XXV — Tifón y Piatón

Al oír los pasos me levanté y saqué la espada, y aguardé en la sombra por lo que me pareció una guardia, aunque sin duda fue mucho menos. Volví a oírlos dos veces más; rápidos y leves, sugerían no obstante un hombre corpulento: un hombre fuerte que se apresurara, que corriera casi, atlético y ligero de pies.

Allí las estrellas lucían en toda su gloria; brillantes como tienen que verlas los navegantes, para quienes son puertos, cuando suben a desplegar la gasa dorada que envolverá todo un continente. Yo veía a los guardias inmóviles casi como si fuera de día, y a mi alrededor, los edificios bañados por las luces multicolores de diez mil soles. Pensamos con horror en las llanuras heladas de Dis, el compañero más alejado de nuestro sol; pero ¿de cuántos soles somos nosotros el compañero más alejado? Para la gente de Dis (si existe tal gente) todo es una larga noche estrellada.

Varias veces, de pie allí bajo las estrellas, estuve a punto de quedarme dormido; y en las fronteras del sueño me preocupé por el niño, pensando que probablemente lo había despertado al levantarme y preguntándome dónde encontrar comida para él cuando se viera de nuevo el sol. Tras esos pensamientos, el recuerdo de su muerte me llegaba a la mente como la noche había llegado a la montaña, una ola de negrura y desesperación. Entonces supe cómo se había sentido Dorcas al morir Jolenta. Entre el niño y yo no había habido juego sexual, como creo que en algún momento hubo entre Dorcas y Jolenta; pero nunca había sido el amor carnal de ellas lo que me había despertado celos. Mi sentimiento por el niño había sido tan profundo como el de Dorcas por jolenta (y seguramente mucho más profundo que el de Jolenta por Dorcas). De haberlo sabido, Dorcas se habría puesto tan celosa como a veces me había puesto yo, pensé, si es que me había amado tanto como yo a ella.

Al fin, cuando dejé de oír pasos, me escondí lo mejor posible y me eché a dormir. Casi esperaba no despertarme de ese sueño, o despertarme con un cuchillo en la garganta, pero nada de eso ocurrió. Soñando con agua, dormí hasta bien pasado el amanecer y me desperté solo y aterido.

En ese momento me tenían sin cuidado los pasos, los guardianes, el anillo o cualquier cosa de ese lugar maldito. Mi único deseo era irme, y lo más rápido posible; y me encantó —aunque no habría podido explicar por qué— descubrir que en el camino hacia la ladera noroeste de la montaña no tendría que volver a pasar por el edificio circular.

Muchas veces sentí que me había vuelto loco, pues he tenido muchas grandes aventuras, y las más grandes son las que con más fuerza actúan sobre nuestra mente. Así fue en ese momento. Un hombre, más corpulento que yo y mucho más ancho de hombros, se adelantó entre los pies de un catafracto, y fue como si una de las monstruosas constelaciones de la noche hubiese caído a Urth vestida con la carne de la especie humana. Porque el hombre tenía dos cabezas, como el ogro de un cuento olvidado de Las Maravillas de Urth y el Cielo.

Instintivamente me llevé la mano al hombro y empuñé la espada. Una de las cabezas rió; nadie hasta entonces se había atrevido a reír cuando yo desnudaba la gran hoja.

—¿Por qué te alarmas? —dijo—. Veo que estás tan bien equipado como yo. ¿Cómo se llama tu amiga? Por sorprendido que estuviera, no pude dejar de admirar su audacia.

—Se llama Terminus Est —dije, y volví la espada para dejarle ver la escritura en el acero.

—«Ésta es la Línea que Divide.» Muy bien. Realmente muy bien, y sobre todo es bueno que lo leamos aquí y ahora, porque ya se sabe que esta época separará lo nuevo de lo viejo como nunca había ocurrido en el mundo. Mi amigo se llama Piatón, lo que me temo no significa gran cosa. Como sirviente es inferior a la que tienes tú, aunque quizá sea mejor montura.

Al oír el nombre, la otra cabeza abrió del todo los ojos, que habían estado medio cerrados, y los puso en blanco. La boca se le movió como si fuese a hablar, pero no salió ningún sonido. Pensé que era una especie de idiota.

—Pero ahora puedes guardar el arma. Como ves, yo estoy desarmado, aunque ya bicapitado, y en todo caso no tengo malas intenciones.

Mientras hablaba levantó las manos, y se volvió de un lado y de otro, para mostrarme que iba totalmente desnudo, algo que ya había quedado suficientemente claro.

Pregunté: —¿Eres quizás el hijo del hombre muerto que vi en el edificio redondo de allá atrás?

Yo había envainado Tenninus Est mientras hablaba, y él dio un paso adelante y dijo: — De ningún modo. Soy ese hombre.

En mis pensamientos, Dorcas brotó como del agua marrón del Lago de los Pájaros, y de nuevo sentí que me aferraba la mano con una mano muerta. Antes de saber que estaba hablando, balbuceé: —¿Yo te volví a la vida?

