Capítulo 14

Sir Owain se posó en el suelo como algún héroe de canción de gesta que hubiera llegado a la Tierra. Sus triunfos no le habían costado mayor esfuerzo. Mientras se paseaba entre la flota de Wersgor, incluso tuvo tiempo para calentar agua y afeitarse. Avanzó con paso ligero y gracioso, con la cabeza erguida, la cota de malla brillando bajo el sol y la enorme capa escarlata flotando al viento. Sir Roger acudió a su encuentro junto a las tiendas de los caballeros, sucio, sudoroso, con la armadura abollada, cubierto de sangre coagulada. Su voz sonaba ronca a causa de los gritos.

—Os felicito, sir Owain, por esta brillante acción y por vuestra bravura sin par.

El joven se inclinó profundamente —ante él— y, luego, sutilmente, ante lady Catalina, que salió de la multitud enardecida.

—No podría haber hecho menos —murmuró sir Owain—, llevando la cuerda de un arco junto a mi corazón.

Lady Catalina se ruborizó. Los ojos de sir Roger fueron de uno a la otra. Formaban, realmente, muy buena pareja. Vi que sus manos se cerraban en torno a la guarda de la espada dañada por los combates.

—Id a vuestra tienda, señora —le dijo a su esposa.

—Todavía queda mucho trabajo que hacer con los heridos, sire —replicó lady Catalina.

—Trabajaréis para todos, excepto para vuestro esposo y vuestros hijos, ¿verdad? —Sir Roger hizo un esfuerzo para parecer sarcástico, pero sus labios se inflamaban allí donde un plomo rebotase después de estrellarse en la visera del yelmo—. Id a vuestra tienda, os digo.

Sir Owain pareció impresionado.

—Esas palabras no deben dirigirse a una dama, sire —protestó.

—¿Serían más adecuados vuestros satánicos halagos? ¿O alguna palabra susurrada que arreglase una cita? —rezongó sir Roger.

Lady Catalina palideció. Hizo falta un tiempo para que recuperase el aliento y el habla. Nos rodeó a todos un pesado silencio.

—Pongo a Dios por testigo de que todo esto es una calumnia —dijo mi señora.

Su vestido flotó tras ella al partir. Cuando hubo desaparecido en su pabellón, oí los primeros sollozos.

Sir Owain miró al barón con horror.

—¿Habéis perdido la cabeza? —dijo al fin, casi sin aliento.

Sir Roger encogió los fuertes hombros como si estuviera levantando un pesado fardo.

—Todavía no. Que todos mis capitanes vengan a verme cuando se hayan lavado y cenado. En cuanto a vos, sir Owain, será más prudente que os ocupéis de la salvaguarda del campamento.

El caballero se inclinó de nuevo. No era un gesto insultante, pero todos pensamos que sir Roger había pecado contra las buenas maneras. Sir Owain partió y se ocupó activamente de su tarea. Los centinelas no tardaron en estar en su puesto. A continuación, el caballero se llevó a Branithar a dar una vuelta por el campamento wersgor, lo que quedaba de él, para examinar con él el equipo que se había encontrado lejos de la explosión y que aún podía resultarnos útil. Durante aquellos últimos días, por turbulentos que fuesen, el cara azul encontró tiempo para perfeccionar su inglés. Lo hablaba imperfectamente, cierto, pero con mucho ardor; sir Owain le escuchaba con atención. Les vi en el obscuro crepúsculo, mientras yo me dirigía apresurado hacia la conferencia. No pude escuchar lo que hablaban.

Ardía una gran hoguera y habían plantado fogatas en el suelo. Los jefes ingleses se habían sentado a la redonda mesa de conferencias. Extrañas constelaciones titilaban encima de nuestras cabezas. Oí los murmullos de la noche correr por el bosque. Todos los hombres estaban mortalmente cansados, caídos casi sobre los bancos, aunque sus ojos no dejaron de mirar al barón ni un solo instante.

Sir Roger se levantó. Bañado, vestido con ropa limpia y sencilla, con un arrogante anillo de zafiro en el dedo, no dejaba que la fatiga le traicionase más que por el tono sordo de su voz. Eché un vistazo a la tienda en que dormía lady Catalina con sus hijos. La obscuridad la ocultaba.

—Una vez más —decía mi señor—, Dios, en su grandísima piedad, nos ha ayudado a vencer. Pese a las destrucciones, contamos con un buen botín de vehículos y armas, más de las que podemos utilizar. El ejército que se lanzó contra nosotros ha huido, diezmado, y sólo queda una fortaleza en todo el planeta.

Sir Brian se rascó el mentón constelado de pelo blanco.

—Pueden lanzarnos explosivos —dijo—. ¿No es arriesgado seguír aquí? Cuando se hayan repuesto, se nos van a echar encima.

