Pasaron los largos días de Tharixan, semanas de la Tierra. Sir Roger se apoderó del primer planeta que visitó y echó a volar hacia otro. Allí, mientras sus aliados llamaban la atención de los cañoneros enemigos, asaltó el castillo principal, ocultando a sus tropas debajo de hojas. En aquella fortaleza fue donde John Hameward el Rojo liberó al fin una princesa cautiva. Es cierto que tenía los cabellos verdes y pequeñas antenas, y que toda reproducción resultaba imposible entre su especie y la nuestra. Pero la semejanza humana y la excesiva gratitud de la vashtunari —arrancada de manos de sus verdugos en el preciso momento en que éstos se disponían a conquistarla— reconfortaron grandemente a nuestros solitarios ingleses. Las prohibiciones del Levítico, ¿eran de aplicación en aquel apartado lugar? Se debatió el tema ardientemente.
Los wersgorix contraatacaron desde el espacio; su flota partía de bases situadas en una zona de pequeños planetas. En la ruta, sir Roger encontró cómo suprimir el peso artificial a bordo y obligó a sus hombres a ejercitarse en aquellas nuevas condiciones. En la prueba del vacío, nuestros arqueros realizaron la famosa gesta de la Batalla de Meteoritos. Sin rayos de fuego ni impulsos de fuerza magnética que delatara su posición, atravesaron con sus flechas a muchos wersgorix ataviados con trajes espaciales.
Con la base desprovista de tropas, el enemigo se retiró de todo el sistema. El almirante Beljad se hizo, por su parte, con otros tres soles, y los wersgorix tuvieron que replegarse muy lejos.
En Tharixan, sir Owain fue siendo cada vez más agradable para lady Catalina. Bajo el pretexto de estudios lingüísticos, se vio cada vez más frecuentemente con Branithar. Al fin, pensaron haber alcanzado el mutuo entendimiento.
Sólo faltaba convencer a la baronesa.
Creo que las dos lunas acababan de saltar al cielo. Las copas de los árboles brillaban como si estuvieran cubiertas de escarcha; su doble sombra se extendía sobre la hierba brillante por el rocío. Los ruidos de la noche parecían familiares y apacibles. Lady Catalina salió de su pabellón, como solía hacer cuando se dormían sus hijos y no podía conciliar el sueño. Envuelta en una gran capa, avanzó a lo largo de una amplia avenida que debía convertirse en la calle mayor de la nueva ciudad, pasó junto a las casas de adobe medio rematadas, masas de bloques obscuros bajo las lunas, y llegó a un prado cruzado por un arroyuelo. El agua corría brillante bajo la obscura claridad y murmuraba suavemente entre los guijarros. La dama percibía los extraños y cálidos aromas de las flores, que le recordaron los majuelos ingleses cuando la habían coronado Reina de Mayo. Se acordó del tiempo en que había estado en una playa de pedrisco en Dover; recién casada, había acompañado a su esposo, que embarcaba para una campaña de verano, agitando su velo mucho tiempo, hasta que había desaparecido la última vela. Las estrellas de aquellas noches eran más frías y nadie vería el ondear de su pañuelo. Agachó la cabeza y se dijo que no lloraría.
Las cuerdas de un arpa resonaron en la obscuridad. Sir Owain apareció. Ya no empleaba la muleta, aunque todavía simulaba cojera. Una pesada cadena de plata atraía la luz de las lunas sobre su túnica de terciopelo negro y ella le vio sonreír.
—Oh, oh —dijo el caballero suavemente—, las ninfas y las dríadas salen de noche.
—No —a pesar de su determinación, se sintió contenta; su charla, sus bromas, habían aliviado más de una hora de tristeza, aquello le devolvía a la mente los recuerdos de su juventud en la corte; esbozó con la mano un suave gesto de protesta, sabiendo que daba muestras de falsa modestia, sin poder impedirlo—. No, buen caballero, sería indecoroso.
—Bajo tales cielos, en tal presencia, nada lo es —replicó—. Aseguran que no había pecado en el Paraíso.
—¡Oh! No habléis así —su dolor, redoblado, volvió—. ¡Estamos perdidos en el Infierno!
—El Paraíso se encuentra donde se encuentre mi dama.
—¿Es éste acaso lugar adecuado para una Corte de Amor? —preguntó lady Catalina, amargamente.
