El arzobispo William, un santísimo y sapientísimo prelado, me ha ordenado poner por escrito y en inglés los grandes sucesos de los que fui humilde testigo, de tal modo que tomo la pluma de oca en nombre del Señor y de mi santo amo; me aventuro a confiar en que apoyarán mis pobres poderes de narrador para que las futuras generaciones puedan estudiar con provecho el relato de las campañas de sir Roger de Tourneville, aprendiendo al tiempo a reverenciar con ardor a nuestro Dios Todopoderoso, responsable de la totalidad de las cosas.
Relataré cuanto ocurrió de un modo exacto y según mis recuerdos, sin miedo y sin parcialidad, puesto que todos mis héroes han muerto. Yo mismo no participé más que como insignificante comparsa. Pero es necesario dar a conocer al cronista, para que los hombres puedan juzgar la veracidad de su testimonio, de modo que diré algunas palabras sobre él antes que nada.
Nací casi cuarenta años antes del principio de la historia que me dispongo a narrar. Era el hijo pequeño de Wat Brown, herrero en la pequeña ciudad de Ansby, en el noreste de Lincolnshire. Las tierras eran feudo del barón de Tourneville, cuyo antiguo castillo se alzaba en una colina que dominaba la ciudad. La ciudad también contaba con una pequeña abadía franciscana, en la que ingresé siendo muy joven. Como ya había demostrado mi facilidad para la lectura y la escritura (me temo que se trata de mi único don), instruía bastante a menudo en aquellas artes a los novicios y a los niños de la pequeña ciudad. Convertí al latín mi nombre y viví la religión como lección de humildad. De aquel modo, adopté el nombre de padre Parvus. Soy bajo y bastante feo, pero tengo la fortuna de merecer la confianza de los niños.
En el Año de Gracia de 1345, sir Roger, barón por aquel entonces, estaba reuniendo un ejército de compañeros libres para unirse a nuestro gran señor el rey Eduardo III y su hijo, que luchaban contra Francia. Ansby se convirtió en el punto de reunión. A primeros de mayo, el ejército se reunió en mi ciudad. La armada acampó en los campos comunales y transformó nuestra apacible ciudad en un lugar de risas y querellas de borrachos. Arqueros, ballesteros, piqueros y jinetes atestaban las calles enlodadas, bebiendo, jugando, corriendo tras las muchachas, bromeando y discutiendo, poniendo en peligro sus almas y nuestras chozas. La verdad es que perdimos dos casas en los incendios. Con todo, portaban en sí un ardor poco corriente, un sentimiento de gloria tal que los propios siervos consideraban con pena que, de haber sido posible, les habría gustado unirse al ejército. Yo mismo lo pensaba, incluso con bastante fundadas esperanzas: yo era el preceptor del hijo de sir Roger y, además, le llevaba las cuentas. El barón hablaba algunas veces de convertirme en su secretario, pero mi abad no terminaba de creerlo.
Tal era la situación cuando llegó el navío de Wersgor.
¿Cómo olvidar aquel día? Yo había salido a dar un paseo. El tiempo era bueno, soleado después de una ligera llovizna, y uno se hundía hasta los tobillos en el barro que encharcaba las calles. Me abrí paso a través de los grupos de soldados, vagabundeando, saludando con la cabeza a mis conocidos. De pronto, un grito enorme brotó de mil pechos. Como los demás, levanté la cabeza.
¡Un milagro! Un navío de metal descendía del cielo a sorprendente velocidad, creciendo monstruosamente a medida que se acercaba. Sus pulidos costados eran tan brillantes bajo el Sol, que no pude ver su forma claramente. Era algo así como un enorme cilindro, consideré, de por lo menos mil pies de largo. Se movía sin hacer más ruido que el silbido del viento provocado por su desplazamiento.
Alguien empezó a aullar. Una mujer se arrodilló en un charco y se puso a rezar. Un hombre gritó que no escaparía de sus pecados y se postró junto a ella. Actos estimables y virtuosos, ciertamente, pero me di cuenta de que, con tal multitud, hombres y mujeres iban a ser pisoteados hasta morir si se desencadenaba el pánico. Si era Dios quien había enviado aquella aparición, no desearía que ocurriera tai cosa.
Sabiendo apenas lo que hacía, salté encima de una gran bombarda de hierro cuyo carro se hundía en el fango hasta los ejes de las ruedas.
—¡Teneos! —grité—. ¡No tengáis miedo y confiad en Dios!
