Anochecía casi cuando llegué a las primeras casas. El sol desplegaba un sendero de oro rojo sobre el lago, un sendero que parecía prolongar la calle de la aldea hasta el margen del mundo, para que caminando por él se pudiera salir al más vasto universo. Pero la propia aldea, por pequeña y pobre que la viese al llegar, era suficiente para mí, que tanto había andado por lugares altos y lejanos.
No había posada, y ya que ninguno de los que espiaban desde los antepechos parecía muy deseoso de dejarme entrar, pregunté por la casa del atamán, aparté de un empujón a la mujer gorda que abrió la puerta y me puse cómodo. Guando el atamán llegó a ver quién se había nombrado huésped suyo, yo ya había sacado la piedra rota y el aceite y estaba atareado con la hoja de TerminusEst mientras me calentaba ante el fuego. Él empezó por inclinarse, pero tanta curiosidad tenía que mientras se inclinaba no resistió la tentación de levantar los ojos, de modo que a mí me costó contener la risa, cosa que habría sido fatal para mis planes.
—Bienvenido sea el optimate —dijo el atamán, hinchando las mejillas arrugadas—. Muy bienvenido. Mi pobre casa, todo nuestro pobre pueblo, está a su disposición.
—No soy un optimate —le dije—. Soy el Gran Maestro Severian, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia, comúnmente llamada gremio de los torturadores. Has de dirigirte a mí, Atamán, como Maestro. He tenido un viaje difícil y, si me proporcionas buena cena y lecho tolerable, es improbable que deba molestaros mucho más, a ti o a tu gente, hasta mañana por la mañana.
—Tendrá mi propia cama —se apresuró a decir—. Ytoda la comida que podamos ofrecer.
—Aquí tenéis sin duda pescado fresco y aves de agua. Comeré ambas cosas. Y también arroz silvestre. —Recordé que una vez, discutiendo las relaciones de nuestro gremio con los otros de la Ciudadela, el maestro Gurloes me había dicho que una de las maneras más fáciles de dominar a un hombre es pedirle algo que no pueda proporcionar.— Miel, pan fresco y mantequilla serán suficientes, además de la verdura y la ensalada: como en esto no tengo predilecciones, dejaré que me sorprendas. Que sea algo bueno y que no haya comido nunca, así tendré una historia que llevar a la Casa Absoluta.
Mientras yo hablaba los ojos del atamán se habían vuelto cada vez más redondos, y a la mención de la Casa Absoluta, que indudablemente en su aldea era apenas un lejanísimo rumor, parecieron salírsele de las órbitas. Intentó murmurar algo sobre el ganado (presumiblemente que a esa altura no alcanzaba a proporcionar mantequilla), pero yo lo despedí con una seña y luego lo agarré del pescuezo por no haber cerrado la puerta.
Cuando se marchó, me arriesgué a quitarme las botas. Nunca conviene aflojarse delante de los prisioneros (y ahora él y su aldea eran míos, pensé, aunque no estuvieran recluidos), pero tenía la certeza de que nadie se atrevería a entrar en la habitación hasta que hubiera alguna comida lista. Acabé de limpiar y aceitar TerminusEst y le pasé la piedra de amolar lo suficiente para restaurarle los filos.
Hecho esto, saqué mi otro tesoro (aunque en realidad no era mío) de su bolsa y lo examiné a la luz del punzante fuego del atamán. Desde que había abandonado Thrax, ya no me oprimía el pecho como un dedo de hierro; durante el vagabundeo por las montañas, en ocasiones había llegado a olvidar durante horas que la llevaba encima, y una o dos veces, al recordarla finalmente, la había aferrado con terror pensando que la había perdido. En la habitación cuadrada y de techo bajo del atamán, donde las redondeadas piedras de las paredes parecían calentarse las panzas como burgueses, no relumbraba como en la choza del muchacho tuerto; pero tampoco estaba tan inerte como cuando se la había mostrado a Tifón. Ahora parecía relucir, y casi habría podido imaginar que su energía se reflejaba en mi rostro. En el centro, la marca con forma de media luna nunca había sido tan nítida, y aunque estaba oscuro, emitía un punto luminoso como una estrella.
