Capítulo 13

Volvimos al campamento y mi señor reunió a toda su gente como si la batalla que se avecinaba fuese su mayor deseo. Entre desordenados chasquidos de armas y ruidos provocados por las armaduras, los nuestros se dispusieron en sus puestos de combate.

Permitidme que describa nuestra situación un poco más detalladamente. Ganturath era una base secundaria que no había sido construida para resistir poderosas fuerzas militares. La parte más baja, la que nosotros ocupábamos, consistía en varios edificios de ladrillo poco elevados y dispuestos en círculo. En el exterior de aquel círculo se encontraban —protegidas— las bombardas. Pero aquéllas habían sido construidas para disparar hacia el aire a los navíos voladores y, por el momento, no nos eran de ninguna utilidad. Bajo la fortaleza corría todo un dédalo de habitaciones y pasadizos. Pusimos en ellos a los niños y a los viejos, a los prisioneros y al ganado, bajo guardia de algunos siervos armados. Algunos ancianos y otros hombres, heridos pero aún con bastante ánimo, fueron colocados entre los edificios, dispuestos a transportar a los heridos, llevar cerveza y ayudar a los combatientes del mejor modo que pudieran.

La línea de combate se dispuso en el lado del fuerte que se alzaba frente al campamento de los wersgorix, en el interior del muro bajo hecho de tierra que habíamos levantado durante la noche. Armados con picos, palos y hachas, la línea recibía el ocasional apoyo de grupos de arqueros. La caballería esperaba en las dos alas. Detrás de nuestros jinetes, las mujeres más jóvenes y algunos hombres mal entrenados se repartían las escasas armas de plomo. La pantalla de fuerza hacía inútiles los cañones de rayos.

La pálida claridad azulada de aquel escudo se reflejaba a nuestro alrededor. Detrás de nosotros se alzaba el viejo bosque. Ante nosotros, una hierba azulada se ondulaba hasta el fondo del valle; entre raros árboles aislados, las nubes colgaban sobre las distantes colinas. Todo poseía el tono raro y azul de un decorado del país de las hadas. Mientras preparaba, acompañado por otros no combatientes, los vendajes que se emplearían en el combate, me pregunté por qué en una región tan agradable habrían de seguir reinando el odio y la muerte.

Los navíos volantes pasaron gruñendo por encima de nosotros y desaparecieron más allá del campamento wersgor. Nuestros cañoneros abatieron algunos antes de que desapareciesen. Algunos se habían quedado en tierra, como reserva, y entre ellos se contaban los enormes transportes. De momento, sin embargo, me interesaba mucho más lo que ocurría al nivel del suelo.

Los wersgorix avanzaban en masa, provistos de armas de plomo con largos cañones. Observaban un orden perfecto. No se acercaban formando una masa compacta, sino que se dispersaban tanto como se lo permitía el terreno. Algunos de los nuestros se alegraron, pero yo sabía que aquella debía ser su táctica normal para los combates en el suelo. Cuando se poseen mortales fusiles de fuego rápido, no se ataca en filas cerradas. Interesa más terminar cuanto antes con los cañones enemigos.

Y contaban con máquinas capaces de hacerlo. Las debían haber transportado por aire desde el cuartel central de Darova. Eran de dos clases, pero todas semejaban ser carros de guerra sin caballos. Las más numerosas eran ligeras y abiertas, hechas de acero y capaces de transportar a cuatro soldados y dos armas de fuego rápido. Iban a una velocidad sorprendente, muy móviles, como segadoras de cuatro hojas. Comprendí su objetivo inmediatamente en cuanto las vi avanzar chirriando, saltando a cien millas por hora, sobre el desgajado terreno: eran tan difíciles de alcanzar que la gran mayoría llegarían hasta nosotros incluso bajo el fuego de las bombardas.

Aquellos pequeños vehículos se mantuvieron, no obstante en la retaguardia, cubriendo a la infantería de Wersgor. La primera línea de batalla consistía en vehículos de pesadas corazas. Se desplazaban muy lentamente para ser armas de aspecto tan poderoso: apenas alcanzaban el paso de un caballo al galope. Debía ser tanto por su enorme tamaño —aproximadamente el de la choza de un campesino— como por la espesa coraza de acero, capaz de resistirlo todo excepto una explosión directa. Las bombardas giraban en las torretas, rugían, levantaban polvo… parecían dragones. Conté más de veinte: enormes, impenetrables, extendidas en una larga línea que lo aplastaba todo bajo sus bandas giratorias. Por donde pasaban, de la hierba y la tierra no quedaba más que un surco lleno de pedrisco.

