Naturalmente, yo no podía aceptar aquella oferta. Sin contar con la difícil cuestión de la consagración, esperaba saber mantenerme en mi humilde lugar en aquel mundo. De todos modos, en aquella época, todo aquello no eran más que palabras. Temamos muchas razones para ofrecer a Dios una Misa de Acción de Gracias.
Dejamos que se fueran casi todos los cautivos wersgor. Sir Roger lanzó una proclama mediante el aparato de hablar a distancia. Se dirigía a Tharixan. Rogaba a todos los grandes propietarios de las zonas que todavía no habían sido destruidas que se acercasen para presentar su sumisión y para llevarse a algunos de los suyos que se habían quedado sin hogar. Les dio a los wersgor una lección tan buena que durante algunos días el campamento estuvo atestado de visitantes de caras azules. Tuve que ocuparme de ellos y olvidé lo que era el sueño. En conjunto, eran bastante sumisos. A decir verdad, aquella raza había reinado durante tanto tiempo entre las estrellas que sus soldados sólo habían aprendido un viril desprecio a la muerte. Cuando éstos se rindieron, los burgueses se apresuraron para imitarles. Tenían tanta costumbre de dejarse dirigir por un movimiento todopoderoso que no imaginaban que una revuelta fuese posible.
Durante aquel tiempo, sir Roger concentró toda su atención en el entrenamiento de sus hombres. La guarnición aprendió sus obligaciones. Las máquinas del castillo eran tan fáciles de maniobrar como la mayor parte del equipo wersgor, por lo que podían dedicarse a la defensa de Darova tanto las mujeres como los niños, los siervos o los ancianos. Podríamos mantener la fortaleza contra cualquier ataque durante un tiempo. Los que parecían desesperadamente incapaces de dominar las artes diabólicas de leer símbolos y pulsar botones o que ni siquiera sabían dar vueltas a una manivela, fueron enviados a una isla distante para que se ocuparan del ganado.
Cuando nuestra transplantada Ansby fue al fin capaz de defenderse, el barón reunió a sus compañeros libres para otra expedición por los cielos. Me explicó por adelantado su nueva idea. Aunque yo era el único en hablar con fluidez el idioma wersgor, Branithar, con la ayuda del padre Simón, instruyó a otros con bastantes buenos resultados.
—No se nos ha dado tan mal hasta ahora, hermano Parvus —declaró sir Roger—. Pero nosotros solos nunca podremos vencer a los ejércitos wersgor que deben haber lanzado contra nosotros. Espero que ya conozcáis muy bien sus letras y números. Lo bastante, en todo caso, como para vigilar a un navegante indígena y aseguraros de que no nos lleva a ninguna parte que no queramos ir.
—He estudiado los principios de sus mapas de estrellas, sire —respondí—, aunque, a decir verdad, no usan muchos mapas, sino, más bien, columnas de números. No llevan a ningún timonel mortal en las naves del espacio. Instruyen un piloto artificial al comenzar el viaje y el homúnculo realiza todas las maniobras del navío.
—¡Eso ya lo sé! —refunfuñó sir Roger—. Así es como Branithar nos jugó aquella mala pasada de traernos aquí. Un pagano bastante peligroso, sólo bueno cuando esté muerto. Me alegra no llevarle a bordo en el viaje, pero no me siento conforme dejándole en Darova.
—¿Dónde vais, sire? —le interrumpí.
—Ah, sí; aún no os lo había dicho —se frotó con los puños los ojos irritados por la fatiga—. Hay otros tres reinos además del de Wersgor. Son naciones de menor importancia, pero también viajan entre las estrellas y temen el día en que estos demonios de jeta de cerdo decidan acabar con ellos. Voy a buscar aliados.
Aquella, evidentemente, era una buena idea, pero yo dudaba.
—Bien, ¿qué pasa ahora?
—Si nunca han declarado la guerra a Wersgor —dije con voz débil—, ¿por qué iban a decidirles a hacerlo una banda de salvajes como nosotros?
—Hermano Parvus, escuchadme atentamente. Estoy ya cansado de todos estos lloriqueos acerca de nuestra ignorancia y debilidad. No somos tan ignorantes en lo relativo a la verdadera fe, ¿verdad? Y, lo que es más, aunque los ingenios de guerra puedan evolucionar con los siglos, las rivalidades y las intrigas no me parecen que sean más sutiles aquí que en nuestro Mundo. No somos salvajes sólo porque no empleamos las mismas armas.