—Cierto —Sir Roger hizo un gesto con su rubia cabeza—. Esa es una de las razones por las que no hemos de demorarnos. Hay otra: estamos muy mal alojados. El castillo de Darova, por lo que dicen, es mucho más grande, mucho más sólido y está mucho mejor defendido. Cuando nos hayamos apoderado de él, nada habremos de temer de los obuses. Aunque el duque Huruga no cuente con nuevas armas sobre este mundo, podemos estar seguros de que se habrá tragado el orgullo y habrá enviado navíos a las estrellas para pedir ayuda. Hemos de esperar la llegada de una armada de Wersgor —hizo como si no viera los temblores de la audiencia y añadió—: Por todas esas razones, hemos de apoderarnos de Darova… intacta.

—¿Y podríamos vencer a las flotas de cien mundos? —gritó el capitán Bullard—. Sir, vuestro orgullo se ha convertido en locura. Echemos a volar mientras podamos y recemos a Dios para que nos guíe a la Tierra.

Sir Roger golpeó la mesa con el puño. El sonido cubrió todos los murmullos de la noche.

—¡Por los clavos de Cristo! —rugió—. ¡El día en que hemos logrado una victoria como no se veía desde los tiempos de Ricardo Corazón de León, queréis huir con la cola entre las piernas! ¡Os creía un hombre!

Bullard emitió un sordo gruñido.

—A fin de cuentas, ¿qué ganó Ricardo? El pago de un rescate que arruinó el país.

Pero sir Brian Fitz-William le escuchó y murmuró:

—No soportaré el tener que escuchar perfidias y palabras traicioneras.

Bullard se dio cuenta de lo que había dicho, se mordió los labios y se mantuvo en silencio. Sir Roger siguió hablando.

—Debieron vaciar los arsenales de Darova para venir a atacarnos. Poseemos ahora casi todo lo que queda de armas y hemos matado a la mayoría de su guarnición. Si les damos tiempo, recobrarán el valor y unirán a todas sus tropas. Harán venir a los hombres libres y a los mercenarios de todo el planeta para lanzarlos contra nosotros. Pero, de momento, en sus filas debe reinar el mayor desorden. Podrán, en el mejor de los casos, poner a algunos hombres en las murallas. El contraataque está fuera de su imaginación.

—Entonces, ¿esperamos a los pies de Darova la llegada de sus refuerzos? —dijo desde la sombra una voz irónica.

—Mejor eso que esperar sentados en el campamento, ¿no os parece? —la risa de sir Roger era forzada, pero a la suya se unieron una o dos risotadas animosas; el asunto estaba decidido.

Nuestras pobres tropas agotadas no tuvieron derecho al descanso.

Había que ponerse manos a la obra inmediatamente, bajo la bella luz del doble claro de luna. Encontramos varios navíos aéreos de transporte, apenas superficialmente dañados. Se encontraban bastante lejos de las explosiones. Los artesanos cautivos los repararon a punta de lanza. Subimos a bordo todos los vehículos y armas y el equipo que pudimos encontrar. Siguieron nuestra gente, los prisioneros y el ganado superviviente. Mucho antes de medianoche, los navíos se elevaron sonoramente en el cielo, protegidos por una nube de otras naves con uno o dos hombres a bordo. Fue justo a tiempo. Apenas una hora después de nuestra partida —como descubrimos más tarde— navíos volantes sin tripulantes y llenos de potentes explosivos cayeron como lluvia sobre el emplazamiento de Ganturath.

A prudente velocidad, a través de cielos vacíos de naves enemigas, llegamos a situarnos encima de un mar interior. Millas más allá, en medio de una región accidentada y cubierta de espesos bosques, se encontraba Darova. Me convocaron al puesto de guía como intérprete y vi, ampliado por las pantallas, muy lejos y muy por debajo de mí.

Habíamos volado en la dirección del sol naciente y la roja aurora iluminó los edificios. Apenas se veían diez estructuras redondas y bajas de piedras vitrificadas y cuyos muros eran lo bastante espesos como para resistir cualquier cosa. Estaban unidas unas a otras mediante túneles reforzados. A decir verdad, casi todo el castillo se extendía por debajo de la tierra, tan autosuficiente como una nave del espacio. Vi un círculo exterior formado por gigantescas bombardas y lanzadores de proyectiles. Enormes bocas emergían de emplazamientos practicados en el suelo y, como la parodia satánica de una aureola, la pantalla de fuerza estaba en activo. Pero la fortaleza parecía de por sí tan poderosa que lo demás no era sino como un decorado. Salvo el nuestro, no había ningún navío a la vista.