Por fin guardé la gema, algo avergonzado de haber jugado con algo tan significativo como si fuera una chuchería. Saqué el libro marrón, y de haber podido lo habría leído; pero aunque al parecer ya no tenía fiebre, aún estaba muy fatigado, y al parpadeo del fuego las intrincadas y anticuadas letras bailaban en las páginas y pronto me vencieron los ojos, de modo que la historia que estaba leyendo parecía a veces un mero sinsentido, y otras referirse a mis propias preocupaciones: viajes inacabables, la crueldad de las muchedumbres, ríos teñidos de sangre. Una vez creí leer el nombre de Agia, pero cuando volví a fijarme era la palabra agua: «.,. Un rastro de agua que se perdía a los saltos retorciéndose entre las columnas del caparazón…».
La página se presentaba luminosa pero indescifrable, como el reflejo de un espejo visto en un estanque sereno. Cerré el libro y lo devolví a la alforja, dudando de haber visto alguna de las palabras que un instante atrás había leído. Sin duda Agia debía de haberse escapado por el techo de paja de la casa de Casdoe. Ciertamente era retorcida, porque había hecho pasar la ejecución de Agilus por un asesinato. Se dice que la gran tortuga que según el mito sostiene el mundo y por ende corporiza la galaxia, sin cuyo orden turbulento seríamos un solitario vagabundo del espacio, reveló en otro tiempo la Norma Universal, perdida desde entonces, por la cual siempre se podría estar seguro de actuar correctamente. El caparazón representaba el cuenco del cielo; el plastrón, las llanuras de todos los mundos. Las columnas del caparazón serían entonces los ejércitos del Teologúmenon, terrible y centelleante…
Sin embargo, yo dudaba de haber leído algo de esto, y cuando volví a sacar el libro no encontré la página por mucho que lo intenté. Aunque sabía que la confusión se debía simplemente a la fatiga, el hambre y la luz, sentí el miedo que en muchas ocasiones de mi vida me ha invadido cuando algún incidente nimio me alerta sobre una incipiente locura. Contemplando el fuego, me parecía más posible de lo que hubiera querido creer que algún día, a causa tal vez de un golpe en la cabeza, o por algún motivo imperceptible, mi imaginación y mi razón pudieran intercambiar sus lugares, tal como dos amigos que ocupan cada día los mismos asientos de un parque público, deciden al fin cambiarlos por ganas de novedad. Entonces vería los fantasmas de mi mente como en la realidad, y sólo percibiría la gente y las cosas del mundo real de ese modo tenue en que vislumbramos nuestros miedos y ambiciones. Incluidos en este punto de mi relato, estos pensamientos han de parecer premonitorios; sólo puedo excusarlos diciendo que atormentado como estoy por mis recuerdos, he meditado de la misma manera muy a menudo.
Un débil golpe a la puerta terminó con mi morboso ensueño. Me puse las botas y exclamé: —¡Adelante!
Una persona que se cuidó mucho de no mostrarse a mi vista, aunque estoy bastante seguro de que era el atamán, empujó la puerta; y entró una joven con una bandeja de metal cargada de platos. Sólo cuando la hubo apoyado me di cuenta de que estaba totalmente desnuda, salvo por lo que al principio tomé por joyas toscas, y sólo cuando se inclinó, llevándose las manos a la cabeza a la manera norteña, vi que las bandas tenuemente brillantes que llevaba en las muñecas, y que me habían parecido brazaletes, eran grillos de acero blando unidos por una larga cadena.
—Su cena, Gran Maestro —dijo, y retrocedió hacia la puerta hasta que vi cómo la carne de los muslos redondos se achataba contra la madera. Con una mano intentó levantar el cerrojo; pero, aunque oí el leve traqueteo, la puerta no cedió. Era obvio que el que la había hecho entrar en la habitación mantenía la puerta cerrada desde afuera.
—Tiene un olor delicioso —dije yo—. ¿Lo has cocinado tú?
—Algunas cosas. El pescado y los buñuelos.