Me resultaba difícil refutar aquel argumento. Aquella era nuestra última esperanza, si es que no queríamos partir al azar por los cielos en busca de la Tierra perdida.
Los mejores navíos del espacio fueron los que encontramos en los subterráneos de Darova. Estábamos equipándolos cuando el sol quedó obscurecido por un navío aún más gigantesco. Suspendido por encima de nosotros como la nube de la tormenta, sembró la confusión entre los nuestros. Pero sir Owain Montbelle llegó a la carrera, arrastrando consigo a un ingeniero wersgor. Tomándome como intérprete, nos condujo hasta la máquina de hablar. Manteniéndose lejos de la pantalla, con la espada en la mano, sir Owain hizo hablar al cautivo con el capitán del navío.
Era una nave mercante que hacía la regular visita al planeta. La tripulación se quedó horrorizada al ver Ganturath y Stularax convertidas en cráteres. Habríamos podido disparar contra el navío fácilmente y derribarle, pero sir Owain empleó a su marioneta wersgor para decirle que había llegado una invasión del espacio y que Darova la había rechazado, por lo que no tenía más que aterrizar. Obedeció. Al mismo tiempo que se abrían los paneles exteriores del navío, sir Owain condujo a bordo a un grupo de hombres y lo capturó sin dificultad.
Le alabaron y le aplaudieron día y noche. Hay que decir que su aspecto era siempre fiero, bravo, elegante, dispuesto en cualquier momento a gastar una broma o soltar un piropo. Sir Roger, cuyas tareas no terminaban nunca, se fue haciendo cada vez más torvo. Los hombres le consideraban con un respeto mezclado de temor, y a veces de odio, pues les obligaba a realizar insensatos esfuerzos. Sir Owain contrastaba con él violentamente, como Oberón en lucha con un oso. La mitad de las mujeres le declaraban su amor, sin duda, pero sus canciones sólo eran para lady Catalina.
El botín tomado en el navío gigante fue muy rico. Sobre todo, encontramos varias toneladas de grano. Lo probamos con el ganado de la isla, que adelgazaba con aquel régimen de fea hierba azulada. Lo aceptó con tanta avidez como si hubiera sido buena avena inglesa. Cuando sir Roger se enteró, exclamó:
—Hay que capturar en primer lugar el planeta del que procede ese grano.
Me santigüé y me apresuré a huir.
Pero no había tiempo que perder. No era un secreto que Huruga había enviado navíos del espacio a Wersgorixan inmediatamente después de la segunda batalla de Ganturath. Necesitarían tiempo para alcanzar aquel distante planeta y el emperador tendría que demorarse para reunir una flota entre sus dominios, separados unos de otros por vastísimas extensiones de espacio. Y todavía tendría que llegar la flota hasta nosotros. Pero los días pasaban rápidamente.
Sir Roger puso a su mujer al frente de la guarnición de Darova: mujeres, niños, ancianos. Me han dicho que es costumbre de los cronistas inventar discursos, que ponen en boca de los grandes personajes cuya vida resulta indigna para un clérigo. Pero yo conocía muy bien a aquellos dos seres, no sólo en su aspecto, sino en su propia alma (que se dejaba detectar, aunque tímidamente). Y puedo imaginarlos en una de las cámaras subterráneas del extraño castillo.
Lady Catalina habría colgado sus tapices y recubierto el suelo de juncos y paja. Los muros obscuros quedarían iluminados por velas colocadas en apliques dorados, para que el lugar pareciera menos fantástico. Espera, vestida con un ropaje glorioso mientras su esposo se despide de los niños. La pequeña Matilda no llora. Robert contiene las lágrimas mientras puede, hasta que la puerta quede a espaldas de su padre; después de todo, es un Tourneville.
Sir Roger se incorpora lentamente. Ya no se afeita por falta de tiempo. La espesa barba le recubre la parte baja de la cara, rematada por la nariz aguileña. Los ojos grises se muestran ausentes y uno de los músculos de su mejilla no deja de moverse. Con el agua caliente que sale a voluntad de los grifos se ha lavado; pero, como de costumbre, sigue llevando el viejo jubón de cuero gastado, las cómodas calzas. El tahalí de su vieja espada chirría cuando se acerca a su esposa.
—Y bien —dice con desgana—. He de partir.
