XIV — La casa de la viuda

En Saltus, donde estuve con Jonas unos días y llevé a cabo la segunda y tercera decapitaciones de mi carrera, los mineros saquean la tierra de metales, piedras de construcción e incluso artefactos dejados por civilizaciones olvidadas quilíadas antes de que empezara a levantarse la Muralla de Nessus. Lo hacen abriendo estrechos túneles en las laderas de las colinas hasta que dan con algún rico estrato de ruinas, o incluso (si los cavadores son especialmente afortunados) con una construcción que ha preservado parte de su estructura y les sirve como galería ya hecha.

Lo que allí se hacía con tanto trabajo, en el farallón que yo iba bajando podría haberse logrado casi sin ninguno. A mis espaldas estaba el pasado, desnudo e indefenso igual que todas las cosas muertas, como si lo que el derrumbe de la montaña había dejado abierto fuese el tiempo mismo. Huesos fósiles sobresalían de la superficie en algunos lugares, huesos de animales poderosos y de hombres. También el bosque había asentado allí su propia muerte, tocones y ramas que el tiempo había convertido en piedra, y cuando empecé a bajar me pregunté si no ocurriría acaso que Urth no es, como aceptamos, más vieja que sus hijos los árboles, y me los imaginé creciendo en el vacío frente al sol, un árbol agarrado a otro con las raíces enredadas y las copas enlazadas hasta que esa acumulación se convirtió al fin en nuestra Urth, y ellos sólo en el paño de una vestimenta.

Más profundamente que esos árboles yacen las construcciones y los mecanismos de la humanidad. (Y acaso también los de otras razas, pues varias de las historias del libro marrón que yo llevaba parecían entrañar que en un tiempo existieron aquí colonias de esos seres que llamamos cacógenos, aunque en realidad pertenezcan a miríadas de razas, cada una tan particular como la nuestra.) Allí vi metales que eran verdes y azules en el mismo sentido en que se dice que el cobre es rojo, o la plata, blanca, coloreados metales de forja tan curiosa que no pude saber si esas formas habían sido creadas como obras de arte o partes de extrañas máquinas, y ciertamente podría ser que para algunos de esos pueblos inescrutables no hubiera ninguna diferencia.

A cierta altura, apenas un poco antes de la mitad del descenso, la línea de la falla había coincidido con el muro de azulejos de algún edificio grande, de modo que el sinuoso sendero que yo seguía lo atravesaba de un tajo. Qué indicaba el diseño de esos azulejos es algo que nunca supe; durante la bajada lo tenía demasiado cerca como para verlo, y cuando al fin llegué al pie del farallón estaba demasiado lejos, perdido en las volubles brumas de la cascada. Con todo, mientras bajaba, la vi como puede decirse que un insecto ve la cara de un retrato sobre cuya superficie se mueve. Los azulejos eran de muchas formas, aunque se ajustaban perfectamente unos a otros, y al principio me parecieron representaciones de pájaros, lagartos, peces y criaturas por el estilo, todas trabadas en poses vitales. Ahora pienso que no era así, que más bien eran formas de una geometría que no atiné a comprender, diagramas tan complejos que de ellos parecían surgir formas vivas, así como formas de animales reales surgen de la intrincada geometría de las moléculas complejas.

Fuera como fuese, esas formas parecían tener poca relación con el dibujo o el diseño. Estaban cruzadas por líneas de color, y aunque debían de haber sido insufladas en la sustancia de los azulejos hacía muchos eones, eran tan deliberadas y brillantes que parecían haber sido trazadas sólo un momento antes por el pincel de un artista titánico. Los tonos más usados eran el berilo y el blanco pero, aunque varias veces me detuve y me esforcé por entender qué habría pintado allí (fuera escritura, un rostro, tal vez un mero diseño decorativo de líneas y ángulos o un patrón de plantas entrelazadas), no lo conseguí; y quizás hubiera todas esas cosas, o ninguna, según el punto de donde se mirara y la predisposición del observador.

Una vez pasado el enigmático muro, el camino se hizo más fácil. No me volvió a hacer falta descolgarme por un abrupto precipicio, y aunque había varios tramos más de escalones, no eran tan empinados o estrechos como antes. Llegué abajo antes de lo que esperaba, y miré el sendero tan asombrado como si nunca hubiese puesto en él un pie; y, ciertamente, vi que en varios puntos parecía que el desprendimiento de secciones del farallón lo hubiese roto, de modo que daba la impresión de ser intransitable.

La casa que desde arriba había divisado tan claramente ahora no se veía, oculta como estaba entre árboles; pero el humo de la chimenea seguía distinguiéndose contra el cielo. Corté camino por un bosque menos escarpado que aquel por donde había seguido el arroyo. Los oscuros árboles parecían, en todo caso, más viejos. Aquí faltaban los grandes helechos del sur, y lo cierto es que nunca los vi al norte de la Casa Absoluta, excepto los que se cultivaban en los jardines de Abdiesus; pero había violetas silvestres de hojas satinadas y flores del color exacto de los ojos de la pobre Thecla que crecían entre raíces de árboles, y musgo como el más grueso terciopelo verde, tanto que el suelo parecía alfombrado y los propios árboles vestidos con una tela costosa.

