Fue así como partimos.
El embarque fue aún más extraño que el propio navío y su aparición. El aparato dominaba la ciudad como si se tratase de un acantilado de acero templado por un brujo para ejecutar sus terribles designios. Al otro lado del campo comunal, el grupo de pequeñas chozas de Ansby parecía agruparse alrededor de la iglesia, a lo largo de las calles de profundos surcos rodeadas de verdes praderas, bajo el pálido cielo inglés. El propio castillo, antaño tan arrogante, parecía haberse encogido y adquirido un color grisáceo.
Pero nuestros sencillos conciudadanos, rubicundos, reidores, sudorosos, subían multitudinariamente por las rampas que hicimos bajar desde diversos niveles del navío y penetraban por ellas en el gran pilar brillante. Aquí, John Hameward avanzaba bramando, con el arco al hombro y una chica de la taberna riendo colgada de su brazo. Allí, un hombre libre armado con un hacha herrumbrosa, reliquia de Hastings, vestido con burdo lino raído, precedía a su ceñuda esposa cargada de ropa de casa y avíos de cocina, así como a meia docena de niños que se le colgaban de las faldas. Más allá, un arquero intentaba que una testaruda mula subiera por la rampa, jurando, poniendo en su cuenta una buena suma de años de purgatorio. Un poco más lejos, un joven cazaba a un puerco que intentaba escapar. Un caballero ricamente vestido conversaba alegremente con una hermosa dama que llevaba un halcón encapuchado en uno de sus puños. Un sacerdote recitaba el rosario cuando penetró, con aspecto inquieto, en las mandíbulas de acero. Una vaca mugía suavemente, las ovejas balaban, una cabra agitaba los cuernos, las gallinas cacareaban. Unas dos mil almas subieron a bordo.
El navío podía contenerles con bastante facilidad. Cada hombre importante tenía un camarote para él solo y su dama, pues eran muchos los que se llevaban a las mujeres, las amantes, o a las dos, como hiciera un caballero del castillo de Ansby. La partida hacia Francia se estaba convirtiendo en una alegre fiesta mundana. La gente común extendió sus jergones por los vacíos pasillos. La pobre ciudad de Ansby quedó abandonada, casi desierta, y me pregunto a menudo si todavía existirá.
Sir Roger había hecho que Branithar maniobrara el navío en uno o dos vuelos de prueba. El navío se elevó sin conmociones ni ruidos mientras nuestro demonio movía ruedas, palancas y botones en la torreta de navegación. Dirigir el navío era de una sencillez infantil, aunque no pudiéramos comprender el significado de algunos discos cubiertos de inscripciones paganas en los que se veían temblorosas agujas. Con mi mediación, Branithar le explicó a sir Roger que el navío sacaba su fuerza motora de la destrucción de la materia, idea horrible en verdad, y que sus motores lo levantaban y lo propulsaban anulando la atracción de la Tierra, siguiendo las direcciones elegidas. Todo aquello carecía de sentido común: Aristóteles ya había explicado claramente el modo en que las cosas caen a Tierra, sosteniendo que el caer forma parte de su naturaleza; yo no quiero tener nada que ver con esas ideas ilógicas a las que sucumben tan fácilmente los entendimientos más temerarios.
Pese a sus reservas, el abad se unió al padre Simón para bendecir el navío. Le llamamos El Cruzado. Sólo contábamos con dos capellanes a bordo, pero llevábamos un mechón de cabellos de san Benito y todos los que embarcaron habían confesado y recibido la absolución. Pensábamos que así iríamos protegidos de todos los peligros infernales, aunque yo mantuviera alguna duda al respecto.
Me asignaron un pequeño camarote cerca de las habitaciones de sir Roger, su mujer y sus hijos. Branithar estaba bajo guardia en una habitación cercana. Mi tarea consistía en interpretar, continuar enseñando latín al prisionero y asegurar la educación del joven Robert. También actuaba como secretario de mi amo y señor.
Cuando llegó el momento de la partida, sir Roger, sir Owain, Branithar y yo nos encontramos en la torreta de navegación. Como todo el navío, carecía de ventanas, pero poseía unas pantallas de una substancia cristalina sobre las que aparecían imágenes de la Tierra que se extendía bajo nosotros y del cielo que nos rodeaba. Me estremecí y recité algunas plegarias, pues a los cristianos no les está permitido leer en bolas de cristal como si fueran brujos hindúes.
—Bien —dijo sir Roger, riendo con rostro de águila—, partamos. ¡Estaremos en Francia dentro de una hora!