—Sí —su delgada espalda se mantiene muy derecha.
—Creo… —se aclara la garganta—. Creo que sabéis cuanto hace falta saber —ella no responde—. Recordad lo importante que es que los muchachos sigan estudiando el idioma de los wersgorix. Si no lo hacen, estaríamos sordomudos entre nuestros enemigos. Pero no confiéis jamás en los prisioneros. Siempre debe haber dos hombres armados a su lado.
—Confiad en ello —ella asiente con la cabeza.
Lady Catalina no lleva cofia. La luz de las velas se desliza sobre las capas de cabello dorado.
—Tampoco olvidaré que no es necesario dar a los cerdos el mismo grano con que alimentamos a los otros animales.
—Eso es muy importante. Aseguraos de que la fortaleza tiene siempre suficientes provisiones. Aquellos de los nuestros que han probado la comida indígena siguen con vida. Podíais requisar los almacenes de Wersgor.
Se establece un pesado silencio.
—Bien —dice el barón—. He de irme.
—Que Dios os acompañe, señor.
Él se queda inmóvil durante un momento, intentando averiguar lo que ocultan los matices de su voz.
—Catalina…
—Sí, señor…
—He sido injusto con vos —se obliga a decir—. Y, lo que es peor, os he despreciado.
Las manos de lady Catalina se tienden hacia él como siguiendo una voluntad propia. Rudas palmas se cierran a su alrededor.
—De vez en cuando, todos los hombres se equivocan —murmura mi señora.
Al fin, el barón se atreve a mirarla fijamente a sus azules ojos.
—¿Me daríais una prenda…?
—Para que volváis sano y salvo…
Sir Roger la toma de la cintura, la atrae hacia sí y grita, alegre:
—¡Y por la victoria final! ¡Dame esa prenda y pondré un imperio a tus pies!
Mi señora se libera del abrazo, con expresión de horror.
—¿Cuándo empezaréis a buscar el camino de nuestra Tierra?
—¿Partir furtivamente? ¿Dónde quedaría el honor? ¿Dejando las estrellas en manos de los enemigos? —el orgullo resuena en su voz.
—Que Dios nos ayude —murmura mi señora antes de irse.
El barón se queda allí durante un momento, hasta que el eco de los pasos de la dama se pierde en los fríos corredores. Dándose la vuelta, se dirige a reunirse con sus hombres.
Todos nosotros habríamos podido caber en una de las naves grandes, pero juzgamos más prudente repartirnos en una veintena. Todas habían sido pintadas, con la pintura wersgor, por un joven que poseía cierta habilidad con el arte de la heráldica. El navío almirante iba pintado de escarlata, oro y púrpura, junto con las armas de Tourneville y los leopardos ingleses.
Tharixan quedó a nuestras espaldas. Pasamos al raro estado que los wersgorix llaman «propulsión hiperlumínica», hundiéndonos y emergiendo de más dimensiones que las que concibiera Euclides el metódico. Las estrellas ardían por todas partes y nos entretuvimos en bautizar las nuevas constelaciones: el Caballero, el Labrador, el Ballestero, y nombres más indignos de figurar en esta crónica.
El viaje no fue largo: apenas unos días terrestres, al menos en la medida que pudimos comprobarlo por los relojes. Para nosotros fue un descanso y nos sentimos al terminar el viaje tan ardientes como una jauría de perros de caza y llegamos al sistema planetario de Bodavant.
Habíamos aprendido y comprendido que existían soles de muchos colores y tamaños. Los de los wersgorix, como el de los humanos, eran pequeños y amarillos. Bodavant es más rojo y frío. Sólo es habitable uno de sus planetas (cosa que es el caso corriente). Los hombres y los wersgorix habrían podido establecerse en Boda, pero lo habrían encontrado obscuro y glacial. Nuestros enemigos apenas se habían molestado en conquistar a los jairs indígenas, limitándose a impedirles adquirir más colonias de las que tenían cuando les habían descubierto. También les habían obligado a aceptar acuerdos comerciales muy desfavorables.
El planeta parecía un enorme escudo manchado, herrumbroso, sobre un fondo de estrellas. Los navíos de guerra de los indígenas nos hicieron señales. Detuvimos la flotilla; o, más bien, dejamos de acelerar y cruzamos el espacio a través de una «órbita hiperbólica sublumínica» marcada por los navíos jairs. Pero todos estos problemas de navegación celeste resultan muy dolorosos para mi pobre cabeza; me contento con dejarlos en manos de astrólogos y ángeles.