Mis débiles gritos pasaron desapercibidos. Pero, justo entonces, John Hameward el Rojo, capitán de arqueros, saltó a mi lado. Alegre gigante de cabellos cobre bruñido, de fieros ojos azules, amigo mío desde el día en que llegó.
—No sé lo que es eso —aulló con una voz tormentosa que cubrió las exclamaciones generales; se hizo la calma—. Quizá sea alguna trampa de los franceses. Quizá sea algo más amistoso y nos estemos comportando como tontos teniendo miedo de ello. ¡Seguidme, soldados, vayamos a su encuentro allá donde se pose!
—¡Es magia! —exclamó un anciano—. ¡Brujería! ¡Estamos perdidos!
—No —le dije—, la brujería no puede dañar a un buen cristiano.
—Soy un miserable pecador —me respondió gimoteando.
—¡Adelante, por san Jorge y el rey Eduardo! —John el Rojo saltó de la bombarda y se abalanzó por la calle; me alcé la sotana y eché a correr jadeando tras él, intentando recordar las fórmulas del exorcismo.
Eché un vistazo a mis espaldas y me encontré con la sorpresa de ver que la inmensa mayoría de la tropa nos seguía. No era que el ejemplo del arquero les hubiera envalentonado, sino que temían quedarse sin jefe. Fuera como fuese, nos siguieron, tomando las armas de camino y llegando al tiempo que nosotros al campo comunal. Pude ver que jinetes a caballo bajaban del castillo envueltos en un ruido de tormenta.
Sir Roger de Tourneville, sin armadura, pero con la espada en el costado, conducía las tropas. Gritaba, remolineando la lanza. Ayudado por John el Rojo, sir Roger terminó con la confusión y dispuso al populacho en orden de batalla. Apenas habían terminado cuando aterrizó el gran navío.
Se hundió profundamente en un pastizal; su peso era enorme y yo era incapaz de saber lo que le habría podido transportar con tanta ligereza a través de los aires. Vi que era de una sola pieza, un casco pulido sin toldilla ni castillo de proa. No esperaba, realmente, ver remos, pero, con el corazón desbocado, me sorprendió que no tuviera tampoco velas. Vi unas torrecillas, en cambio, de las que emergía algo que parecía la boca de una bombarda.
Por la multitud se extendió un tembloroso silencio. Sir Roger dirigió su caballo hacia mí. Yo temblaba y sentía cómo me rechinaban los dientes.
—Hermano Parvus, vos sois un sabio clérigo —me dijo, muy tranquilo, aunque tenía blanca la nariz y el cabello empapado en sudor—. Según vos, ¿qué puede ser esto?
—A decir verdad, no lo sé, señor —respondí, haciendo una reverencia—. Los cuentos antiguos hablan de brujos y encantadores que, como Merlín, podían volar por el aire.
—¿Podría tratarse de una aparición divina?
—No puedo decirlo —miré tímidamente hacia el cielo—. No hay coro de ángeles.
Un apagado sonido metálico llegó a nosotros desde el navío, ahogado por el enorme gemido de miedo que provocó la apertura de una puerta circular. Pero nadie se movió una pulgada ni cedió terreno, pues todos eran ingleses… o tenían demasiado miedo como para huir.
Vi que la puerta era doble, con una recámara entre los dos paneles. Una rampa metálica se deslizó hacia el suelo como si fuera una lengua. Apenas tenía tres yardas de largo y se apoyó en el trigo. Alcé el crucifijo mientras salían de mis labios unas Aves temblorosas.
Salió uno de los miembros de la tripulación. ¡Dios Todopoderoso! ¿Cómo describir el horror de aquella primera aparición?
—¡Sí —aullé en mi interior—, es un demonio procedente de las más obscuras regiones del Infierno!
Medía casi cinco pies de alto; era grande y fuerte, vestido con una túnica que despedía reflejos plateados. Su piel sin pelo era de color azul obscuro y se le veía una cola corta y espesa. Las orejas eran largas y puntiagudas, muy visibles a ambos lados de su redonda cabeza; estrechos ojos de color ámbar brillaban en un rostro aplastado, pero la frente era alta.
Alguien empezó a aullar. John el Rojo blandió el arco.
—¡Calma! —rugió—. ¡Por los clavos de Cristo, mataré al primero que se mueva!
No me pareció un momento adecuado para proferir blasfemias. Alcé aún más la cruz y obligué a mis miembros vacilantes a que realizaran algunos pasos hacia adelante, mientras seguía balbuceando algunos exorcismos. Estaba seguro de que no serviría de nada, pues el fin del Mundo había llegado.