—No —también él se puso solemne—. A decir verdad, una tienda, una cabaña, cuando estén terminadas, no deberían ser la morada de la dueña de todos los corazones. Tales sitios no son dignos hogares para vos… y vuestros hijos. Deberíais reinar entre rosas, como una Reina del Amor y la Belleza, con mil caballeros dispuestos a romper lanzas en vuestro honor y mil menestrales para cantar vuestros encantos.
Intentó protestar.
—Me bastaría con volver a ver Inglaterra… —pero su voz no fue más lejos.
Sir Owain se quedó inmóvil, contemplando el arroyo en el que las lunas gemelas trazaban dos caminos de luz temblorosa. Al fin, metió la mano bajo la túnica. La dama vio un reflejo de acero. Esbozó un movimiento de retroceso. Pero él levantó hacia el cielo la guarda de su espada y dijo, con su voz profunda y cálida a la que sabía dotar de profundas inflexiones:
—Por este símbolo de mi Salvador y mi honor, ¡juro que tendréis lo que deseáis!
Bajó la hoja y clavó los ojos en mi señora. Apenas pudo oírle cuando concluyó:
—Si es que lo deseáis realmente.
—¿Qué queréis decir? —se envolvió en la capa, como si tuviera más frío.
La alegría de sir Owain no tenía la turbulencia poco refinada de la de sir Roger, y su aspecto serio era mucho más elocuente que las protestas balbuceadas por su marido. Sin embargo, sintió miedo de sir Owain durante un momento; habría dado todas sus joyas por ver al barón saliendo armado del bosque.
—Nunca decís claramente lo que pretendéis —murmuró.
Sir Owain volvió hacia ella un rostro lleno de desarmante tristeza juvenil.
—Sin duda porque nunca he aprendido el difícil arte del discurso brutal. Pero si dudo, es porque me repugna darle a mi dama muy duras noticias.
Lady Catalina se incorporó. Durante un instante, bajo aquella luz irreal, ella se pareció extrañamente a sir Roger; él ponía el mismo gesto. Pero no tardó en volver a ser Catalina, que dijo con desesperado valor:
—Decidme la verdad, sea cual sea.
—Branithar puede encontrar la Tierra.
Lady Catalina no era una de esas damas que pierden el sentido. Pero vio cómo vacilaban las estrellas. Cuando volvió a ser dueña de sí misma, se encontró apoyada en el pecho de sir Owain. Sus brazos le rodeaban la cintura, sus labios se apretaban en su mejilla, buscando su boca. Ella se apartó levemente y él no intentó seguir besándola. Pero ella se sintió demasiado débil para abandonar sus brazos.
—Esa es una razón muy dura. Sir Roger no abandonará la guerra.
—Pero podría devolvernos a casa —dijo ella, jadeante.
Sir Owain pareció apenado.
—¿Creéis que lo hará? Necesita a todos los humanos para mantener sus guarniciones y mantener una apariencia de fuerza. Recordad lo que dijo antes de partir con la flota. Que cuando un planeta le pareciera lo suficientemente conquistado, enviaría a buscar a algunos hombres de esta aldea para que se unieran a los hombres de armas a los que habría nombrado duques y caballeros. En cuanto a él, habla de poner fin al peligro que amenaza a Inglaterra, pero, ¿le habéis oído decir alguna vez que haría de vos una reina?
Ella suspiró, recordando algunas palabras que se le escaparon.
—Branithar os lo explicará todo —susurró sir Owain.
El wersgor apareció de un juncal. Podía desplazarse libremente, pues no tenía ninguna posibilidad de escapar de la isla. Su cuerpo rechoncho iba cubierto de ricos ropajes, parte del botín, brillando gracias a miles de perlas diminutas. Con el redondo hocico, sin pelos, con las largas orejas, no parecía tan feo a causa de la costumbre, y sus ojos amarillos demostraban cierta alegría. Catalina comprendía lo suficiente de su idioma como para hablar con él sin intérprete.
—Señora, os preguntaréis sin duda cómo podría encontrar el camino en una ruta errabunda a través de masas de estrellas desconocidas —empezó—. Cuando las notas del navegante se perdieron en Ganturath, yo mismo desesperé. Hay tantos soles parecidos al vuestro en el espacio que se extiende entre este mundo y el vuestro… sería una búsqueda que al azar llevaría mil años. También es cierto que en ese espacio las nebulosas ocultan gran número de estrellas que sólo aparecen gracias a la suerte. Si alguno de los oficiales de mi navío hubiera sobrevivido, quizá nos hubiera podido ayudar a reducir el campo de nuestras pesquisas. Pero, ay, yo sólo trabajaba en los motores. Veía las estrellas de vez en cuando, pero para mí no significaban nada. Cuando engañé a vuestro pueblo —¡cosa que no sabéis cuánto lamento!— todo lo que hice fue pulsar un botón que preparaba el pilotaje automático en casos de urgencia… de tal modo llegamos aquí.
