Salimos de Nueva Avalon al día siguiente.
Sir Roger y yo partimos solos a bordo de un minúsculo barco de salvamento espacial, sin armas. Nosotros mismos éramos más fuertes. Yo, como de costumbre, vestía la sotana y el rosario, nada más. El barón llevaba un jubón y calzas de colono, pero también portaba espada, daga y espuelas de oro en el calzado. Su corpachón se sentaba en la silla del piloto como si se tratase de una silla de montar, pero sus ojos, levantados hacia el cielo, eran como el cielo de una tormenta invernal.
Les dijimos a los capitanes que íbamos a realizar un vuelo muy breve para ver algo especial traído por sir Owain. El campamento olió la mentira y accedió de mal grado. John el Rojo rompió dos bastones repujados de hierro antes de restaurar el orden. Cuando embarcamos, me pareció de golpe que nuestra empresa conducía a un estancamiento. Los hombres se mantenían en calma, sentados ante sus tiendas. Era una tarde sin viento y las banderas colgaban inmóviles de los mástiles; percibí hasta qué punto se veían descoloridas y desgarradas.
Nuestro barco hendió el cielo azul y penetró en la obscuridad como cuando a Lucifer lo expulsaron del Paraíso. Vi brevemente un navío de combate que patrullaba en órbita y me habría reconfortado sentir aquellos cañones a mis espaldas para protegerme. Pero no podíamos llevar otra cosa que un esquife indefenso. Sir Owain había sido categórico en aquel punto cuando estuvimos hablando por segunda vez a través de la distancia.
—Si lo deseáis, Tourneville, os recibiremos para parlamentar. Pero habéis de venir solo, en un sencillo barco de salvamento y sin armas. O, bien… podréis traer al párroco con vos… Ya os diré en qué órbita debéis colocaros. Os encontraréis con mi nave en determinado punto. Si mis telescopios y detectores perciben el menor signo de perfidia por vuestra parte, iré como una flecha hacia Wersgorixan.
Aceleramos hacia el punto de encuentro en un silencio que se hacía cada vez más pesado. Me aventuré a decir en una ocasión:
—Si pudierais reconciliaros, la acción daría mucho valor a los nuestros. Estoy seguro de que serían realmente invencibles.
—¿Quiénes, Catalina y yo? —ladró sir Roger.
—Bueno… yo… quería decir sir Owain y vos… —me excusé; pero la verdad estaba clara: yo había pensado en su dama; Owain, por sí mismo, no era nada.
En las manos de sir Roger descansaba nuestro destino. Pero él no podía seguir separado por más tiempo de la que poseía su alma. Ella, y los niños que tuvieron juntos… aquéllas eran las únicas razones por las que se dirigía a hablar humildemente con sir Owain.
Seguimos volando. El planeta se fue encogiendo a nuestras espaldas, hasta no ser más que una desdibujada moneda. Me sentí tan solo, tan aislado… más incluso que cuando abandonamos nuestra Tierra.
Pero, al fin, algunas de las numerosas estrellas se obscurecieron. Vi crecer la delgada forma negra de la nave espacial al tiempo que se ajustaban nuestras velocidades. Habríamos podido lanzar una bomba y destruirla. Pero sir Owain sabía muy bien que no lo haríamos mientras Catalina, Robert y Matilda estuvieran a bordo. Una grapa magnética resonó al chocar con nuestro casco. Las naves se acercaron una a la otra hasta que se dieron un frío beso por medio de los paneles de entrada. Abrimos la portezuela y esperamos.
Branithar en persona fue el primero en aparecer. La victoria le inflamaba. Esbozó un movimiento de retroceso al ver la daga de misericordia de sir Roger.
—¡No deberíais traer ningún arma! —exclamó roncamente.
—¡Oh! Bien, bien —el barón miró sus armas tristemente—. No había pensado… como las espuelas, son las insignias de mi rango… nada más.
—Dejadlas.