Me levanté, y apoyando TerminusEst contra la tosca mampostería de la pared para no asustar a la muchacha, fui a examinar la comida: un pato joven cortado en cuartos y asado, el pescado que ella había dicho, los buñuelos (que resultarían ser de harina de anea con mejillones molidos), patatas cocidas a la brasa y una ensalada de setas y legumbres.
—Nada de pan —dije—. Nada de miel ni de mantequilla. Esto se va a saber.
—Esperábamos, Gran Maestro, que los buñuelos fueran aceptables.
—Comprendo que no es culpa tuya.
Había pasado mucho tiempo desde que yaciera con Cyriaca, y había intentado no mirar a esa esclava, pero de pronto lo hice. El largo pelo negro le caía hasta la cintura y la piel era casi del color de la bandeja que sostenía en las manos; pero tenía el talle esbelto, algo bastante raro en las mujeres autóctonas, y el rostro pícaro y hasta un poco afilado. Con toda su hermosa piel y sus pecas, Agia tenía mejillas mucho más anchas.
—Gracias, Gran Maestro. Él quiere que me quede aquí a servirle mientras come. Si usted no lo desea, ha de decirle que abra la puerta y me deje salir.
—Le diré dije levantando la voz —que se aleje de la puerta y deje de oír lo que conversamos. Supongo que hablas de tu amo, ¿verdad? Del atamán de este lugar.
—Sí, de Zambdas. —¿Y tú cómo te llamas? —Pía, Gran Maestro. —¿Y cuántos años tienes, Pía?
Me lo dijo, y sonreí al descubrir que tenía exactamente la misma edad que yo.
—Ahora tienes que servirme, Pía. Me sentaré aquí, frente al fuego, donde estaba antes de que entraras, y ya puedes traerme la comida. ¿Alguna vez has atendido una mesa?
—Oh, sí, Gran Maestro. Sirvo todas las comidas. —Entonces has de saber lo que haces. ¿Qué recomiendas primero? ¿El pescado?
La muchacha asintió.
—Pues tráeme eso, y el vino, y algunos de tus buñuelos. ¿Tú has comido?
Pía sacudió tanto la cabeza que el pelo negro le danzó alrededor.
—Oh, no, pero no estaría bien que comiera con usted.
—Sin embargo, noto que puedo contar bastantes costillas.
—Si lo hiciera me pegarían, Gran Maestro.
—No mientras yo esté aquí, al menos. Pero no te obligaré. De todos modos, quiero asegurarme de que no han puesto en ninguno de estos platos algo que no le daría a mi perro, si todavía lo tuviera.
Creo que el medio más apropiado sería el vino. Si se parece a la mayoría de los vinos del campo, será áspero pero dulce. —Llené hasta la mitad la copa de piedra y se la di.— Bébete esto, y si no te desplomas de un ataque, yo también probaré una gota.
Tuvo cierta dificultad en tragarlo, pero al fin lo consiguió y con ojos acuosos me devolvió la copa. Entonces me serví un poco y lo bebí, encontrándolo exactamente tan malo como esperaba.
Luego la hice sentarse a mi lado y comer uno de los pescados que ella misma había freído en aceite. Cuando lo hubo acabado, comí yo también un par. Eran tan superiores al vino como la delicada cara de ella a la del viejo atamán: recogidos ese día, estaba seguro, y en aguas mucho más frías y limpias que las de la barrosa margen inferior del Gyoll, de donde venía el pescado al que yo me había acostumbrado en la Ciudadela.
—¿Siempre encadenan a los esclavos aquí? —le pregunté mientras dividíamos los buñuelos—. ¿O tú has sido especialmente díscola, Pía?
Soy del pueblo del lago —dijo ella, como si con eso me respondiera, como sin duda habría sido el caso si yo hubiera conocido la situación local.
—Yo habría dicho que el pueblo del lago es éste. —Hice un gesto abarcando la casa del atamán y la aldea en general.
—Oh, no. Éste es el pueblo de la costa. Nuestro pueblo vive en el lago, en las islas. Pero a veces el viento empuja las islas hasta aquí, y Zambdas teme que yo vea mi casa y me escape nadando. La cadena es pesada, ya ve usted lo larga que es, y no me la puedo quitar. Y con el peso me ahogaría.
