Capítulo 2

Acudí como me ordenase y con la aprobación de mi abad, que veía que en aquellas circunstancias el brazo secular y el espiritual debían ser uno. La ciudad estaba extrañamente en calma mientras atravesaba las calles en el crepúsculo. Los habitantes se encontraban en la iglesia o reunidos alrededor de las chimeneas. Desde el campamento de los soldados se oía otra misa de acción de gracias. El amenazante navío se alzaba como una montaña por encima de nuestras minúsculas moradas.

Creo que entonces me sentí reconfortado, incluso un poco ebrio de nuestro triunfo sobre los poderes de otro mundo. La inevitable conclusión, pensé con satisfacción, era que Dios estaba con nosotros.

Pasé ante el tribunal, con guardia triple, y me dirigí al salón del castillo. El castillo de Ansby era una antigua fortaleza normanda: de aspecto lúgubre y glacial como vivienda. El salón estaba sumido en la obscuridad e iluminado por velas y por un enorme fuego cuyas llamas saltaban y descubrían una masa en movimiento de armas y tapices. La nobleza y los miembros más importantes de la burguesía de la ciudad se encontraban sentados a la mesa, envueltos en un zumbido de conversaciones. Los sirvientes corrían de un lado para otro; los perros dormían en montones de paja y juncos. Era una escena familiar, reconfortante, por mucha tensión que ocultase. Sir Roger me hizo un gesto para que fuese a sentarme junto con él y su dama; era un honor insigne.

Dejadme que os describa a sir Roger de Tourneville, caballero y barón. Era un hombre de treinta años, alto, fuerte, sólido, de ojos grises, rasgos marcados, con una nariz de águila. Llevaba los rubios cabellos según la moda de los nobles guerreros: espesos en la parte alta de la cabeza y luego muy cortos, lo que desfiguraba ligeramente un rostro que, de otro modo, habría resultado atractivo, de no verse aquellas orejas que parecían las asas de un cántaro. El feudo de sus padres era pobre y poco civilizado y había pasado gran parte de su vida peleando. Carecía de gracias cortesanas aunque, a su modo, fuese inteligente y bueno. Su mujer, lady Catalina, era hija del vizconde de Mornay. Casi todo el Mundo pensaba que se había casado por debajo de sus merecimientos; lady Catalina no estaba acostumbrada a aquel modesto estilo de vida, pues se había educado en Winchester, rodeada de todo lo que en el Mundo significaba elegancia y refinamiento. Era muy hermosa, con grandes ojos azules, cabellos de un rubio cegador, pero un poco arrogante y con muy mal carácter. Sólo tenían dos hijos: Robert, un apuesto muchacho de seis años, mi alumno, y una niña de tres años, Matilda.

—¡Y bien, hermano Parvus —dijo la tronante voz de mi señor—, sentaos y tomad, por la sangre de Cristo, una copa de vino, pues la ocasión merece algo más que cerveza! —la delicada nariz de lady Catalina se frunció ligeramente: para ella, la cerveza era bebida de hombres corrientes; cuando me hube sentado, sir Roger se inclinó hacia mí y me dijo con ansiedad—: ¿Qué habéis descubierto? ¿Hemos capturado un demonio?

Se hizo el silencio a la mesa. Los propios perros se mantuvieron callados. Podía oír los chasquidos del fuego en la gran chimenea y el sonido de la seda de las antiguas banderas que se movían suavemente, colgando de las vigas que corrían por encima de nosotros.

—Así lo creo, sire —respondí prudentemente—, pues se encolerizó bastante cuando le echamos agua bendita.

—¿Pero no se ha desvanecido en una nube de humo? ¡Ah! Si son demonios, no se parecen a ninguno de los que haya oído hablar. Son tan mortales como los hombres.

—Más incluso, sire —declaró uno de sus capitanes—, pues no pueden tener alma.

