X — Plomo

Por un momento pensé que iba a caerme en el agujero abierto en el centro del cuarto antes de poder recuperar TerminusEst y poner a salvo a la dueña del Nido del Pato, y por otro tuve la certeza de que se iba a caer todo: la temblorosa estructura del cuarto y nosotros con ella.

No obstante, al final escapamos. Fuera, la calle estaba tan vacía de dimarchi como de vecinos; los soldados habían sido atraídos por el fuego de abajo, sin duda, y la gente, asustada, se había metido en las casas. Sostuve a la mujer con el brazo, y aunque seguía demasiado aterrorizada como para responderme algo inteligible, dejé que ella eligiera el camino; como había supuesto, nos llevó infaliblemente a su posada.

Dorcas estaba durmiendo. Sin despertarla, me senté a oscuras en un banco, junto a la cama, donde ahora también había una mesita suficiente para sostener el vaso y la botella que había subido del comedor. Fuera lo que fuese, el vino me supo fuerte al paladar, y sin embargo no más que el agua una vez que lo hube tragado; para cuando Dorcas despertó, había bebido media botella y no sentía más efecto que si hubiera sido un sorbete.

Dorcas alzó la cabeza, luego la dejó caer de nuevo en la almohada.

—Severian. Debería haber sabido que eras tú. —Siento haberte asustado —dije yo—. Vine a ver cómo estabas.

—Eres muy amable. Con todo, parece que cada vez que me despierto estás inclinado sobre mí. —Volvió a cerrar los ojos un momento.— Con esas botas de suela gruesa no haces ningún ruido al caminar, ¿lo sabías? Es una de las razones por las que infundes temor a la gente.

—Una vez dijiste que te recordaba a un vampiro, porque había comido una granada y tenía los labios manchados de rojo. Los dos nos reímos. ¿Te acuerdas? —Había sido en un campo dentro de la muralla de Nessus, donde habíamos dormido junto al teatro del doctor Talos y despertado para agasajarnos con la fruta que la noche anterior había dejado caer nuestro huyente público.

—Sí dijo Dorcas—. Quieres que vuelva a reír, ¿no? Pero me temo que nunca volveré a hacerlo. —¿Quieres un poco de vino? Era gratis, y no tan malo como yo esperaba.

—¿Para alegrarme? No. Creo que una debería beber cuando ya está alegre. De lo contrario sólo se vierte tristeza en la copa.

—Al menos toma un trago. La dueña dice que has estado enferma y en todo el día no has comido.

Vi que Dorcas movía la cabeza en la almohada y me miraba; y ya que estaba totalmente despierta, me atreví a encender la vela.

—Llevas tus ropas —me dijo—. Tienes que haberle dado un susto mortal.

—No, no la asusté. Se está llenando la copa con todo lo que haya en la botella.

—Ha sido buena conmigo… Es muy amable. No le reproches que elija beber a estas horas de la noche. —No se lo estaba reprochando. Pero ¿no vas a tomar nada? En la cocina ha de haber comida; te traeré lo que quieras y si no te gusta lo devolveremos. Dorcas rió débilmente.

—Me he pasado el día devolviendo lo que había comido. Es lo que quería decir ella cuando te contó que estuve enferma. ¿O no te lo dijo? Vomitando. Pensé que ibas a olerlo, aunque la pobre mujer limpió lo mejor que pudo. —Hizo una pausa y husmeó.¿Qué es eso que huelo? ¿Tela quemada? Debe de ser la vela, pero supongo que no podrás recortar la mecha con tu gran espada.

—Es mi capa, creo —dije yo—. He estado demasiado cerca del fuego.

—Te pediría que abrieras la ventana, pero veo que ya la abrieron. Me temo que a ti te moleste. La verdad es que hace temblar la vela. ¿Te marea el parpadeo de las sombras?

—No —dije—. No hay problema mientras no mire directamente la llama.

—Por tu expresión, te sientes como siempre me siento yo cerca del agua.

—Esta tarde te encontré sentada muy al borde del río.

—Lo sé —dijo Dorcas, y calló. El silencio duró tanto que temí que no volviera a hablar nunca más, que hubiera vuelto el silencio patológico (como ahora estaba seguro que era) que la había poseído.

Por fin dije: —Me sorprendió verte allí. Recuerdo que miré varias veces antes de convencerme de que eras tú, aunque te había estado buscando.

—Vomité, Severian. Ya te lo dije, ¿no? —Sí, me lo dijiste.

—¿Sabes qué fue lo que arrojé?

