Capítulo 16

Los jairs, como las otras naciones libres, no eran gente inculta. Nos invitaron a posarnos en su suelo y a ser los huéspedes de su planeta. Fue una estancia muy rara, casi como si nos encontrásemos en el eterno Reino de los Elfos. Recuerdo pequeñas torres, graciosas, unidas mediante puentes aéreos de elegante arco, ciudades en las que los edificios desaparecían en medio de enormes parques para convertir el conjunto en una inmensa zona de recreo, barcos en lagos centelleantes, sabios ataviados con túnicas y velos que discutían conmigo acerca del saber inglés, enormes laboratorios de alquimia, música que aún me viene a la mente en los sueños. Pero no estoy escribiendo un libro de geografía. Y el relato más sobrio acerca de aquellas civilizaciones no humanas le parecería más fantástico a un hombre de Inglaterra que las fabulaciones del célebre veneciano llamado Marco Polo.

Mientras que los sabios, políticos y jefes jairs intentaban sacar de nosotros mil datos de modo cortés, enviaron apresuradamente una expedición a Tharixan para averiguar lo que había pasado. Lady Catalina les recibió con toda pompa y les permitió interrogar a todos los wersgorix que quisieran. No ocultó más que a Branithar, que podría haber revelado más verdades que los otros. En cuanto a sus compatriotas, incluyendo al propio Huruga, no tenían más que confusas impresiones de ataques y asaltos irresistibles.

Los jairs no sabían diferenciar la apariencia humana y fueron incapaces de darse cuenta de que la guarnición de Darova estaba compuesta por nuestro flanco más débil. Pero pudieron contar sus fuerzas y se vieron y se las desearon para creer que una fuerza tan pequeña hubiera cumplido tantas hazañas. ¡Sería por los misteriosos poderes que teníamos en reserva! Cuando vieron a nuestros boyeros, caballeros, mujeres cocinando en hornos de madera, aceptaron con bastante facilidad las explicaciones que les dieron: los ingleses preferían el aire libre y la sencillez, una vida lo más natural posible. Era un ideal que compartían.

Nos alegró mucho que las barreras del lenguaje limitaran su descubrimiento de la verdad de lo que veían. Los jóvenes que estaban aprendiendo el wersgor no habían alcanzado más que un primer nivel, demasiado poco para mantener una conversación inteligible. Muchos hombres normales y corrientes, incluso los guerreros, habrían podido descubrir su temor e ignorancia y rogar que les devolvieran a su casa, si hubieran podido expresarse. Siendo como era la situación, cualquier conversación con los ingleses debía filtrarse a través de mí. Y pude devolverle la alegre arrogancia a sir Roger.

No les ocultó que los wersgorix enviarían a Darova una flota vengadora. Incluso se pavoneó por ello. La trampa estaba lista, les dijo. Si Boda y los otros planetas que viajaban entre las estrellas no querían ayudarle a reducirla, tendría que pedir refuerzos a Inglaterra.

Los jefes jairs se sintieron muy turbados ante la idea de la armada de un reino totalmente desconocido entrando en sus regiones espaciales. Algunos de ellos, estoy seguro, nos tomaron por simples aventureros, incluso por forajidos, que no podrían contar con ayuda alguna por parte de su patria. Pero otros debieron discutir y decir, por ejemplo:

—¿Nos vamos a mantener al margen sin participar en lo que va a pasar? Aunque sean piratas, esos recién llegados han conquistado un planeta y no tienen miedo ni de todo el imperio de Wersgor. En todo caso, tenemos que armarnos, pues es posible que Inglaterra sea —aunque ellos lo nieguen— más agresiva que la nación de los rostros azules. ¿No sería mejor reforzar nuestra posición ayudando a sir Roger a ocupar planetas y a que se haga con un buen botín? ¡La alternativa es aliarnos con Wersgor, lo que resulta impensable!

Lo más importante de todo es que habíamos seducido la imaginación de los jairs. Vieron a sir Roger y a sus brillantes compañeros galopar a lo largo de sus tranquilas avenidas. Oyeron el relato de la derrota que había infligido a sus viejos enemigos. Su folklore, basado desde antiguo en el hecho de que no conocían más que una reducida porción del Universo, les predisponía a creer en la existencia de razas más antiguas y fuertes fuera de los espacios marcados en sus mapas. Cuando escucharon a sir Roger haciendo su llamamiento para la guerra, se enardecieron y pidieron batalla casi a gritos. Boda era una verdadera república, no un simulacro como la de los wersgorix. La voz popular se dejaba oír alta y clara en su Parlamento.