—Sus miserables almas no me interesan —dijo sir Roger con voz de desdén—. Quiero averiguar lo que es su navío. Lo inspeccioné después del combate. ¡Por Nuestra Señora, qué navío más monstruoso! Podríamos meter dentro todo Ansby y aun quedaría sitio. ¿Le habéis preguntado al demonio para qué necesitaban tanto espacio sólo cien hombres?

—No habla ningún idioma conocido, señor —le respondí.

—¡Qué tontería! Todos los demonios conocen, por lo menos, el latín. Es testarudo, eso es todo.

—Una pequeña charla con nuestro torturador quizá pudiera… —dijo con sorna un caballero, sir Owain Montbelle.

—No —dije—. Si le place al señor, mejor será no emplear ese método. Parece que quiere aprender deprisa. Ya repite conmigo muchas palabras. No creo que esté fingiendo ignorancia. Dadme unos días y quizá pueda entonces hablar con él.

—Dentro de unos días, puede ser ya demasiado tarde —protestó sir Roger; arrojó a los perros el hueso de buey que acababa de terminar y se chupó los dedos sonoramente; Lady Catalina frunció el ceño y señaló el lavamanos y la servilleta que tenía ante él—. Lo siento, querida —murmuró el noble—. Siempre olvido tus novedades.

Sir Owain le sacó del apuro preguntando:

—¿Por qué decís que dentro de unos días podría ser tarde? ¿No pensaréis que puede llegar otro navío?

—No, pero los hombres van a estar cada vez más agitados e impacientes. ¡Cuando estábamos a punto de partir, llegar esa cosa!

—¿Y qué? ¿No podemos irnos, pese a todo, en la fecha fijada?

—¡No, cabezota! —el puño de sir Roger se estrelló en la mesa; una copa saltó por los aires—. ¿No comprendéis la suerte de lo que nos ha ocurrido? ¡Es un regalo de los propios santos!

Como todos estábamos aterrorizados, añadió vivamente:

—A bordo de ese navío se puede transportar todo un ejército. Y todo su avituallamiento. Caballos, vacas, cerdos, gallinas… no habrá problemas con la comida. Las mujeres… ¡toda la comodidad del hogar! ¿Y por qué no a los niños? No nos tendríamos que preocupar por las cosechas, pues podríamos abandonarlas por un tiempo, y sería más seguro quedarnos todos juntos por si recibiéramos alguna nueva visita.

»No sé cuáles serán los poderes ocultos del navío, salvo que puede volar, pero su mera aparición difundirá tanto terror que no tendremos que combatir. Lo llevaremos al otro lado de la Manga y la guerra con los franceses terminará en un mes… ¡Después, iremos a liberar Tierra Santa y volveremos a tiempo para las nuevas cosechas!

A aquellas palabras siguió un largo silencio; a continuación, estalló una tormenta de aplausos que ahogó mis débiles protestas. Aquel plan me parecía pura locura. A lady Catalina, y a algunos otros, como pude ver, también se lo parecía. Pero el resto del grupo gritaba y reía, llenando el salón con un sorprendente griterío.

Sir Roger se volvió hacia mí con el rostro enrojecido de excitación.

—Todo depende de vos, padre Parvus. Sois el mejor de nosotros para las cuestiones del idioma. Tenéis que hablar con el demonio, o enseñarle a hablar. ¡Tiene que enseñarnos a hacer volar el navío y a dirigirlo!

—¡Noble señor! —empecé, con voz temblorosa.

—¡Bien, muy bien! —Sir Roger me dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de ahogarme y derribarme de la silla—. Como recompensa, ¡podréis acompañarnos!

A decir verdad, era como si la ciudad y el ejército estuvieran poseídos por el demonio. La única solución sabia se habría encontrado de haber enviado un mensaje urgente con el correo más rápido al obispo, a Roma quizá, para pedir consejo. Pero no, había que partir… inmediatamente. Las esposas no podían abandonar a sus maridos, los padres a sus hijos, ni las doncellas a sus enamorados. Hasta el más humilde siervo de la gleba alzaba los ojos y soñaba con liberar Tierra Santa y hacerse, entre tanto, con un cofre lleno de oro.

