Capítulo 10

Al fin llegó la hora de la conferencia. Como la mayor parte de sus capitanes estaban estudiando el material enemigo, sir Roger reunió a un grupo de veinte personas, llevando a las nobles damas con sus mejores ropajes. Algunos soldados sin armas le acompañaron también, todos muy ricamente ataviados con ropas tomadas de unos y otros.

Nos dirigimos a través de la campiña hacia la estructura semejante a una pérgola edificada en una hora entre los dos campamentos por una máquina wersgor. Era de un material de color perla con reflejos como de espejo.



Sir Roger le dijo a su esposa:

—No os pondría en peligro si pudiera hacer otra cosa. Hay que impresionarles con nuestra fuerza y nuestras riquezas.

El rostro de lady Catalina parecía de piedra y apartó su mirada hacia las inmensas y siniestras columnas de los navíos posados en tierra.



—No me vería en peligro si mis hijos no estuvieran bajo vuestro pabellón, señor.

—¡En nombre de Dios! —gimió—. Me equivoqué. Lo mejor habría sido olvidarme de aquel maldito navío y avisar al rey. ¿Vas a reprochármelo durante toda la vida?

—Gracias a vos, nuestras vidas serán breves —dijo lady Catalina.

Sir Roger empezó de nuevo.

—En la ceremonia del matrimonio dijisteis…

—Cierto. ¿No he mantenido mi juramento? ¿No os he obedecido en todo? —sus mejillas se inflamaron—. Pero sólo Dios puede gobernar mis sentimientos.

—No os molestaré más —respondió mi señor, con la voz alterada.

No oí aquellas palabras por mí mismo. La pareja avanzaba por delante de nosotros y el viento hacía remolinear sus capas escarlatas, las plumas del yelmo de mi señor, el velo del cónico sombrero de mi señora. La imagen perfecta del caballero y su bienamada. Pero transcribo estas palabras como simples conjeturas a la luz de la desgracia que nos asedió a partir de entonces.

Lady Catalina, siendo de sangre noble, sabía dominar sus emociones y mantener una cortés educación. Cuando llegamos al edificio de la conferencia y nos detuvimos ante él, sus delicados rasgos no revelaban otra cosa que un frío desprecio contra nuestro común enemigo. Ella tomó la mano de sir Roger y descendió de su montura con gracia felina. Mi señor la condujo hacia la puerta un poco torvamente y con el ceño fruncido.

En el interior de la pérgola cerrada por cortinas se encontraba una mesa redonda, rodeada de un banco circular cubierto de cojines. Los jefes wersgor ocupaban la mitad del círculo con rostros azules, lisos e indescifrables. Sus ojos, sin embargo, se posaban aquí y allá con nerviosismo. Llevaban túnicas hechas de mallas de metal con las insignias de su rango labradas en bronce. Vestidos de seda y marta cebellina, botas de cuero cordobés, encajes en las mangas, calzas con polainas, los ingleses, llenos de cadenas de oro y plumas de avestruz, brillaban como pavos reales en un jardín. Por contraste, la sencillez de mi hábito de monje desazonó al enemigo.

Crucé las manos, permanecí de pie y dije en wersgor:

—Para el buen fin de esta entrevista, permitidme ofrendar un Pater noster.

—¿Un qué? —preguntó el jefe de los enemigos; era bastante gordo, pero lleno de dignidad y con un rostro enérgico.

—Silencio, por favor —se lo habría explicado, pero su abominable idioma parecía carecer de alguna palabra que significase plegaria; ya había interrogado a Branithar al respecto—. Pater noster, qui es in coelis —empecé; todos los ingleses se arrodillaron conmigo.

Oí que uno de los wersgorix murmuraba:

—Ya lo veis, ya os dije que eran bárbaros. Se trata de algún rito supersticioso.

