No bien Dorcas dijo «Todavía no me preguntaste qué fue lo que vi hoy», me di cuenta de que yo había estado intentando desviar la conversación. Tenía el presentimiento de que para mí sería algo sin el menor sentido, y que así como los locos creen que las huellas de los gusanos bajo la corteza del árbol caído son una escritura sobrenatural, ella le adjudicaría un gran significado.
—Pensé que quizá fuera mejor distraerte, fuera lo que fuese —dije.
—Sería mejor, si pudiéramos. Era una silla. —¿Una silla?
—Una silla vieja. Y una mesa, y varias cosas más. Parece que en la calle de los Fusteros hay una tienda que les vende muebles viejos a los eclécticos, y a los autóctonos que han absorbido nuestra cultura tanto como para quererlos. Como aquí no hay fuentes para satisfacer la demanda, dos o tres veces por año el dueño y sus hijos van a Nessus, a los barrios abandonados del sur, y llenan la barca. Yo hablé con él, ¿comprendes?; lo sé todo. Allí hay decenas de miles de casas vacías. Algunas se derrumbaron hace mucho, pero otras siguen tal como las dejaron los dueños. A la mayoría las han saqueado, pero de vez en cuando se sigue encontrando plata y alguna joya. Y aunque en general han perdido la mayor parte de los muebles, casi siempre hay algo que los dueños tuvieron que dejar.
Me pareció que iba a llorar, y me incliné a acariciarle la frente. Con una mirada me dio a entender que no quería, y se tendió en la cama como antes. —Algunas de esas casas todavía conservan todos los muebles. Son las mejores, me explicó él. Cree que cuando el barrio murió hubo unas pocas familias, o quizá gente que vivía sola, que decidieron quedarse. Eran demasiado viejos para moverse, o demasiado tercos. Yo lo he pensado, y estoy segura de que algunos deben de haber tenido algo que no soportaban abandonar. Una tumba, a lo mejor. Enmaderaron las ventanas contra los asaltantes, y se protegieron con perros o cosas peores. Al fin se fueron, o se les acabó la vida, y los animales devoraron sus cuerpos y se liberaron; pero para entonces ya no había allí nadie, ni siquiera saqueadores o traperos, hasta que llegaron este hombre y sus hijos.
—Tiene que haber muchísimas sillas viejas —dije. —No como ésa. La conozco a la perfección: los grabados en las patas e incluso el motivo en el tapizado de los brazos. Y todo lo recordé entonces. Luego aquí, cuando vomité esos trozos de plomo, esas cosas como semillas duras, pesadas, lo comprendí. ¿Recuerdas, Severian, qué pasó cuando salimos del jardín Botánico? Tú, Agia y yo salimos del gran vivero de cristal, y tú alquilaste un bote que nos llevara de la isla a la costa, y el río estaba lleno de nenúfares con flores azules y hojas verdes y brillantes. Las semillas de esos nenúfares son así, duras y pesadas y oscuras, y he oído que se hunden en el fondo del Gyoll y allí se quedan durante eras completas. Pero cuando el azar las acerca a la superficie retoñan por muy viejas que sean, y se ven plantas de otra quilíada que vuelven a florecer.
—Yo también lo he oído dije—. Pero ni para ti ni para mí significa nada.
Dorcas estaba quieta, pero le temblaba la voz: —¿Qué poder hace que vuelvan? ¿Lo puedes explicar?
—El sol, supongo… Pero no, no lo puedo explicar. —¿Y no hay ninguna otra fuente de luz que el sol? Supe entonces qué quería decir, aunque algo en mí no podía aceptarlo.
—Cuando aquel hombre, Hildegrin, el que después volvimos a encontrar sobre la tumba de la ruinosa ciudad de piedra, nos transportó hasta la orilla en el Lago de los Pájaros, nos habló de millones de muertos, gente cuyos cadáveres habían sido arrojados al agua. ¿Cómo hicieron para que se hundieran, Severian? Los cadáveres flotan. ¿Cómo los lastraron? No lo sé. ¿Y tú?
Yo lo sabía: —Les metieron plomo por la garganta. —Eso pensé. —Su voz era ahora tan débil que apenas podía oírla, aun en esa habitación silenciosa. No, lo supe. Lo supe cuando las vi.
—Piensas que la Garra te hizo revivir. Dorcas asintió.