Como la mayor parte de nosotros, yo también había recibido instrucciones sobre el modo de utilizar los conversadores a distancia. Puse uno en marcha y la imagen de un oficial wersgor apareció en la pantalla. Por su parte, intentaba hacer lo mismo y así perdimos unos minutos. Su rostro se veía pálido, de un azul cerúleo. Tragó saliva varias veces antes de poder hablar.

—¿Qué queréis?

Sir Roger frunció el ceño. Con los ojos inyectados en sangre, marcados por obscuras ojeras incrustadas en un rostro demacrado por las preocupaciones, su apariencia resultaba terrible. Dijo secamente y yo traduje:

—Huruga.

—Nosotros… no os entregaremos a nuestro grath. El mismo nos lo ha dicho.

—Hermano Parvus, decidle a este idiota que sólo quiero hablar con el duque. Parlamentar. ¿No saben lo que son las costumbres civilizadas?

El wersgor pareció humillado cuando le traduje exactamente las palabras de mi señor. Habló a una pequeña caja y apretó una serie de botones. Su imagen fue reemplazada por la de Huruga. El gobernador se frotó los ojos y dijo con desesperado valor:

—No podréis destruir esta fortaleza como hicisteis con las otras. Darova fue construida para que estuviera a prueba de todo. Los más pesados bombardeos apenas destruirían las construcciones exteriores. Si intentáis un asalto directo, podemos llenar la tierra y el cielo de explosiones y metal.

Sir Roger hizo un gesto con la cabeza.

—¿Y durante cuánto tiempo podréis mantener tal descarga? —preguntó suavemente.

Huruga mostró sus afilados dientes.

—¡Tiempo suficiente como para que renuncies al ataque, animal!

—Dudo que estéis preparados para un asedio —murmuró sir Roger; en mi limitado vocabulario, no pude encontrar el término wersgor para aquella última palabra, y Huruga pareció verse en problemas para comprender los circunloquios con que me las arreglé; cuando le expliqué la causa de mi retraso para traducir, sir Roger esbozó un ladino gesto con la cabeza—. Me lo imaginaba —dijo—. Ya veis, hermano Parvus, las naciones que navegan entre las estrellas tienen armas tan poderosas como la espada de san Miguel. Pueden hacer desaparecer una ciudad con un obús y un condado entero con otros diez. En esas condiciones, ¿cómo pueden prolongarse sus batallas? Ese castillo puede resistir los más duros golpes, pero, ¿y un asedio? ¿Eh? ¿Quizá no?

Se volvió hacia la pantalla.

—Me voy a sentar muy cerca. Os vigilaré. Al primer signo de vida en las murallas, abriré fuego. Más valdrá que vuestros hombres se queden bajo tierra todo el tiempo. Cuando queráis rendiros, llamadme por el aparato que habla a distancia y os dejaré partir; tendréis derecho a todos los honores de la guerra.

Huruga sonrió. Casi podía leer sus pensamientos. ¡Claro que podían asentarse los ingleses fuera del castillo hasta la llegada de la flota vengadora! Apagó la pantalla.

Encontramos un buen emplazamiento para el campamento a corta distancia del castillo. Un profundo valle abrigado, por el que corría un río de agua fresca y pura lleno de peces. En el bosque, por doquier, se encontraban zonas de pasto, la caza era abundante y los hombres podían ir en su busca cuando no se encontraban de guardia. Durante algunos de los largos días, vi que el buen humor se difundía de nuevo entre los nuestros.

Sir Roger no se concedió reposo alguno. Creo que no se atrevía, pues lady Catalina dejaba a sus hijos con la nodriza y se iba de paseo continuamente con sir Owain. Sin estar nunca solos —pues siempre cuidaban por proteger las conveniencias—, se mantenían a la vista de sir Roger, que se volvía al verles para proferir alguna orden con aspecto feroz a la persona más cercana.

Oculto en los bosques, nuestro campamento permanecía al abrigo del fuego y de los proyectiles. Las tiendas y pabellones, las armas y herramientas no formaban una concentración de metales capaz de ser detectada por los instrumentos magnéticos de los wersgorix. Los navíos aéreos que teníamos vigilando Darova aterrizaban lejos del campamento. Manteníamos cargados los armadijos por si se detectaba alguna actividad en la fortaleza. Pero Huruga se contentó con esperar pasivamente. A veces, algún audaz navío enemigo pasaba por encima de nosotros, procedente de alguna remota región del planeta. Pero nunca ofrecimos buen blanco para sus explosivos y nuestras patrullas acabaron por expulsarlos.

El grueso de nuestras fuerzas —los grandes navíos, los cañones, los carros de guerra— estuvieron de expedición durante todo el tiempo. No vi por mí mismo la campaña emprendida por sir Roger. Me quedé en el campamento ocupado con diversos problemas: aprender más del idioma wersgor, enseñarle más inglés a Branithar. Acabé por dar clases de wersgor entre algunos de nuestros niños más inteligentes. No me habría gustado participar en la expedición del barón.