—No estoy tan seguro —replicó el jefe con aspecto dudoso—. Los jairs de Boda tienen ciertas fórmulas que les permiten alcanzar la integración psicológica. Les he visto doblar de ese modo su fuerza temporalmente, o detener la sangre de una herida, o pasar dos días sin dormir. El dominio de los órganos internos mediante el sistema nervioso… Y a pesar de toda la propaganda que hemos hecho contra ello, sabéis perfectamente que los Jairs son tan buenos científicos como nosotros.

Comprendí aquellos intercambios clandestinos fácilmente, y ellos no parecían darse cuenta de que podía hacerlo. Recuerdo que el propio Branithar me pareció un poco sordo. Parecía evidente que los wersgorix poseían orejas menos finas que las humanas. Me enteré más tarde de que aquel hecho era debido a que su planeta de origen tenía un aire más denso que el de la Tierra y que en él los sonidos resonaban más fuerte. Sobre Tharixan, el aire era casi como el de Inglaterra y había que alzar la voz para hacerse oír.

De momento, acepté con reconocimiento aquella particularidad como un don de Dios, sin detenerme en sorpresas que advirtieran al enemigo.

—Amén —concluí. Todos nos sentamos alrededor de la mesa.

Sir Roger miró con fijeza al jefe wersgorix con sus severos ojos grises. Una verdadera puñalada.

—¿Voy a tratar con alguien del rango adecuado? —preguntó.

Traduje.

—¿Qué entiende por «rango»? —se cuestionó el jefe wersgorix—. Soy gobernador de este planeta y me acompañan los principales oficiales de las fuerzas de seguridad.

—Quiere decir —expliqué— que le gustaría saber si sois de cuna lo suficientemente alta como para que no se rebaje a tratar con vos.

Parecieron quedarse cada vez más estupefactos. Expliqué lo mejor que pude los conceptos de una alta cuna; con mi vocabulario limitado, no fui muy brillante. Debatimos durante algún tiempo antes de que uno de los extranjeros le dijera a su jefe:

—Creo que ya lo entiendo, Grath Huruga. Si saben más que nosotros acerca de los cruces para obtener determinados rasgos —interpreto palabras totalmente nuevas para mí a partir del concepto—, quizá lo hayan aplicado a su propia raza. Quizá toda su civilización se ha organizado como una fuerza militar, poniendo a su cabeza a seres superiores cuidadosamente producidos y entrenados —se estremeció ante aquel pensamiento—. Y, naturalmente, no querrán perder tiempo hablando con seres menos inteligentes que ellos.

Otro oficial exclamó:

—¡Imposible, es fantástico! A lo largo de todas nuestras exploraciones nunca hemos encontrado…

—Hasta ahora no hemos explorado más que fragmentos diminutos de la Vía Galactea —respondió lord Huruga—. No podemos presumir que sean menos de lo que dicen hasta que nos hayamos informado más ampliamente.

Me contenté con ofrecerles mi sonrisa más enigmática mientras me quedaba sentado escuchando lo que ellos tomaban por murmullos.

El gobernador me dijo:

—En nuestro Imperio no hay rangos inmutables y cada uno alcanza el rango que merece. Yo, Huruga, soy la más alta autoridad de Tharixan.

—Entonces puedo tratar con vos hasta que puede verme con vuestro emperador —dijo sir Roger por mi mediación.

Tuve algunos problemas para traducir la palabra «emperador». De hecho, el dominio de los wersgor no se parecía en nada a lo que conocíamos. Las personas más ricas e importantes vivían en inmensos terrenos con una escolta de mercenarios de cara azul. Se comunicaban con los instrumentos que hablaban a distancia y se visitaban con sus rápidos navíos aéreos o con naves del espacio. Había otras clases que ya he mencionado: guerreros, mercaderes, políticos. Pero ninguno nacía perteneciendo a una clase en la que debía seguir durante toda la vida. Según la ley, todo eran iguales y libres de luchar lo mejor que supieran para alcanzar riqueza y posición. A decir verdad, incluso habían abandonado la idea de la familia. Los wersgorix no tenían nombres propios. Se les identificaba por números en un registro central. Los machos y las hembras vivían raramente más de unos pocos años juntos. Se enviaba a los niños, desde muy pequeños, a la escuela; allí vivían hasta alcanzar la edad adulta, pues sus padres les consideraban muy a menudo más como una carga que como una bendición.