Sir Roger invitó al almirante jair a bordo de su nave. Empleamos el idioma wersgor y yo, naturalmente, fui el intérprete. Me limitaré a dejar constancia de la parte esencial de la conversación y no de los fastidiosos cambios y apartes que ocurrieron entre nosotros.
Se preparó una recepción para impresionar a los visitantes. En el pasillo, desde el panel de entrada al refectorio, se alinearon los guerreros. Los arqueros se vistieron con jubones y calzas verdes y aprestaron las plumas de sus gorros. Estaban en posición de descanso, con sus terribles armas frente a ellos. Los soldados ordinarios pulieron las pocas cotas de malla y cascos que poseían y formaron un paso con sus picas. Más allá, en el punto en que el pasillo se alzaba y ensanchaba lo bastante como para permitirlo, veinte caballeros lucían sus brillantes armaduras, estandartes y escudos, plumas y lanzas orgullosamente portadas, montados en nuestros mayores caballos de combate. Ante la última puerta se plantó el capitán de caza de sir Roger, con un halcón en el puño y una manada de dogos a sus pies. Resonaron las trompetas, batieron los timbales, los caballos se encabritaron, los perros aullaron, y, con un solo grito unánime, hicimos temblar el navío:
—¡Por Dios, por san Jorge y por la Alegre Inglaterra!
Los jairs parecieron un poco desanimados pero, no obstante, avanzaron hacia el refectorio. Lo habíamos tapizado con las telas más fastuosas de nuestro botín. Sir Roger, ataviado con sedas bordadas, rodeado de alabarderos y ballesteros, se había sentado a una larga mesa en un trono que nuestros ebanistas se habían apresurado a construir. Cuando entraron los jairs, levantó una copa de oro quitada a los wersgorix y bebió a su salud un buen trago de cerveza inglesa. Habría preferido que fuese vino, pero el padre Simón prefirió reservarlo para la Santa Comunión y le hizo ver que aquellos diablos extranjeros creían que era fuego lo que bebía igualmente.
—Wáes haeil! —declamó sir Roger, una expresión inglesa que adoraba, aun cuando, como en aquella ocasión, hablase en francés.
Los jairs parecieron titubear hasta que unos pajes les acompañaron a sus asientos con tanta ceremonia como en la corte real. Recité el rosario y pedí que Dios bendijera la conferencia. No hice todo aquello, he de confesarlo, por meras razones religiosas. Ya sabíamos que los jairs empleaban ciertas fórmulas verbales para invocar los poderes ocultos del cerebro y el cuerpo. Si eran lo bastante ignorantes como ver en mi sonoro latín una impresionante versión de sus procedimientos, no era culpa nuestra, ¿verdad?
—Bienvenido, señor —dijo sir Roger; parecía muy tranquilo; en él se discernía algo casi diabólico; sólo los que le conocían bien podían adivinar en que vacío habitaba—. Os ruego que me perdonéis por haber entrado sin preámbulos en vuestros dominios, pero las noticias de que soy portador no pueden esperar.
El almirante jair se echó hacia adelante, tenso. Era un poco más alto que un hombre, más delgado y gracioso, con el cuerpo cubierto por un suave pelaje gris que se hacía más blanco y escaso alrededor de la cabeza. El rostro mostraba bigotes de gato y enormes ojos púrpura, pero, salvo aquello, su aspecto era totalmente humano. Es decir, parecía tan humano como los rostros que se ven en los trípticos cuando son fruto del trabajo de un artista no muy hábil. Llevaba ropa ajustada de terciopelo marrón y en ella prendidas las insignias de su rango. Pero, a decir verdad, todos ellos parecían poca cosa si se les comparaba con el esplendor con que nosotros mismos nos habíamos rodeado. No tardamos en descubrir que su nombre era Beljad sor Van. Esperábamos que la criatura encargada de la defensa interplanetaria fuese alguien con cierta categoría en el gobierno y no nos equivocamos.
—No podíamos suponer que los wersgorix confiasen tanto en otros seres como para armarlos y tomarlos por aliados —dijo.
Sir Roger se echó a reír.
—¡Es que no es así, por amor de Dios! Vengo de Tharixan porque acabo de conquistarlo. Utilizamos los navíos de Wersgor para no exponer los nuestros.