Me contaron que uno de nuestros artilleros había aprendido a usar los cañones con ruedas capaces de lanzar proyectiles explosivos; salió de entre nuestras filas y corrió hacia uno de ellos. Sir Roger, armado de pies a cabeza, se lanzó tras él y le derribó con la lanza.

—¡Detente! ¿Qué quieres hacer? —preguntó.

—Disparar, sire —respondió el soldado, jadeando—. Disparemos contra ellos antes de que traspasen nuestro muro.

—Si no estuviera seguro de que nuestros arqueros son capaces de ocuparse de esos caracoles gigantes, te dejaría usar ese tubo —replicó mi señor—. De momento, recoge la pica.

Aquel discurso causó muy buena impresión entre la pobre gente armada con lanzas, de pie, empuñando las armas, que se disponía a recibir aquella terrible carga. Sir Roger no vio ninguna razón para explicarles que (a juzgar por lo que había pasado en Stularax) no se atrevía a emplear los explosivos a tan corta distancia por miedo a destruirnos también a nosotros al tiempo que al enemigo. Podría haber comprendido que los wersgonx contaban con proyectiles de diferentes fuerzas, pero, ¿quién piensa en todo?

Fuera como fuese, los conductores de aquellas fortalezas móviles debieron quedarse muy intrigados al ver que no disparábamos contra ellos. ¿Qué tendrán en reserva?, debieron preguntarse. Lo descubrieron cuando el primer carro de guerra cayó en uno de los fosos ocultos.

Otros dos cayeron en la trampa antes de que pudieran comprender que no eran obstáculos ordinarios. Los santos del cielo nos ayudaron, seguro. En nuestra ignorancia, cavamos agujeros tan anchos como hondos, pero de los que habrían podido salir con toda facilidad aquellos poderosos vehículos si no hubiéramos añadido, por la fuerza de la costumbre, unas grandes vigas de madera, como si hubiéramos esperado empalar con ellos a no sé qué tipo de caballos gigantes. Algunas se engancharon en las bandas giratorias que rodeaban las ruedas de las máquinas, que no tardaron en quedar inutilizables, bloqueadas por la pulpa de madera.

Otro carro evitó las fosas, pues éstas no se hallaban dispuestas en filas continuas. Se acercó a los parapetos. Lanzó unos cuantos disparos rápidos, en busca de la distancia correcta, agujereando nuestro muro de tierra con pequeños cráteres.

—¡Dios protege la razón! —rugió sir Brian Fitz-William.

Su caballo se adelantó de entre nuestras líneas, seguido de cerca por media docena de jinetes. Galoparon en semicírculo, fuera del alcance de los cañones. El vehículo avanzó pesadamente, intentando seguirles con el cañón más pequeño. Sir Brian lo condujo en la dirección que quería, sopló en la trompa de guerra y volvió al galope, poniéndose a cubierto mientras el carro se sumía en un hoyo.

Las tortugas de guerra retrocedieron. Entre la alta hierba, con nuestros hábiles camuflajes, no podían saber dónde se encontraban las trampas. Aquellas máquinas eran las únicas de su estilo que había en Tharixan y no podían hacerlas correr riesgos a la ligera. Los ingleses, nuestras tropas, sin embargo, temblaron al pensar en que podrían cargar contra nosotros. Una sola de ellas habría bastado para destruirnos si hubiera cruzado el muro.

A mi entender, Huruga debió ordenar a los pesados carros que lo hicieran, aunque los datos que tuviera acerca de nosotros, de nuestra fuerza y de la posibilidad de recibir refuerzos por vía aérea fuesen limitados. A decir verdad, las tácticas de los wersgonx eran deplorables desde cualquier punto de vista. Hay que recordar sin embargo que no luchaban en tierra desde hacía mucho tiempo. Sus conquistas sobre planetas retirados no eran más que sencillas riñas; sus escaramuzas con las naciones de las estrellas rivales eran, sobre todo, aéreas.

Huruga, descorazonado por los fosos, pero reconfortado porque no hubiéramos empleado obuses de baja potencia, decidió retirar los enormes carros. Su idea evidente era descubrir un camino entre las trampas e indicárselo a las poderosas máquinas para que éstas pudieran pasar.