Algo antes de ver la casa o cualquier signo de presencia humana, oí el ladrido de un perro. Junto con ese sonido decrecieron el silencio y la maravilla de los árboles, presentes aún pero infinitamente más lejanos. Sentí que una vida misteriosa, vieja y extraña, y sin embargo amable, había estado a punto de revelárseme, y que se había retirado como un personaje inmensamente eminente, un maestro de músicos, acaso, a quien durante años me había esforzado por atraer a mi puerta, y que cuando él al fin iba a llamar, había oído la voz de otro huésped que le disgustaba, y dejando caer la mano, se había alejado para no volver nunca más.

Y, sin embargo, qué reconfortante era. Yo había estado casi dos largos días totalmente solo, primero en agrietados campos de piedra, luego entre la belleza glacial de las estrellas, por fin en el sosegado aliento de los árboles antiguos. Ahora aquel sonido áspero, familiar, me hacía pensar de nuevo en la hospitalidad humana; no sólo pensar, sino imaginarla de un modo tan vívido que ya creía sentirla. Supe que cuando lo viera, el perro sería parecido a Triskele; y lo era, con cuatro patas en vez de tres, de cráneo algo más largo y angosto, y más marrón que leonado, pero con los mismos ojos bailarines, la misma cola movediza y la misma lengua colgante. Empezó con una declaración de guerra, que anuló en cuanto le hablé, y menos de veinte zancadas después ya me presentaba las orejas para que se las rascara. Llegué al pequeño claro donde estaba la casa con el perro saltando a mi alrededor.

Las paredes eran de piedra, apenas más altas que mi cabeza. El techo, muy empinado, estaba salpicado de unas piedras planas que sostenían la paja cuando arreciaban los vientos. Era, en suma, el hogar de uno de esos campesinos pioneros que son la gloria y la desesperación de nuestra Mancomunidad, que un año producen comida de sobra para sostener a la población de Nessus y al otro tienen que ser alimentados para no morirse de hambre. Cuando delante de una puerta no hay camino pavimentado, uno puede juzgar cuán a menudo entran y salen pies por el grado en que la hierba se incrusta en la tierra hollada. Aquí, frente al escalón de piedra, había solamente un círculo de polvo del tamaño de un pañuelo. Cuando lo vi, supuse que si me presentaba en la puerta sin anunciarme tal vez asustara a la persona que vivía en la cabaña (pues supuse que no podía haber más de una), y como el perro había dejado de ladrar, me detuve al borde del claro y voceé un saludo.

Los árboles y el cielo se lo tragaron, dejando nada más que silencio.

Grité otra vez y avancé hacia la puerta con el perro en los talones, y casi había llegado cuando apareció una mujer. Tenía una cara delicada que fácilmente podría haber resultado hermosa si no hubiera sido por los ojos de posesa, pero llevaba un vestido harapiento que se diferenciaba del de una mendiga sólo porque estaba limpio. Un momento después, por el borde de la falda asomó un niño de cara redonda y ojos aún más grandes que los de la madre.

—Siento haberla asustado —dije—, pero me he perdido en las montañas.

La mujer hizo un gesto de asentimiento, titubeó, luego se apartó de la puerta y yo entré. Dentro de las gruesas paredes la casa era todavía más pequeña de lo que yo había pensado, y hedía a cierta verdura fuerte puesta a hervir en una vasija que colgaba de un gancho sobre el fuego. Las ventanas eran pocas y pequeñas, y a causa del grosor de las paredes más parecían cajas de sombras que aberturas de luz. Sentado en una piel de pantera, de espaldas al fuego, había un anciano; tenía los ojos tan desenfocados e inexpresivos que en el primer momento creí que era ciego. En el centro de la estancia había una mesa, y alrededor cinco sillas, tres de las cuales parecían hechas para adultos. Recordé lo que me había dicho Dorcas sobre los muebles que se traían de las abandonadas casas de Nessus para eclécticos dados a costumbres más cultas, pero todas las piezas mostraban signos de haber sido hechas en el lugar.

La mujer advirtió la dirección de mi mirada y dijo: —Mi marido llegará pronto. Antes de la cena.

Le contesté: —No se preocupe; no tengo malas intenciones. Si me permiten compartir esta noche su comida y su sueño a resguardo del frío, y por la mañana me dan instrucciones, me alegraré de ayudar en el trabajo que haya.

La mujer asintió, e imprevistamente, el niño canturreó: —¿Ha visto a Severa?