Miraba fijamente el techo bajo, y tuve la sensación de que había allí otro Severian, el Severian bondadoso e incluso noble que sólo existía en la mente de Dorcas. Supongo que todos, cuando creemos hablar muy íntimamente con otra persona, en realidad nos dirigimos a la imagen que tenemos de ella. Pero esto parecía algo más; sentí que Dorcas seguiría hablando aunque yo saliera de la habitación.

—No —respondí—. ¿Agua, quizá? —Proyectiles.

Pensé que estaba hablando metafóricamente, y sólo arriesgué:

—Tiene que haber sido muy desagradable.

Volvió a girar la cabeza en la almohada, y ahora le vi los ojos azules y las anchas pupilas. Tal era su vacuidad que podrían haber sido dos pequeños fantasmas.

—Proyectiles, mi querido Severian. Pesadas postas de metal, cada una casi del ancho de una nuez y no tan larga como mi pulgar y estampada con la palabra golpea. Salían tamborileando de mi garganta y se derramaban en el cubo, y yo estiré la mano y la hundí en la inmundicia para verlas. La dueña de la posada vino y se llevó el cubo, pero yo las había limpiado y guardado. Hay dos, y ahora están en el cajón de esa mesa. La trajo ella para poner la cena. ¿Quieres verlas? Abre.

No podía imaginarme de qué estaba hablando Dorcas, y le pregunté si pensaba que alguien intentaba envenenarla.

—No, no, de ninguna manera. ¿No vas a abrir el cajón? Eres tan valiente… ¿No quieres matar? —Confío en ti. Si dices que en la mesa hay proyectiles, estoy seguro de que así es.

—Pero no crees que los vomité yo. No te culpo. ¿No hay una historia sobre la hija de un cazador que fue bendecida por un pardal, y que al hablar derramaba cuentas de azabache? Entonces la mujer del hermano le robó la bendición, y cuando hablaba, de los labios le saltaban sapos. Recuerdo haberla oído, pero nunca le creí.

—¿Cómo es posible arrojar plomo?

Dorcas rió, pero en su risa no había alegría: —Es fácil. Tan fácil… ¿Sabes lo que vi hoy? ¿Sabes por qué no pude hablarte cuando me encontraste? Yno pude, Severian, te lo juro. Sé que pensaste que estaba enfadada y me había puesto testaruda. Pero no… Me había vuelto como de piedra, muda, porque nada parecía importar, y todavía no estoy segura de que algo importe. Sin embargo, siento lo que dije sobre que no eras valiente. Eres valiente, lo sé. Lo único es que no parece una valentía hacerles cosas a los pobres prisioneros. Fuiste muy valiente al luchar con Agilus, y después, cuando casi te peleaste con Calveros porque creíste que iba a matar a Jolenta…

Volvió a quedar en silencio, y luego suspiró: —Ah, Severian, estoy tan cansada…

—De eso quería hablarte —dije yo—. De los prisioneros. Quiero que entiendas, por más que no puedas perdonarme. Era mi profesión, el oficio para el que me adiestraron desde la infancia. —Me incliné hacia adelante y le tomé la mano; parecía frágil como un pájaro cantor.

—Ya has dicho algo así otra vez. De veras, te entiendo.

—Y lo podía hacer bien. Dorcas, es eso lo que no entiendes. El tormento y la ejecución son artes, y yo tengo el talento, el don, la bendición. Esta espada…, todas las herramientas que utilizamos viven cuando yo las empuño. De haberme quedado en la Ciudadela, podría haber sido un maestro. Dorcas, ¿me escuchas? ¿Ves algún sentido en estas cosas que te digo?

—Sí —dijo ella—. Un poco, sí. Pero tengo sed. Si ya has bebido bastante, sírveme un poco de vino, por favor.

Lo hice, llenando sólo la cuarta parte del vaso porque temía que se lo derramara en la cama.

Se sentó a beber, algo que hasta entonces no había estado seguro de que fuese capaz de hacer, y una vez que acabó de tragar la última gota escarlata tiró el vaso por la ventana. Oí cómo se estrellaba abajo, en la calle.

—No quiero que bebas después de mí —me dijo—. Y sabía que si no lo tiraba ibas a hacerlo.

—Pero entonces, ¿piensas que lo que tienes es contagioso?

Volvió a reírse.

—Sí, pero ya lo tienes tú también. Te lo contagió tu madre. La muerte, Severian. Todavía no me preguntaste qué fue lo que vi hoy.

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