XXII — Las faldas de la montaña

Mi risa había desconcentrado a Decumano, al menos por un momento. Con el grito de afuera no pasó lo mismo. Su red, que tanto se había arruinado al tomar yo la Garra, estaba volviendo a anudarse, más lenta pero más apretadamente.

Siempre es una tentación decir que los sentimientos de esta clase son indescriptibles, aunque pocas veces lo sean. Sentí que colgaba desnudo entre dos soles sensibles, y de algún modo discerní que eran los hemisferios del cerebro de Decumano. Yo estaba bañado en luz, pero esa luz era una incandescencia de hornos, devoradora y al mismo tiempo paralizante. Bajo esa luz todo parecía indigno de esfuerzo; y yo, infinitamente despreciable y pequeño.

Así es que, en cierto sentido, también mi concentración permaneció intacta. No obstante, tenía conciencia, aunque de un modo vago, de que el grito quizá me señalaba una oportunidad. Mucho más tarde de lo conveniente, después de haber respirado tal vez una docena de veces, me puse en pie tambaleándome.

Por la puerta estaba entrando algo. Mi primer pensamiento, por absurdo que suene, fue que era barro, que una convulsión había estremecido a Urth y que la sala estaba a punto de inundarse de lo que había sido el fondo de un pantano fétido. Se escurrió ciegay blandamente entre las jambas, y en eso se apagó otra antorcha. Pronto iba a tocar a Decumano, y grité para prevenirlo.

No sé si fue el contacto de la criatura o mi voz, pero se echó atrás. Una vez más tuve conciencia de que se había roto el hechizo, de la destrucción de la trampa que me había sostenido entre soles gemelos. Los soles se alejaron uno de otro apagándose mientras desaparecían, y yo sentí como si me expandiera y me volviera en una dirección que no era arriba ni abajo, ni derecha ni izquierda, hasta que ocupé toda la sala de las pruebas, con Severian chico aferrado a mi capa.

Entonces en la mano de Decumano relampagueó una garra. Yo ni siquiera había reparado en que la tenía. Fuera lo que fuese aquella criatura negra y casi amorfa, el flanco se le rasgó como grasa golpeada por un látigo. También su sangre era negra, o acaso verde oscura. La de Decumano era roja; cuando la criatura se volcó sobre él, pareció que la piel se le fundía como si fuese de cera.

Alcé al niño e hice que se me colgara del cuello y me rodeara la cintura con las piernas, y luego salté. Pero aunque toqué una viga con la punta de los dedos, no pude colgarme. La criatura iba volviéndose hacia mí, ciega pero resueltamente. Tal vez rastreara con el olfato, aunque siempre me ha parecido que lo hacía con el pensamiento; lo cual explicaría por qué tardó tanto en encontrarme en la antecámara, donde yo había trasvasado mi sueño a Thecla, y tan poco en la sala de las pruebas, cuando Decumano tenía su mente enfocada en la mía.

Salté de nuevo, pero esta vez me faltó al menos un palmo para llegar a la viga. Para hacerme con una de las antorchas restantes tenía que correr hacia la criatura. Lo hice y llegué a la antorcha, pero al sacarla de la anilla se apagó.

Me aferré con una mano a la anilla y di un tercer salto, auxiliando las piernas con la fuerza del brazo; y esta vez alcancé con la mano izquierda un madero pulido y angosto. El madero se arqueó con mi peso, pero pude impulsarme hacia arriba, con el niño a la espalda, hasta apoyar un pie en la anilla.

Abajo, en la oscuridad, la criatura amorfa se irguió, cayó y volvió a alzarse. Sin soltar la viga, saqué TerminusEst. Un mandoble mordió profundamente la carne rezumante, pero no bien hube retirado la hoja me pareció que la herida se cerraba y que el tejido se reparaba. Volví la espada hacia el techo, un procedimiento que confieso haberle robado a Agia. El techo era grueso, de hojas de selva atadas con fibras resistentes; mis primeros golpes frenéticos parecieron conmoverlo poco, pero al tercero cayó toda una ringlera de paja. Una parte dio contra la antorcha que quedaba, sofocándola primero y convirtiéndola después en un hilo de fuego. Salí por la abertura hacia la noche.