Lady Catalina parecía impaciente y nerviosa. Se arrancó de los brazos de sir Owain y le espetó:
—No soy tan tonta. Mi señor siempre me ha respetado lo suficiente como para explicarme todas estas cosas, aunque me costase trabajo entenderle. ¿Qué habéis descubierto?
—No he descubierto nada. He recordado una posibilidad —respondió Branithar—. La idea tendría que habérseme ocurrido antes, pero como han pasado tantas cosas…
«Sabed, señora, que hay estrellas tan brillantes que son como faros, como puntos de referencia, y que son visibles desde cualquier punto de la Vía Galáctea. Se las utiliza para la navegación. Si, por ejemplo, los soles que nosotros llamamos Ulovarna, Yariz y Gratch forman entre sí determinado ángulo, es porque uno se encuentra en determinada zona del espacio. Una somera evaluación de ese ángulo puede determinar la posición del observador con una certeza de unos veinte años luz. Lo que no es una zona muy grande para encontrar un Sol amarillo, aunque sea tan pequeño como el vuestro.
Ella hizo un gesto con la cabeza, pensativa.
—Entiendo. Pensáis que estrellas tan brillantes como Sirio y Rigel…
—No se trata necesariamente de las estrellas más brillantes vistas desde determinado planeta —la previno—. Puede que sean las que se encuentran más cerca. De hecho, a un navegante le haría falta un buen mapa de las constelaciones, con muchas estrellas brillantes marcadas en colores, tal y como se ven en el espacio sin aire. Con los datos necesarios, podría analizarlas y determinar cuáles deberían ser los puntos de referencia. De ese modo, las posiciones relativas le dirían desde dónde fueron observadas.
—Creo que podría dibujar un zodíaco —dijo insegura lady Catalina.
—Señora, eso no nos sería de ninguna utilidad —le dijo Branithar—. No tenéis costumbre ni conocéis el arte de identificar a simple vista tipos estelares. Admito que yo tampoco. No he recibido educación ni entrenamiento al respecto; sé algunas cosas sobre los trabajos de los demás, pero las he aprendido en conversaciones aisladas. Tuve la suerte de estar una vez en la torreta de navegación mientras el navío orbitaba la Tierra para hacer observaciones de larga distancia, pero no presté atención especial a las constelaciones, por lo que no recuerdo su configuración.
Lady Catalina pareció perder el coraje.
—¡En ese caso, estamos perdidos para siempre!
—No del todo. Quizá debiera haber dicho que no tengo ningún recuerdo consciente. Pero los wersgorix sabemos desde hace mucho tiempo que la mente está compuesta de muchas cosas de las que no nos damos cuenta conscientemente.
—Es verdad —opinó lady Catalina con aspecto reflexivo—. Existe el alma.
—Bueno… no es eso exactamente lo que quería decir. En la mente hay abismos inconscientes o semiconscientes que son la base de los sueños y… en resumidas cuentas, os baste con saber que ese inconsciente nunca olvida nada. Registra incluso el detalle más nimio que pueda impresionar los sentidos. Si yo entrase en trance y me guiaran del modo adecuado, podría dibujar una representación exacta y precisa del cielo terrestre tal y como pude verlo.
«Una vez hecho, un navegante hábil y experimentado, empleando las tablas estelares, podría cribar la búsqueda gracias al arte de las matemáticas. Llevaría tiempo. Por ejemplo, muchas estrellas azules podrían ser Gratch, y sólo un estudio detallado podría eliminar las que estuvieran relacionadas de un modo imposible con (digamos) el cúmulo esférico que habría de ser Torgelta. Poco a poco, sin embargo, eliminaría posibilidades y llegaría a esa reducida región de la que os hablaba. Podría volar hasta allí con algún piloto del espacio que le ayudase y podrían visitar todas las estrellas amarillas del entorno hasta que dieran con vuestro sol.
Catalina aplaudió.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Oh, Branithar, ¿qué recompensa deseáis? ¡Mi señor os dará todo un reino!
