Hay en el libro marrón dibujos de ángeles que se lanzan sobre Urth en esa posición, la cabeza echada hacia atrás, el cuerpo inclinado de modo que la cara y la parte superior del pecho están al mismo nivel. Puedo imaginarme el asombro y el horror de ver bajar de esa forma al gran ser que vi una vez en el libro de la Segunda Casa; pero no creo que habría podido ser más espantoso que la caída de Calveros. Cuando ahora pienso en él, es así como lo recuerdo. Tenía la cara resuelta, y alzaba una maza coronada por una esfera fosforescente.
Nos dispersamos como gorriones cuando en el crepúsculo se presenta la lechuza. Sentí el viento de su resuello en la espalda y me volví cuando estaba posándose en el suelo, apoyando la mano libre y rebotando sobre ella para enderezarse como hacen los acróbatas; tenía puesto un cinturón que yo nunca le había visto, una gruesa banda de ristras de prismas metálicos. Nunca descubrí, sin embargo, cómo se las había ingeniado para entrar de nuevo en la torre a buscar la maza y el cinturón mientras yo me lo imaginaba bajando por el muro; tal vez en algún lugar hubiera una ventana más grande que las que yo conocía, o incluso una puerta que diera acceso a cierta estructura destruida cuando la gente del lago quemó el castillo. Hasta es posible que simplemente metiera la mano por una ventana.
Pero, ah, ese silencio mientras bajaba flotando, la gracia con que se apoyó en esa mano, él, que era más alto que las chozas de los pobres, y cómo se enderezó de un salto. La mejor manera de describir el silencio es no decir nada… Pero ¡qué elegancia!
Giré pues con la capa detrás ondeando al viento y la espada, como tantas veces la he empuñado, alzada para el golpe; y entonces supe lo que nunca me había tomado el trabajo de pensar: por qué mi destino me había enviado a vagar por medio continente, enfrentándome con peligros que venían del fuego y de las profundidades de Urth, del agua y ahora del aire, esgrimiendo siempre esa arma tan grande y tan pesada que luchar con un hombre cualquiera era como cortar lirios con un hacha. Calveros me vio y levantó la maza; el extremo brillaba con un color blancoamarillento; pienso que era una suerte de saludo.
Cinco o seis de los hombres del lago lo rodearon con lanzas y garrotes dentados, pero no se le acercaron. Era como si fuese el centro de un círculo hermético. Cuando empezamos a aproximarnos, él y yo, descubrí el motivo: me atenazaba un terror que no podía comprender ni dominar. No era miedo de él o de la muerte, sino simplemente miedo. Sentí que los pelos de la cabeza se me movían como bajo la mano de un fantasma, algo que había oído pero siempre había desdeñado como una exageración, una figura de lenguaje que creció hasta convertirse en una mentira. Las rodillas, débiles, me temblaban tanto que me alegró la oscuridad, pues no se las veía. Pero nos acercamos.
Por el tamaño de la maza y del brazo que había detrás yo estaba convencido de que nunca sobreviviría a un golpe; no me quedaba otra cosa que esquivarlo y retroceder. Calveros, del mismo modo, no podría soportar un golpe de TerminusEst porque, aunque era bastante grande y fuerte como para soportar una armadura gruesa como una barda de destriero, no llevaba ninguna, y una hoja tan pesada, un filo tan fino, fácilmente capaz de abrir un hombre en dos hasta la cintura, podía herirlo de muerte de un solo tajo.
Él lo sabía, de modo que nos amenazamos, como hacen los actores en escena, con golpes sibilantes pero sin llegar realmente a trabar combate. Como el terror no me abandonaba, tenía la impresión de que si no echaba a correr me iba a estallar el corazón. Oí un canturreo, y mirando la cúspide de la maza, cuyo pálido nimbo la hacía por cierto muy fácil de mirar, me di cuenta de que provenía de allí. El arma toda vibraba con esa nota aguda, invariable, como una copa de vino tañida con un cuchillo e inmovilizada en tiempo cristalino.
No hay duda de que el hallazgo me distrajo, aunque sólo fuera un momento. En vez de apuntar al flanco, la maza se descargó hacia abajo como un martillo sobre la estaca de una tienda de campaña. Me hice a un lado justo a tiempo, y la luminosa cabeza canturreante me pasó relumbrando junto a la cara y se estrelló a mis pies en la piedra, que crujió y se hizo añicos como una vasija de barro. Una astilla me abrió un lado de la frente, y sentí correr la sangre.