Es asombroso que saltando como salté a ciegas, con la afilada hoja desnuda, no nos matara al niño y a mí. Al dar en tierra los solté a los dos y caí de rodillas. A cada momento el resplandor rojo de la paja se hacía más vivo. Oí gemir al niño y le grité que no corriera, luego lo ayudé con una mano a que se incorporara, y empuñando TerminusEst con la otra, eché a correr.

Todo el resto de la noche huimos a ciegas por la selva. Dentro de lo posible, trataba de encaminar nuestros pasos cuesta arriba; no sólo porque el camino hacia el norte subía por la montaña, sino porque sabía que así teníamos menos probabilidades de rodar por un precipicio. Cuando amaneció aún no habíamos salido de la selva, y no teníamos más noción que antes de dónde nos encontrábamos. Entonces alcé al niño, y se me durmió en los brazos.

Una guardia más tarde ya no cabían dudas de que el terreno subía abruptamente, y al fin llegamos a una cortina de enredaderas como la que yo había abierto el día anterior. Me preparaba para dejar al niño en el suelo sin despertarlo, y así poder sacar la espada, cuando vi que una brillante luz de día se derramaba a mi izquierda por una abertura en la maleza. Me acerqué andando lo más rápido posible, casi corriendo; y atravesando la abertura, salí a una meseta rocosa de pasto duro y arbustos. Unos pasos más me llevaron a un arroyo claro que cantaba entre rocas: incuestionablemente el arroyo junto al que habíamos dormido dos noches antes. Sin saber ni importarme si la criatura amorfa nos seguía aún, me eché en la orilla y dormí una vez más.

Estaba en un laberinto, parecido al laberinto subterráneo de los magos y sin embargo diferente. Aquí los corredores eran más anchos, y a veces parecían galerías tan inmensas como las de la Casa Absoluta. Algunos, ciertamente, estaban bordeados de espejos de cuerpo entero, en los cuales me veía con capa raída y cara macilenta, y muy junto a mí veía a Thecla, semitransparente, arrastrando el ruedo de un vestido encantador. Los planetas silbaban describiendo trayectorias largas, oblicuas, curvas, que sólo ellos veían. El azul Urth llevaba la verde luna como un niño, pero no la tocaba. El rojo Verthandi se transformaba en Decumano, con la piel comida, rotando en su propia sangre.

Yo escapaba y caía, sacudiendo los miembros. En un momento vi estrellas de verdad en el cielo embebido de sol, pero el sueño me arrastró, irresistible como la gravedad. Andaba junto a un muro de cristal; y a través de él veía al niño, corriendo y asustado, con la vieja camisa gris y remendada que yo había llevado cuando era aprendiz, corriendo del cuarto nivel, me parecía, al Atrio del Tiempo. Dorcas y Jolenta venían de la mano, sonriéndose, y no me veían. Cobrizos y patizambos, emplumados y enjoyados, los autóctonos bailaban detrás de su chamán, bailaban en la lluvia. La ondina nadaba en el aire, inmensa como una nube, tapando el sol.

Me desperté. Una lluvia suave me golpeaba la cara. A mi lado, Severian chico seguía durmiendo. Lo envolví en mi capa lo mejor que pude, lo cargué y volví a la abertura en la cortina de enredaderas. Al otro lado, bajo los árboles de grandes ramas, casi no penetraba la lluvia; y allí nos echamos y dormimos de nuevo. Esta vez no hubo sueños, y cuando desperté habíamos dormido un día y una noche, y la pálida luz del amanecer estaba en todas partes.

El niño ya se había levantado, y vagaba entre los troncos de los árboles. Me mostró dónde estaba el arroyo en ese lugar, y yo me lavé, y me afeité lo mejor que pude sin agua caliente, cosa que no había hecho desde la primera tarde en la casa al pie del acantilado. Luego encontramos el sendero familiar y reanudamos la marcha hacia el norte.

—¿No nos tropezaremos con los hombres de colores? —preguntó el niño, y yo le dije que no se preocupara y no corriera, que yo manejaría a los hombres de colores. La verdad era que yo estaba mucho más intranquilo con Hethor y la criatura que había puesto tras mis pasos. Si no la había matado el fuego, tal vez estuviera acercándose; pues aunque parecía ser un animal con miedo al sol, la penumbra de la selva era la materia misma del crepúsculo.

