Capítulo 6

Sir Roger me llamó para que acudiera a la torre de navegación, con Sir Owain y John el Rojo, que llevaba atado a Branithar. El arquero se quedó con la boca abierta ante las pantallas y murmuró horribles juramentos.

Se hizo correr la voz por todo el navío de que se armasen los hombres. Los dos caballeros portaban la coraza y sus escuderos esperaban a la puerta con los escudos y yelmos. Los caballos relinchaban en las calas, trotando a lo largo de sus pasillos. Las mujeres y los niños se mantenían agrupados, con los ojos brillantes y atemorizados.

—¡Hemos llegado! —dijo sir Roger con una amplia sonrisa; era bastante horrible verle tan alegre como un niño, cuando todo el Mundo tenía la garganta seca y sudaba hasta convertir el aire en ponzoñoso; pero un combate, incluso contra los poderes infernales, era algo que mi señor podía comprender—. Hermano, preguntadle al prisionero en qué parte del planeta nos encontramos.

Le transmití la pregunta a Branithar, que tocó un botón. Una pantalla, hasta entonces vacía, se iluminó y mostró un mapa.

—Estamos donde se cruzan los dos cuadrantes —nos dijo—. El mapa irá presentándose a medida que sobrevolemos la zona.

Comparé la pantalla con el mapa que yo llevaba en las manos.

—La fortaleza llamada Ganturath parece encontrarse a unas cien millas al nor-nor-este, señor —dije.

Branithar, que ya sabía un poco de inglés, asintió con la cabeza.

—Ganturath es sólo una fortaleza secundaria —para fanfarronear recurría siempre al latín—. Sin embargo, en ella hay muchos navíos espaciales y algunas flotillas de naves aéreas. Las armas de fuego del suelo pueden destruir este navío y las pantallas de fuerza detendrán todos los rayos que podamos lanzar con nuestros cañones. Lo mejor sería que os rindierais.

Cuando lo hube traducido, sir Owain opinó:

—Quizá sea lo más prudente, señor.

—¿Qué? —bramó sir Roger—. ¿Decís que un inglés se va a rendir sin combatir?

—¡Pensad en las mujeres, señor, y en los pobres niños!

—No soy rico —replicó sir Roger—. No puedo permitirme el pago de un rescate —se dirigió pesadamente a causa de la armadura hasta el asiento del piloto, se sentó y apretó botones y manijas.

A través de las pantallas inferiores vi cómo el suelo corría rápidamente bajo nosotros. Sus ríos y montañas tenían formas familiares, que recordaban las de nuestro Mundo, pero los tintes verdosos de la vegetación poseían un ligero y desconcertante tono azulado. La región parecía agreste y desolada. De vez en cuando, se veían algunos edificios redondos en medio de inmensos campos de cereales cultivados por máquinas, pero, salvo aquello, no se veía un alma, lo mismo que en el Bosque Nuevo. Me pregunté si sería aquello un coto real, pero no tardé en recordar lo que me había dicho Branithar: el Imperio de Wersgor estaba muy poco habitado.

Hablando con el ronco lenguaje de los rostros azules, una voz rompió el silencio. Nos sobresaltamos y miramos a nuestro alrededor. Los sonidos provenían de un pequeño instrumento negro insertado en el panel principal.

—¡Ah! —exclamó John el Rojo sacando la daga—. ¡Hemos llevado durante todo el viaje a un pasajero clandestino! ¡Dadme una palanca, señor, y le sacaré de ahí.

Branithar adivinó el sentido de lo que decía y una risotada brotó de su azulada garganta.

—La voz viene de muy lejos, sobre ondas parecidas a las de la luz, pero más largas —explicó.

—¡No digas tonterías! —protesté.

—Es un observador que nos saluda desde la fortaleza de Ganturath.

Sir Roger esbozó un seco gesto con la cabeza cuando lo traduje.

—Voces que salen del aire no se pueden comparar con todo lo que hemos visto —dijo—. ¿Qué quiere?

No pude comprender algunas palabras, aunque entendí el sentido general del discurso. ¿Quiénes éramos? Aquélla no era la zona adecuada para el aterrizaje de las naves exploradoras. ¿Por qué penetrábamos en una zona prohibida?

—Cálmale —le ordené a Branithar—, y recuerda que me daré cuenta, si nos traicionas.

