo necesario, como para que siguiera instruyéndola en su idioma. Mi señora se quedó con un pequeño navío espacial, muy rápido, para casos de urgencia. Se incentivaron muy poco las visitas de los jairs situados al otro lado del mar, para que no tuvieran ocasión de ver las cosas muy de cerca.
Fue un período apacible, pero no ocurrió lo mismo en el corazón de nuestra señora.
Su gran prueba empezó al día siguiente en que sir Roger embarcó. Mi señora se paseaba a través de un prado florido, escuchando cómo el viento suspiraba entre los árboles. La seguían dos sirvientas. De los bosques se alzaron voces, el ruido de un hacha, el ladrido de un perro… todo aquello parecía tan lejano como un sueño.
Súbitamente, lady Catalina se detuvo y abrió los ojos desmesuradamente. Se llevó la mano al crucifijo que pendía sobre su pecho.
—María, Madre de Dios, ten piedad de mí —sus sirvientas, bien educadas, se mantuvieron fuera del alcance de su voz.
Sir Owain Montbelle se adelantó tropezando por el claro. Llevaba ropas muy alegres y sólo su espada recordaba la guerra. La muleta en la que se apoyaba ocultaba muy poco su elegancia. Se despojó del sombreo emplumado y se inclinó.
—Ah —gritó—. En este momento, el bosque es la Arcadia, y Hob, el viejo porquero con quien me acabo de encontrar, es el pagano Apolo tocando alguna canción con su lira para la gran hechicera que es Venus.
—¿Qué pasa? —los hermosos ojos azules de lady Catalina se mostraban terriblemente turbados—. ¿Ha vuelto la flota?
—No —Sir Owain se encogió de hombros—. Todo es por culpa de mi propia torpeza. Jugaba a la pelota, di un paso en falso y me torcí el tobillo. Está tan débil, tan sensible, que sería inútil en la batalla. He debido traspasar el mando al joven Hugh Thorne y he volado hasta aquí en una navecilla. He de esperar a curarme y luego tomaré un navío y un piloto jair y me reuniré con mis camaradas.
Catalina intentó desesperadamente decir algunas palabras razonables.
—En sus… sus… lecciones, Branithar nos ha hablado de las artes médicas de los pueblos de las estrellas —sus mejillas estaban inflamadas—. Tienen lentillas con las que pueden ver… incluso dentro de un cuerpo humano… y pueden inyectar cosas que cicatrizan las peores heridas en pocos días.
—Ya lo he pensado —dijo sir Owain—. No querría vaguear mientras hay guerra. Luego recordé las estrictas órdenes de nuestro señor: nuestra esperanza descansa por completo en que hemos convencido a esas razas demoníacas de que somos tan sabios como ellos.
La mano de Catalina apretó fuertemente el crucifijo.
—No me he atrevido a pedir ayuda a sus médicos —siguió el noble—. Por el contrario, les he dicho que me he rezagado para ocuparme de ciertos asuntos urgentes y que llevaría muleta como penitencia por un pecado. Cuando la naturaleza me haya curado, partiré. Aunque, a decir verdad, será como arrancarme el corazón cuando me separe de vos.
—¿Sabe sir Roger todo esto?
Sir Owain asintió con la cabeza. Pasaron como con prisa a otra cosa. Aquel signo con la cabeza era una mentira descarada. Sir Roger no sabía nada. Ninguno de sus hombres se había atrevido a decírselo. Quizá yo debiera haberme arriesgado, pues él nunca había golpeado a ningún eclesiástico, pero yo también lo ignoraba. Como el barón evitaba la compañía de sir Owain y tenía muchas otras cosas en la cabeza, apenas pensaba en él. Supongo que en el fondo de su alma no quería hacerlo.
No me atreveré a afirmar que sir Owain tuviera realmente torcido el tobillo. Era, con todo, una coincidencia muy extraña. También dudo que hubiera organizado con todo detalle su última traición. Es más probable que quisiera hablar con Branithar para ver qué sacaba en claro.
Se inclinó hacia lady Catalina y se echó a reír.
—Hasta mi marcha, al menos, bendeciré el accidente.
La dama apartó la vista y tembló.
—¿Por qué?
—Creo que ya lo sabéis —la tomó de la mano.
Ella se retiró.
—Os suplico que recordéis que mi esposo se encuentra en la guerra.
—¡No dudéis de mí! ¡Antes morir que quedar deshonrado ante vuestros ojos!