Sir Roger se desató el cinturón y le entregó las armas a Branithar, que se las pasó a otro cara azul. Nos registró.
—No hay más armas ocultas —decidió; sentí que las mejillas me ardían por el insulto, pero sir Roger aparentó no darse cuenta—. Bien, seguidme.
Enfilamos por un corredor hasta el camarote principal. Sir Owain estaba sentado detrás de una mesa de madera con incrustaciones. Vestido con terciopelo negro, obscuro, las joyas brillaban en la mano que se apoyaba en un fusil colocado ante él. Lady Catalina llevaba un traje gris y una toca. Un olvidado mechón de cabellos le caía sobre la frente como el fuego que nace entre las cenizas.
Sir Roger se detuvo en el umbral.
—¿Dónde están los niños?
—En mi dormitorio, con las sirvientas —su mujer habló con voz átona, como una máquina—. Están bien.
—Sentaos, sire —le apremió sir Owain.
Su mirada recorrió la sala. Branithar dejó cerca de él la daga y la espada y se colocó a la derecha. El otro wersgor, y un tercero que nos esperaba en la sala, se situó junto a la entrada y por detrás de nosotros, con los brazos cruzados. Les tomé por el médico y el navegante de que nos habían hablado; los dos cañoneros debían encontrarse en las torretas y el piloto en su puesto, por si algo iba mal. Lady Catalina, como una imagen de cera, se encontraba de pie junto a la pared del fondo, a la izquierda de sir Owain.
—Espero que no me guardéis rencor —dijo el felón—. En la guerra y el amor, todo está permitido.
Catalina alzó una mano para protestar.
—En la guerra, tan sólo —apenas podía oírsela; dejó caer la mano.
Sir Roger y yo nos mantuvimos en calma. El barón escupió en el suelo.
Owain se ruborizó.
—Escuchadme —exclamó—. Que no haya hipocresía sobre juramentos rotos. Vuestra posición es muy dudosa. Os habéis hecho con el derecho a nombrar nobles a siervos y campesinos, a disponer de los feudos, a tratar con reyes extranjeros. Si pudierais, os nombraríais rey a vos mismo. ¿Dónde están ahora vuestros compromisos y vuestros juramentos de fidelidad a vuestro soberano Eduardo?
—Hasta ahora, no le he hecho ningún mal —respondió sir Roger con una voz temblorosa a causa de la cólera—. Si alguna vez vuelvo a la Tierra, añadiré mis conquistas a sus dominios. Hasta entonces, habremos de arreglárnoslas como podamos y no tenemos más elección que establecer nuestros propios feudos.
—Hasta ahora, en efecto, no podíais actuar de otro modo —admitió sir Owain; le volvió la sonrisa—. Pero debéis estarme agradecido, Roger. Os libraré de tal necesidad. ¡Podemos volver a la Tierra!
—¿Como ganado de los wersgorix?
—No lo creo. Pero, sentaos. Os traeré vino y pasteles.
—No, gracias. No compartiré mi pan con vos.
—En ese caso, moriréis de hambre —dijo sir Owain alegremente.
Roger se transformó en una estatua de piedra. Observé por primera vez que lady Catalina llevaba la funda de un arma colgada de la cintura, aunque estaba vacía. Owain debió quitársela con cualquier excusa. Era el único que estaba armado.
Se puso grave cuando leyó las expresiones de nuestros rostros.
—Mi señor —dijo—, cuando nos pedisteis parlamentar, no podíais esperar que rechazase tal oportunidad. Os quedaréis aquí.
Catalina le dirigió un gesto.
—¡No, Owain! —gritó—. Me dijisteis… dijisteis que podría dejar el navío libremente si…
Volvió hacia ella el fino perfil y dijo suavemente:
—Pensadlo, señora. ¿No era vuestro mayor deseo el poder salvarle? Llorasteis, temiendo que su orgullo no le permitiera ceder. Ahora, está prisionero. Vuestro deseo será cumplido. Portaré el peso de todo el deshonor, señora, por vos.