La madre se volvió hacia él con tal rapidez que me acordé del maestro Gurloes haciendo una demostración de las llaves que controlaban a los prisioneros. Oí el golpe, aunque apenas lo vi, y el niño aulló. La madre fue a bloquear la puerta y él se escondió detrás de un baúl en la otra punta. Entonces comprendí, o creí comprender, que Severa era una muchacha o mujer que consideraba más vulnerable que ella, y a quien había ordenado que se escondiera (probablemente en el desván, bajo el techo) antes de dejarme entrar. Pero razoné que cualquier defensa de mis buenas intenciones sería un derroche con esa mujer, que aunque ignorante no era ninguna tonta, y que la mejor forma de ganarme su confianza era merecerla. Empecé por pedirle un poco de agua para lavarme, y dije que de buen grado la acarrearía desde la fuente que hubiera si me permitían calentarla al fuego. Ella me dio una vasija, y me dijo dónde estaba el manantial.

Aunque en una u otra ocasión he estado en la mayoría de los lugares que convencionalmente se consideran románticos —en las cúpulas de altas torres, en las entrañas del mundo, en edificios palaciegos, en junglas, a bordo de barcos— ninguno de ellos me ha afectado del mismo modo que esa pobre cabaña de piedra. Se me antojaba el arquetipo de aquellas cuevas en las cuales —como enseñan los estudiosos— la humanidad ha vuelto a refugiarse en el punto más bajo de cada ciclo de la civilización. Todas las descripciones de idílicos retiros rústicos que he leído o escuchado (y era una idea que le gustaba mucho a Thecla) han descansado en la limpieza y el orden. Hay una planta de menta bajo la ventana, leña apilada contra la pared más fría, un suelo de lajas relucientes, etcétera. Allí no había nada de esto, ninguna cosa ideal; y sin embargo su imperfección volvía la casa más perfecta, mostrando que los seres humanos podían vivir y amarse en un lugar tan remoto sin la capacidad de convertir su hábitat en un poema.

—¿Siempre se afeita con la espada? —preguntó la mujer. Era la primera vez que me hablaba sin ninguna cautela.

—Es una costumbre, una tradición. Si la espada no estuviera afilada como para poder afeitarme, me avergonzaría de empuñarla. Y si está lo bastante afilada, ¿para qué necesito navaja?

—Pero tiene que ser incómodo sostener una hoja tan pesada, y ha de tener mucho cuidado para no cortarse.

—El ejercicio me fortalece los brazos. Además, me conviene manejar la espada siempre que puedo, para que se me haga tan familiar como los brazos. —Así que es soldado. Me había parecido. —Soy carnicero de hombres.

Pareció desconcertada, y dijo: —No quería ofenderlo.

—No me ha ofendido. Todo el mundo mata ciertas cosas; usted mató esas raíces al ponerlas a hervir en la vasija. Guando yo mato a un hombre, salvo a todas las cosas vivientes que él habría destruido si hubiese seguido vivo, incluidos quizá muchos otros hombres, y mujeres y niños. ¿Qué hace su marido?

Ante la pregunta la mujer sonrió un poco. Era la primera vez que la veía sonreír, y la hacía mucho más joven.

—De todo. Aquí un hombre tiene que hacer de todo.

—O sea que ustedes no nacieron aquí.

—No —me dijo—. Solamente Severian… —La sonrisa desapareció.

—¿Severian, ha dicho?

—Así se llama mi hijo. Es el que usted vio al entrar; y ahora nos está espiando. A veces es un poco atolondrado.

—Yo me llamo igual. Soy el maestro Severian.

La mujer llamó al niño: —¿Has oído? ¡El señor se llama igual que tú! —Y volviéndose de nuevo hacia mí:— ¿Le parece un buen nombre? ¿Le gusta?

—Me temo que nunca lo he pensado mucho, pero sí, supongo que me gusta. Creo que me sienta.

Yo había terminado de afeitarme, y me acomodé en una silla a repasar la hoja.

—Yo nací en Thrax —dijo la mujer—. ¿Alguna vez ha estado allí?

—De allí vengo, justamente —contesté. Si después de que yo me fuera llegaban a interrogarla los dimarchi, de todos modos mi ropa me delataría.

—¿No conoció a una mujer que se llama Herais? Es mi madre.

Sacudí la cabeza.

—Bueno, supongo que es una ciudad grande. ¿Estuvo mucho tiempo?

—No, no mucho. Desde que viven ustedes en estas montañas, ¿han oído algo de las Peregrinas? Es una orden de sacerdotisas que van vestidas de rojo.

—Me temo que no. Aquí no tenemos muchas noticias.

—Estoy tratando de localizarlas; o, si no puedo, de unirme al ejército del Autarca que combatirá a los ascios.

—Mi marido podrá orientarlo mejor que yo. De todos modos, no habría debido subir tanto. Becan, mi marido, dice que las patrullas nunca se meten con los soldados que van al norte, aun cuando usen los caminos viejos.

Mientras ella hablaba de soldados que iban al norte, alguien, mucho más cerca, también empezó a moverse. Era un movimiento tan furtivo que apenas se oía por encima del crujido del fuego y la pesada respiración del anciano, pero no obstante era inconfundible. Unos pies desnudos, incapaces de soportar más la inmovilidad total a que obliga el silencio, se habían desplazado casi imperceptiblemente, y las maderas que los sostenían habían chirriado a causa de la nueva distribución de la carga.

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