Si el demonio se hubiera quedado quieto, habríamos escapado a la carrera, en desbandada, sin duda alguna, huyendo. Pero blandió un tubo en la mano. Brotó una llama de un blanco cegador. La escuché crepitar en el aire inmóvil y un hombre a mi lado fue alcanzado por ella. Por encima de él estalló una llamarada y cayó muerto, con el pecho abrasado y abierto.
Otros tres demonios salieron del navío.
Los soldados estaban entrenados para reaccionar y no pensar en circunstancias como aquélla. El arco de John el Rojo restalló. El primer demonio que ocupaba la rampa se inclinó, con una flecha clavada en el pecho. Le vi escupir sangre y morir. Como si aquel primer golpe fuera una señal de aviso, el aire se convirtió en una masa grisácea producida por las silbantes flechas. Los otros tres demonios se derrumbaron, alcanzados por tantos dardos que parecían los blancos de un concurso de tiro.
—¡Se les puede matar! —bramó sir Roger—. ¡Adelante, por san Jorge y la Alegre Inglaterra! —espoleó al caballo y se lanzó hacia la rampa.
Se dice que del miedo nace un valor sobrenatural. Un enorme grito de alegría brotó de mil pechos y todo el ejército cargó tras él. He de confesar que también yo empecé a bramar y que corrí con ellos hacia el navío.
Conservo pocos recuerdos claros de aquel combate que destruyó y devastó todos los camarotes y pasillos. En algún momento, alguien me entregó un hacha. Sólo tengo confusas impresiones de golpes asestados a los abominables rostros azules que se alzaban ante mí para detenerme. Resbalé en la sangre, caí, me levanté y seguí golpeando. Sir Roger era totalmente incapaz de dirigir las operaciones. Sus hombres, sencillamente, carecían de control. Viendo que podían matar a los demonios, su único pensamiento fue matar y terminar con todo.
La tripulación del navío no constaba más que de unos cien demonios. Muy pocos de ellos iban armados. Descubrimos en las calas, a continuación, muchas máquinas extrañas, pero los invasores habían contado con sembrar el pánico con su mera presencia. Como no conocían a los ingleses, creyeron que todo les resultaría muy fácil. La artillería del navío estaba lista para ser utilizada, pero no tenía valor ni utilidad si nosotros ya estábamos en su interior.
En menos de una hora los exterminamos a todos.
Me abrí paso penosamente a través de la carnicería, llorando de alegría y dirigiéndome hacia la bendita luz del Sol. Sir Roger evaluaba nuestras pérdidas con sus capitanes. Sólo se habían producido quince bajas. De pie, junto al navío, temblando de agotamiento, vi emerger a John el Rojo con un demonio sobre los hombros.
Arrojó a la criatura a los pies de sir Roger.
—Le he derribado de un puñetazo —dijo, jadeante—. Me ha parecido que os gustaría tenerle vivo durante un tiempo para interrogarle. ¿O es demasiado arriesgado y preferís que le corte inmediatamente su inmunda cabeza?
Sir Roger reflexionó. Todo parecía muy tranquilo. Ninguno de nosotros había comprendido hasta el momento la enormidad del acontecimiento. Una feroz sonrisa entreabrió los labios del barón. Respondió con un inglés tan perfecto como el francés de la nobleza, que empleaba mucho más corrientemente.
—Si son demonios —dijo—, son de muy mal linaje, pues les hemos matado tan fácilmente como si fueran hombres. A decir verdad, aun más fácilmente. No sabían mucho más que mi hija pequeña acerca del combate cuerpo a cuerpo. Todavía menos, pues ella se dedica a pellizcar narices con bastante vigor. Creo que poniéndole unos grilletes a este demonio no hemos de temer nada, ¿no os parece así, padre Parvus?
—Sin duda, sire —aprobé—. Lo mejor sería poner a su lado alguna reliquia santa y una hostia.
—Bien; llevadle a la abadía y ved con el abad lo que podéis sacar de él. Os mandaré unos guardias. Venid a cenar esta noche.
—Sire —dije con tono reprobador—, deberíamos ofrecer una gran misa de acción de gracias antes de nada.
—Sí, sí… —respondió con impaciencia—. Decídselo al abad. Haced lo que mejor os parezca. Pero venid a cenar esta noche para contarme lo que hayáis descubierto.
Con aire pensativo, miró el enorme navío.