Ella temblaba de pies a cabeza.
—No tengo parte en todo esto, Roger —explicó—. No imaginé…
Su marido ni la miró. Su voz la interrumpió bruscamente.
—¿Cuál es vuestro plan, Montbelle?
—Esta nueva situación me ha dado nueva esperanza —respondió el otro caballero—. Reconozco que nunca he sido de los más optimistas en cuanto a los resultados de las negociaciones con los wersgorix. Ahora ya no son necesarias. Podemos volver directamente a casa. Las armas y los cofres de oro que hay en esta nave me permitirán conseguir más de lo que podría desear.
Branithar, el único no humano que comprendía el inglés, aulló:
—¿Y yo, y mis amigos?
Owain respondió fríamente:
—¿Por qué no nos acompañáis? Con la marcha de sir Roger de Tourneville, la causa inglesa se perderá y vosotros tendréis que entendéroslas con los miembros de vuestra raza. He estudiado vuestro modo de pensar y sé que la patria o las relaciones no significan nada para vosotros. De camino, podemos recoger algunas hembras de vuestra especie. Como mis leales vasallos, podréis conseguir cuantas tierras y poder queráis; vuestros descendientes compartirán con los míos el planeta. Es cierto que sacrificaréis una forma de vida social a la que estáis habituados, pero a cambio conseguiréis un grado de libertad que vuestro gobierno jamás os concederá.
Tenía las armas. Sin embargo, creo que Branithar se dejó seducir por los argumentos y que las palabras de asentimiento que pronunció lentamente eran sinceras.
—¿Y nosotros? —preguntó lady Catalina casi sin aliento.
—Vos y sir Roger tendréis vuestros dominios en Inglaterra —prometió sir Owain—. Añadiré un nuevo feudo en Winchester.
Quizá hablaba honestamente. O quizá especulaba con que, cuando fuese monarca de toda Europa, podría hacer lo que quisiera con ella y con su marido. Mi señora estaba demasiado alterada como para pensar en tal eventualidad. La vi como en sueños. Se volvió hacia sir Roger, llorando y riendo:
—¡Mi amor, podremos volver a casa!
La miró brevemente.
—¿Qué será de todos los que trajimos hasta aquí?
—No me puedo arriesgar a llevarlos con nosotros —Sir Owain se encogió de hombros—. Después de todo, son de baja cuna.
Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.
—¡Ah! ¡Ya veo!
Poniéndose en pie de un salto, golpeó con las espuelas en el vientre del wersgor que había a sus espaldas. Este, abierto de arriba a abajo, se derrumbó.
El barón cayó con él, rodando debajo de la mesa. Sir Owain lanzó un alarido y saltó. El fusil retumbó en el camarote. Falló. El barón había sido muy rápido. Se incorporó, agarró al otro sorprendido wersgor y lo atrajo hacia sí. El segundo disparo alcanzó aquel escudo viviente.
Sir Roger se irguió, con el cadáver por delante, y avanzó como un vendaval. Owain tuvo tiempo de disparar un último disparo, que quemó la carne muerta. Roger lanzó el cuerpo por encima de la mesa y alcanzó a su adversario en el rostro.
Sir Owain cayó bajo el peso del wersgor. Sir Roger intentó coger la espada. Branithar la alcanzó antes y sir Roger hubo de conformarse con la daga. Despidió un destello al salir de la vaina. Oí un ruido sordo al tiempo que taladraba la mano de Branithar, clavándola a la mesa. Sólo sobresalía la guarda.
—¡Esperadme aquí! —dijo sir Roger; desenvainó la espada—. ¡Adelante! ¡Que Dios proteja la razón!
