XXX — Natrio

Tan primitivamente armados estaban esos pescadores de la orilla del lago —tanto más primitivamente, por cierto, que los verdaderos primitivos autóctonos que yo había visto en Thrax—, que tardé cierto tiempo en comprender que tenían alguna arma. Había a bordo más que los necesarios para ocuparse del timón y la vela, pero al principio supuse que estaban allí como simples remeros, o para elevar el prestigio del atamán cuando me presentara a su señor en el castillo. En los cintos llevaban cuchillos de hoja recta y angosta como los que en todas partes usan los pescadores, y adelante habían almacenado un haz de arpones con lengüetas, pero no les hice mucho caso. No fue hasta que una de las islas que yo estaba tan deseoso de ver se hizo visible, y noté que uno de los hombres pasaba los dedos por un garrote bordeado de dientes de animal, que comprendí que los habían llevado como guardias, y que en verdad había de qué defenderse.

La pequeña isla en sí no parecía fuera de lo común hasta que uno reparaba en que realmente se movía. Era baja y muy verde, con una choza diminuta (construida con cañas, como nuestra barca, y con techo del mismo material) en el punto más alto. Había unos pocos sauces, y amarrada en la orilla, una barca larga y angosta hecha asimismo de cañas. Cuando nos acercamos más advertí que también la isla era de cañas, pero vivas. Los tallos le daban su verdor característico; las raíces entrelazadas habían formado la suerte de balsa que era la base. Sobre esa comprimida maraña viviente se había acumulado tierra, o la habían acumulado los habitantes. Los árboles que habían brotado allí esparcían sus raíces por las aguas del lago. Había una pequeña franja de hortalizas.

Como el atamán y todos los que iban a bordo, salvo Pía, miraban la isla con el entrecejo fruncido, yo la consideré favorablemente; y viéndola como la veía yo entonces, un lunar verde contra el frío y aparentemente infinito azul del rostro del Diuturna y el azul más hondo, más cálido pero realmente infinito del cielo coronado por el sol y rociado de estrellas, era fácil amarla. Si hubiera mirado ese paisaje como se puede mirar un cuadro, me habría parecido más densamente simbólico —la línea plana del horizonte dividiendo la tela en mitades iguales, la mota de verdor con los árboles verdes y la choza marrón— que esas pinturas que los críticos suelen desdeñar por su simbolismo. ¿Quién, de todos modos, habría podido decir qué significaba? Es imposible, pienso, que todos los símbolos que vemos en los paisajes naturales estén allí solamente porque nosotros los vemos. Nadie vacila en tachar de locos a los solipsistas sinceramente convencidos de que el mundo existe únicamente porque ellos lo observan y de que edificios, montañas, e incluso nosotros mismos (con quienes han hablado hace apenas un momento), todo se desvanece cuando ellos giran la cabeza. ¿No es igualmente de locos creer que el significado de esos objetos se desvanece del mismo modo? Si Thecla había simbolizado un amor del cual yo me sentía indigno, como ahora sé que ocurría, ¿desaparecía su fuerza simbólica cuando yo cerraba tras de mí la puerta de su celda? Sería como decir que la escritura de este libro, en la cual he trabajado durante tantas guardias, se desvanecerá en una bruma de bermellón cuando lo cierre por última vez y lo despache a la biblioteca eterna conservada por el viejo Ultan.

La gran cuestión, pues, que yo meditaba mientras con ojos vehementes miraba la isla flotante y me rozaba contra las ataduras y maldecía al atamán con todo el corazón, es la de determinar qué significan esos símbolos en y por sí mismos. Somos como niños que miran un párrafo impreso y ven una serpiente en la penúltima letra y una espada en la última.