Y sin embargo, aquel estado, en teoría una república de hombres libres, era en la práctica una de las peores tiranías que el mundo haya conocido, incluso contando la era del terrible Nerón.

Los wersgorix no sentían ningún afecto especial por el país en que habían nacido; no reconocían lazos de parentesco ni de deber. Como resultado, un individuo no tenía a nadie que se interpusiera entre él y el gobierno central. En Inglaterra, cuando el rey Juan se hizo más presuntuoso, se impuso a las leyes antiguas y a los intereses privados locales; los barones le hicieron doblegarse y consiguieron la libertad de la que hoy gozan todos los ingleses. Los wersgor eran una raza de aduladores, incapaces de protestar contra los decretos arbitrarios de sus superiores. «Ascender por méritos» no significaba otra cosa que «ascender según la utilidad que se tenía para los ministros imperiales».

Pero he hecho una larga digresión, una mala costumbre que no pierdo y por la que mi arzobispo me ha obligado a la penitencia en algunas ocasiones. Volvamos a aquel día en que nos encontrábamos sentados en el pabellón de nácar. Huruga volvió hacía nosotros sus terribles ojos y dijo:

—Parece que entre vosotros hay dos variedades, dos especies, ¿cierto?

—No —dijo uno de sus oficiales—. Hay dos sexos. Son, claramente, mamíferos.

—Ah, sí. —Huruga miró la ropa de los que se sentaban al otro lado de la mesa: profundos escotes, según la desvergonzada moda de los tiempos modernos—. Sí, ya lo veo.

Cuando se lo traduje a sir Roger, mi señor dijo:

—Explicadle, para satisfacer su curiosidad, que nuestras mujeres saben llevar la espada lo mismo que los hombres.

—¡Ah! —Huruga se lanzó casi sobre mí—. Esa palabra, espada, significa un arma cortante?

No tuve tiempo para pedir consejo a mi amo. Recé interiormente para mantenerme firme y respondí:

—Sí. Habréis visto que las llevaban todos nuestros hombres. Consideramos que son las mejores armas para los combates cuerpo a cuerpo. Pregúntaselo a los miembros de la guarnición de Ganturath.

—Ejem… sí —uno de los wersgorix adoptó un aspecto feroz—. Abandonamos la táctica de combates de ese tipo hace siglos, Grath Huruga. La necesidad parecía ya fuera de cuestión. Pero recuerdo uno de los roces en las fronteras clandestinas de los jairs. Ocurrió en Uloz IV y utilizaron largos cuchillos con efectos desastrosos.

—En ciertos casos, sí, ya lo veo. —Huruga frunció el ceño—. Sin embargo, el hecho es que los invasores deambulan sobre animales vivos.

—Que no necesitan más carburante, Grath, que vegetación.

—Pero que no pueden resistir ni rayos de calor ni plomos. Y estos seres blanden armas que pertenecen a un pasado prehistórico. No llegan sobre una de sus naves, sino en una nuestra —dejó de murmurar y espetó—: Bueno, ya hemos perdido mucho tiempo. Ceded, haced lo que os pidamos u os mataremos a todos.

Traduje.

—Las pantallas de fuerza nos protegen de vuestras armas de rayos —dijo sir Roger—. Si queréis atacarnos, recibiréis una buena acogida.

Huruga se puso púrpura.

—¿Imagináis que una pantalla de fuerza puede detener proyectiles explosivos? —rugió—. ¡Basta con enviar uno solo y hacerlo estallar en el interior de vuestra pantalla para destruiros a todos!

Sir Roger pareció menos desconcertado que yo.

—Ya hemos oído hablar de esas armas explosivas —me dijo—. Naturalmente, intenta meternos miedo. ¡Cómo iba a bastar un solo disparo! Ningún navío podría despegar con una carga así de pólvora. ¿Me toma por un patán, por un palurdo que se cree los cuentos de las viejas? Admito que podría lanzar sobre nuestro campamento algunos barriles llenos de explosivos.