Sir Owain consiguió liberarse y se levantó, con el fusil en las manos. Me encontraba justo frente a él, pero al otro lado de la mesa. Apuntó al estómago del barón. Prometí a los santos muchos cirios y azoté con el rosario la muñeca del traidor. Aulló. El fusil se le cayó de las manos y se deslizó sobre la mesa. La espada de sir Roger silbó. Owain fue lo bastante rápido como para evitarla. El acero se hundió en la madera de la mesa. Sir Roger debió realizar algunos esfuerzos para soltarlo. El fusil se encontraba en el suelo y me lancé a por él. Lady Catalina hizo lo mismo, llegando a toda prisa desde el otro lado de la mesa. Nuestras frentes se golpearon. Cuando recobré la consciencia, estaba sentado y Roger perseguía a Owain fuera de la habitación.
Catalina lanzó un alarido.
Roger se detuvo como apresado en un lazo. La dama se levantó haciendo revolotear la falda.
—¡Los niños, mi señor! Están en mi dormitorio, junto a las armas de apoyo…
El barón juró y echó a correr. Ella le siguió. Me levanté como mejor pude, todavía un poco atontado, llevándome el olvidado fusil. Branithar me enseñó los dientes. Intentó mover el puñal que le clavaba a la mesa, pero no consiguió más que hacerse más sangre. Consideré que le costaría bastante trabajo liberarse y dediqué mi atención a otras cosas. El wersgor a quien había desventrado mi señor vivía todavía, pero no lo haría por mucho tiempo. Dudé un momento. ¿Cuál era mi deber? ¿Junto a mi señor y su dama o atendiendo a un pagano moribundo? Me incliné sobre el rostro azul deformado por el dolor.
—Padre —dijo casi sin aliento.
No sé a qué, o a Quién, invocaba de aquel modo, pero cumplí con los pocos ritos que permitían las circunstancias y le sostuve hasta que lanzó el último suspiro. Recé para que, por lo menos, alcanzase el Limbo.
Sir Roger volvió, limpiando la espada. Sonreía de oreja a oreja, como pocas veces he visto sonreír a un hombre.
—¡Caramba con el lobato! —exclamó—. ¡Qué fácil es identificar la sangre normanda!
—¿Qué ha pasado? —pregunté levantándome, con la sotana empapada de sangre.
—Owain no se dirigió finalmente al cofre con las armas —me dijo sir Roger—. Fue hacia la torreta de navegación. Pero los otros miembros de la tripulación, los cañoneros, habían oído el ruido de la lucha. Creyendo que llegaba su ocasión, se precipitaron para equiparse. Vi pasar a uno ante la puerta de la salita. El otro le seguía, armado con un largo atornillador. Caí sobre él con la espada, pero combatió bien y necesité un momento para vencerle. Entre tanto, Catalina siguió al primero; combatió con él con las manos desnudas hasta que él le asestó un golpe que la hizo caer. Sus malditas sirvientas no hicieron otra cosa que ocultarse como cobardes y aullar como perras… lo que cabía esperar. ¡Pero, vaya! Escuchad, hermano Parvus. Mi hijo Robert abrió el cofre de las armas, tomó un fusil y atravesó al wersgor de lado a lado, tan bien como podría haberlo hecho John el Rojo. ¡Oh, vaya con el diablillo!
La baronesa entró en la estancia. Su ropa se veía rota y sus hermosas mejillas mostraban vanas magulladuras. Con un tono tan impersonal como el de un sargento que informa sobre la guardia, dijo:
—He calmado a los niños.
—Pobre Matilda —murmuró su mando—. ¿Ha pasado mucho miedo?
Lady Catalina parecía indignada.
—¡Los dos querían combatir!
—Esperadme aquí —dijo el barón—. Me ocuparé de Owain y del piloto.
Ella se incorporó con el aliento cortado.
—¿Tendré que esperar a salvo cuando mi esposo se lanza en brazos del peligro?
Sir Roger se detuvo en seco y la miró.
—Pero… pensaba que… —empezó, automáticamente indefenso.
—¿Que os había traicionado simplemente para volver a la Tierra? Sí, es verdad —se quedó con la vista clavada en el suelo—. Creo que vos me lo perdonaréis antes de que yo misma lo haga. Sin embargo, hice lo que creí mejor… también para vos… yo no sabía lo que me hacía. No tendríais que haberme dejado sola tanto tiempo, señor. Os eché mucho de menos.