Un solo hombre pintado salió al sendero, y no para cerrar el camino sino para prosternarse. Estuve tentado de matarlo y acabar con aquello; se nos enseña a matar y mutilar estrictamente por orden de un juez, pero a medida que me alejaba más y más de Nessus hacia la guerra y las montañas bárbaras, las enseñanzas se iban debilitando en mí. Ciertos místicos sostienen que los vapores que brotan de las batallas afectan el cerebro, aun a gran distancia a favor del viento; y tal vez sea así. De todos modos, lo levanté y simplemente le dije que se apartara.

—Gran Mago —dijo él—, ¿qué has hecho con la oscuridad que se arrastra?

—La he enviado de nuevo al pozo, de donde la saqué —le respondí, pues estaba bastante seguro de que si no nos habíamos topado con la criatura era porque Hethor la había vuelto a llamar, siempre y cuando no hubiera muerto.

—Cinco de los nuestros han transmigrado —dijo el hombre pintado.

—Pues entonces vuestros poderes son mayores de lo que habría creído. Ha matado a centenares en una noche.

Yo no tenía la menor seguridad de que no fuera a atacarnos cuando le diésemos la espalda, pero no lo hizo. El sendero que el día anterior había recorrido como prisionero parecía ahora desierto. No salieron más guardias a enfrentarnos; algunas de las tiras de tela roja habían sido arrancadas y pisoteadas, aunque no me imaginaba por qué. Vi muchas huellas en el sendero que antes había sido liso, quizás arreglado con un rastrillo.

—¿Qué buscas? —preguntó el niño.

Contesté en voz baja; todavía no estaba seguro de que no hubiera alguien escuchando detrás de los árboles.

—El rastro del animal del que escapamos anoche. —¿Tú lo viste?

El niño calló un rato. Luego preguntó: —¿De dónde vino, Severian grande?

—¿No recuerdas el cuento? De la cumbre de una montaña de allende las costas de Urth.

—¿Donde vivía Viento Primaveral? —No creo que fuera la misma. —¿Y cómo llegó aquí?

—Lo trajo un hombre malo —dije—. Y ahora cállate un rato, Severian chico.

Fui cortante con el niño porque a mí me inquietaba la misma idea. Parecía bastante claro que Hethor lo había traído de contrabando en la nave en que servía; y que al seguirme fuera de Nessus, no le habría sido difícil transportar las nótulas en un contenedor personal pequeño y sellado: como había descubierto Jonas, por terribles que pareciesen no eran más gruesas que una gasa.

Pero ¿y la criatura que habíamos visto en la sala de las pruebas? También había aparecido en la antecámara de la Casa Absoluta, después de la llegada de Hethor, pero ¿cómo? ¿Y había seguido a Hethor y Agia como un perro cuando viajaron al norte, a Thrax? La evoqué, tal como la había visto mientras mataba a Decumano, e intenté calcular su peso: tenía que pesar tanto como varios hombres, y acaso tanto como un destriero. Sin duda, para transportarla y esconderla habría hecho falta un carro grande. ¿Se había aventurado Hethor en esas montañas con un carro así? No podía creerlo. ¿Y el viscoso horror que habíamos visto había compartido esa carreta con la salamandra cuya destrucción yo había presenciado en Thrax? Tampoco podía creerlo.

Cuando llegamos, la aldea parecía desierta. Algunas partes de la sala de las pruebas estaban todavía en pie y humeaban. Busqué en vano los restos del cuerpo de Decumano, aunque encontré su bastón quemado en parte. Era hueco, y pulido por dentro, y sospeché que con el mango quitado, había servido de cerbatana para disparar dardos envenenados. No cabía duda de que Decumano la habría empleado si yo me hubiera resistido demasiado al hechizo que él tejía.

El niño tenía que haber estado siguiéndome los pensamientos por mi expresión y la dirección de mi mirada.

—Ese hombre era un mago de veras, ¿no? —dijo—. A ti casi te hechiza.

Asentí.

—Pero habías dicho que no era verdadero.

