No puedo decir lo que impulsó a sir Owain a cometer aquella traición. Quizá dos almas se albergaban en su pecho. En lo más profundo de su corazón nunca debió olvidar hasta qué punto había sufrido la patria de su madre a manos del pueblo de su padre. Sus sentimientos eran, sin duda, sinceros en parte cuando le explicó a lady Catalina el terror de la situación, sus dudas sobre nuestra victoria, su amor por su persona y su preocupación por su seguridad. Pero también existía un motivo menos honorable, que quizá empezó siendo tan sólo una idea seductora para ir cobrando fuerza con el tiempo: ¡cuántas cosas se podrían hacer en la Tierra con las armas de Wersgor! Lectores de mi crónica, cuando recéis por las almas de sir Roger y lady Catalina, añadid una palabra para el pobre sir Owain de Montbelle.
El felón actuó con audacia e inteligencia, fuera cual fuese la verdad que se desenvolvía en el fondo de su alma. Vigiló de cerca a los wersgorix que llegaron para ayudar a Branithar. Durante las semanas llenas de esfuerzos, mientras se arrancaba de su sueño el saber que Branithar había olvidado para estudiar aparatos y sistemas matemáticos de un ingenio más alto que el de los árabes, el caballero preparó calmada y discretamente el navío del espacio para su marcha. Y había de vigilar continuamente para que el valor de la baronesa, conspiradora con él, no se debilitase.
Su resolución vacilaba, lloraba, se atenuaba, le gritaba que se fuera de su lado. Arribó un navío con órdenes de sir Roger: había que enviar gente para colonizar otro planeta capturado. También llegó una carta del barón dirigida a su esposa. Me la dictó, pues su ortografía no era siempre muy ortodoxa, de modo que me vi obligado a rehacer sus frases para que a través de su brusquedad se adivinaran sus sentimientos, su humilde y eterno amor. Catalina respondió inmediatamente, reconociendo cuanto había hecho y suplicando perdón. Pero sir Owain estaba prevenido para aquel movimiento; se apoderó de la carta antes de la marcha del navío, la quemó y convenció a la baronesa para que siguiera fiel a su plan. Le juró que era por el bien de todos, incluido el de su señor.
Al fin, dio a su pueblo, cada vez más vacío, algunas explicaciones: tenía que reunirse con su señor durante un tiempo. Embarcó con sus hijos y dos sirvientas. Sir Owain había aprendido lo suficiente del arte de la navegación celeste como para dirigir el navío hacia un destino concreto y conocido —sólo tenía que apretar estos y aquellos botones—, de modo que podía ir con ella sin más preámbulos. La noche precedente, había hecho subir a escondidas a los wersgorix: Branithar, el médico, el piloto, el navegante y dos soldados expertos en el empleo de las bombardas que erizaban el casco.
Las armas resultaban inutilizables desde el interior del navío. Owain y Catalina eran los únicos que portaban fusiles. En el cofre de ropa de sus aposentos se ocultaban otras armas de mano, y ante el cofre siempre se encontraba una sirvienta. Las dos mujeres se aterraban ante los rostros azules; sólo uno intentó acercarse a por un arma, pero sus gritos llamaron la atención de sir Owain, que no tardó en aparecer.
Sin embargo, el caballero y la dama no podían dejar de vigilar a sus socios. Branithar, evidentemente, habría podido dirigir el navío hacia Wersgonxan y decir a su emperador dónde se encontraba la Tierra. Con toda Inglaterra de rehén, sir Roger se habría tenido que rendir. El mero conocimiento del hecho de que no pertenecíamos a una gran civilización que sabía navegar por el espacio, sino que más bien éramos una congregación de sencillos e inocentes cristianos, pobres corderos conducidos hacia el matadero, habría reconfortado y animado a los wersgorix y desmoralizado a nuestros aliados, de modo que no podían consentir bajo ningún concepto que Branithar pudiera comunicar en secreto con su mundo.
No antes de que los planes de sir Owain hubieran fructificado. Y quizá nunca. Estoy seguro de que el propio Branithar preveía un momento de embarazo cuando hubiera dejado a sus camaradas humanos en tierra inglesa. Y, sin duda alguna, tenía algún plan tortuoso en mente para impedirlo. De momento, no obstante, sus intereses corrían paralelos.
Estas consideraciones acallarán ciertas cínicas historias acerca de lady Catalina. Sir Owain y ella no se atrevían a velar nunca al mismo tiempo. Habían de estar continuamente en guardia, empuñando las armas, para no correr el riesgo de ser capturados por la tripulación, de tal modo que tuvieron las mejores carabinas del Mundo. La baronesa no tuvo ocasión de comportarse mal. Habría podido flaquear por la turbación y el miedo, pero nunca fue infiel.
Sir Owain pensaba que las indicaciones dadas por Branithar eran exactas, pues confiaba en su interés común por el buen término del plan, pero insistió en recibir pruebas. El navío voló durante diez días por la región designada del espacio. Durante otras dos semanas, vagaron y examinaron diferentes estrellas de utilidad. No intentaré relatar en esta crónica lo que sintieron los humanos cuando las constelaciones empezaron a resultar familiares y en lo alto de los cielos pudieron percibir, durante un instante, los estandartes flotando al viento sobre el castillo que se alzaba en los blancos acantilados de Dover. Creo que nunca lo mencionarán.
Su navío salió de la atmósfera con largos silbidos agudos y volvió a ponerse en marcha hacia las hostiles estrellas.