Los soldados azules avanzaron corriendo, divididos en pelotones apenas visibles entre las altas hierbas. Como yo me encontraba bastante retirado de la línea de combate, veía de vez en cuando el reflejo de un casco y la altura de las picas que clavaban para indicar a los pesados carros un camino sin problemas. Sin embargo, sabía que se trataba de varios millares de hombres. Mi corazón latía desbocado en el pecho y mi seca garganta ansiaba un jarro de cerveza.

Adelantando a los soldados, los carros ligeros avanzaron a toda velocidad. Algunos cayeron en los fosos y, a aquella marcha, quedaron totalmente demolidos. Pero la mayor parte siguió avanzando en línea recta, derechos hacia las vigas clavadas en la hierba cerca de los parapetos, dispuestos para detener una carga de caballería.

Eran tan rápidos que aquel sistema defensivo les hizo casi tan vulnerables como caballos. Vi uno que se alzaba en el aire, daba la vuelta y se estrellaba en el suelo, rebotando dos veces antes de despedazarse. Vi que otro se empalaba, escupiendo líquido, y que explotaba envuelto por las llamas. Un tercero giró, se deslizó y se estrelló contra un cuarto.

Otros varios, rodeando a los vencidos, pasaron sobre las trampas preparadas un poco por doquiera. Las picas de hierro penetraron en los flojos anillos que rodeaban sus ruedas. Cuando aquello pasaba, lo mejor que podía hacer el vehículo era marcharse del campo de batalla a trompicones.

Debieron enviarse muchas órdenes por las máquinas wersgor de hablar a distancia, pues la mayoría de los vehículos abiertos, intactos, dejó de girar en redondo. Se dispusieron en formación regular, bastante lejos unos de otros, y avanzaron lentamente.

¡Pan! Las catapultas. ¡Boom! Las bombardas. Bombas, piedras y calderos de aceite hirviendo recibieron de atroz modo a los vehículos en marcha. Muy pocos resultaron inutilizados, pero su línea aflojó, dudó y frenó el paso.

Entonces, cargó nuestra caballería.

Algunos de nuestros caballeros perecieron en medio de una tormenta de plomo. Pero no tenían que avanzar mucho para encontrarse con el enemigo. Los fuegos de hierba prendidos por los calderos de aceite produjeron un humo espeso que impidió que los wersgorix vieran a más de dos pasos. Oí ruido de metal, chasquidos, mientras las lanzas se rompían en los costados de acero, pero no pude ver mucho del combate. Sé sólo que las lanzas no pudieron dañar seriamente los vehículos. Aquello, sin embargo, sorprendió a los conductores hasta el punto de que no intentaron siquiera defenderse contra lo que siguió. Los caballos se encabritaron sobre las patas traseras y estrellaron las pezuñas en las delgadas placas de acero, dispuestos a destrozarlas; algunos hachazos, mazazos o estocadas acababan con los ocupantes de los vehículos.



Algunos de los hombres de sir Roger emplearon con bastante fortuna pequeños cañones de mano o pequeños obuses redondos que explotaban al lanzarlos tras haber quitado un seguro. Todos los wersgorix contaban con armas parecidas, naturalmente, pero las utilizaban con menos determinación.

Los últimos carros huyeron presas del terror, a toda prisa, siendo perseguidos por los caballeros ingleses.

—¡Volved! —aulló sir Roger; sacudió la lanza nueva que le entregó el escudero—. ¡Volved, miserables cobardes! ¡Volved y combatid, paganos serviles! —debía ser un espectáculo magnífico: metal brillante, plumas, escudo blasonado, montado en un magnífico semental negro.

Pero los wersgorix no practicaban la caballería. Eran más prudentes, más precavidos que nosotros. Lo que les costó muy caro.

Nuestros caballeros tuvieron que retroceder, pues los infantes azules estaban muy cerca y disparaban con sus fusiles, al tiempo que se amontonaban para lanzarse al asalto de los parapetos. Una armadura no era protección, sino, más bien, un brillante blanco. Sir Roger tocó el cuerno, llamó a sus hombres y todos se dispersaron por la llanura.

Los wersgorix lanzaron un alarido de desafío y se precipitaron contra el campamento. En la terrible confusión oí a un capitán de arqueros impartiendo órdenes. Una bandada de ocas grises echó a volar hacia el cielo acompañada por el ruido de un huracán.

Descendió de modo terrible entre los wersgorix. La primera andanada de flechas seguía elevándose cuando partió la segunda. Una flecha, lanzada con tanta fuerza, atraviesa un cuerpo de lado a lado. Los ballesteros, más lentos, aunque también más poderosos, empezaron a disparar contra los asaltantes más cercanos. Creo que en los últimos minutos del asalto los wersgorix perdieron casi la mitad de sus hombres.