Sir Roger asintió lentamente con la cabeza.
—Soy yo quien debe suplicar vuestro perdón —dijo—. Ojalá Dios me dé vida suficiente como para hacerme digno de vos.
La tomó por los hombros.
—Pero, quedaos aquí. Vigilad a este rostro azul. Si mato a Owain y al piloto…
—¡Hacedlo! —exclamó la dama llevada por la furia.
—Preferiría evitarlo —dijo el barón con el dulzor que siempre empleaba con ella—. Al miraros, señora, lo entiendo todo. Pero si hay que llegar a lo peor, Branithar puede devolvernos a la Tierra. Vigiladle.
Ella me tomó el fusil de las manos y se sentó. El cautivo clavado a la mesa nos miraba, tenso y desafiante.
—Venid, hermano Parvus, quizá necesite vuestra habilidad con las palabras.
Llevaba la espada y se había pasado por el cinturón uno de los cortos fusiles del cofre de las armas. Avanzamos por un pasillo, subimos una rampa y llegamos ante la entrada de la torreta de navegación. La puerta estaba cerrada por dentro.
Sir Roger llamó con el pomo de la daga.
—¡Los de dentro, rendios!
—¿O qué? —la voz de sir Owain llegó a nosotros débilmente a través de los paneles.
—Demoleré las máquinas —dijo sir Roger, decidido— y me iré en mi navío dejándoos a la deriva. Pero, escuchadme, no estoy ya encolerizado. Todo ha terminado y podremos volver a Inglaterra cuando todas estas estrellas dejen de representar un peligro para Inglaterra. Antaño fuimos amigos, Owain. Dadme de nuevo vuestra mano. Os juro que no os haré nada.
Un pesado silencio.
Luego, el hombre de detrás de la puerta dijo:
—Bien. Nunca antes habéis roto un juramento. Entrad, Roger.
Oí cómo se corrían los cerrojos. El barón apoyó la mano en la puerta. No sé lo que me hizo decir:
—Esperad, sire —le aparté bruscamente con una falta de modales inusitada, para pasar yo primero.
—¿Qué ocurre? —parpadeó, turbado por la alegría.
Abrí la puerta y crucé el umbral. Dos barras de hierro cayeron sobre mi cabeza.
He de contar el resto de estas aventuras según lo que me dijeron, pues tardé una semana en recuperarme. Me derrumbé cubierto de sangre y Roger me creyó muerto.
En el mismo momento en que vieron que no era el barón, Owain y el piloto le atacaron. Iban armados con las viguetas arrancadas del muro, tan largas y pesadas como espadas. La hoja de sir Roger saltó. El pilotó arrojó su maza. La hoja del barón la desvió entre un surtidor de chispas. Sir Roger aulló, haciendo temblar los muros:
—Asesinos de inocentes… —su segundo golpe hizo saltar la barra de una mano abotargada; el tercero cercenó la cabeza azul de los hombros del wersgor haciéndola rebotar por la rampa.
Catalina escuchó el estrépito. Se acercó a la puerta del salón para ver lo que pasaba, como si el terror pudiera agudizar su vista hasta hacerla atravesar las paredes. Branithar apretó los dientes. Tomó la daga de misericordia con la mano libre. Los músculos de sus hombros parecieron a punto de estallar. Pocos hombres habrían podido arrancar aquella daga, pero Branithar lo consiguió.
Lady Catalina escuchó el ruido y se volvió bruscamente.
Branithar daba vueltas a la mesa. Su mano derecha colgaba desgarrada, chorreando sangre, pero el cuchillo brillaba en su mano izquierda. Ella alzó el fusil.
—¡Atrás! —gritó.
—Dejad eso —le ordenó despectivamente—. No lo emplearéis. No habéis visto casi las estrellas de la Tierra y lo que habéis visto no lo podéis comprender. Si los instrumentos y las brújulas se desajustan, sólo yo podré devolveros a la Tierra.