Se sentó ante el panel lleno de palancas y ruedas. Branithar me dijo apresuradamente:
—Los vuelos de ensayo han sido sólo de unas millas. Dile a tu amo que, para un viaje de esta longitud, hay que hacer algunos preparativos especiales.
Sir Roger lo aprobó con un gesto de la cabeza cuando se lo transmití.
—Bien, que los haga —su espada salió de la vaina con un destello—. Pero vigilaré por la pantalla todo el camino. Al primer indicio de traición…
Sir Owain frunció el ceño.
—¿Será sabio decírselo, señor? —preguntó—. ¡Qué animal!
—Es nuestro prisionero. Tenéis demasiadas supersticiones celtas, Owain. Adelante.
Branithar se sentó. Los muebles del navío, sillas, mesas, camas, armarios, eran un poco pequeños para los seres humanos, y de muy feo diseño, sin un solo dragón como adorno. Pero podíamos utilizarlos. Vigilé intensamente al cautivo mientras sus manos azules se desplazaban por el panel.
Un sordo zumbido inundó el navío, haciendo que todo temblase. No sentí nada, pero en la pantalla inferior, la Tierra se encogió de golpe. Era brujería. Prefiero que no se anule la tracción trasera de un vehículo cuando despega. Combatí las náuseas y miré fijamente la bóveda del cielo que se reflejaba en la pantalla. Antes de que pasase mucho tiempo estábamos entre las nubes, que no eran otra cosa que brumas que flotaban muy altas. Lo que demuestra claramente el prodigioso poder de Dios, pues es conocido que los ángeles gustan de sentarse a menudo en las nubes y que nunca se mojan.
—Ahora, al sur —ordenó sir Roger.
Branithar rezongó, giró una manivela y bajó bruscamente una barra. Oí un chasquido como el de un cerrojo. La barra permaneció bajada.
Sus ojos amarillos centellearon con un triunfo diabólico. Se levantó de un salto de su asiento y me espetó:
—Consummati estis! —su latín resultaba execrable—. Estáis acabados. ¡Acabo de enviaros a la muerte!
—¿Qué? —grité.
Sir Roger profirió un juramento, comprendiendo a medias, y se lanzó sobre el Wersgor. Pero lo que vio en las pantallas le detuvo en pleno vuelo. La espada se le cayó de las manos y golpeó en el suelo sonoramente; el rostro se le cubrió de sudor.
La verdad es que resultaba terrible. La Tierra se encogía bajo nosotros como si estuviera cayendo por un pozo enorme. A nuestro alrededor, el cielo azul se obscurecía y las estrellas se encendieron. ¡Y, sin embargo, no era de noche, pues el Sol brillaba con todo su esplendor en otra pantalla!
Sir Owain aulló algo en inglés. Yo caí de rodillas.
Branithar se abalanzó hacia la puerta. Sir Roger se retorció y le atrapó por la ropa. Cayeron y lucharon entremezclados.
Sir Owain se encontraba paralizado por el terror y yo no podía arrancar los ojos de la horrible belleza del espectáculo que nos rodeaba. La Tierra se hizo tan pequeña que cupo entera en una sola pantalla. Era azul, con rayas, con manchas obscuras y redonda. ¡Redonda!
El ruido sordo que recorría el navío cambió, haciéndose más grave. Nuevas agujas cobraron vida en el panel de navegación. Nos movimos súbitamente, adquiriendo velocidad, una aceleración imposible. Todo un nuevo conjunto de motores, actuando según principios totalmente desconocidos, acababa de activarse.
Vi cómo la Luna se hinchaba ante nuestros ojos. Pasamos tan cerca de ella que pude ver montañas y profundos agujeros —como cicatrices de viruela— rodeadas de sombra. ¡Todo aquello resultaba inconcebible! Todo el Mundo sabía que la Luna era un círculo perfecto. Empecé a sollozar, intentando destrozar aquella engañosa pantalla, aunque no pude hacerlo.
Sir Roger dominó a Branithar y le dejó medio inconsciente en el puente. El caballero se levantó, respirando pesadamente.
—¿Dónde estamos? —preguntó, jadeante—. ¿Qué ha pasado?
—Nos elevamos cada vez más —respondí, gimoteando—. Estamos a mucha altura, fuera del Mundo —me puse los dedos en los oídos, para no ensordecer cuando chocásemos con la primera esfera de cristal.
Como, tras unos instantes, observé que no pasaba nada, abrí los ojos y miré de nuevo a mi alrededor. La Tierra y la Luna seguían alejándose y ya no eran más que una doble estrella de azul y oro. Las verdaderas estrellas brillaban cegadoras, inmóviles en medio de una infinita obscuridad. Me pareció que la velocidad seguía aumentando.