De pie, bien plantado sobre sus pesadas y separadas piernas, Branithar alzó los ojos hacia el rostro de la baronesa desde las sombras y dijo con el testarudo valor que empezábamos a conocer:
—¿Qué alegría me daría un reino edificado con los jirones de mi propio Imperio? ¿Por qué habría de ayudaros a volver a Inglaterra, si así sólo conseguiría la llegada de más locos ingleses?
Mi señora apretó los puños y dijo con frialdad normanda:
—En ese caso, habréis de decirle cuanto sabéis a Hubert el Tuerto.
Se encogió de hombros.
—No se evoca fácilmente la mente inconsciente, señora. Y vuestras bárbaras torturas podrían, por el contrario, alzar una infranqueable barrera —metió la mano en la túnica y, súbitamente, un cuchillo brilló bajo la luz de la luna—. ¡Además, no lo soportaría! ¡Retroceded! Me lo ha dado Owain. Y sé dónde se encuentra mi corazón.
Catalina reculó lanzando un sordo grito.
El caballero le apoyó ambas manos en los hombros.
—Escuchadme antes de juzgar —pidió—. Desde hace semanas, intento sondear a Branithar. Ha dejado caer algunas alusiones. Yo hice lo mismo. Hemos tratado como dos comerciantes sarracenos, sin admitir nunca abiertamente que estábamos haciéndolo. Al fin, habló de la daga: sería el precio a pagar para que me enseñase su mercancía. ¿Cómo iba a dañaros con un arma así? Nuestros hijos se pasean con armas más mortíferas que un simple cuchillo. Se lo prometí y él me contó lo que acaba de deciros.
Lady Catalina pareció relajarse con un estremecimiento. Había padecido demasiadas impresiones en muy poco tiempo, temiendo y padeciendo excesiva soledad. Sus fuerzas estaban agotadas.
—¿Qué pedís? —le murmuró a Branithar.
El wersgor pasó el dedo por el filo del arma, hizo un gesto con la cabeza y lo enfundó. Luego, habló con cierta suavidad.
—Primero habrá que encontrar un buen médico mental wersgor. Quizá encuentre a algún especialista en el Libro del Castro de Darova. Habrá que enviarle a ver a los jairs con un motivo u otro. El médico deberá trabajar con un hábil navegante, que le dirá qué preguntas formular para que pueda guiar mi lápiz mientras dibujo los mapas en estado de trance. Luego necesitaremos un piloto espacial, y dos cañoneros, insisto en ello. Se les podrá encontrar en Tharixan. Les podéis decir a vuestros aliados que es por razones de investigar las técnicas secretas del enemigo.
—¿Y cuando tengáis el mapa de las estrellas?
—Bien, ¡no se lo daré al punto a vuestro marido! Por nada del mundo. Podríamos ir a buscarle en secreto a bordo de vuestra nave del espacio. Cada uno tendrá una parte: los humanos, las armas; los wersgorix, el saber. Destruiremos tanto las notas como a nosotros mismos si nos traicionáis. Negociaremos de lejos con sir Roger. Vuestros ruegos deberían influir en su decisión. Si abandona esta guerra, volveréis a casa y vuestra nación se comprometerá a dejarnos en paz para siempre.
—¿Y si no atiende a razones? —su voz carecía de expresión.
Sir Owain se inclinó junto a su oído para murmurar en francés:
—En ese caso, vuestros hijos… y vos misma, seremos conducidos a la Tierra. Pero no hay que decírselo a sir Roger, naturalmente.
—No puedo pensar… —se cubrió el rostro con las manos—. ¡Padre Nuestro que estás en los Cielos, no sé qué hacer!
—Si los vuestros insisten en seguir con esta guerra insensata —siguió Branithar—, sólo conseguirán su final destrucción.
Sir Owain le había repetido mil veces lo mismo durante aquel tiempo en que era el único noble de todo el planeta, el único con quien ella podía hablar. Le recordó los cadáveres calcinados de las ruinas de la fortaleza, le recordó el modo en que la pequeña Matilda lloraba durante el asedio de Darova cada vez que un obús alcanzaba los muros; lady Catalina pensó en los verdes bosques de Inglaterra en los que ella había cazado halcones con su esposo y señor, al poco de casarse, y en los años que él ansiaba seguir combatiendo para alcanzar una meta que ella no podía comprender. La baronesa descubrió el rostro, levantó la cabeza hacia las lunas, la fría luz hizo brillar sus lágrimas, y dijo:
—Sí.