Aunque su frente, como las nuestras, estaba perlada de sudor, se encogió de hombros.

—Somos el navío explorador 587-Zin, de regreso. Mensaje urgente. Nos detendremos sobre la base.

La voz asintió, pero advirtió que si descendíamos por debajo de un stanbax (poco más de media milla) seríamos destruidos. Debíamos navegar lentamente hasta que los tripulantes de las naves patrulleras nos abordaran.

Ganturath era ya visible; una masa compacta de cúpulas y semicilindros, montados sobre esqueletos de acero, como descubrimos después. La fortaleza formaba un círculo de unos mil pies de diámetro. Media milla más al norte, se extendía un reducido grupo de edificios. Gracias la ampliación de una pantalla, vimos en este último recinto las enormes bocas de las bombardas.

Al detenernos, algo parecido a un reflejo pálido se alzó alrededor de dos partes de la fortaleza. Branithar nos dijo, mientras señalaba con el dedo:

—Las pantallas de protección. Vuestros disparos se estrellarán en ellas y serán inútiles. Habría que apuntar muy bien para alcanzar alguna de las bocas que sobresalen de la pantalla. En cuanto a vosotros, resultáis un blanco muy fácil.

Varios artilugios metálicos en forma de huevo, enanos por comparación con el inmenso casco de El Cruzado, se acercaron. Vimos que otros varios despegaban desde el suelo, cerca de la parte principal de la fortaleza. La hermosa cabeza de sir Roger se inclinó.

—Exactamente como pensaba —dijo—. Sus pantallas quizá detienen un rayo de fuego, pero no un objeto material, pues las naves las atraviesan.

—Es verdad —replicó Branithar por mediación mía—. Podríais conseguir lanzar uno o dos proyectiles explosivos, pero los cañones los destruirían en un momento.

—¡Aja! —Sir Roger estudió al wersgor, cuyos ojos habían palidecido—. ¿Así que poseéis proyectiles explosivos? Y sin duda, alguno habrá en este navío. Y no nos lo habías dicho. Nos ocuparemos de eso más tarde —se volvió hacia John el Rojo y sir Owain—: Ya habéis visto cómo es el terreno. Id con vuestros hombres y estad listos para salir a combatir en cuanto aterricemos.

Se marcharon tras dirigir un último vistazo nervioso a las pantallas: las navecillas aéreas se encontraban muy cerca de nosotros. Sir Roger echó mano a las ruedas que controlaban los cañones. Habíamos aprendido, tras algunas pruebas, que aquellas enormes armas apuntaban y disparaban casi por sí solas. Cuando se acercaron las patrulleras, sir Roger soltó todo.

Cegadores rayos infernales brotaron de la nave. Envolvieron en llamas al primer navío. Vi que otro era partido en dos por la enorme espada de fuego. Otro cayó, como hierro al rojo, explotando. El trueno retumbó. Luego, no vi más que fragmentos de metal girando por el aire.

Sir Roger quiso poner a prueba las afirmaciones de Branithar… y éstas resultaron ser ciertas. Sus rayos golpearon en la pantalla pálida y traslúcida. Gruñó.

—Lo esperaba. Lo mejor será descender antes de que envíen un verdadero navío de guerra a por nosotros, antes de que abran fuego con sus cañones —sin dejar de hablar, nos precipitó hacia el suelo; una llamarada alcanzó nuestro casco, pero ya estábamos muy bajos.

Vi las construcciones de Ganturath que se precipitaban hacia nosotros y me armé de valor para enfrentarme a la muerte.

El casco se desgarró, hubo rugidos de metal retorcido y toda la nave se conmocionó. La propia torrecilla en la que nos encontrábamos estalló al rozar una torre de vigilancia, derribando las fortificaciones. Con sus dos mil pies de largo y un peso incalculable, El Cruzado hizo estallar bajo sí mismo la mitad de Ganturath.

Sir Roger se puso en pie antes incluso de que se detuvieran los motores.

—¡Adelante! —aulló—. ¡Dios protege la razón! —y se lanzó por el puente roto y destruido.

Le arrancó el yelmo de las manos al aterrado escudero y se lo puso sin dejar de correr. El muchacho le siguió; sus dientes rechinaban, pero no abandonó el escudo de los Tourneville, como le habían encargado.