—Ciertas veces ha actuado. Lo admito. Pero sólo si yo la quitaba de la bolsa, y aun así no siempre. Cuando me sacaste del agua en el Jardín del Sueño Infinito estaba en mi talego, y ni siquiera sabía que la tenía.
—Severian, una vez me dejaste sostenerla. ¿Podría verla de nuevo ahora?
La saqué de la bolsa y la alcé en la mano. Los fuegos azules parecían adormilados, pero en el centro de la gema vi el gancho de aspecto cruel que le daba su nombre. Dorcas extendió la mano, pero me acordé del vaso de vino y sacudí la cabeza.
—Piensas que le haré algo, ¿verdad? No. Sería un sacrilegio.
—Si crees lo que dices, y pienso que sí, debes de odiarla por haberte arrebatado…
—De la muerte. —Otra vez miraba el techo, ahora sonriendo como si compartiera con él un secreto profundo y absurdo.— Adelante, dilo. No te hará daño.
—Del sueño —dije—. Porque si se puede conseguir que volvamos, no es la muerte; no la muerte como la hemos entendido siempre, la muerte que tenemos en mente cuando decimos muerte. Aunque tengo que confesar que me sigue siendo casi imposible creer que el Conciliador, que murió hace tantos miles de años, actúe por medio de esta piedra para despertar a otros.
Dorcas no dijo nada. Ni siquiera podía estar seguro de que me escuchaba.
—Hablaste de Hildegrin —dije— y de cuando nos llevó en su bote a recoger el averno en el lago. ¿Recuerdas lo que dijo de la muerte? Dijo que era buena amiga de los pájaros. Quizás hubiéramos debido darnos cuenta de que una muerte así no podía ser la muerte que imaginamos.
—Si digo que creo todo eso, ¿me dejarás sostener la Garra?
Volví a sacudir la cabeza.
Dorcas no me estaba mirando, pero tuvo que haber visto el movimiento de mi sombra; o tal vez sólo haya sido que ese Severian mental que ella veía en el techo sacudió también la cabeza.
—Tienes razón. Iba a destruirla, si podía. ¿Quieres que te diga lo que realmente creo? Creo que he estado muerta; no dormida sino muerta. Que mi vida transcurrió hace mucho, mucho tiempo, cuando vivía con mi marido encima de una pequeña tienda, y me ocupaba de nuestro hijo. Que ese Conciliador tuyo que vino hace tanto era un aventurero de una de las razas antiguas que sobrevivió a la muerte universal.—Sus manos aferraron la manta.— Y te pregunto, Severian, si cuando vuelva no se lo llamará Sol Nuevo. ¿No da esa impresión? Y yo creo que cuando vino trajo algo que tenía sobre el tiempo el mismo poder que se atribuye a los espejos del padre Lo¡re: poder sobre el espacio. Es esa gema tuya.
Se interrumpió, y volviendo la cabeza, me echó una mirada desafiante; como yo no decía nada, continuó.
—Severian, si resucitaste al ulano fue porque la Garra torció el tiempo para él hasta el momento en que todavía estaba vivo. Si curaste a medias las heridas de tu amigo fue porque estiró el tiempo hasta otro en que ya estarían casi curadas. Y cuando en el jardín del Sueño Infinito caíste en la ciénaga, tiene que haberme tocado o casi tocado, y para mí fue otra vez el tiempo en que había vivido, así que volví a vivir. Pero he estado muerta. Por mucho, mucho tiempo estuve muerta; un cadáver encogido conservado en agua marrón. Y todavía hay en mí algo muerto.
—En todos hay algo que siempre ha estado muerto —dije—. Aunque más no sea porque sabemos que al final moriremos. Todos nosotros salvo los niños muy pequeños.
—Voy a volver, Severian. Ahora lo sé, y es eso lo que he estado tratando de decirte. Tengo que volver y descubrir quién era y dónde vivía y qué me pasó. Sé que tú no puedes acompañarme…
Asentí.
—No te lo estoy pidiendo. Tampoco quiero que lo hagas. Te amo, pero eres otro muerto, un muerto que se ha quedado conmigo y me ha dado amistad como los del lago, pero pese a todo un muerto. Cuando vaya a buscar mi vida no quiero que la muerte me acompañe.
—Lo comprendo —dije.