Sin embargo, aunque no eran tan empecinados como los ingleses, llegaron a los pies del muro. Allí, nuestros soldados ya estaban listos para recibirles. Las mujeres disparaban sin cesar y abatieron a bastantes enemigos. Los que se acercaron lo suficiente para que los fusiles pudieran ser útiles, se encontraron con una pared de hachas, picas, garfios, mazas, dagas y sables.

A pesar de sus terribles pérdidas, los wersgorix eran todavía dos o tres veces más que nosotros. Pero el combate era muy desigual, pues ellos no llevaban armaduras. Su única arma para el combate cuerpo a cuerpo era un cuchillo enganchado al cañón de los fusiles de mano, lo que hacía del arma una pica muy rara. O empleaban el fusil a modo de bastón. Algunos llevaban bajo el brazo armas de plomo que nos infligieron algunas pérdidas. Pero, por regla general, cuando John Cara Azul disparaba contra Harry el Inglés, fallaba, incluso a dos pasos, en medio del desorden reinante. Antes de que John pudiera disparar de nuevo, Harry le había abierto en dos con la alabarda.

Cuando volvió nuestra caballería, atacando a la infantería wersgor por detrás y derribándola como leñadores en el bosque, fue el fin. El enemigo huyó a la desbandada, pisoteando a sus propios camaradas, aterrados. Los jinetes les persiguieron lanzando alegres gritos, casi como si estuvieran de cacería. Cuando estuvieron ya a buena distancia, los ballesteros volvieron a probar fortuna.

Muchos escaparon, a pesar de que habrían debido resultar empalados, pues sir Roger vio pesados carros que se volvían hacia nosotros, rodando con aspecto vengativo. Hizo que su gente se retirase. Por la gracia de Dios, yo estaba tan ocupado en curar a los heridos que me llevaban sin cesar que no supe nada de aquel instante en que nuestros propios jefes pensaron que, después de todo, estábamos condenados. Pues, aunque la carga de los wersgorix había sido inútil, había demostrado a los carros tortuga cómo evitar las fosas. Por el contrario, veíamos que los gigantes de hierro cruzaban un campo convertido en un rojo lodazal, sin saber cómo detenerlos.

Sentado a lomos de su caballo, junto a los estandartes del barón, Thomas Bullard se encogió de hombros.

—Bien —dijo, suspirando—, les hemos causado tanto daño como hemos podido. ¿Quién viene conmigo a enseñarles cómo muere un inglés?

El cansado rostro de sir Roger se veía surcado por profundas arrugas.

—Tenemos que cumplir un deber mucho peor, amigos míos —dijo—. Hemos arriesgado la vida con la esperanza de conseguir la victoria. Ahora que la derrota se acerca a nosotros, no tenemos derecho a cortejar con la muerte. Hemos de vivir, como esclavos si es necesario, para que nuestras mujeres y nuestros hijos no queden solos en este mundo infernal.

—¡Sangre de Dios! —gritó sir Brian Fitz-William—. ¿Sois un cobarde?

La nariz del barón se encogió.

—¡Ya habéis oído! ¡Nos quedamos aquí!

Entonces… ¡Fue como si el propio Dios acudiera en ayuda de sus fieles! Más cegadora que el rayo, una luz blanco azulada surgió dentro del bosque a varias millas de nosotros, con tan terrible intensidad que los pocos que miraban en aquella dirección se quedaron ciegos durante varias horas. El ejército wersgorix, que miraba directamente hacia aquella zona, debió sufrir cruelmente. El rugido subsiguiente desarzonó a los caballeros e hizo caer por tierra a los infantes. Nos barrió un vendaval, un calor como de horno que se llevó las tiendas en flotantes jirones. Cuando terminó aquella cólera devastadora, vimos alzarse una nube de humo y polvo. Con la forma de una seta venenosa, se elevó hasta llegar al cielo. Pasaron varios minutos antes de que empezara a disiparse; las nubes superiores colgaron sobre nosotros durante varias horas Los carros de guerra dejaron de avanzar súbitamente. Sabían, tanto como lo ignorábamos nosotros, lo que significaba aquella explosión. Era una bomba de la más alta potencia, debida a esa destrucción de la materia de la que todavía hoy pienso que ataca de modo impío la obra de Dios. Mi arzobispo me ha citado muchas veces los versículos de la Escritura que demuestran que todo arte es legítimo si es empleado fructíferamente para el bien.