Miró al enemigo de su esposo directamente a los ojos y disparó. Le vio muerto a sus pies y se precipitó hacia la torreta.
Sir Owain Montbelle se había vuelto a refugiar en aquel cuarto, pero no podía resistir la ciega furia del asalto de sir Roger. El barón sacó el fusil. Owain tomó un grueso libro y lo mantuvo ante el pecho.
—¡Atención! —dijo, jadeante—. Es el diario de a bordo. Todas las notas sobre la posición de la Tierra se encuentran en él… y no hay otras.
—¡Mentís! Están en la mente de Branithar —sin embargo, sir Roger volvió a guardarse el fusil y avanzó hacia el villano—. Me apena manchar el claro acero con vuestra sangre, pero habéis matado al hermano Parvus y vais a morir.
Owain se tensó. La vigueta no era un arma muy manejable. Pero alzó el brazo y se arrojó contra el barón. Golpeado en la frente, sir Roger titubeó hacia atrás. Owain saltó, arrancó el fusil de la cintura del barón, y evitó una suave estocada. Montbelle se apartó, aullando de triunfo. Roger se lanzó hacia él, vacilando. Owain apuntó.
Catalina apareció en el umbral. Su fusil lanzó un chorro de llamas. El libro de a bordo se desvaneció en humo y cenizas. Owam chilló de angustia. Fríamente, ella volvió a disparar y el traidor cayó.
Mi señora se arrojó en brazos de sir Roger y se echó a llorar. La reconfortó. Me pregunto cuál daría más valor al otro.
Poco más tarde, sir Roger dijo tristemente:
—Me temo que hemos guardado muy mal nuestros intereses. Hemos perdido el camino de vuelta para siempre.
—Eso no tiene importancia —murmuró mi señora—. Donde quiera que vayáis, será Inglaterra.
Un sonido de trompetas hendió el aire.
El capitán dejó el manuscrito escrito a máquina y pulsó un botón del intercom.
—¡Qué pasa? —dijo con voz seca.
—El senescal de ocho piernas del castillo ha encontrado al fin a su jefe, señor —respondió la voz del sociotécnico—. En la medida en que he podido entenderle, el duque planetario estaba, de safari y ha hecho falta todo este tiempo para localizarle. Sus reservas de caza ocupan todo un continente. Bueno, en todo caso, ya ha llegado. Venga a ver el espectáculo. Cien cohetes antigravedad… ¡Señor! ¡De las naves que han aterrizado están saliendo caballeros y caballos!
—Sin lugar a dudas, será el ceremonial de costumbre. Llego en un minuto —el capitán miró el manuscrito con ojos furibundos; ¿cómo hablar inteligentemente con aquel fantástico soberano sin tener idea de lo que había pasado?
—Hojeó apresuradamente la continuación. La crónica de la Cruzada Wersgor era larga, y tormentosa. Le bastaba, después de todo, con leer la conclusión: el rey Roger I fue coronado por el arzobispo de Nueva Canterbury y reinó durante muchos y fructíferos años.
Pero, ¿qué había pasado realmente? Naturalmente, de un modo u otro, los ingleses habían ganado todas sus batallas. Acabaron por tener la fuerza suficiente que les permitiría no contar tan sólo con la fuerza y la habilidad de su jefe. ¡Pero su sociedad! ¿Cómo era que su idioma, sin hablar de sus instituciones, había podido sobrevivir al contacto con antiguas y refinadas civilizaciones? Lo peor de todo: ¿por qué el sociotec había traducido al parlanchín padre Parvus si no hubiera en ello algunos hechos significativos…? Atención. Sí. Un pasaje, casi al final, captó la vista del capitán. Leyó:
«…He dicho que sir Roger de Tourneville estableció el sistema feudal sobre los mundos recién conquistados en los que sus aliados le habían entregado el gobierno. Como consecuencia, de acuerdo con mi noble amo, dieron a entender que, si había actuado así era porque no conocía otra solución y era lo mejor que podía hacer. Cosa que refuto. Como he dicho antes, la caída de Wersgorixan no puede dejar de compararse con la caída de Roma y, a problemas semejantes, soluciones semejantes. La ventaja de sir Roger fue que tenía la respuesta a mano y, a sus espaldas, la experiencia de muchos siglos terrestres.