Sir Roger puso fin a mis plegarias con un juramento.
—¡Vamos a ocuparnos de este traidor! —le asestó a Branithar una patada en las costillas; el Wersgor se sentó y le miró desafiante.
Intenté recuperarme y le dije en latín:
—¿Qué has hecho? Morirás en el potro si no nos devuelves a la Tierra inmediatamente.
Se levantó, cruzó los brazos y nos miró con amargo orgullo.
—¿Pensasteis por un momento, bárbaros, que podríais dominar a una mente civilizada? —preguntó—. Haced conmigo lo que queráis. ¡Seré vengado cuando termine vuestro viaje!
—¿Qué nos has hecho?
Con labios heridos, sonrió.
—He puesto el navío en dirección y control automático. A partir de ahora, se pilotará y se dirigirá él solo. Todo es automático: la salida de la atmósfera, el paso a casi la velocidad de la luz, la compensación de efectos ópticos, la conservación de la gravedad artificial y otros factores.
—¡Pues detén los motores!
—No se puede. No puedo hacerlo una vez bajada esta barra. Se quedará en esa posición hasta Tharixan… ¡el mundo más próximo colonizado por mi pueblo!
Toqué con precaución botones y manijas. Nada podía desplazarse. Cuando les dije la verdad a los caballeros, sir Owain se echó a gimotear sin vergüenza alguna.
Pero sir Roger, feroz, me dijo:
—Ya veremos si dice la verdad. ¡El interrogatorio, por lo menos, le hará pagar su traición!
Traduje la despectiva respuesta de Branithar.
—Si queréis, dad rienda suelta a vuestro desprecio. No os tengo miedo. Pero os repito que, aunque destrocéis mi voluntad, será inútil. Timón y dirección no pueden ser alterados, ni se puede detener el navío. Esa barra se emplea cuando se tiene que mandar un navío a alguna parte sin nadie a bordo —pasado un instante, añadió con aparente sinceridad—: Comprended que no os deseo ningún mal. Sois temerarios e imprudentes, pero casi lamento que tengamos que conquistar vuestro Mundo. Si me perdonáis la vida, intercederé en vuestro favor cuando lleguemos a Tharixan. Quizá os perdonen la vida.
Sir Roger se frotó el mentón pensativamente. Oí el ruido producido por su recia barba, aunque se había afeitado el jueves.
—Creo entender que el navío podrá manejarse de nuevo cuando llegue a su destino —dijo; me sorprendió la sangre fría con que estudiaba la situación después de la impresión inicial—. ¿Podríamos entonces dar media vuelta y volver a casa?
—¡No os guiaré! —respondió Branithar—. Y solos, incapaces de leer nuestros libros de navegación, nunca encontraréis el camino. La distancia que nos separará de la Tierra dentro de unos momentos será la misma que recorre la luz en mil años.
—Podrías tener la cortesía suficiente como para no insultar a nuestra inteligencia —le dije, molesto—, ¡Sé tan bien como tú que la luz tiene una velocidad limitada!
Se encogió de hombros.
En la mirada de sir Roger se prendió un destello.
—¿Cuándo llegaremos? —preguntó.
—Dentro de diez días —le informó Branithar—. No es la distancia entre las estrellas, por grande que sea, la que nos ha hecho tan lentos para alcanzar vuestro Mundo. Llevamos tres siglos de expansión. ¡Si no hubiera tantos soles!
—Hmmm, Cuando lleguemos, podremos emplear este hermoso navío, con todas sus bombardas y armas ligeras. ¡Quizá los Wersgorix lamenten nuestra visita!
Se lo traduje a Branithar, que replicó:
—Os aconsejo sinceramente que os rindáis nada más llegar. Es cierto que nuestros rayos de fuego pueden matar a un hombre o reducir una ciudad a cenizas. Pero los encontraréis inútiles cuando os veáis ante nuestras pantallas de fuerza pura que detienen esos rayos. Este navío no está protegido del mismo modo, pues los generadores de un escudo de fuerza son demasiado grandes para un navío como éste. Y los cañones de la fortaleza podrán disparar contra vosotros hasta destruiros.
Cuando sir Roger escuchó aquello, no pudo decir otra cosa que:
—¡De acuerdo! Tenemos diez días para pensar. Que todo esto quede en secreto. Nadie puede ver lo que pasa fuera de la nave si no entra en esta habitación. Quiero encontrar alguna historia que no alarme a mi gente… no mucho, por lo menos.
Salió. Su capa giraba a su alrededor como un enorme par de alas.