Calveros lo advirtió, y los ojos opacos se le iluminaron de triunfo. A partir de entonces cada golpe se estrelló en una piedra, y cada piedra se hizo añicos. Yo tenía que saltar cada vez más atrás, y no tardé en encontrarme con la espalda contra la muralla. Mientras retrocedía bordeándola, el gigante empuñaba su arma con más ventaja que nunca, blandiéndola horizontalmente y castigando la pared una y otra vez. Algunos fragmentos de piedra, afilados como dardos, llegaron a alcanzarme, y muy pronto me chorreó sangre sobre los ojos, y tuve el pecho y los brazos teñidos de escarlata.
Mientras esquivaba lo que acaso fuera el centésimo mazazo, mi talón tropezó con algo que casi me hizo caer. Era el peldaño inferior de una escalera que trepaba por el muro. Subí, obteniendo una pequeña ventaja con la altura, pero no la suficiente como para que yo frenase mi retirada. A lo largo del parapeto había una pasarela. Me vi obligado a retroceder por ella paso a paso. Ahora sí que habría echado a correr si me hubiese atrevido, pero recordé con qué rapidez se había movido el gigante cuando lo había sorprendido en la cámara de nubes, y sabía que me alcanzaría de un salto, lo mismo que yo, de niño, había alcanzado a las ratas de la mazmorra de nuestra torre para quebrarles el espinazo con un palo.
Pero no todas las circunstancias favorecían a Calveros. Algo blanco destelló entre los dos, luego una flecha con punta de hueso se clavó en un enorme brazo como una púa de iléspilo en el pescuezo de un toro. Ahora los hombres del lago estaban suficientemente lejos de la maza cantora como para que el terror que despertaba no les impidiera disparar sus armas. Calveros titubeó un momento, dando un paso atrás para quitarse la flecha. Una más le acertó, rasguñándole la cara.
Entonces tuve esperanzas y di un salto adelante, y al saltar perdí pie en una piedra rota y resbaladiza. Estuve a punto de caer por el borde, pero a último momento me aferré al parapeto… a tiempo de ver bajar la cabeza luminosa de la maza del gigante. Instintivamente levanté TerminusEst para defenderme del golpe.
Hubo un alarido tal como si los espectros de todos los hombres y mujeres que la hoja había matado se hubiesen reunido en la muralla; después, una explosión ensordecedora.
Por un momento quedé atónito. Pero también estaba atónito Calveros, y los hombres del lago, roto el hechizo de la maza, se abalanzaban hacia él por los dos lados de la pasarela. Puede que el acero de la hoja, que tenía una frecuencia natural propia, y como yo había observado a menudo, tintineaba con milagrosa dulzura si uno lo golpeaba con el dedo, fuera excesivo para el mecanismo que daba ese extraño poder a la maza del gigante. Es posible simplemente que el filo, más agudo que el de un bisturí y duro como la obsidiana, penetrara la cabeza de la maza. Fuera como fuese, la maza había desaparecido, y yo sólo tenía en las manos la empuñadura de la espada, de la que emergía menos de un codo de metal destrozado. El mercurio que tanto tiempo había trabajado en la oscuridad, se derramaba ahora en lágrimas plateadas.
No había podido levantarme cuando los hombres del lago ya saltaban por encima de mí. Una lanza se hundió en el pecho de gigante, y un garrote le dio en la cara. Ante un manotazo suyo, dos guerreros del lago cayeron del muro entre alaridos. Otros se echaron sobre él en seguida, pero se los sacó de encima. Yo conseguí ponerme en pie, todavía entendiendo a medias lo que había pasado.
Calveros estuvo un instante balanceándose sobre el parapeto; después saltó. Es indudable que el cinturón lo ayudaba mucho, pero la fortaleza de sus piernas tiene que haber sido enorme. Lenta, pesadamente, se arqueó cada vez más hacia fuera, cada vez más hacia abajo. Tres que se habían agarrado a él demasiado tiempo cayeron y murieron entre las rocas del promontorio.
Al fin cayó él también, enormemente, como si fuera —solo y en sí mismo— una especie de nave. Hubo una erupción en el lago, blanca como la leche, que en seguida se cerró sobre él. Algo que se contorsionaba como una serpiente y a veces reflejaba la luz brotó del agua y subió al cielo, hasta que se perdió entre las lóbregas nubes; seguro que era el cinturón. Pero aunque los isleños esperaron con las lanzas preparadas, la cabeza de Calveros no volvió a aparecer entre las olas.