Branithar se quedó sentado, mudo. Me alcé la sotana y eché a correr en busca de un sargento, para que pusiera a nuestro precioso cautivo a buen recaudo. Cuando lo hube hecho, pude ser testigo de la batalla.

Estábamos tendidos sobre un costado. El navío no se había estrellado de cola. Los generadores de peso artificial nos habían impedido caer unos sobre otros en su interior. A nuestro alrededor no se veía más que devastación, edificios destruidos y muros en ruinas. Wersgorix azules salían en tromba de la fortaleza; era el caos.




Cuando alcancé la salida, sir Roger ya estaba fuera, con la caballería. No se detuvo ni a disponerla para la batalla, sino que cargó de frente contra el enemigo que se acercaba. Su caballo se encabritó, flotando sus crines al viento y brillando la armadura de mi señor; la larga lanza empaló tres cuerpos simultáneamente. Cuando el arma se rompió, mi señor sacó la espada y empezó a despedazar enemigos alegremente. La mayor parte de los que le seguían no tenían escrúpulo alguno en lo relativo a las armas; dignos o no de los caballeros, sacaron de las calas fusiles de mano, espadas y hachas.

Los arqueros y el resto de los soldados salieron en tromba del navío, aullando. Su propio terror les convertía en seres salvajes. Rodearon a los wersgorix antes de que nuestro enemigo pudiera lanzar sus rayos en masa. No tardó en entablarse el combate cuerpo a cuerpo, una lucha sin jefe ni dirección, en la que el hacha, la daga, la porra, eran más útiles que los rayos de fuego y los fusiles de bala.

Cuando hubo despejado cierto espacio a su alrededor, sir Roger hizo que el negro semental que montaba se alzase sobre las patas traseras. Levantó la chirriante visera del yelmo y se llevó el cuerno a los labios. El aullido se alzó por encima de la barahúnda, llamando a las fuerzas montadas. Más disciplinadas que las de los hombres a pie, abandonaron inmediatamente el combate cuerpo a cuerpo y acudieron a reunirse con el barón. A sus espaldas se formó un cuadro de inmensos caballos, de hombres parecidos a torres de acerco, con escudos blasonados, plumas agitadas por el viento y lanzas en ristre.

Con una mano cubierta por un guantelete, señaló los edificios que se alzaban al norte del bosque, en los que las bombardas orientadas hacia el cielo habían abandonado su inútil ataque.

—¡Tenemos que conquistarlos antes de que se reagrupen! —gritó—. ¡Seguidme, hombres de Inglaterra, por Dios y por san Jorge!

Tomó de su escudero una nueva lanza, espoleó al caballo y se puso al galope. Tras él, se alzó una tormenta de cascos martilleando en el suelo.

Los defensores wersgorix del fuertecillo se lanzaron hacia adelante para detener el asalto. Llevaban cañones y fusiles de todas clases, y pequeños proyectiles explosivos que lanzaban con la mano. Alcanzaron a dos jinetes. Pero la distancia era demasiado corta entre las dos masas de combatientes y no tenían tiempo para calcular tiros de más alcance. De todos modos, iban desmontados. No hay nada más terrible que una carga de caballería pesada.

Lo que más lastraba a los wersgorix era que habían ido demasiado lejos. Estaban desentrenados para combatir en el suelo y llevaban equipo inadecuado. Poseían, es cierto, rayos de fuego, así como pantallas de fuerza capaces de detener las del enemigo. Pero nunca habían pensado en montar defensas terrestres.

Fuera como fuese, la terrible carga de los caballeros alcanzó sus líneas fatalmente y fueron arrastrados, pisoteados en el lodo; los caballeros siguieron cargando sin aminorar la marcha.

Uno de los edificios que se alzaban ante sir Roger estaba totalmente abierto. Un pequeño navío del espacio —tan grande, sin embargo, como el más grande de nuestra tierra— salió de él. Se mantenía erguido sobre la popa, con los motores rugiendo, dispuesto a alzarse por los aires para desde allí bañarnos en llamas. Sir Roger dirigió hacia él a su caballería. Los lanceros atacaron en masa. Las lanzas se rompieron, los caballeros fueron desarzonados. Pero, no obstante, piénsenlo durante un momento: un jinete a la carga transporta con él el peso de su armadura y bajo él mil quinientas libras de caballo. Todo ello se mueve a varias millas por hora. El impacto es terrible.