¿Qué más se podía esperar de una raza compuesta por sajones, daneses y normandos entremezclados?

Volví a la abadía y me pasé la noche de rodillas, rezando para que el cielo me enviara una señal. Pero los santos observaron la mayor reserva. Tras los maitines, fui con un nudo en el corazón a ver a mi abad y le dije lo que me había ordenado el barón. Le irritó el que no le permitieran contactar de inmediato con las autoridades de la Iglesia, pero decidió que, en tales circunstancias, lo mejor era obedecer. Me dispensaron de mis otras tareas para que pudiera estudiar el mejor modo de hablar con el demonio.

Me dispuse para la lucha y descendí a la celda en que le habíamos encerrado. Era una habitación estrecha, medio subterránea, utilizada por los penitentes. El hermano Thomas, nuestro herrero, había fijado al muro con unas argollas las cadenas que retenían a la criatura. El demonio estaba tendido sobre un camastro de paja y era un espectáculo terrible en aquella obscuridad. Las cadenas resonaron cuando se levantó al detectar mi entrada. Los cofrecillos con las reliquias se encontraban a su lado, pero fuera del alcance de sus impíos dedos, para que el fémur de san Osbert y el molar de san Willibald le impidieran romper sus cadenas y huir para volver al Infierno.

Aunque a mí no me hubiera apenado que ocurriera algo parecido.

Hice la señal de la cruz y me acuclillé a su lado. Sus ojos amarillos me miraron enfurecidos. Había llevado conmigo papel, tinta y plumas de oca para emplear el poco talento de que yo disponía para el dibujo. Esbocé la silueta de un hombre y le dije al demonio:

Homo —pues me parecía más sabio enseñarle el latín antes que cualquier idioma que perteneciera tan sólo a una nación.

Luego dibujé a otro hombre y le enseñé que a dos homo juntos se les llamaba homines. Así seguimos, y reconozco que aprendía deprisa.

No tardó en darme a entender por señas que quería papel, y se lo entregué. Dibujaba muy bien. Me dijo que su nombre era Branithar y que su raza era Wersgorix. No pude encontrar tales términos en ninguna demonología. A continuación, le dejé ser el guía de nuestros estudios, pues su raza había hecho toda una ciencia de la adquisición de un nuevo idioma; nuestra tarea adelantó a grandes pasos.

Trabajé con él durante muchas horas y vi muy poco el Mundo exterior en los días siguientes. Sir Roger mantenía sus dominios cortados para el resto del país. Creo que su mayor temor era que un conde o un duque se apoderasen del navío.

Acompañado por su hombres más bravos y audaces, el barón pasaba gran parte de su tiempo en la nave, intentando sondear todos los misterios y maravillas que encerraba.

Poco tiempo después, Branithar supo latín suficiente como para quejarse del régimen que recibía —pan duro y agua— y amenazar con vengarse. Yo seguía teniéndole miedo, pero supe aguantar al tipo. Nuestra conversación era, naturalmente, mucho más lenta de lo que la describo, y había largas pausas mientras buscábamos las palabras adecuadas.

—Vosotros quisisteis que pasase todo esto —le dije—. Fuisteis muy imprudentes al atacar a los cristianos sin que mediara ninguna provocación.

—¿Cristianos? ¿Qué es eso? —interrogó.

Confundido, creo que simulé ignorancia. Para probarle, recité el Pater Noster. No se desvaneció en una nube de humo, lo que me intrigó.

—Creo comprender —dijo—. Te refieres a algún panteón tribal primitivo.

—¡Esto no tiene nada que ver con esas ideas paganas! —exclamé, indignado.