Aquella bomba, además, no era de las más grandes. Lo destruía todo, aunque sólo en un radio de media milla y producía muy pocos venenos sutiles de los que acompañan a ese tipo de explosiones. Fue lanzada lo suficientemente lejos de la escena del combate como para causar daño a nadie.

Sin embargo fue un cruel dilema para los wersgorix. Si utilizaban armas semejantes para destruir nuestro campamento, no podían mas que esperar una andanada de golpes mortales. Pues las bombardas ocultas destruirían Ganturath. Tenían que detener el ataque hasta haber encontrado y destruido a aquel nuevo y oculto enemigo.

Sus carros de guerra retrocedieron pesadamente. La mayor parte de las naves aéreas que mantenían en reserva echaron a volar y se dispersaron, buscando a quien hubiera arrojado aquella bomba. El instrumento esencial empleado en aquella búsqueda era (como descubrirnos por los estudios que realizamos en Ganturath) un aparato en que se encarnaban las mismas fuerzas que se encuentran en la piedra imantada. Movido por poderes que ni comprendo ni deseo comprender y cuya naturaleza no es esencial para la salud de mi alma por su olor a magia negra y herejía, aquel instrumento podía detectar grandes masas metálicas. Un cañón lo bastante grande como para lanzar un obús de la potencia que acabábamos de ver, habría debido delatar a cualquier navío a por lo menos una milla de su escondite.

Y, sin embargo, no se podía localizar ningún cañón. Tras una hora de tensión, en la que los ingleses nos dedicamos a vigilar y a rezar desde los muros, sir Roger dejó escapar un profundo suspiro.

—No quisiera parecer ingrato —dijo—, pero creo que Dios nos envía ayuda por mediación de sir Owain más que de un modo directo. Deberíamos encontrar a su grupo en él bosque antes de que lo hagan las máquinas volantes enemigas. Padre Simón, supongo que sabréis cuáles son los mejores cazadores furtivos de vuestra parroquia…

—¡Hijo mío! —exclamó el capellán.

Sir Roger sonrió con malicia.

—No os pido secretos de confesión. Sólo os pido que señaléis a algunos, digamos, hombres que se las apañen bien en los bosques, para que se deslicen entre las hierbas hasta los árboles. Que descubran dónde se oculta sir Owain y le digan que no dispare hasta que yo se lo ordene. No hace falta que me digáis a quiénes elegís, padre.

—En ese caso, hijo mío, se hará como pides —el sacerdote me llevó a un aparte y me dijo que fuera a ofrecer consuelo espiritual a los heridos y moribundos, actuando como su locum tenens mientras él conducía a su pequeño grupo de exploradores hacia el bosque.

Pero mi señor me encontró otra tarea. Su escudero, él y yo nos dirigimos hacia el campamento wersgor bajo una bandera blanca. Presumíamos que el enemigo tendría luces suficientes como para comprender aquel símbolo, aunque ellos no lo utilizasen en caso de tregua. Así fue. El propio Huruga vino a nuestro encuentro en un carro descubierto. Sus mejillas azules se veían marcadas y le temblaban las manos.

—Vengo para que os rindáis —le dijo el barón—. No me hagáis aniquilar a vuestros pobres siervos ignorantes. Os doy mi palabra de que serán tratados con justicia y podrán escribir a los suyos para pedirles el rescate.

—¿Que ceda a unos bárbaros como vosotros? —gritó el wersgor con voz ronca—. ¿Simplemente porque tenéis un maldito cañón que ha escapado a cualquier intento de detección? ¡Ah, no! —hizo una pausa—. Pero, para librarme de vosotros, os dejo partir con los navíos del espacio que habéis robado.

—Sire —dije, jadeando, cuando acabé de traducir lo anterior—, ¿al fin hemos ganado la huida?

—Claro que no —respondió sir Roger—. No sabríamos encontrar el camino de vuelta, recordadlo. Y no podemos arriesgarnos a pedir un hábil navegante que nos guíe sin descubrir nuestra debilidad y ser atacados de nuevo. Aunque pudiéramos volver a nuestra patria, este nido de demonios podría tramar algún nuevo plan para atacar Inglaterra. No, me temo que el que monta en un tigre…

Con el corazón pesado me vi forzado a decirle al cara azul lo poco que nos importaban sus miserables navíos del espacio pasados de moda y que, si no se rendía, tendríamos que devastar su tierra. Huruga se limitó a responder con un gruñido y se marchó hacia su campamento.