—¿Qué debo decirle? —pregunté, lleno de temor.

Los ojos del barón brillaron.

—Traducid mis palabras con exactitud, hermano Parvus: hasta el momento no hemos utilizado nuestra artillería porque queremos parlamentar con vosotros y no exterminaros. Si insistís, si queréis bombardearnos, hacedlo enseguida, por favor. Nuestras defensas acabarán con vuestros planes. ¡Acordaos también de que tenemos prisioneros wersgorix!

Vi que la amenaza les impresionaba. Con todo, aquellos despiadados corazones habrían matado de buen grado a unos cuantos centenares de los suyos. Nuestros rehenes no podían retenerles mucho tiempo, pero podíamos emplearlos para negociar y ganar tiempo. Me pregunté cómo hacer que aquel tiempo jugase a nuestro favor… no vi otro modo que ponernos entre tanto en buena disposición para la muerte.

—Bien —dijo Huruga con tono brusco—, estoy dispuesto a escucharos. Todavía no habéis dicho por qué habéis llegado de un modo tan inesperado y sin ser provocados.

—Atacasteis vosotros primero y nunca os habíamos hecho mal alguno —respondió sir Roger—. En Inglaterra, un perro no muerde nunca dos veces. Mi rey me ha enviado para daros una buena lección.

Huruga:

—¿Con un solo navío? ¿Un navío que ni siquiera es vuestro?

Sir Roger:

—No traemos más que lo necesario.

Huruga:

—¿Qué queréis?

Sir Roger:

—Vuestro Imperio debe someterse a mi señor, el rey de Inglaterra, de Irlanda, del País de Gales y de Francia.

Huruga:

—Bueno, hablad en serio.

Sir Roger:

—Hablo en serio, os lo advierto solemnemente. Pero, para evitar más pérdida de sangre, me gustaría vérmelas en combate singular con vuestro campeón y con las armas que elijáis para dejar zanjada esta cuestión. ¡Dios protegerá la razón!

Huruga:

—¿Os habéis escapado de algún asilo?

Sir Roger:

—Considerad nuestra posición. Os hemos descubierto y averiguado que sois una nación pagana, con armas y artes semejantes a las nuestras, aunque inferiores. Podréis molestarnos hasta cierto punto, hacer expediciones a nuestros planetas menos defendidos. Eso nos obligará a aniquilaros, pero somos demasiado misericordiosos como para disfrutar con ello. Lo único razonable es aceptar vuestra rendición.

Huruga:

—¿Y esperáis honestamente que un puñado de hombres montados sobre animales, armados con espadas…? —se sofocó; a continuación, dialogó con sus oficiales—. ¡Maldito problema de traducción! —se lamentó—. No estoy nunca seguro de haberles entendido del todo. Supongo que podrían ser una expedición punitiva. Por razones de secreto militar pueden haber empleado uno de nuestros navíos para mantener en reserva sus armas más poderosas. Todo esto parece insensato, pero no más insensato que ver que un bárbaro me dice con toda sangre fría que yo, representante del más poderoso reino del Universo, debo rendirme y abandonar mi autonomía. A menos que todo esto no sea más que una baladronada. Quizá no hayamos comprendido sus demandas… quizá tenemos de ellos una falsa opinión, lo que podría resultar muy grave para nosotros. ¿Tiene alguien alguna idea?

Mientras hablaba, le dije a sir Roger:

—¿No hablaréis en serio, señor? Pensad lo que decís.

Lady Catalina no pudo resistir más tiempo y dijo:

—¿Por qué no?

—No —el barón sacudió la cabeza—. Claro que no. ¿Qué haría el rey Eduardo con todas estas caras azules? Ya tiene bastante con los irlandeses. No; sólo espero cerrar un trato. Si podemos arrancarles algunas garantías, si prometen no atacar la Tierra… si podemos conseguir algunos cofres llenos de oro para nosotros.