Tenía navíos del espacio y naves aéreas. Contaba con bombardas de fuego y obuses. Poseía algunos carros tortuga bastante pesados. Era dueño de cientos de ligeros carros de combate descubiertos, cada uno de los cuales podía llevar una tripulación de cuatro hombres y un caballero. Atravesó el continente de lado a lado persiguiendo al enemigo.

Ninguna región aislada pudo resistir sus ataques. Saqueando y quemando, dejó la desolación a sus espaldas. Mató a muchos wersgonx, quizá más de los necesarios. Se llevó al resto cautivos en las grandes naves espaciales. Raras veces, los hombres libres intentaron oponérsele. Sólo tenían armas ligeras; su ejército les dispersó como paja llevada por el viento y les persiguió por sus propios campos. Sólo necesitó algunas noches para devastar aquel continente. Luego, efectuó una rápida incursión al otro lado del océano, bombardeando y quemando todo a su paso, y volvió.

En cuanto a mí, encontré todo aquello como una cruel carnicería, aunque no fue mucho peor que lo que habían hecho los wersgorix en otros mundos durante tanto tiempo. Sin embargo, debo reconocer que nunca he terminado de entender la lógica de tales comportamientos. Lo que hacía sir Roger era moneda común en Europa contra las provincias rebeldes o los países hostiles extranjeros. Sin embargo, cuando al fin aterrizó en nuestro campamento, cuando sus hombres avanzaron con paso alegre, llenos de joyas, ricas telas, plata y oro, borrachos de licores robados y fanfarroneando de todo lo que habían hecho, fui a ver a Branithar.

—No puedo hacer nada por los nuevos prisioneros —le dije—. Pero explicad a vuestros hermanos de Ganturath que mi señor no les tocará sin cortar antes mi humilde cabeza.

El wersgor me miró con curiosidad.

—¿Por qué te preocupas por los nuestros?

—Que Dios me ayude, no lo sé —reconocí—. A menos que sea porque Él tendrá sus razones para haberos creado como sois.

Mi señor oyó hablar de lo que precede. Me convocó bajo la tienda que adoptó en lugar de pabellón. Vi en el bosque negras masas de cautivos que se desplazaban como ovejas, murmurando aterrados bajo los fusiles de los ingleses. Su presencia, es verdad, nos protegía. El descenso de los navíos debió revelar nuestro emplazamiento a los aparatos ampliadores de Huruga. Y sir Roger se ocupó de hacerle saber al gobernador todo lo que pasaba. Pero vi que las madres de cara azul abrazaban a sus pequeños gimoteantes y me pareció que una mano me apretaba el corazón.

El barón estaba sentado a un taburete, ocupado en roer una costilla de buey. La luz y la sombra que se filtraban entre las ramas le ocultaban el rostro.

—¿Qué he descubierto? —aulló—. ¿Que te encantan las caras azules que hemos capturado en Ganturath?

Encogí los delgados hombros.

—Pensad, a falta de mejor razón, hasta qué punto pondría en peligro vuestra alma un comportamiento de ese tipo.

—¿Qué? —levantó las espesas cejas—. ¿Desde cuando está prohibido liberar cautivos?

Me quedé estupefacto. Sir Roger se golpeó en el muslo y se echó a reír.

—Nos quedaremos algunos que, como Branithar y los artesanos, nos resultarán útiles. Y enviaremos a todos los demás a Darova. Miles y miles. ¿No se derretirá de gratitud el corazón de Huruga?

Me quedé bajo el sol, sin decir nada, mientras seguía oyendo sus carcajadas.

Bajo los empujones y los ligeros puyazos de nuestros hombres, aquella masa sin número avanzó penosamente entre las zarzas hasta emerger a un llano, a la vista de Darova. Algunos, temerosos, salieron de la multitud. Los ingleses, con una irónica sonrisa en los labios, les dejaron actuar, apoyándose en las armas. Un wersgor echó a correr. Nadie le disparó. Otro escapó, luego, otro más. Hasta que todo el rebaño echó a correr hacia la fortaleza.

Aquella misma tarde, Huruga cedió.

—Asunto fácil —bromeó sir Roger—. ¡Hay que imaginarse a todos ellos allí dentro! Y dudo que tengan vituallas suficientes, pues el arte del asedio se ha olvidado en esta región. Le he enseñado que puedo devastar todo el planeta… aun venciéndonos, tendría problemas. Además, le he enviado todas estas nuevas bocas que alimentar —me dio una buena palmada en la espalda; cuando me hube repuesto, añadió—: Hermano Parvus, ahora que este mundo es nuestro, ¿os gustaría ser el abad de su primera abadía?

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