Nosotros volvimos al nuestro. John Hameward el Rojo llegó poco después con el grupo del padre Simón, con el que se encontró mientras se dirigía al campamento.

—Volamos sin ocultarnos hasta el castillo de Stularax, sire —nos contó—. Nos encontramos con otros dos navíos celestes, pero ninguno hizo ademán de detenernos, pues nos tomaron por uno de los suyos. Sin embargo, sabíamos que los centinelas de la fortaleza no nos dejarían aterrizar sin formular algunas preguntas. Nos posamos en un bosque a pocas millas del fuerte. Montamos el armadijo y pusimos dentro uno de esos obuses explosivos. Sir Owain pensaba lanzar algunos para derribar las defensas exteriores. Así, habríamos podido avanzar a pie, dejando un grupo en retaguardia que siguiera disparando contra las murallas. Pensábamos que la guarnición entera saldría en su busca y que así podríamos entrar, matando a los guardias y saqueando cuanto pudiéramos de su arsenal y volviendo al navío.

Aquí, creo que ha llegado el momento de explicar lo que es un armadijo, pues se trata de un arma olvidada. Era el más sencillo de todos los aparatos de asedio y, sin embargo, el más eficaz. En principio, no era más que una gran palanqueta que se balanceaba libremente sobre un pivote. En el extremo de uno de sus largos brazos había una especie de red para el proyectil, mientras que el brazo más corto transportaba un peso de piedra, a menudo de varias toneladas. Este último era alzado por dos poleas o una cabría mientras se cargaba la red. Al liberarse el peso y caer, hacía que el largo brazo de la palanqueta describiera un arco inmenso.

—Aquellos obuses no me decían gran cosa —reconoció John el Rojo—. Apenas pesaban cinco libras. Montar el armadijo para lanzarlos a pocas millas era el único trabajo necesario. ¿Qué harían?

¿Estallar como una olla? He visto utilizar los armadijos en los asedios de las ciudades francesas. Se enviaban rocas de una o dos toneladas, o caballos muertos, por encima de las murallas. Bueno, las órdenes son las órdenes, me dije. Preparé el pequeño obús como me habían pedido y, pum, lo lancé. ¡Bum! Se podría decir que el mundo explotó. Debo reconocer que era mejor que lanzar los huesos de un caballo muerto.

»A través de los cristales de aumento se pudo ver el castillo totalmente demolido, arruinado. Era inútil ir a saquearlo. Lanzamos otros obuses para asegurarnos. Allí no quedó más que un enorme agujero brillante como cristal. Sir Owain consideró que transportábamos ya un arma mucho más útil que cualquiera que pudiera coger en el fuerte, y creo que tenía razón. Echamos a volar y aterrizamos en el bosque a pocas millas de aquí; sacamos el armadijo y lo montamos. Eso es lo que nos ha llevado tanto tiempo, sire. Cuando sir Owain vio desde el aire lo que pasaba aquí, lanzó un obús para meterle miedo al enemigo. Ahora, puede ya enviar tantos como vos queráis, sire.

—Pero, ¿dónde está el navío? —preguntó sir Roger—. El enemigo tiene detectores de metal. No han podido encontrar el armadijo en el bosque porque es de madera. Pero, sin duda, podrán encontrar la nave, por mucho que la hayáis escondido.

—Oh, muy sencillo, sire. —John el Rojo sonrió—. Sir Owain ha puesto a navegar su navío entre los demás. Entre tantos como son, ¿quién descubriría la diferencia?

Sir Roger lanzó una risotada.

—Os habéis perdido una batalla gloriosa —dijo—, pero podréis encender la hoguera de la alegría y la pira funeraria. Volved y decidles a vuestros hombres que empiecen a bombardear el campamento enemigo.

Nos retiramos bajo tierra en el momento convenido, tal y como nos mostraron los instrumentos de contar el tiempo apresados a los wersgorix. Incluso así, sentimos temblar la tierra y oímos los sordos gruñidos mientras se destruían sus instalaciones terrestres y la mayoría de sus máquinas de guerra. Bastó un solo golpe. Los aterrados supervivientes saltaron a bordo de uno de los navíos de transporte, abandonando una gran parte de su equipo sin daño alguno. Las pequeñas naves aéreas desaparecieron aún más rápidamente, como hojas muertas llevadas por el viento. Cuando el lento poniente brilló en la dirección que dimos en llamar oeste con mucha nostalgia, los leopardos de Inglaterra flotaban por encima de una gran victoria inglesa.



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