—Puede que mi hijo siga viviendo… Tal vez sea viejo, pero esté vivo todavía. Tengo que saberlo. —Sí —dije, pero no pude abstenerme de añadir—: Una vez me dijiste que yo no era la muerte. Que no dejase que los demás me convencieran de que yo lo era de veras. Fue detrás del huerto, en los jardines de la Casa Absoluta. ¿Te acuerdas?
—Para mí has estado muerto —dijo ella—. Si lo prefieres, he sucumbido a la trampa contra la cual te previne. Quizá no estés muerto, pero sigues siendo lo que eres, un torturador y un carnicero, con las manos chorreantes de sangre. Ya que recuerdas tan bien aquella vez en la Casa Absoluta, a lo mejor… No puedo decirlo… Fue el Conciliador, o la Garra, o el Increado el que me hizo esto. No tú.
—¿Qué es? —pregunté.
—En el claro, después de que actuáramos, el doctor Talos nos dio dinero. El dinero que había obtenido de un oficial de la corte para representar la obra. Cuando estábamos viajando te lo di todo. ¿Puedes devolvérmelo? Lo necesitaré. Si no todo, al menos una parte.
Volqué en la mesa el dinero que llevaba en el talego. Era tanto como lo que había recibido de ella, o un poco más.
—Gracias —dijo ella—. ¿Tú no lo necesitarás? —No tanto como tú. Además es tuyo.
—Voy a partir mañana, si me siento con fuerzas. Pasado mañana, tenga fuerzas o no. Supongo que no sabes cuándo zarpan las barcas río abajo.
—Cuando tú quieras. Las empujas, saltas a bordo y el resto lo hace el río.
—Ésa no es tu manera, Severian, al menos no del todo. Por lo que me contaste, parece más bien lo que habría dicho tu amigo Jonas. Lo cual me recuerda que no eres el primero que ha venido a verme hoy. Estuvo aquí nuestro amigo, tu amigo, al menos: Hethor. No te hace gracia, ¿verdad? Lo siento, sólo quería cambiar de tema.
—El lo disfruta. Disfruta mirándome.
—A miles de personas les pasa lo mismo cuando trabajas en público, y tú también disfrutas.
—Van a que los horroricen, para después poder felicitarse de estar vivos. Y porque les gusta excitarse, y la tensión de no saber si el condenado se quebrará, o si ocurrirá algún accidente macabro. De lo que yo disfruto es de ejercer mi habilidad, la única habilidad verdadera que tengo… Disfruto haciendo las cosas a la perfección. Hethor busca algo más. —¿El dolor?
—Sí, el dolor, pero además otra cosa.
Dorcas dijo: —Sabes que te adora. Yo hablé un rato con él, y creo que si se lo pidieras caminaría sobre fuego. —Ante eso debo de haberme sobresaltado, porque Dorcas siguió:—Todo esto de Hethor te pone mal, ¿verdad? Con un enfermo basta. Hablemos de otra cosa.
—No, no tan mal como estás tú. Pero únicamente puedo imaginarme a Hethor como lo vi una vez desde el patíbulo, con la boca abierta y los ojos…
Dorcas se movió, incómoda. —Sí, esos ojos… Anoche los vi. Ojos muertos, aunque supongo que no soy la indicada para decirlo. Ojos de cadáver. Te da la sensación de que si los tocaras estarían secos como piedras, y de que no seguirían el dedo.
—No es así, de ninguna manera. En Saltus, cuando bajé la mirada desde el patíbulo y lo vi, le bailaban los ojos. Sin embargo, dices que a ti esos ojos opacos te parecen de cadáver. ¿Nunca has mirado un espejo? Tú no tienes ojos de muerta.
—Puede que no. —Dorcas hizo una pausa.— Antes tú decías que eran hermosos.
—¿No te alegra estar viva? Aunque tu marido haya muerto, y haya muerto tu hijo, y la casa donde viviste sea una ruina, aunque todo eso sea verdad, ¿no te llena de alegría estar aquí de nuevo? No eres un fantasma, ni un resucitado como los que vimos en la ciudad en ruinas. Hazme caso, mírate al espejo. Ysi no quieres, mírame a la cara, a mí o a cualquier hombre, y verás lo que eres.
