Poco se puede decir de nuestro viaje por el espacio. El aburrimiento fue el más mortal de los peligros. Los caballeros intercambiaban amargas palabras y John Hameward debió golpear más de una cabeza contra otra para mantener el orden entre sus arqueros. Los siervos se tomaron mejor las cosas; cuando no se ocupaban del ganado, comían o, sencillamente, dormían.
Observé que Lady Catalina conversaba a menudo con sir Owain y que su marido ya no se sentía tan encantado como antes. Sin embargo, sir Roger siempre estaba ocupado con planes y preparativos diversos y el joven caballero le daba a la mujer algunas horas de distracción e, incluso, alegría.
Sir Roger y yo pasamos mucho tiempo con Branithar, que nos hablaba voluntariamente de su raza y de su imperio. Acabé por creer, poco a poco y con disgusto, en sus afirmaciones. Era extraño que seres tan feos viviesen en lo que yo consideraba el Tercer Cielo, pero el hecho no podía negarse. Y, además, pensaba, cuando las Escrituras mencionan los cuatro rincones del Mundo, no hacen alusión a nuestra Tierra, sino a un Universo cúbico. Más allá debía encontrarse la morada de los elegidos y los bienaventurados. Algunas observaciones de Branithar sobre el interior en fusión de la Tierra se acercaban bastante a las visiones proféticas del Infierno.
Branithar nos dijo que había unos cien mundos como el nuestro en el Imperio de Wersgor. Todos rodeaban a estrellas separadas, pues existían muy pocas posibilidades de que alrededor de un sol hubiera más de un planeta habitable. Cada uno de aquellos mundos era habitado por algunos millones de Wersgorix, a quienes gustaba disponer del mayor espacio posible. Pero los planetas situados en las fronteras del Imperio, como aquel Tharixan hacia el que nos dirigíamos, tenían fortalezas que actuaban, asimismo, como bases para las naves espaciales. Branithar puso mucho cuidado para hacernos ver lo bien armados e inexpugnables que resultaban aquellos castillos.
Si un planeta utilizable tenía indígenas inteligentes, eran exterminados o reducidos a la esclavitud. Los Wersgorix no realizaban trabajos serviles y dejaban estas tareas en manos de pobres ilotas o meros autómatas. Ellos mismos eran soldados, administradores de aquellos vastos dominios, mercaderes, propietarios de fábricas, políticos, cortesanos. Sin armas, las naciones esclavizadas no tendrían ninguna esperanza de rebelarse contra el relativamente corto número de señores extranjeros. Sir Roger murmuró algo sobre repartir armas entre aquellos seres oprimidos en cuanto llegásemos… algo mencionó de una sublevación. Pero Branithar adivinó sus intenciones, se rió y dijo que Tharixan nunca había estado habitado y que no había en todo el planeta más que unos pocos cientos de esclavos.
Aquel imperio ocupaba una inmensa esfera en el espacio, algo así como dos mil años luz de diámetro. (Un año luz era la increíble distancia que cubría la luz en un año normal de Wersgor, casi un diez por ciento más largo que el mismo período terrestre.) Comprendía millones de soles rodeados de mundos. Pero la mayor parte de ellos resultaban inútiles para los Wersgorix y eran ignorados, bien por poseer un aire emponzoñado o por albergar formas de vida mortales.
Sir Roger le preguntó si eran la única nación que había aprendido a volar entre las estrellas. Branithar se encogió de hombros con desprecio.
—Hasta ahora, nos hemos encontrado con tres razas que también han dominado el aire —dijo—. Viven en la esfera de influencia de nuestro Imperio, aunque, hasta el momento, no las hemos sometido. No vale la pena hacerlo, habiendo planetas tan primitivos y fáciles de dominar. Permitimos que esas razas sigan dedicándose al comercio, viajando y manteniendo el reducido número de colonias que han establecido en otros sistemas planetarios. Pero no las dejamos que sigan extendiéndose. Dos o tres guerras limitadas han zanjado toda la cuestión. No nos aprecian y saben que un día, cuando nos sea útil y cómodo hacerlo, las destruiremos, pero no pueden hacer nada ante una fuerza tan superior como la nuestra.
—Ya veo —dijo el barón, sacudiendo la cabeza.
Me dio instrucciones para que empezase a aprender el idioma de Wersgor. Branithar encontró muy divertida la enseñanza y el duro trabajo apagó mis temores, con lo que avanzamos muy deprisa. Su lengua era bárbara, sin ninguna de las nobles inflexiones del latín, pero, a causa de ello, fácil de aprender.
En la torre de navegación descubrí cajones llenos de mapas y tablas numéricas. La escritura y la representación eran tan bellas como exactas. Con tales escribas, pensé, es una lástima que no hayan iluminado las páginas. Intenté descifrarlas, utilizando lo que había aprendido hasta entonces del idioma y el alfabeto de Wersgor. Concluí que se trataba de un conjunto de directivas de navegación.
Encontré un mapa del planeta Tharixan, base de la expedición. Transcribí los símbolos correspondientes a la tierra, al mar, a los ríos, a las fortalezas, y así sucesivamente. Sir Roger lo estudió durante horas. El mismísimo mapa sarraceno que su padre trajera de Tierra Santa resultaba grosero si se lo comparaba; aunque, por otra parte, los Wersgorix demostraban bastante incultura: no se veía la menor imagen de sirenas, hipogrifos, ni siquiera los cuatro vientos, ni el menor ornamento.
Descifré también las leyendas de algunos de los instrumentos del panel de navegación. Resultaba fácil entender los cuadrantes de altitud y velocidad. Pero, ¿qué quería decir «carburante» y cuál era la diferencia entre «velocidad sublumínica» y «velocidad hiperlumínica»? Palabras y abreviaturas extrañas que transcribo letra por letra. A decir verdad, eran poderosos sortilegios, aunque fuesen paganos.
Así fueron pasando los monótonos días. Tras un tiempo que nos pareció un siglo, apareció una enorme estrella en las pantallas. Fue creciendo hasta hacerse tan brillante y tan enorme como nuestro propio sol. Luego, descubrimos un planeta, semejante al nuestro aunque con dos pequeñas lunas. Nos dirigimos hacia él; no tardó en dejar de ser una pelota colgada en el cielo para transformarse en una extensión de accidentado paisaje, corriendo bajo nuestros pies. Cuando vi que los cielos volvían a ser azules, me arrodillé en el puente y recé al Señor.
La barra inmóvil se alzó con un movimiento seco. El navío se detuvo y se quedó suspendido entre el cielo y la tierra, a una milla del suelo. Habíamos alcanzado Tharixan.