El embajador wersgor protestó. Amenazó con destruirlo todo. Pero estaba lejos de su planeta y sus mensajeros tardarían en llegar y, mientras tanto, la multitud se dedicó a apedrear su palacio.

Sir Roger conferenció también con los dos emisarios de otras dos naciones que navegaban entre las estrellas, los ashenkoghli y los pr?ºotanos. Los dos signos que he intercalado en este último nombre son obra mía, y representan respectivamente un silbido y un gruñido. A modo de ejemplo de todas las conversaciones que se mantuvieron, mencionaré, simplemente, una de ellas.

Se mantuvo, como era costumbre, en idioma wersgor. Tuve más problemas de interpretación que de costumbre, pues el pr?ºotan se encontraba en una caja que mantenía a su alrededor el calor y el aire envenenado que necesitaba. Hablaba, lo que es más, por medio de una especie de altavoz, con un acento peor que el mío. Ni siquiera intenté aprenderme su nombre personal y rango, pues aquellos implicaban conceptos que, para la mente humana, eran aún más complicados y sutiles que los libros de Maimónides. Sólo pude llegar a la siguiente aproximación: Maestre Terciario de los Huevos del Enjambre del Noroeste. En privado, decidí llamarle Ethelbert.

Nos encontrábamos en una fresca habitación azul que dominaba la ciudad. Mientras Ethelbert, una forma tentacular percibida obscuramente a través del cristal, se esforzaba trabajosamente por decir las más corteses lindezas, sir Roger echó un vistazo al panorama.

—¡Qué fácil sería atacar un lugar con tantas ventanas abiertas! —murmuró—. ¡Qué ocasión! ¡Me gustaría asaltar este lugar!

Cuando empezaron las negociaciones, Ethelbert dijo:

—No puedo cerrar ningún convenio que haga que los Enjambres sigan determinada política. Sólo puedo enviar recomendaciones. Sin embargo, como nuestros pueblo tiene mentes menos individualistas que la media, puedo añadir que mis recomendaciones serán de gran peso. Pero reconozco que yo mismo soy bastante difícil de convencer.

Aquello ya nos lo imaginábamos. En cuanto a los ashenkoghli, se dividían en clanes; su embajador en Boda era el jefe de uno de ellos y podía convocar a su flota bajo su propia autoridad. Aquello simplificó tanto las negociaciones que vimos en ello la mano de Dios. La confianza que logramos con ello fue un tanto precioso.

—Conoceréis sin duda, sire, los argumentos que les hemos dado a los jairs —dijo sir Roger—. Son también aplicables a Pur… Pur… en fin, a sea cual sea el nombre diabólico de vuestro planeta.

Me sentí ligeramente exasperado: siempre me dejaba el peso de la traducción, pero si me obligaba a inventar continuamente frases corteses… me impuse un rosario de penitencia por tan mal pensamiento. El wersgor es un idioma tan bárbaro que yo era incapaz de pensar convenientemente con su vocabulario. Cuando traducía el francés de sir Roger, siempre necesitaba pasar la parte esencial del discurso al inglés de mi infancia y transformarlo a continuación en elegantes frases latinas, sobre cuyas firmes bases podía elaborar una estructura wersgor que Ethelbert traducía mentalmente al pr?°tan. ¡Qué milagrosas son las obras de Dios!

—Los Enjambres los han padecido —admitió el embajador—. Los wersgorix limitan nuestra flota espacial y nuestras posesiones extraplanetarias. Nos sangran con un duro tributo en metales raros. Pero nuestro mundo resulta para ellos inhabitable e inútil, de modo que no pensamos que vayan a invadirnos algún día, como podrían hacer con Boda y Ashenk. ¿Por qué provocar su cólera?

—Me parece que estas criaturas no tienen ninguna idea de lo que es el honor —me murmuró el barón—. Decidles que serán liberados de esas restricciones y de los tributos cuando Wersgorixan sea vencida.

—Es evidente —fue la fría respuesta—. Sin embargo, las ganancias nos parecen ínfimas comparadas con los riesgos de un bombardeo de nuestro planeta y sus colonias.

—El riesgo será casi inexistente si todos los enemigos de Wersgonxan actúan juntos. Los jefes wersgor estarán demasiado ocupados como para pensar en ofensivas.