»Es cierto que cada planeta representaba un caso especial, que requería un tratamiento diferente. Sin embargo, la mayor parte de ellos tenían algunas cosas importantes en común. Las poblaciones indígenas no pedían otra cosa que encontrarse bajo el mando de sus libertadores ingleses. Dejando aparte toda gratitud, aquellas pobres gentes ignorantes, cuya civilización había sido aniquilada mucho antes, necesitaban ser guiadas en todo. Abrazando la Fe, demostraron que tenían alma. Lo que obligó a nuestros clérigos ingleses a conferir ordenamientos entre los conversos. El padre Simón descubrió textos en las Escrituras y entre los escritos de los Padres de la Iglesia que apoyaban aquella necesidad práctica. Y, a decir verdad, aunque él mismo nunca lo confirmó, nos parecía que el verdadero Dios nos había mandado a ello al enviarnos tan lejos in partibus infidelium. Una vez admitido este hecho, el padre Simón no sobrepasó los límites de su autoridad sembrando la semilla de nuestra propia Iglesia Católica. Naturalmente, en su momento, procuramos hablar del Arzobispo de Nueva Canterbury como de «nuestro» Papa, o del «Vice Papa», para mantener siempre en la mente la idea de que no era más que un simple agente del verdadero Santo Padre, al que no podíamos llegar. Lamento la negligencia de las nuevas generaciones en todas estas cuestiones de titulación.
»Lo raro es que muchísimos wersgorix aceptaron muy pronto aquel orden nuevo. Su gobierno central siempre había sido para ellos algo lejano, un cobrador de impuestos, un instrumento para hacer respetar leyes arbitrarias. Muchos caras azules se dejaron seducir por nuestras brillantes ceremonias y por un gobierno de nobles señores con quienes podían verse cara a cara. Lo que es más, sirviendo lealmente a aquellos soberanos, podían esperar conseguir tierras, incluso títulos. Entre los wersgorix arrepentidos y convertidos en buenos cristianos ingleses, me basta mencionar a Huruga, nuestro antiguo enemigo, a quien todo el mundo de Yorkshire honra como a su arzobispo William.
»En el comportamiento de sir Roger nada se puede tachar de falsario. Nunca traicionó a sus aliados, como le acusaron algunos. Trató lealmente con ellos y salvo el hecho de que disimuló —totalmente obligado— nuestro verdadero origen (una mascarada que abandonó en cuanto fuimos lo suficientemente fuertes como para no temer que se supiera el secreto), siempre se mostró franco y leal. No es culpa suya que Dios ayude siempre a los ingleses.
»Los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos aceptaron de buen grado las proposiciones de sir Roger. No tenían idea real de lo que era un imperio. Si les dejábamos un planeta recién conquistado, no les importaba poner en manos de los humanos la tarea, inmensamente fatigosa, de gobernar el gran número de planetas en que existían poblaciones esclavas. A menudo, apartaban la vista hipócritamente de las necesidades, a menudo sangrantes, de tal gobierno. Estoy seguro de que muchos políticos aliados se regocijaron secretamente al pensar que cada nueva responsabilidad disminuía y dispersaba las fuerzas de sus enigmáticos aliados; sir Roger, con cada nueva conquista, creaba un duque y algunos nobles secundarios para dejarlos en el planeta, con una pequeña guarnición que entrenara y educase a los indígenas. Levantamientos, sangrientas guerras internas, contraataques wersgorix, redujeron aquellas exiguas tropas. Pero como los jairs, los ashenkoglhi y los pr?°tanos tenían pocas tradiciones militares, no comprendieron que aquellos crueles años acabarían por establecer lazos de lealtad entre los campesinos indígenas y los aristócratas ingleses. Como sus razas estaban también un poco agotadas, no pudieron prever el vigor y el ardor con que se multiplicarían los humanos.