—Nunca podría dudar… de un caballero tan cortés.
—¿Es eso todo lo que soy? ¿Cortés? ¿Divertido? ¿Un bufón para los momentos de cansancio? Bien, mejor ser el bufón de lady Catalina que el amante de Venus. Dejad que os distraiga —su clara voz empezó a cantar un rondó en su alabanza.
—No… —ella se apartó de él como una fiera del cazador—. He comprometido… mi fe…
—En las Cortes del Amor —dijo sir Owain—, sólo el Amor os compromete —el sol brillaba en sus hermosos cabellos.
—Tengo dos hijos —dijo mi señora con voz suplicante.
Sir Owain se puso serio.
—Señora, he sostenido en mis rodillas a Robert y a la pequeña Matilda muchas veces. Espero poder hacerlo de nuevo, si Dios lo quiere.
Se volvió hacia él, dispuesta a saltar, a irse.
—¿Qué queréis decir?
—¡Oh! Nada —Sir Owain miró hacia los bosques susurrantes cuyas hojas tenían formas y colores desconocidos en la Tierra—. Ni siquiera de palabra querría ser desleal.
—¿Y los niños? —mi señora le tomó la mano—. Por el santo nombre de Cristo, Owain, si sabéis algo, ¡hablad!
El caballero mantuvo la cara vuelta. Tenía un hermoso perfil.
—No conozco ningún secreto, Catalina —dijo—. Me parece que vos, tan bien como yo, podéis juzgar la situación. Después de todo, vos conocéis al barón mejor que nadie.
—¿Quién le conoce realmente? —dijo mi señora, con amargura.
—Me parece que sus sueños son cada vez más desmesurados —siguió sir Owain en voz baja—. Al principio, le bastaba con volar a Francia para reunirse con el rey. Luego, quiso liberar Tierra Santa. Cuando fue traído hasta aquí por la desgracia, respondió noblemente. Nadie puede negarlo. Pero, cuando ha tenido un respiro, ¿ha pretendido volver a la Tierra? No, se ha apoderado de un mundo. Ahora ha partido a la conquista de otros soles. ¿Dónde acabará todo esto?
—Sí… —ella no pudo continuar; ni pudo apartar su rostro del de sir Owain.
El caballero continuó:
—Dios ha puesto límites a todo. Una ambición sin freno es fruto de Satán, y de ella sólo puede nacer la desgracia. ¿No os parece, mi señora, cuando os quedáis durante toda la noche en vela sin poder dormir, que presumimos de nuestras fuerzas y eso nos conducirá a la ruina?
Tras un buen momento, añadió:
—Por eso, repito, ojalá Cristo y su Madre protejan a los niños.
—¿Qué podemos hacer? —exclamó lady Catalina, angustiada—. Hemos perdido el camino que conduce a la Tierra.
—Podríamos encontrarlo.
—¿Buscándolo durante cien años?
La miró un instante en silencio antes de contestar.
—No querría despertar falsas esperanzas en tal dulce pecho. Pero, de vez en cuando, hablo con Branithar, Conocemos muy mal nuestros idiomas mutuos y concede muy poca confianza a los seres humanos… pero, sin embargo, me ha dicho algunas cosas, que me han hecho pensar que quizá pudiéramos encontrar el camino de la Tierra.
—¿Cómo? —sus dos manos tomaron las de él, desesperadamente—. ¿Cómo? ¿Dónde? Owain, ¿estáis loco?
—No —replicó con estudiada brusquedad—. Pero supongamos que fuera verdad y que Branithar pudiera guiarnos. No lo haría sin pedir un precio. ¿Creéis que sir Roger renunciaría a la Cruzada y volvería a Inglaterra tranquilamente?
—Él… pero…
—¿No ha dicho una y mil veces que Inglaterra se encuentra en mortal peligro mientras exista el imperio de los wersgorix? Si encontramos la Tierra, ¿no redoblaría con ello sus esfuerzos? ¿Para qué saber cuál es el camino de vuelta? La guerra seguirá hasta que todos perezcamos.
Lady Catalina se estremeció y se santiguó.
—Mientras esté aquí —dijo al fin sir Owain—, intentaré averiguar si podemos encontrar el camino de vuelta. Quizá podríais imaginar un modo de emplear esas indicaciones antes de que sea demasiado tarde.
Le deseó cortésmente buen día, cosa que mi señora ni siquiera escuchó, y se alejó cojeando hacia el bosque.