Ignoro qué mensaje se me dirigió en la pequeña choza hogareña y su jardín verde suspendido entre dos infinitos. Pero el significado que yo leí fue de libertad y de hogar, y sentí entonces un deseo de libertad, de la libertad de errar a voluntad por los mundos inferiores y superiores, llevando conmigo los consuelos necesarios, tan grande como no había sentido nunca: ni cuando estuve preso en la antecámara de la Casa Absoluta ni cuando fui cliente de los torturadores de la Vieja Ciudadela.

Entonces, justo en el momento en que más deseaba ser libre y estábamos tan cerca de la isla como lo permitía nuestro curso, de la choza salieron dos hombres y un niño de unos quince años. Se quedaron un momento ante la puerta, mirándonos como si estuvieran midiendo la barca y la tripulación. Además del atamán había a bordo cinco aldeanos, y parecía claro que los isleños no podían contra nosotros, pero zarparon en su endeble embarcación, los hombres remando en pos de nosotros mientras el chico aparejaba una tosca vela de estera.

El atamán, que de vez en cuando se volvía a mirarlos, estaba sentado junto a mí con TerminusEst sobre los muslos. A cada momento daba la impresión de que estaba a punto de dejarla a un lado e ir a la popa a hablar con el timonel, o adelante a conversar con los que se habían acomodado en la proa. Yo tenía las manos atadas delante del cuerpo, y me hubiera llevado sólo un instante desenvainar la hoja el ancho de un pulgar y cortar las cuerdas, pero la ocasión no se presentó.

Una segunda isla apareció a la vista, y se nos unió otra barca, ésta con dos hombres. Ahora la ventaja era menor, y el atamán llamó a uno de sus aldeanos, y llevando mi espada dio uno o dos pasos hacia popa. Abrieron una caja de metal escondida bajo la plataforma del timonel y sacaron un tipo de arma que yo no había visto nunca, un arco hecho con dos arcos finos atados, cada cual con su propia cuerda, a un artilugio que los mantenía separados casi medio palmo. Las cuerdas también estaban unidas en los centros, y la ligadura servía de disparador a cierto proyectil.

Mientras yo miraba el curioso artilugio, Pía se me acercó más.

—Me están vigilando —susurró—. Ahora no puedo desatarlo. Pero a lo mejor… —Miró significativamente las barcas que seguían a la nuestra.

—¿Atacarán?

—No a menos que se les unan más. Sólo tienen arpones y pathos. —Viendo mi gesto de incomprensión, añadió:— Garrotes con dientes… Uno de éstos también tiene uno.

El aldeano que el atamán había llamado estaba sacando de la caja algo que parecía un trapo enrollado. Lo desenvolvió en la tapa de la caja, descubriendo varios trozos de metal gris plata, de aspecto oleoso.

—Balas de poder —dijo Pía. El tono era de miedo. —¿Crees que vendrán más de los tuyos?

—Si pasamos por otras islas. Si uno o dos siguen a una barca de tierra firme, todos hacen lo mismo para repartirse lo que se pueda sacar. Pero pronto se verá de nuevo la costa… —Bajo la raída bata, los pechos se alzaron cuando el aldeano se secó la mano en la chaqueta, tomó uno de los proyectiles plateados y lo colocó en el tirador del doble arco.

—Es sólo como una piedra pesada… —empecé a decir. El hombre estiró las cuerdas hasta su oreja y las soltó, lanzando el silbante proyectil por entre los dos finos arcos. Pía se había asustado tanto que en parte yo esperaba que la bala se transformara durante el vuelo, volviéndose quizás una de esas arañas que a medias creía aún haber visto cuando, drogado, me habían echado encima las redes de pesca.

No ocurrió nada semejante. El proyectil voló —una raya brillante— por encima del agua y cayó en el lago a una docena de pasos de la proa de la barca más cercana.

