Fuera las estrellas parecían más brillantes, y por primera vez en muchas semanas la Garra había dejado de apretarme el pecho.
Al bajar el sendero angosto, ya no me hizo falta parar y volverme a mirar la ciudad. Se extendía ante mí en diez mil luces titilantes, desde el faro del castillo de Acies hasta el reflejo de las ventanas de la sala de guardia en las aguas que corrían a través del Capulus.
A esas alturas ya me habrían cerrado las puertas. Si aún no habían lanzado a los dimarchi, lo harían antes de que yo alcanzara la planicie junto al río; pero había decidido ver una vez más a Dorcas antes de abandonar la ciudad, y por alguna razón no dudaba de mi habilidad para lograrlo. Empezaba a urdir planes para sortear después los muros cuando lejos y abajo se encendió una nueva luz.
A lo lejos era pequeña, sólo una picadura de alfiler como las demás; y sin embargo no se les parecía en absoluto, y puede que mi mente sólo la registrara como luz porque no sabía con qué otra cosa compararla. La noche en que Vodalus había resucitado a la muerta en la necrópolis, yo había visto un poderoso disparo de pistola: un coherente haz de energía que había partido la niebla como un relámpago. Este fuego no era así, pero se le parecía más que cualquier cosa que yo pudiera recordar. Relumbró brevemente y se apagó, y un latido después sentí la ola de calor en la cara.
De algún modo me perdí en la oscuridad y no encontré la pequeña posada llamada el Nido del Pato. Nunca he sabido si equivoqué el camino o simplemente pasé delante de los postigos cerrados sin reparar en el cartel que colgaba arriba. De cualquier manera, pronto me encontré demasiado lejos del río, avanzando por una calle que por un trecho corría paralela al acantilado, con un olor de carne chamuscada en la nariz, como si estuvieran marcando animales con un hierro candente. Iba a volver sobre mis pasos cuando choqué en las sombras con una mujer. Tan violenta e imprevistamente golpeamos uno contra otro que por poco no me caí, y mientras retrocedía, oí el estrépito del cuerpo de ella contra la piedra.
—No la vi —dije, agachándome a ayudarla. —¡Corra, corra! —balbuceó ella. Y luego—: ¡Oh, ayúdeme a levantarme! —La voz me resultaba ligeramente conocida.
—¿Por qué habría de correr? —La ayudé a levantarse. En la penumbra vi un rostro borroso, en el que incluso creí adivinar algo de terror.
—Mató a Jurmino. Lo quemó vivo. Cuando lo encontramos todavía estaba ardiendo el bastón. Él… Lo que hubiese empezado a decir se perdió entre sollozos.
—¿Qué es lo que mató a Jurmino? —Como no contestaba la sacudí, pero sólo conseguí que llorara más.— ¿No la conozco? ¡Hable, mujer! Usted es la dueña del Nido del Pato. ¡Lléveme allí!
—No —dijo ella—. Tengo miedo. Deme su brazo, sieur, por favor. Entremos en algún sitio.
—De acuerdo. Iremos al Nido del Pato. No puede estar lejos… Bien, ¿dónde está?
—¡Demasiado lejos! —La mujer lloraba.— ¡Demasiado lejos!
En la calle había algo más que nosotros. Ignoro si yo no había sabido detectarlo, o si hasta entonces había sido indetectable; pero de pronto estaba presente. He oído decir a personas que tienen horror a las ratas que en cuanto entran en una casa sienten la presencia de estos animales, aunque no se los vea. Así ocurría ahora. Había una sensación de calor sin calidez; y aunque el aire no transportaba ningún olor, sentí que lo habían vaciado del poder de sostener la vida.
Me pareció que la mujer no lo había advertido. —Anoche quemó a tres cerca del coliseo —continuó—, y esta noche a uno, dicen, cerca de la Víncula. Y ahora a Jurmino. Está buscando a alguien… Eso dicen. Recordé las nótulas y la cosa que había resollado en las paredes de la antecámara de la Casa Absoluta, y dije: —Creo que lo ha encontrado.
La solté y me volví, y luego otra vez, intentando descubrir dónde estaba. El calor iba creciendo, pero no se veía ninguna luz. Tuve la tentación de sacar la Garra para alumbrarme con su resplandor; luego recordé cómo había despertado a lo que dormía bajo la mina de los hombres-mono, y temí que la luz sirviera únicamente para que aquella cosa —fuera lo que fuese— me localizara. No estaba seguro de que mi espada fuese más eficaz contra ella de lo que había sido contra las nótulas cuando Jonas y yo habíamos huido de ellas por el bosque de cedros. De todos modos, la desenvainé.
Casi en seguida se oyeron un repique de cascos y un grito, y dos dimarchi aparecieron atronadoramente por una esquina, a no más de cien zancadas. De haber tenido más tiempo, habría sonreído al ver cuánto se parecían a las figuras que yo había imaginado. El caso es que el fulgor de fuego artificial de sus lanzas esbozó algo oscuro y torcido y agazapado que había entre nosotros.
Se volvió hacia la luz, fuera lo que fuese, y pareció abrirse como una flor, cobrando altura casi demasiado rápido para que el ojo pudiera seguirlo, afinándose hasta convertirse en una criatura de bruma radiante, caliente pero con algo de reptil, como esas serpientes multicolores que traen de las junglas del norte, que sin dejar de ser reptiles parecen piezas de esmalte coloreado. Las monturas de los soldados se encabritaron y relincharon, pero uno de ellos, con más presencia de ánimo que la que habría mostrado yo, disparó la lanza al corazón de la cosa que lo enfrentaba. Hubo un relámpago.
La dueña del Nido del Pato se derrumbó contra mí, y yo, que no quería perderla, la sostuve con el brazo libre.