—A menos que encontraras un tronco que soportara el peso mientras tú te impulsas con los pies. Fingió que no me había oído. —¿Querría un poco de pato, Gran Maestro?
—Sí, pero no hasta que tú lo hayas probado, y antes de hacerlo quiero que me cuentes más sobre esas islas. ¿Dijiste que el viento las empuja hacia aquí? Confieso que nunca oí hablar de islas empujadas por el viento.
Pía miraba ávidamente el pato, que en aquella parte del mundo tenía que ser una delicadeza.
—He oído que hay islas que no se mueven. Ha de ser muy fastidioso, supongo, y yo nunca he visto ninguna. Nuestras islas viajan de un lugar a otro, y a veces ponemos velas en los árboles para que vayan más rápido. Pero no navegan muy bien en el viento, porque no tienen el fondo listo, como el de los barcos, sino bobo como el fondo de las bañeras, y a veces se dan vuelta.
—Algún día quiero conocer tus islas, Pía. También quiero hacerte volver a ellas, ya que se diría que es adonde tú quieres ir. Como le debo algo a un hombre que se llamaba casi como tú, intentaré hacerlo antes de marcharme. Mientras tanto, te conviene fortalecerte con un poco de este pato.
Tomó un trozo, y después de haber tragado unos bocados se puso a arrancar tiras que me daba en la boca con los dedos. Estaba muy bueno, tan caliente que aún humeaba e imbuido de un delicado sabor que recordaba al perejil, proveniente acaso de alguna planta acuática de la que esas aves se alimentaban; pero también era fuerte y algo grasoso, y después de acabar la mayor parte de un muslo comí unos pocos bocados de ensalada para limpiarme el paladar.
Creo que luego comí algo más de pato, y entonces me llamó la atención un movimiento en el fuego. Un fragmento de madera casi consumida e incandescente había caído de los leños a las cenizas que había bajo la parrilla, pero en vez de quedarse allí, apagándose hasta ennegrecer, pareció avivarse, y en seguida se transformó en Roche, Roche con el feroz pelo rojo convertido en verdaderas llamas, Roche con una antorcha en la mano, como cuando éramos muchachos e íbamos a nadar a la cisterna, debajo del Torreón de la Campana.
Tan extraordinario resultaba verlo allí, reducido a un micromorfo resplandeciente, que me volví hacia Pía para señalárselo. Al parecer ella no había visto nada; pero subido a su hombro, no más alto que mi pulgar, medio escondido por el ondulante pelo negro, estaba Drotte. Cuando intenté contárselo a ella, me oí hablar en una nueva lengua, siseando, gruñendo y chasqueando. Nada de esto me produjo miedo, sólo un desapegado asombro. Comprendía que lo que estaba hablando no era lenguaje humano, y observaba la horrorizada expresión del rostro de Pía como si estuviera contemplando una pintura antigua en la galería del viejo Rudisind, en la Ciudadela; sin embargo, no podía transformar mis ruidos en palabras, ni tampoco frenarlos. Pía lanzó un grito.
La puerta se abrió de golpe. Hacía tanto que estaba cerrada, que yo casi había olvidado que no se le podía echar llave; el caso es que ahora estaba abierta, y en el umbral había dos figuras. Al abrirse la puerta habían sido hombres, hombres con las caras reemplazadas por retazos de piel tan suave como la del lomo de las nutrias, pero hombres de todos modos. Un instante más tarde se habían vuelto plantas, altos tallos de viridiana de los cuales brotaban las afiladísimas hojas del averno, de extraños ángulos. Entre ellas se escondían arañas: negras, blandas, de muchas patas. Traté de levantarme de la silla, y saltaron hacia mí arrastrando hilos de gasa que brillaron a la luz del fuego. Sólo tuve tiempo de ver y recordar la cara de Pía, con los ojos dilatados y la delicada boca helada en un círculo de horror, antes de que una Peregrina con pico de acero se encorvara para arrancarme la Garra del cuello.