Durante el lapso de una respiración no pasó nada más. Luego hubo una detonación aguda, una bola de fuego y un géiser de vapor. Algo oscuro, aparentemente el mismo misil, todavía intacto e impelido por la explosión que había causado, fue lanzado al aire sólo para volver a caer, esta vez entre las dos barcas que nos perseguían. Siguió una nueva explosión, apenas menos intensa que la primera, y uno de los botes quedó casi hundido. El otro viró para huir. Vino una tercera explosión, y una cuarta, pero el proyectil, cualesquiera que fuesen sus otros poderes, parecía incapaz de rastrear las barcas como las nótulas de Hethor nos habían rastreado a Jonas y a mí. Cada estallido lo llevaba más lejos, y después del cuarto al parecer se agotó. Las dos barcas perseguidoras se pusieron fuera de alcance, pero el mero coraje de emprender la caza me despertó admiración.

—Las balas de poder sacan fuego del agua —me dijo Pía.

Asentí. —Ya veo. —Yo movía los pies debajo del asiento, tratando de encontrar una base segura entre las gavillas de cañas.

Nadar con las manos atadas, incluso a la espalda, no es muy difícil; Drotte, Roche, Eata y yo practicábamos natación con los pulgares pegados a las nalgas, y yo sabía que maniatado como estaba por delante, podía permanecer largo tiempo a flote si era preciso; pero me preocupaba Pía, y le dije que se colocara lo más adelante posible.

—Pero entonces no podré desatarlo.

—Mientras nos estén vigilando no podrás nunca —susurré—. Ve adelante. Si la barca se rompe, agárrate a un haz de cañas. Seguirán flotando. No discutas.

Los hombres de la proa no la molestaron, y ella no se detuvo hasta el lugar donde un cable de juncos trenzados formaba la roda del velero. Tomé aliento y salté por la borda.

De haberlo deseado habría podido zambullirme sin rizar casi el agua, pero en cambio me apreté las rodillas contra el pecho para salpicar todo lo posible, y gracias al peso de las botas me hundí mucho más que si hubiese estado desnudo. Justamente era eso lo que me preocupaba; después de que el arquero del atamán disparara su misil, antes de la explosión había habido una clara pausa. Sabía que, además de empaparlos a ambos, tenía que haber mojado todos los proyectiles que había en el trapo aceitado; pero no estaba seguro de que se apagasen antes de que saliera a la superficie.

El agua estaba fría y se hizo más fría a medida que yo bajaba. Abriendo los ojos, vi un maravilloso color cobalto que se iba oscureciendo mientras giraba a mi alrededor. Sentí una pavorosa urgencia de sacudirme las botas; pero así hubiera vuelto a flote en seguida, y opté por llenarme la mente con el prodigio del color y el recuerdo de los cadáveres indestructibles que había visto en las montañas de desechos alrededor de las minas de Saltus: cadáveres hundiéndose por siempre en el abismo azul del tiempo.

Lentamente me volví sin esfuerzo hasta que alcancé a distinguir el casco azul de la barca del atamán suspendido más arriba. Por un momento la mancha marrón y yo parecimos congelados en nuestras posiciones; yo estaba debajo de ella como están los muertos bajo un ave carroñera que parece flotar con las alas llenas de viento sólo un poco más cerca que las estrellas inmóviles.

Luego, con los pulmones a punto de estallar, empecé a subir.

Como una señal oí la primera explosión, un estampido opaco y distante. Nadé hacia arriba como las ranas, oyendo otra explosión y otra, cada cual más aguda que la anterior.

Cuando mi cabeza rompió el agua, vi que la proa de la barca se había abierto y los haces de cañas se esparcían como pajas de escoba. A la izquierda, una explosión secundaria me ensordeció un momento y me salpicó la cara con un rocío punzante como granizo. El arquero forcejeaba no lejos de mí, pero el atamán (aferrando aún, me regocijó descubrir, TerminusEst), Pía y los otros se abrazaban a los restos de la popa, que gracias a la estabilidad de las cañas se mantenía aún a flote, aunque con el extremo inferior debajo del agua. Me roí con los dientes las cuerdas de las muñecas hasta que dos de los isleños me ayudaron a subir a su embarcación, y uno de ellos me liberó de un tajo.

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