—Digamos más bien que tu llegada me despertó. Tú creíste que estaba muerto cuando sólo estaba seco. Bebí y, como ves, estoy vivo de nuevo. Beber es vivir, bañarse en agua es volver a nacer.

—Si lo que dices es verdad, es prodigioso. Pero por mi parte tengo ahora demasiada necesidad de agua como para pensar mucho en esto. Dices que has bebido, y el modo de decirlo indica al menos que me miras amistosamente. Demuéstralo, por favor. Hace mucho tiempo que no como ni bebo.

La cabeza que hablaba sonrió.

—Tienes la manera más maravillosa de encajar en cualquier cosa que yo planee; hay en ti, incluso en tu ropa, un aire de propiedad que me resulta delicioso. Justamente iba a sugerirte que fuéramos adonde hay comida y bebida en abundancia. Sígueme.

Creo que en ese momento habría seguido adonde fuese a cualquiera que me prometiera agua. Desde entonces he intentado convencerme de que fui por curiosidad, o porque esperaba conocer el secreto de los grandes catafractos; pero cuando recuerdo esos momentos e indago cómo estaba mi mente, no encuentro otra cosa que desesperación y sed. La cascada de arriba de la casa de Casdoe urdía sus columnas de plata ante mis ojos, y recordaba la Fuente Vática de la Casa Absoluta, y el torrente de agua que caía del acantilado de Thrax cuando abrí la compuerta para inundar la Víncula.

El hombre de dos cabezas caminaba delante como si estuviese seguro de que yo lo seguiría, e igualmente seguro de que no me atrevería a atacarlo. Cuando doblamos por una esquina comprendí por primera vez que yo no había estado, al contrario de lo que pensaba, en una de esas calles radiales que llevaban al edificio circular. Ahora lo teníamos enfrente. Había una puerta —aunque no la misma por la que había pasado con Severian chico— abierta como antes, y entramos.

—Ven —dijo la cabeza que hablaba—. Sube.

Lo que señalaba era algo parecido a un bote, y estaba por dentro totalmente forrado de hojas como el bote de nenúfares del jardín del Autarca; sin embargo no flotaba en el agua sino en el aire. Cuando yo toqué la borda, el bote se hamacó y cabeceó bajo mi mano, aunque el movimiento fue casi imperceptible.

—Esto tiene que ser una voladora. Nunca había visto una de tan cerca.

—Si las voladoras fueran golondrinas, esto sería…, no sé…, un gorrión, quizás. O un topo, o el pájaro de juguete que los niños golpean con paletas y hacen volar de uno a otro. La cortesía, me temo, exige que subas tú primero. Te aseguro que no hay peligro.

De todos modos, me resistía a moverme. La nave tenía algo tan misterioso que por el momento yo no me atrevía a poner el pie en ella. Al fin dije:

—Vengo de Nessus y de la margen oriental del Gyoll, y allí nos enseñan que el pasajero de honor de cualquier embarcación es el último en subir y el primero en bajar.

—Precisamente —replicó la cabeza que hablaba, y sin darme tiempo a comprender lo que ocurría, el hombre de dos cabezas me agarró por la cintura y me tiró adentro como hubiera tirado yo al niño. El bote se hundió y balanceó bajo el impacto de mi cuerpo, y un momento después se sacudió violentamente cuando el de las dos cabezas saltó a mi lado—. Supongo que no esperarías tener prioridad sobre mí.

Susurró algo y el velero se puso en movimiento. Al principio planeó lentamente hacia adelante, pero al rato ya ganaba velocidad.

—La verdadera cortesía —continuó la cabeza— merece su nombre. Es cortesía lo que es verídico. Cuando el plebeyo se arrodilla ante el monarca, le está ofreciendo el cuello. Lo ofrece porque sabe que su señor puede tomarlo si quiere. La gente así, vulgar, dice, o más bien decía, en tiempos antiguos y mejores, que yo no amo la verdad. Pero la verdad es que lo que amo es justamente la verdad, un reconocimiento abierto de los hechos.

Todo este tiempo estuvimos tendidos, separados por apenas un palmo. La cabeza idiota, que la otra había llamado Piatón, me miraba con ojos saltones y movía los labios mientras la otra hablaba, soltando un confuso balbuceo.

Intenté sentarme. El hombre de dos cabezas me agarró con brazo de hierro, y mientras me tendía de nuevo, dijo: —Es peligroso. Estas naves están hechas para acostarse. No querrás perder la cabeza, ¿no? Es casi tan malo, créeme, como tener una de más.

El bote inclinó el morro y se zambulló en la oscuridad. Por un momento pensé que moriríamos, pero la sensación se transformó en otra, de regocijante velocidad, el tipo de emoción que había sentido de niño cuando en invierno nos deslizábamos entre los mausoleos montados en ramas de árboles. Una vez que me hube acostumbrado, pregunté:

—¿Naciste como eres ahora? ¿O de algún modo te impusieron a Piatón? —Ya empezaba a darme cuenta, creo, de que mi vida dependía de averiguar todo lo posible sobre ese extraño ser.