—Pero no hay ninguna alianza entre sus enemigos.

—Tengo razones para creer que el señor Ashenkoghli, presente en Boda, tiene intención de unirse a nosotros. Y muchos otros clanes de su reino se le unirán, aunque no sea más que para que no se convierta en alguien poderoso.

—Sire —protesté en inglés—, sabéis que la criatura de Ashenk no está dispuesta a arriesgar su flota en este asunto.

—Decidle a ese monstruo lo que acabo de decir.

—¡Pero, señor, es falso!

—Pero podría ser verdad; no es una mentira.

Aquella casuística estaba a punto de sofocarme, pero hice lo que me pedía. Ethelbert me replicó de inmediato.

—¿Qué os lo hace creer? El de Ashenk es conocido por su prudencia.

—Cierto —fue una pena que el tono despectivo de sir Roger no fuera interpretado por aquellos oídos no humanos—. Por eso no anunciará de inmediato sus intenciones. Pero su estado mayor… hay quien dice que no pueden resistir las alusiones.

—¡Hay que enterarse! —dijo Ethelbert.

Yo podía leer sus pensamientos, o casi. Enviaría espías, mercenarios jairs, a documentarse.

Nos dirigimos a toda prisa a otro lugar, donde proseguimos las conversaciones que empezara previamente sir Roger con un joven ashenkogh. Aquel bravo centauro deseaba ardientemente una guerra, en la que podría ganar gloria y riqueza. Nos explicó en detalle la organización, las relaciones, las comunicaciones. Todos lo: datos que necesitaba sir Roger. Después, el barón le instruyó sobre los documentos que había que preparar para que los agentes de Ethelbert los descubrieran. Le dijo las palabras que debía deslizar en medio de una borrachera, mencionando los desafortunados intentos de comprar a los oficiales jairs… Antes de que pasara mucho tiempo, todo el mundo sabía —a excepción del propio embajador ashenkoghli— que tenía intención de unirse a nosotros.

Ethelbert envió a Pr?°tan recomendaciones para entrar en guerra. Partieron en secreto, naturalmente, pero sir Roger compró a un inspector jair que tenía por misión transmitir los mensajes diplomáticos mediante las cajas especiales que se albergaban en las naves espaciales. Se le prometió al inspector todo un archipiélago en Tharixan. El plan resultó muy juicioso, pues mi señor le pudo dar a leer el despacho al jefe ashenkoghli antes de que éste siguiera adelante Puesto que Ethelbert mostraba tanta confianza en nuestra causa, el jefe envió a buscar su propia flota y escribió cartas que invitaban a los señores de los clanes aliados a hacer lo mismo.

Los servicios secretos militares de Boda sabían ya lo que pasaba. No podían permitir que Ashenk y Pr?°tan consiguieran tan rica cosecha mientras que su planeta se quedaba al margen. Recomendaron que también los jairs se unieran a aquella alianza. El parlamento se reunió y declaró la guerra a Wersgorixan.

Sir Roger sonrió de oreja a oreja.

—No ha sido muy difícil —dijo cuando sus capitanes le cumplimentaron—. No he tenido más que aprender a hacer las cosas como las hacen por aquí, el asunto no era un secreto. Todas estas criaturas de las estrellas caen en las más tontas trampas, cosa que no harían ni los más memos de los príncipes alemanes.

—Pero, ¿cómo es posible, sire? —preguntó sir Owain—. Pertenecen a una raza más antigua, más fuerte y sabia que la nuestra.

—Más fuerte y más vieja, sin duda —asintió el barón; estaba de buen humor y se dirigía a sir Owain incluso con franca camaradería—. Pero no más sabios. Cuando se trata de intrigas, yo soy como los italianos. Pero esta pobre gente de las estrellas son como niños. ¿Por qué? Bien, en la Tierra, desde hace siglos, hay naciones y muchos señores, todos en lucha entre sí, bajo un sistema feudal demasiado complicado como para entenderlo del todo. ¿Por qué tantas guerras contra Francia? Porque el duque de Anjou era, por una parte, rey soberano de Inglaterra y, por otra parte, francés. Ya podéis ver a lo que conduce un ejemplo tan insignificante. En nuestra tierra hemos aprendido por la fuerza todas las artimañas posibles.