Intenté explicarle la Santísima Trinidad, pero apenas había llegado a la transubstanciación cuando esbozó un gesto de impaciencia con su mano azulada. Aquella mano se parecía mucho a una mano humana, a excepción de las uñas gruesas y puntiagudas.

—No tiene importancia —replicó—. ¿Son todos los cristianos tan feroces como vuestro pueblo?

—Habríais tenido más suerte con los franceses —admití—. Lo malo es que aterrizasteis entre los ingleses.

—Una raza muy obstinada —dijo, haciendo un gesto con la cabeza—. Os costará caro. Pero, si me soltáis inmediatamente, intentaré atenuar la venganza que, sin duda, caerá sobre vosotros.

Se me pegó la lengua al paladar. Sin embargo, recuperé el habla y le pedí, fríamente, que se explicara. ¿De dónde venía, cuáles eran sus intenciones?

Necesitó bastante tiempo para aclararme las cosas, pues los conceptos eran bastante extraños. Me convencí de que mentía, pero, al menos, aprendió cada vez más latín en aquellas conversaciones.

Unas dos semanas después del aterrizaje del navío, sir Owain Montbelle apareció por la abadía y me pidió audiencia. Me encontré con él en el jardín del claustro; buscamos un banco y nos sentamos.

Aquel Owain era el hijo más joven, por segundo matrimonio con una mujer del País de Gales, de un barón de las Marcas. Creo que el antiguo conflicto entre las dos naciones se incubaba en su pecho, pero también era heredero del encanto galés. Primero paje, a continuación escudero de un caballero de la corte del Rey, el joven Owain se hizo dueño del corazón de su amo, que le educó con todos los privilegios de un rango más elevado que el que le correspondía. Viajó mucho por el extranjero, se convirtió en trovador de cierto renombre y, al recibir el espaldarazo, se encontró bruscamente sin fortuna y sin esperanzas. Probó suerte un poco por todas partes, hasta que terminó por llegar a Ansby, donde se reunió con los compañeros libres que partían para la guerra. Bravo, valiente, poseía una sombría belleza que no gustaba a los hombres y se decía de él que ningún marido se sentía seguro cuando estaba en los alrededores. Lo que no era totalmente cierto, pues sir Roger se encaprichó con él, admirando tanto su juicio como su educación, feliz por que lady Catalina tuviera alguien con quien hablar de lo que más le interesaba en el Mundo.

—Vengo de parte de sir Roger, hermano Parvus —empezó Owain—. Desea saber cuánto tiempo necesitaréis todavía para domar a nuestra bestia salvaje.

—¡Oh! Ya sabe hablar muy bien —respondí—. Pero se empecina firmemente en decir mentiras tan descaradas, que aún no os he querido informar de nada.

—Sir Roger está cada vez más impaciente y le costará trabajo contener a los hombres mucho tiempo más. Se lo comen todo y no pasa una noche en que no haya riñas y asesinatos. Hemos de partir de inmediato o no partir nunca.

—En ese caso, os lo suplico, no partáis —pedí—. No en ese navío infernal —podía ver su torre que daba vértigo: la punta coronada de nube se alzaba por encima de los muros de la abadía; me aterraba.

—Bien —dijo sir Owain secamente—. ¿Qué os ha contado el monstruo?

—Ha cometido la imprudencia de afirmar que no viene de debajo de la Tierra, sino de los cielos. ¡De los cielos!

—¿Será… un ángel?

—No. Dice que no es ni un ángel ni un demonio, sino una criatura de una raza tan mortal como la humanidad.

Sir Owain se acarició con una mano el rasurado mentón.

—Es muy posible —dijo, soñador—. Después de todo, si los centauros y los unípedes existen, ¿por qué no iban a existir seres azules y delgados?

—Lo sé. El razonamiento es acertado. Pero afirma que vive en el cielo.

—Repetidme exactamente lo que dijo.