—En cierto modo, Severian chico, yo no soy más sabio que tú. No pensé que fuera mago de veras. Había visto tantos engaños… La puerta secreta de la cámara subterránea donde me metieron, y cómo te hicieron aparecer de adentro de la túnica del otro. Sin embargo, por todas partes hay cosas tenebrosas, y supongo que el que tenga constancia para buscarlas no podrá librarse de encontrar algunas. Entonces se convertirá, como dices tú, en un mago de veras.

—Si alguien supiera magia de veras, podría decirle a todo el mundo qué hacer.

Por toda respuesta meneé la cabeza, pero desde entonces lo he pensado mucho. Me parece que se pueden hacer dos objeciones a la idea del niño; expresada con mayor madurez esa idea podría resultar más convincente.

La primera es que de una generación a otra de magos se transmite muy poco conocimiento. Yo fui formado en las que pueden llamarse ciencias aplicadas más fundamentales; y por esa formación sé que el progreso de las ciencias depende mucho menos que lo que comúnmente se cree de las consideraciones teóricas o la investigación sistemática, y bastante más de la información fiable, obtenida por azar o perspicacia, que un grupo de hombres transmite a sus sucesores. Los que persiguen el conocimiento oscuro son dados a guardárselo incluso en la muerte, o a transmitirlo envuelto en disfraces y nublado por mentiras. A veces se sabe de algunos que instruyen bien a sus amantes, o a sus hijos; pero, por temperamento, tal gente rara vez tiene amantes o hijos, y si los tiene es posible que el arte se les debilite.

La segunda es que la existencia misma de esos poderes sugiere la existencia de una contrafuerza. A los poderes del primer tipo los llamamos oscuros, aunque, como había hecho Decumano, puedan usar una especie de luz mortal; y a los del segundo los llamamos luminosos, aunque creo que en ocasiones pueden emplearla oscuridad, tal como un buen hombre corre las cortinas de la cama para dormir. Sin embargo, es cierto que se puede hablar de oscuridad y luz, porque eso muestra sencillamente que una implica a la otra. El cuento que yo había leído a Severian chico decía que el universo no era sino una larga palabra del Increado. Nosotros, entonces, somos las sílabas de esa palabra. Pero decir cualquier palabra es inútil a menos que haya otras palabras, palabras que no sean dichas. Si una bestia no tiene más que un grito, ese grito no dice nada; y hasta el viento tiene multitud de voces, de modo que los que están entre paredes pueden oírlo y saber si el tiempo es benigno o tumultuoso. Los poderes que llamamos oscuros son, me parece, las palabras que el Increado no dijo, si es que el Increado existe; y estas palabras deben mantenerse en una cuasiexistencia si se ha de distinguir la otra palabra, la palabra dicha. Lo que no se dice puede ser importante; pero más importante es lo que se dice. Así mi conocimiento de la existencia de la Garra fue casi suficiente para combatir el hechizo de Decumano.

Y si los buscadores de cosas oscuras las encuentran, ¿no podrán los buscadores de cosas luminosas encontrarlas también? ¿Y no son también más propensos a transmitir su sabiduría? Así habían conservado las Peregrinas la Garra, de generación en generación; y, pensando en esto, me decidí más que nunca a encontrarlas y devolver la gema; pues si no lo había sabido antes, la noche con el alzabo me había hecho ver que yo era solamente carne, y con el tiempo sin duda moriría, y acaso muriera pronto.

Debido a que la montaña a la que nos acercábamos estaba al norte y arrojaba su sombra hacia la garganta selvática, de ese lado no crecían cortinas de enredaderas. El verde pálido de las hojas se fue apagando y decolorando todavía más, y el número de árboles muertos aumentó, aunque todos eran más pequeños. Se interrumpió el dosel de hojas bajo el que habíamos andado todo el día, y cien zancadas más adelante volvió a interrumpirse, y al fin desapareció del todo.

Luego se elevó ante nosotros la montaña, demasiado cerca para que la viéramos como la imagen de un hombre. Grandes declives plegados rodaban surgiendo de un banco de nubes; no eran, lo supe, sino las esculpidas colgaduras de sus ropas. Cuán a menudo se habría levantado del sueño para ponérselas, acaso sin reflexionar que allí se conservarían durante siglos, tan enormes que casi escapaban a la vista de la humanidad.

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