»Pero aquí, desde hace siglos, los wersgorix han sido el único poder real. Lo han conquistado todo con un solo método, destruyendo a las razas que no tenían armas para combatir contra ellos. Por la fuerza y el azar han conseguido el mayor de los reinos y han impuesto su voluntad a otras tres naciones que poseían igualmente un arte militar. Impotentes, ni siquiera han sido capaces de complotar contra Wersgorixan. Todo el asunto no ha requerido más diplomacia y estrategia que la necesaria para una guerra de bolas de nieve. He tenido que emplear muy poca habilidad para jugar con su simplicidad, su avaricia, su creciente miedo y las rivalidades mutuas.

—Sois demasiado modesto, sire —sonrió sir Owain.

—¡Ah! —el placer del barón desapareció—. Satán reina en este tipo de tratos. Ahora sólo hay una cosa importante: estaremos aquí inmovilizados hasta que se arme la flota y el enemigo ya esté en camino.

En verdad, aquel fue un período de pesadilla. No podíamos dejar Boda para reunimos con las mujeres y los niños de la fortaleza, pues la alianza era todavía muy frágil. Sir Roger debió poner las cosas a punto en cien ocasiones, utilizando medios que le resultarían muy caros cuando llegase a la otra vida. En cuanto a nosotros dedicamos el tiempo a estudiar la historia, el idioma, la geografía (¿debería decir la astrología?) y las artes mecánicas, merecedoras de apelativo de brujerías, de Boda. Estudiamos aquellas últimas bajo el pretexto de compararlas con las que teníamos en la Tierra, despreciando a las suyas, claro está. Felizmente para nosotros —aunque elhecho no fue totalmente debido al azar, pues sir Roger eliminó cualquier referencia oficial antes de nuestra partida de Tharixan— algunas de las armas capturadas eran secretas. Podíamos hacer demostraciones con un fusil de mano o una bala explosiva especialmente eficaces y pretender que procedían de Inglaterra, procurando que nuestros aliados no pudieran observarlas muy de cerca.

La noche en que el navío de enlace de los jairs retornó de Tharixan con la noticia de que la armada enemiga ya había llegado, sir Roger se retiró solo a su dormitorio. No sé lo que pasó, pero al dia siguiente su espada estaba sin filo y todos los muebles de la alcobas eran un montón de leña.

Gracias a Dios, sin embargo, no esperamos más tiempo. La flota de Bodavant ya estaba en órbita, reunida. Varias docenas de ligeros navíos de combate llegaron de Ashenk y, poco después, las naves con forma de caja de Pr?°tan descendieron pesadamente de su emponzoñado mundo. Embarcamos y partimos hacia la guerra en medio de inmensos rugidos.

Cuando tuvimos Darova a la vista, tras haber combatido en el espacio contra navíos enemigos y haber entrado en la atmósfera de los wersgorix, yo tenía mis dudas sobre lo que podríamos salvar y liberar. Centenares de millas alrededor de la fortaleza no eran más que tierra negra, devastada, desolada. Las rocas se habían fundido y en algunas partes todavía hervían, justo donde acababa de impactar un obús. Aquella muerte sutil que no se podía detectar más que con determinados instrumentos se albergaría en aquel continente durante muchos años.

Pero Darova había sido construida para resistir aquellas fuerzas y lady Catalina la había aprovisionado a la perfección. Percibí una flotilla wersgor descendiendo aullante sobre la pantalla de fuerza. Sus proyectiles estallaron muy cerca, haciendo volar las piedras de las estructuras del suelo, pero dejando intactas las instalaciones subterráneas. La tierra se abrió y las bombardas lanzaron lenguas de fuego parecidas a víboras, escupiendo rayos y retirándose antes de que nuevas explosiones pudieran alcanzarlas. Tres navíos wersgor cayeron despedazados. Sus pecios se añadieron al montón de ruinas resultantes de un ataque en el suelo, cuando intentaron tomar al asalto la fortaleza.

No vi más a Dorava envuelta en su sudario de humo. Los wersgorix nos atacaron en masa y el combate se libró en el espacio.

¡Qué batalla más extraña! Combatíamos a distancias inimaginables, con rayos de fuego, obuses, proyectiles que se guiaban a sí mismos. Los navíos eran manejados por cerebros artificiales, con tanta rapidez que sólo las máquinas que daban paso podían impedir que los tripulantes se aplastasen en los mamparos. Los cascos eran desgarrados por proyectiles que pasaban de lado a lado. Las partes abiertas se cerraban por sí mismas y el resto seguía disparando.