—Y un guía para volver a casa —añadí sobriamente.

—Es un problema que resolveremos más adelante —dijo con voz seca—. Ahora no tenemos tiempo. No podemos admitir ante el enemigo que no somos más que pobres niños perdidos.

Huruga se volvió hacia nosotros.

—Comprenderéis, supongo, que sabéis lo descabelladas que son vuestras ofertas. Pero si podéis demostrarnos lo que vale vuestro reino, nuestro emperador se sentiría encantado de recibiros en embajada.

Sir Roger bostezó y dijo con hastío:

—Es inútil insultarnos. Mi monarca quizá aceptase recibir a vuestros emisarios si es que antes adopta la Fe verdadera.

—¿Qué Fe es ésa? —preguntó Huruga, empleando la palabra inglesa.

—La verdadera creencia, naturalmente —dije—. La verdad sobre Aquel que es fuente de toda sabiduría y virtud, Aquel a quien rezamos humildemente para que nos guíe.

—¿De qué está hablando ahora, Grath? —murmuró un oficial.

—No lo sé —susurró Huruga—. Estos ingleses parece que poseen una gigantesca calculadora a la que someten todas sus decisiones… ¿quién sabe? ¿Cómo interpretarlo? Dejemos correr las cosas. Hay que ver cómo actúan; hay que considerar lo que acabamos de saber.

—¿Y si enviásemos un mensaje urgente a Wersgorixan?

—¿Estás loco? Todavía no, hay que saber más. ¿Quieres que el Cuartel General piense que no sabemos resolver nuestros problemas? Si esta gente no son más que simples piratas bárbaros, ¿te imaginas lo que sería de nuestras carreras si llamásemos en nuestro auxilio a toda la flota?

Huruga se volvió hacia mí y dijo en voz alta:

—Tenemos tiempo para discutir. Dejemos la reunión para mañana y consideremos mientras tanto todo lo que implica esta situación.

Sir Roger se quedó encantado.

—¿Aseguramos los términos de la tregua? —añadió.

Cada hora que pasaba me permitía hablar con mayor fluidez el idioma wersgor, de modo que averigüé que su idea de tregua no era la misma que la nuestra. Su hambre insaciable de nuevas tierras hacía de ellos enemigos de todas las razas, de tal modo que no podían ni imaginarse un juramento mutuo que les relacionase de algún modo con alguien que no fuera azul y tuviera rabo.

El armisticio no fue un acuerdo formal, sino la aprobación temporal de un estado de comodidad para ambos contendientes. Declararon que no encontraban ni ventajoso ni oportuno disparar contra nosotros de momento, aun en el caso de que llevásemos a pastar a las vacas más allá del campo de fuerza. Aquellas condiciones serían válidas siempre que no atacásemos a los suyos cuando estuvieran a la descubierta. Por miedo al espionaje, y a los proyectiles, ninguno de los dos bandos quería que navío alguno sobrevolase sus campamentos, de modo que se acordó disparar contra los que lo hicieran. Aquello era todo. Seguramente violarían el acuerdo si decidían que les interesaba actuar de otro modo. Nos harían todo el daño posible si descubrían el modo y esperaban de nosotros una actuación semejante.

—Son más fuertes y el acuerdo les da ventaja —dije, desolado—. Todos nuestros navíos volantes están aquí. No podemos ni siquiera saltar a las naves del espacio y huir. Se lanzarían sobre nosotros antes de que pudiéramos empezar a correr. Ellos, en cambio, cuentan con numerosos navíos en el planeta; pueden quedarse más allá del horizonte y asaltarnos en el momento más oportuno.

—Sin embargo —me contestó sir Roger—, veo algunas ventajas. No aliarse mediante juramento permite que no se pueda esperar nada…

—Cosa que os conviene a la perfección —murmuró lady Catalina.

Sir Roger palideció, se levantó de un salto, se inclinó ante Huruga y se lanzó hacia nuestro campamento a la cabeza del grupo.

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