Dorcas se sentó más lenta y penosamente aún que cuando se había incorporado a beber el vino, pero esta vez descolgó las piernas por el borde de la cama, y vi que bajo la ligera manta estaba desnuda. Antes de la enfermedad, la piel de jolenta había sido perfecta, con la tersura y la suavidad de los pasteles. Dorcas la tenía sembrada de pequeñas pecas doradas, y el cuerpo era tan delgado que yo siempre tenía conciencia de los huesos; sin embargo, en su imperfección, era más deseable de lo que había sido Jolenta en la exuberancia de su carne. Sabedor de lo reprobable que habría sido imponerme a ella o persuadirla siquiera de que se abriese a mí en ese momento, cuando estaba enferma y yo a punto de dejarla, de todos modos sentí que el deseo se agitaba en mí. Por mucho que ame a una mujer —o por poco—, me doy cuenta de que la deseo más cuando ya no puedo tenerla. Pero lo que sentía por Dorcas era más fuerte, y más complejo. Aunque por un tiempo muy breve, ella había sido el amigo más íntimo que yo había tenido, y la posesión mutua, desde el deseo frenético en nuestra bodega transformada de Nessus hasta los largos y ociosos juegos en la alcoba de la Víncula, era un acto tan característico de nuestra amistad como de nuestro amor.
—Estás llorando —dije—. ¿Quieres que me vaya? Sacudió la cabeza, y luego, como si ya no pudiera contener unas palabras que pugnaban por salir, murmuró:
—Oh, ¿no quieres venir tú también, Severian? No lo dije en serio. ¿No quieres venir? ¿No quieres venir conmigo?
—No puedo.
Volvió a caer en la cama angosta; parecía ahora más pequeña y más aniñada.
—Lo sé. Tienes obligaciones para con tu gremio. No puedes traicionarlo otra vez y enfrentarte contigo mismo, y yo no te lo pediré. Sólo que nunca perdí del todo la esperanza de que lo hicieras.
Sacudí la cabeza igual que antes: —Tengo que huir de la ciudad…
—¡Severian!
—Y hacia el norte. Tú irás hacia el sur, y si fuera contigo nos perseguirían lanchas cargadas de soldados.
—Severian, ¿qué pasó? —Dorcas tenía la cara muy serena, pero los ojos dilatados.
—Dejé escapar a una mujer. Supuestamente tenía que estrangularla y tirar el cuerpo al Acis, y lo podría haber hecho: no sentía nada por ella, en realidad no, y habría sido fácil. Pero cuando nos dejaron a solas, pensé en Thecla. Estábamos en una pequeña glorieta protegida por arbustos, al borde del agua. Le había rodeado el cuello con las manos, y pensé en Thecla y en cómo había querido liberarla. No pude encontrar la manera. ¿Alguna vez te lo he contado?
Casi imperceptiblemente, Dorcas negó con la cabeza.
—Había hermanos por todas partes, cinco que sortear en el camino más corto, y todos me conocían y sabían de ella. —(Ahora Thecla gritaba en algún rincón de mi mente.)—En realidad, me habría bastado con decirles que el maestro Gurloes me había ordenado llevársela. Pero entonces tendría que haberme ido con ella, y yo aún estaba intentando idear una forma de quedarme en el gremio. No la amaba lo suficiente.
—Ahora eso es pasado —dijo Dorcas—. Y la muerte no es la cosa horrible que tú crees, Severian. —Como niños perdidos que se turnan para consolarse, habíamos cambiado los papeles.
Me encogí de hombros. El fantasma que yo había comido en el banquete de Vodalus volvía a estar casi en calma; sentía sus dedos largos y frescos en el cerebro, y aunque no pudiera meterme en mi propio cráneo para verla, sabía que sus profundos ojos violáceos estaban detrás de los míos. Tenía que esforzarme para no hablar con la voz de ella.
—El caso es que allí estaba con la mujer, en la glorieta, a solas. Se llamaba Cyriaca. Yo sabía o al menos sospechaba que ella sabía dónde están las Peregrinas… Por un tiempo había sido una de ellas. Hay formas de ejecución silenciosas que no requieren equipo y aunque si bien no muy espectaculares, son efectivas. Uno estira las manos hacia el cuerpo, por así decir, y manipula directamente los nervios del cliente. Yo iba a usar lo que llamamos Garrote de Humbaba, pero antes de que la tocara ella me lo dijo. Las Peregrinas están cerca del paso de Orithya, cuidando a los heridos. Hacía apenas una semana esa mujer había recibido una carta, me dijo, de alguien que conoció en la orden…