Así era la guerra en el espacio. Sir Roger realizó una innovación. Horrorizó a los almirantes jairs cuando la propuso, pero insistió y dijo que era táctica habitual de los ingleses… lo que, de hecho, era verdad. Pero sir Roger, naturalmente, la impuso para no traicionar la carencia de habilidad de sus hombres con las armas infernales.

Repartió sus tropas en muchas naves pequeñas extremadamente rápidas. Nuestro plan de batalla era tan poco ortodoxo porque queríamos conducir al enemigo a determinada posición. Cuando llegamos, las naves de sir Roger se infiltraron en el corazón de la flota wersgor. Perdimos algunos, pero los otros siguieron girando en una órbita imposible para llegar al navío almirante del enemigo. Era una cosa monstruosa, de una milla de largo, lo bastante grande como para transportar generadores de campos de fuerza. Pero los ingleses habían utilizado explosivos para practicar agujeros en el casco. Luego, con armaduras del espacio, en las que los caballeros se habían plantado las cimeras, armados con espadas, hachas, alabardas y arcos, al igual que con fusiles, se lanzaron al abordaje.

No eran suficientes para hacerse con el inmenso laberinto de pasillos y camarotes. Se divirtieron, no obstante, mucho y sufrieron pocas pérdidas (allí, los marineros se dedicaban a los combates cuerpo a cuerpo) y crearon una confusión general que ayudó en gran medida al asalto final. Los tripulantes acabaron por abandonar el navío. Sir Roger les vio partir y retiró sus tropas antes de que el casco estallase en pedazos.

Sólo Dios y los santos más belicosos saben si aquella acción resultó decisiva. La flota aliada era menos numerosa que la del enemigo, tenía menos cañones y cada pérdida era terrible; por otra parte, nuestro ataque sorprendió al enemigo y tuvimos a los wersgorix entre nuestra flota y Darova, cuyos proyectiles más grandes podían alcanzar el espacio y destruir los navíos enemigos.

No puedo describir la aparición de san Jorge, pues no tuve el privilegio de tal visión. Sin embargo, más de un soldado digno de confianza juró que había visto al santo caballero descendiendo de la Vía Láctea en medio de una riada de estrellas, empalando los navíos enemigos con la lanza como si fueran simples dragones. Sea como sea, tras varias horas de las que apenas me acuerdo confusamente, los wersgorix abandonaron la partida. Se retiraron ordenadamente, tras haber perdido la cuarta parte de su flota, y no les perseguimos mucho trecho.



En lugar de ello, sobrevolamos la calcinada Darova. Sir Roger y los jefes aliados descendieron en una nave. En la gran sala central subterránea, la guarnición inglesa, negra de pólvora, agotada por días de combate, lanzó varias débiles aleluyas. Lady Catalina se tomó cierto tiempo para bañarse y ataviarse con sus mejores ropas para mantener su honor a salvo. Avanzó con paso de reina para saludar a los capitanes.

Pero, al ver a su esposo, cuya silueta se recortaba en la fría luz de la entrada, vestido con su armadura espacial totalmente abollada, su paso se hizo más titubeante.

—Mi señor…

Sir Roger se quitó el casco acristalado. Los tubos del aire molestaron ligeramente el gesto del caballero; se lo colocó bajo el brazo y dobló ante ella la rodilla.

—No —gritó mi señor—, antes bien: Mi señora y mi amor.

Lady Catalina avanzó como sonámbula.

—¿Es vuestra la victoria?

—No. Es vuestra.

—Y ahora…

Sir Roger se levantó, esbozó una mueca, pues las necesidades de la acción volvían a requerirle.

—Conferencia —dijo—. Y reparar los daños, preparar nuevos navíos, nuevas armas. Intrigar con nuestros aliados, castigar, animar. Combatir, seguir combatiendo. Hasta que, si Dios quiere, los rostros azules sean devueltos a su propio planeta y se rindan —se detuvo; el rostro de lady Catalina había perdido todo color—. Pero esta noche, señora —dijo torpemente, aunque debía haber repetido la escena mil veces—, creo que hemos ganado el derecho a estar solos para que pueda rendiros mi homenaje.

Lady Catalina suspiró largamente.

—¿Sigue vivo sir Owain? —preguntó.

Como no dijo lo contrario, ella se persignó y una suave sonrisa revoloteó por sus labios. A continuación, les dio la bienvenida a los capitanes extranjeros y les presentó la mano para que se la besaran.

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