»Y, cuando al fin, todos aquellos hechos estuvieron claros como la luz del día, era ya demasiado tarde. Nuestros aliados no eran más que tres naciones distintas con modos e idiomas diferentes. A su alrededor se habían alzado cientos de razas unidas por la cristiandad, el inglés y la Corona Inglesa. Si los humanos lo hubiéramos deseado, no habríamos podido cambiarlo. A decir verdad, fuimos sorprendidos, lo mismo que ellos.
«Para demostrar que sir Roger nunca tramó nada contra sus aliados, considerad hasta qué punto le habría sido sencillo invadirles cuando gobernaba la más poderosa nación que se viera entre las estrellas. Pero siempre se contuvo, por generosidad. No fue culpa suya si las jóvenes generaciones, impresionadas por nuestros logros, empezaron a imitar cada vez más nuestro modo de actuar… »
El capitán dejó el manuscrito y echó a andar hacia el panel de entrada principal. Hablan abatido la rampa y un gigante humano de cabellos rojos avanzó para saludarle. Vestido de un modo fantástico, con una flameante espada ornamental, llevaba también un revólver de balas explosivas totalmente impresionante. A sus espaldas se mantenía en guardia una escolta de honor formada por fusileros vestidos con el verde traje de Lincoln. Por encima de sus cabezas ondeaba una bandera con las armas de una rama menor de la gran familia de los Hameward.
Las manos del capitán desaparecieron en una capa ducal y velluda. El sociotec tradujo un inglés bastardo.
—¡Al fin! ¡Dios sea loado! Al fin han aprendido a construir naves del espacio en la buena vieja Tierra. Sed bienvenido, señor.
—Pero, ¿por qué nunca nos hemos encontrado antes… este… monseñor? —balbuceó el capitán; cuando lo tradujeron, el duque se encogió de hombros y respondió:
—No, estuvimos buscando. Durante generaciones, todos los caballeros jóvenes partían en busca de la Tierra, a menos que no eligiesen la búsqueda del santo Grial. Pero ya sabéis cuántos malditos soles existen. Sobre todo, en el centro de la galaxia, donde encontramos a otros pueblos navegadores del espacio. El comercio, la exploración, la guerra… todo nos ha retenido aquí, lejos de esa espiral con tan pocas estrellas. Os daréis cuenta, supongo, que habéis dado con una provincia apañada. El rey y el papa viven muy lejos, en el Séptimo Cielo… Finalmente, la búsqueda no valió de nada. En los siglos pasados, la Tierra fue sólo una tradición —su enorme rostro parecía brillar de alegría—. Pero ahora todo ha cambiado. ¡Nos habéis descubierto! ¡Formidable! ¡Maravilloso! Pero, decidme ahora mismo si se ha liberado la Tierra Santa y vencido a los paganos.
—Bien —dijo el capitán Halevy, ciudadano leal del Imperio Israelí—, bien, sí.
—Lástima. Me habría gustado partir a una nueva cruzada. La vida se ha vuelto un poco aburrida desde que conquistamos a los Dragones hace diez años. Sin embargo, dicen que las expediciones reales a las nubes estelares de Sagitario han descubierto algunos planetas muy prometedores. Venid al castillo. Os recibiré lo mejor que pueda y os equiparé para el viaje hasta el rey. La navegación es delicada, pero os proporcionaré a un astrólogo que conoce el camino.
—¿Qué acaba de decir? —preguntó el capitán cuando la baja voz terminó el discurso.
El sociotec se lo explicó.
El capitán Halevy adquirió un color rojo ladrillo.
—¡Ningún astrólogo tocará nunca mi navío!
El sociotec suspiró. Tendría mucho trabajo en los años venideros.