—Creo que busca calor vivo —le dije—. Debería lanzarse sobre los caballos.
Estaba diciendo esto cuando la cosa se volvió hacia nosotros.
Ya he dicho que desde atrás, al abrirse hacia los dimarchi, había parecido una flor serpeante. Ahora que la veíamos en todo su horror y su gloria, esa impresión persistía, pero sumada a otras dos. La primera era de calor intenso y sobrenatural; aún parecía un reptil, pero un reptil que quemaba de una forma jamás conocida en Urth, como si en una esfera de nieve hubiera caído un áspid del desierto. La segunda era de jirones flameando en un viento que no era de aire. Parecía florecer, todavía, pero como un capullo cuyos pétalos de fuego y blanco y amarillo pálido hubieran sido desgarrados por una monstruosa tempestad nacida en su propio corazón.
En todas estas impresiones, envolviéndolas e infiltrándolas, había un horror que no puedo describir. Me sorbía toda decisión y toda fuerza, de modo que por un momento no pude huir ni atacar. La criatura y yo parecíamos fijos en una matriz de tiempo por completo aparte de todo lo que hubiera podido ocurrir antes o después, y puesto que aquella matriz nos mantenía inmóviles y éramos sus únicos ocupantes, nada podía alterarlo.
Un grito rompió el hechizo. Al galope, una segunda partida de dimarchi había entrado en la calle por detrás de nosotros, y al ver a la criatura lanzó los caballos a la carga. En menos de un respiro bullían a nuestro alrededor, y si no nos atropellaron fue porque Sacra Katharine intervino. Si alguna vez yo había dudado del coraje de las tropas del autarca, esa noche perdí toda duda, pues ambas partidas se lanzaron contra el monstruo como perros sobre un ciervo.
Fue inútil. Hubo un destello cegador, y una sensación de calor espantoso. Sosteniendo todavía a la mujer medio inconsciente, eché a correr calle abajo.
Pensaba salir por donde habían entrado los dimarchi, pero a causa del pánico (y era pánico, no sólo mío, sino de Thecla, que gritaba en mi mente), doblé una esquina antes o después. En lugar de la brusca pendiente que yo esperaba, me encontré en un callejón sin salida construido sobre una prominencia del acantilado. Cuando llegué a darme cuenta de lo que ocurría, la criatura, ahora nuevamente un ser retorcido y enano, pero que irradiaba una energía terrible e invisible, estaba en la boca del callejón.
A la luz de las estrellas podría haber sido apenas un viejo giboso con un abrigo negro, pero nunca he sentido más terror que entonces. Al fondo del calle jón había una choza; una estructura más grande que la barraca en donde habían sufrido la muchacha enferma y su hermano, pero también hecha de cañas y barro. Di una patada a la puerta y me precipité en una conejera de odiosas habitaciones, atravesando como un rayo la primera, y luego otra hasta llegar a una tercera donde dormían media docena de hombres y una mujer, y de ésta a una cuarta, sólo para encontrarme con una ventana que, como mi tronera de la Víncula, daba sobre la ciudad. Era el final, la última habitación de la casa, y colgaba como un nido de golondrina sobre un abismo que en aquel momento me pareció infinito.
De la habitación que acabábamos de dejar me llegaron las voces enfadadas de los que habíamos despertado. De golpe se abrió la puerta, pero quienquiera que fuese el que entró a expulsar al intruso, tuvo que haber visto el fulgor de Terminus Est; se detuvo en seco, maldijo y se fue. Un momento después alguien gritó y supe que la criatura de fuego estaba en la choza.
Traté de enderezar a la mujer, pero se derrumbó a mis pies. Al otro lado de la ventana no había nada: la pared de cañas terminaba unos codos más abajo y los soportes del suelo no se extendían más allá. Arriba, un alero de paja no ofrecía a mi mano más ventaja que una telaraña. Mientras intentaba aferrarlo, entró un torrente de luz que destruyó todo color y proyectó sombras tan oscuras como el fulígeno, sombras como fisuras en el cosmos. Entonces comprendí que debía luchar y morir como los dimarchi o saltar, y giré para enfrentar a la criatura que había venido a matarme.
Todavía estaba en la otra habitación, pero podía verla por el vano de la puerta, abierta ahora otra vez. Ante ella, en el suelo, yacía el cuerpo semiconsumido de alguna vieja infeliz, y mientras yo miraba, la cosa pareció inclinarse sobre el cuerpo en algo que, lo habría jurado, era una actitud inquisitiva. La carne del cadáver burbujeó y crujió como la grasa de un asado, y luego se deshizo. Un momento después hasta los huesos fueron pálidas cenizas que la criatura dispersó mientras avanzaba.
Creo que TerminusEst ha sido la mejor hoja jamás forjada, pero yo sabía que nada podría lograr contra el poder que había derrotado a tantos jinetes; la arrojé a un lado en la vaga esperanza de que pudiera ser encontrada y eventualmente devuelta al maestro Palaemon, y saqué la Garra de la bolsa que me colgaba del cuello.
Era mi última y remota oportunidad, y en seguida vi que había fallado. De cualquier forma que percibiese el mundo que la rodeaba (y por sus movimientos yo había imaginado que en nuestra Urth era casi ciega), la criatura advertía claramente la gema, y no la temía. El avance lento se convirtió en un rápido y resuelto fluir hacia adelante. Llegó a la puerta; hubo una explosión de humo, un estrépito, y desapareció. Desde abajo, una luz relampagueó por el agujero abierto a fuego en el endeble suelo que empezaba donde concluía la saliente rocosa; primero fue la luz incolora de la criatura, luego una rápida sucesión de colores tornasolados: azul pavo real, lila y rosa. Después sólo una luz tenue, rojiza, de llamas saltarinas.