La cabeza que hablaba rió. —Mi nombre es Tifón. Puedes llamarme así. ¿Has oído hablar de mí? En un tiempo goberné este planeta, y muchos más.

Yo estaba seguro de que mentía, así que dije:—Aún resuenan ecos de tu poder…, Tifón.

Volvió a reírse. —Ibas a llamarme Emperador o algo por el estilo, ¿verdad? Ya lo harás. No, no nací como soy ahora, ni en realidad nací, en el sentido en que tú lo dices. Tampoco me injertaron a Piatón. Yo fui injertado en él. ¿Qué opinas?

Ahora el bote se movía tan rápido que el aire nos silbaba sobre las cabezas, pero el descenso me pareció menos abrupto que antes. Mientras yo hablaba, llegó casi a estabilizarse.

—¿Y tú lo querías? —Yo lo ordené.

—Entonces opino que es muy extraño. ¿Por qué tenías que querer algo así?

—Para poder vivir, por supuesto. —Había oscurecido demasiado como para ver cualquiera de las dos caras, aunque tenía la de Tifón a menos de un codo de la mía.— Toda vida actúa para preservar su vida: es lo que denominamos Ley de la Existencia. Nuestros cuerpos, como sabes, mueren mucho antes que nosotros. En realidad, sería justo decir que morimos solamente porque mueren ellos. Los médicos, de los cuales tengo naturalmente los mejores de muchos mundos, me dijeron que acaso me fuera posible tomar un cuerpo nuevo, y su primera idea fue alojarme el cerebro en el cráneo previamente ocupado por otro. ¿Adviertes el inconveniente?

Preguntándome si hablaba en serio, dije: —No, me temo que no.

—La cara… ¡La cara! Se habría perdido la cara, ¡y es a la cara a lo que los hombres están acostumbrados a obedecer! —Su mano me aferró el brazo en la oscuridad.— Les dije que no serviría. Luego vino uno y sugirió que podía sustituirse la cabeza entera. Sería aún más fácil, dijo, porque quedarían intactas las complejas conexiones neurales que controlan el habla y la vista. Prometí que si tenía éxito le daría un palatinado.

—Me da la impresión de que… —empecé.

Tifón se rió una vez más: —Habría sido mejor quitar primero la cabeza original. Sí, es lo mismo que siempre pensé yo. Pero la técnica de montar las conexiones neurales era difícil, y él descubrió que la mejor manera (todo esto con sujetos experimentales que yo le proporcionaba) consistía en transferir quirúrgicamente sólo las funciones voluntarias. Hecho eso, las involuntarias se transferirían por sí mismas, en un momento u otro. Entonces podría extirparse la cabeza original. Quedaría una cicatriz, claro, pero fácil de cubrir con una camisa.

—Pero ¿salió algo mal? —Yo ya me había apartado de él todo lo que podía en la estrechez del bote. —Sobre todo fue cuestión de tiempo. —El terrible vigor de la voz, que había sido implacable, ahora pareció menguar.— Piatón era esclavo mío… No el más corpulento, pero sí el más fuerte de todos. Le hicimos pruebas. Nunca se me ocurrió que alguien con la fuerza de él pudiera también ser fuerte en aferrarse a la acción del corazón.

—Entiendo —dije, aunque en realidad no entendía nada.

—Era además un período muy confuso. Mis astrónomos me habían dicho que la actividad de este sol decaería lentamente. Demasiado lentamente, en verdad, como para que el cambio pudiera advertirse en el curso de una vida humana. Se equivocaron. A lo largo de pocos años el calor del mundo descendió en casi dos milésimas, y luego se estabilizó. Fracasaron las cosechas, y hubo hambrunas y disturbios. Tendría que haberme marchado entonces.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Me pareció que hacía falta una mano firme. Sólo puede haber una mano firme, sea la del gobernante o la de otro…

»Luego había aparecido un hacedor de milagros. No era realmente un alborotador, por más que algunos de mis ministros dijeran que sí. Yo me había retirado aquí hasta que se completara el tratamiento, y como parecía que ese hombre ahuyentaba los males y las deformidades, ordené que me lo trajeran.

—El Conciliador —dije, y un momento después me habría cortado las venas por haber abierto la boca. —Sí, ése era uno de sus nombres. ¿Sabes dónde está ahora?

—Hace muchas quilíadas que murió. —Ysin embargo sigue aquí, ¿no es cierto?

Ese comentario me sobresaltó tanto que miré la bolsita que me colgaba del cuello para ver si emitía luz celeste.

En ese momento, la nave en que íbamos levantó la proa y empezó a subir. Alrededor, el quejido del aire se transformó en el bramido de un torbellino.

Загрузка...