Beljad se incorporó, sorprendido. Su pelaje se erizó por la excitación.
—¿Sois otra raza que vuela entre las estrellas? —preguntó.
—Somos ingleses —replicó sir Roger, esquivando la pregunta; no deseaba mentir a potenciales aliados si no era necesario, pues su indignación al descubrir la verdad podría ponernos en serios aprietos—. Nuestros soberanos tienen grandes posesiones extranjeras, como Ulster, Leinster, Normandía… pero no os aburriré con un catálogo de planetas —fui el único en notar que no había dicho que tales condados fueran planetas—. En fin, nuestra civilización es muy antigua, más de cinco mil años —utilizó tanto como le fue posible el equivalente wersgor para aquella cifra. Además, ¿quién podría negar que las Sagradas Escrituras no se remontaban con absoluta exactitud hasta los días de Adán?
Beljad se quedó menos impresionado de lo que esperábamos.
—Los wersgorix se vanaglorian de dos mil años de historia tras la reconstrucción de su civilización después de la última guerra de exterminio recíproco —dijo—. Pero nosotros los jairs poseemos una cronología segura desde hace ocho mil años.
—¿Cuánto hace que podéis volar por el espacio?
—Poco más de dos siglos.
—¡Ah! Nuestras primeras experiencias de ese estilo se remontan a… ¿a cuándo, hermano Parvus?
—A tres mil quinientos años, en un lugar llamado Babel —le contesté.
Beljad estuvo a punto de ahogarse. Sir Roger, tranquilo, siguió hablando.
—El Universo es inmenso y el imperio de los ingleses, siempre en expansión, se ha encontrado muy recientemente con el imperio de los wersgorix. No comprendieron la extensión de nuestro poder y nos atacaron sin mediar provocación. Ya conocéis su maldad. Somos, como vosotros, una raza pacífica. Supimos gracias a los despreciables cautivos wersgor que los jairs eran una raza pacífica que nunca había colonizado ningún planeta que ya estuviera habitado —Sir Roger unió las manos y levantó los ojos hacia el cielo—. A decir verdad —dijo—, uno de nuestros más fundamentales mandamientos es «No matarás». Pero nos pareció que sería mucho mayor pecado dejar que la peligrosa y cruel Wersgorixan siguiera destruyendo y matando a todos los seres indefensos.
—Hum —Beljad se frotó la frente cubierta de pelo—. ¿Dónde se encuentra Inglaterra?
—Veamos, veamos —murmuró sir Roger—. ¿No pensaréis que revelaremos ese dato, ni siquiera a los extranjeros más honorables, antes de haber alcanzado una mejor comprensión mutua. Los wersgor no lo saben, pues apresamos a sus naves exploradoras. Mi expedición ha venido para castigarles y reunir datos. Como os he dicho, hemos tomado Tharixan con muy pocas pérdidas. Pero no es costumbre de mi monarca intervenir en los asuntos de otras especies inteligentes sin consultar antes sus deseos. Juro que el rey Eduardo III nunca ha soñado siquiera con actuar de tal modo. Antes preferiría que los jairs y todos los que hayan padecido a manos de los wersgorix se unan a mí para partir en cruzada y abatir su poder. Así ganaréis el derecho de dividiros su imperio, con justicia y equidad.
—Siendo jefe como sois de un solo ejército, tenéis poder para mantener negociaciones a este nivel? —Beljad parecía dudoso.
—Sire, no soy de humilde cuna —respondió el barón con mucho engolamiento—. Mi linaje es tan noble como el mejor de vuestro reino. Uno de mis antepasados, de nombre Noé, fue almirante en otro tiempo de todas las flotas de mi Mundo.
—Todo es tan repentino —dijo Beljad, turbado—. ¡Tan inusitado! No podemos… no puedo… Tenemos que discutirlo en…
—Cierto —mi señor elevó la voz hasta que tembló toda la sala—. Pero no os demoréis, señores y caballeros. Os ofrezco una posibilidad de destruir la barbarie de Wersgor, cuya existencia no es tolerable para Inglaterra. Si compartís las penalidades de la guerra, con vosotros dividiremos los frutos de las conquistas. Si no, nosotros los ingleses enviaremos fuerzas de ocupación a todos los dominios wersgorix: alguien ha de hacer que reine el orden. Os lo repito: ¡unios a nosotros en la cruzada, bajo mi mando, y alcanzaremos la victoria!