—Como queráis, sir Owain, pero recordad que estas impiedades no salen de mi boca. Branithar afirma con insistencia que la Tierra no es plana, sino que es una esfera suspendida en el espacio. ¡Va más lejos y asegura que gira alrededor del Sol! Algunos sabios antiguos mantuvieron un punto de vista semejante, pero no puedo entender lo que impediría que los océanos se derramasen en el espacio y…

—Seguid con la historia, por favor, hermano Parvus.

—Bien, Branithar dice que las estrellas son otros soles, semejantes al nuestro, sólo que mucho más lejanos y que hay mundos girando alrededor de ellas, lo mismo que el nuestro. Ni los griegos se habrían tragado semejantes barbaridades. ¿Se imaginará esa criatura que somos pobres ignorantes? Sea lo que sea, Branithar dice que su pueblo, los Wersgorix, vienen de uno de esos otros mundos, uno muy parecido a la Tierra. Se vanagloria de sus poderes de brujería.

—Eso, al menos, no es mentira —me interrumpió sir Owain—. Hemos probado algunas de sus armas, las más ligeras. Hemos quemado tres casas hasta los cimientos, y a un siervo, eso antes de aprender a emplearlas.

Se me hizo un nudo en la garganta, pero continué.

—Esos Wersgorix poseen navíos que pueden volar entre las estrellas. Han conquistado muchos mundos. Su táctica es someter o destruir a todos los indígenas que pueden encontrar. Luego se establecen en el mundo, cada Wersgor toma cientos de millares de arpentes. Su número crece a tal velocidad y detestan tanto verse unos cerca de otros que siempre andan a la búsqueda de nuevos mundos.

»El navío que capturamos venía de exploración, buscando un nuevo mundo que conquistar. Tras observar nuestra Tierra desde lo alto, decidieron que parecía bastante adecuada a sus necesidades y descendieron. Siempre siguen el mismo plan, y hasta ahora les ha funcionado. Nos habrían aterrorizado, utilizando nuestras casas como bases, y habrían deambulado por todo el Mundo buscando ejemplares de plantas, animales y minerales. Por eso es tan grande el navío y tiene tanto espacio vacío. Es una verdadera Arca de Noé. De vuelta a su mundo, habrían informado de sus hallazgos y toda una flota habría acudido para atacar a la humanidad.

—Diablos —dijo sir Owain—. Eso, al menos, lo hemos impedido.

¿Cómo concebir realmente aquella terrible visión? Nuestros pobres hermanos humanos atormentados por criaturas no humanas, muertos o reducidos a la esclavitud; a decir verdad, no lo creíamos. Por mi parte, decidí que Branithar procedía de alguna lejana parte del Mundo, quizá de más allá de Catay, y que nos contaba todas aquellas mentiras con la esperanza de atemorizarnos y conseguir que le liberásemos. Sir Owain estuvo de acuerdo con mi teoría.

—Sin embargo —añadió el caballero—, es imprescindible que aprendamos a emplear el navío, por si llegasen otros. ¿Y cómo aprender mejor que yendo a Francia y a Jerusalén a bordo del mismo? Como dice nuestro Señor, sería tan prudente como agradable llevarnos a las mujeres, a los niños, a los hombres libres y a los aldeanos. ¿Le habéis preguntado a la bestia los encantamientos necesarios para hacer volar la nave?

—Sí —dije a mi pesar—. Dice que el timón es muy sencillo de manejar.

—¿Le habéis dicho lo que le pasará si no nos guía honestamente y traiciona nuestra confianza?

—Se lo he dado a entender. Dice que obedecerá.

—Bien, en ese caso, podremos partir dentro de uno o dos días —Sir Owain se apoyó en la pared, pensativo, con los ojos entornados—. Habrá que advertir a su pueblo cuando llegue el momento. Se podría comprar mucho vino y divertir a muchas mujeres con el dinero de su rescate.

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