El navío fue derribado. Cayó de lado, inutilizable.

Sir Roger y sus jinetes no tardaron en invadir el fortín. Pisotearon, desgarraron con las espadas, golpearon con las hachas, machacaron con los cascos de los caballos. Los wersgorix morían como moscas. Digamos antes que las moscas eran pequeños navíos patrulleros que zumbaban por encima de nuestras cabezas y que no podían disparar a la multitud sin matar a los suyos. Sir Roger siguió encargándose de la matanza y, cuando los wersgorix se dieron cuenta de la situación, ya era demasiado tarde.

En el lugar en que yacía El Cruzado, el combate no fue más que una matanza: se abatió a los rostros azules, se hicieron algunos prisioneros y se persiguió a los demás hasta el cercano bosque. Todo era confusión y John Hameward el Rojo sintió que malgastaba la habilidad de sus ballesteros. Les formó en destacamento y avanzó rápidamente por terreno descubierto para acudir en ayuda de sir Roger.

Los navíos descendieron un poco más, girando como pájaros hambrientos: aquella presa sí podían devorarla. Sus delgados rayos no tenían mucho alcance. Con la primera descarga, murieron dos arqueros. John el Rojo aulló una orden.

El cielo se volvió negro a causa de las flechas. Una buena flecha lanzada por un arco de seis pies puede atravesar a un hombre con armadura y al caballo que le transporta. Los navíos se lanzaban a la perdición atravesando aquella tormenta de grises plumas de oca. Ninguno escapó. Atravesados, con los pilotos transformados en acericos, se estrellaron contra el suelo. Los arqueros rugieron de alegría y se abalanzaron hacia la turbamulta que rodeaba a sir Roger.



El navío del espacio derribado por las lanzas aún contaba con su tripulación, la cual pareció recuperar el sentido. Los cañones de las tórrelas lanzaron llamas súbitamente; sólo eran armas de mano, pero la tempestad se estrelló contra las murallas. Un caballero y su montura, rodeados por las llamas, desaparecieron en un instante. Los rayos vengadores barrían la tierra.

John el Rojo empuñó una enorme viga de acero, caída de la cúpula abatida por las bombardas. Cincuenta hombres corrieron en su ayuda. Se precipitaron hacia el panel de entrada de la nave. ¡Una vez, dos veces… y cedió! La puerta se rajó y los hombres libres de Inglaterra se lanzaron al interior de la nave.

La batalla de Ganturath duró algunas horas, pero la mayor parte de aquel tiempo fue dedicado a descubrir los restos ocultos de la guarnición. Cuando el extraño sol se hundió lentamente por el oeste, rojizo, quizá habían muerto veinte ingleses. No había ninguno gravemente herido, pues los fusiles de llamas mataban limpiamente cuando alcanzaban su blanco. Los wersgorix quizá habían perdido trescientos hombres y habíamos capturado a otros tantos; a estos últimos solía faltarles un miembro, o una oreja. Creo que no serían más de un centenar los que consiguieron escapar a pie. Irían a dar las noticias a los parajes más próximos… que, a Dios gracias, estaban bastante lejos. La rapidez de nuestro primer ataque había dejado fuera de servicio, a todas luces, los altavoces de distancia de Ganturath antes de que pudieran dar la alarma.

Pero el desastre que nos esperaba no se descubrió hasta más tarde. No nos preocupó la pérdida del navío en que llegamos, pues teníamos a nuestra disposición otros muchos que, en conjunto, nos albergarían a todos. Sus tripulantes sólo podían emplearlos con una condición. No obstante, con aquel terrible aterrizaje, la torreta de navegación de El Cruzado estalló y con ello perdimos todas las notas de navegación wersgorix.

Pero, de momento, todo era disfrutar el triunfo. Cubierto de sangre, sin aliento, con la armadura abollada, sir Roger de Tourneville volvió a lomos de su agotado caballo hasta la fortaleza principal. A sus espaldas avanzaban los lanceros, los arqueros, los hombres libres, vestidos con harapos, doloridos, con los hombros cargados, agotados. Pero entonaban un Te Deum que se alzaba hacia las desconocidas constelaciones que brillaban en el cielo obscuro, mientras sus banderas ondeaban al viento gallardamente.

¡Oh, qué maravilloso era ser inglés!

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