XXIII — La ciudad maldita

Hacia el mediodía de la jornada siguiente encontramos agua otra vez, la única que los dos íbamos a probar en aquella montaña. Sólo quedaban unas tiras de la carne seca que Casdoe me había dejado. Las repartí, y bebimos del arroyo, que era apenas un hilo del grosor de un pulgar de hombre. Esto resultaba extraño, habiendo visto yo tanta nieve en la cabeza y los hombros de la montaña; más tarde descubriría que las pendientes situadas por debajo de la nieve, donde ésta podría haberse derretido al llegar el verano, habían sido limpiadas por el viento. Mas arriba, las dunas blancas podían acumularse durante siglos.

Teníamos las mantas húmedas de rocío, y las pusimos a secar desplegadas sobre piedras. Incluso sin el sol, las ráfagas secas del aire de la montaña las secaron en cosa de una guardia. Sabía que íbamos a pasar la noche siguiente en lo alto de las laderas, más o menos como yo había pasado la primera noche después de huir de Thrax. Por alguna razón, esa certeza no consiguió deprimirme el ánimo. No era tanto que estuviéramos alejándonos de los peligros que habíamos encontrado en el paso selvático como que íbamos dejando atrás cierta sordidez. Sentía que me habían ensuciado, y que la atmósfera fría de la montaña me limpiaría. Por un tiempo me acompañó ese sentimiento que yo casi no había analizado; luego, cuando empezamos a trepar en serio, comprendí que lo que me perturbaba era el recuerdo de las mentiras que había dicho a los magos, fingiendo, de hecho, que controlaba grandes poderes y estaba iniciado en grandes secretos. Eran mentiras totalmente justificables; habían contribuido a salvar mi vida y la de Severian chico. No obstante, en cierto modo, el hecho de haber recurrido a ellas me hacía sentir menos hombre. El maestro Gurloes, a quien antes de dejar el gremio había llegado a odiar, mentía con frecuencia; y ahora yo no estaba seguro de si lo había odiado porque mentía, u odiaba mentir porque él solía hacerlo.

Y sin embargo el maestro Gurloes había tenido una excusa tan buena como la mía, y tal vez mejor. Había mentido para preservar el gremio y promover su éxito, haciendo a varios oficiales y funcionarios informes exagerados de nuestro trabajo, y cuando era necesario, escondiendo nuestros errores. Cabeza de facto del gremio, con eso había mejorado su propia posición, sin duda; pero también había mejorado la mía, y la de Drotte, Roche, Eata, y todos los demás aprendices y oficiales que eventualmente iban a heredarlo. Si hubiese sido el hombre simple y brutal por el que deseaba que todos lo tomaran, ahora yo habría estado seguro de que había mentido para su exclusivo beneficio. Sabía que no lo era; y quizá durante años se había visto a sí mismo como yo me veía ahora.

Con todo, no podía tener la certeza de haber actuado para salvar a Severian chico. En el momento en que él había huido y yo entregado la espada, tal vez habría sido mejor para él que yo luchase; el beneficiario inmediato de mi dócil capitulación había sido yo mismo, puesto que de haber luchado me habrían podido matar. Más tarde, después de escaparme, sin duda había vuelto tanto por TerminusEst como por el niño; por la espada había vuelto a la mina de los hombres-mono, cuando el chico todavía no estaba conmigo; y sin ella me habría convertido en un simple vagabundo.

Una guardia después de abrigar estos pensamientos, escalaba una pared de roca cargando espada y niño, y sin mucha más certidumbre que antes sobre quién me importaba más. Por suerte el aire era bastante fresco, la subida no parecía de las más difíciles, y en lo alto encontramos una antigua carretera.

He caminado por muchos lugares extraños, pero por ninguno que me diera una sensación tan grande de anomalía. A nuestra izquierda, a no más de veinte pasos, veía el final de ese ancho camino, cuyo extremo inferior había sido arrastrado por un desprendimiento de rocas. Delante de nosotros se extendía perfecto como el día en que lo habían acabado, una cinta de inconsútil piedra negra que subía ondulando hacia la inmensa figura cuyo rostro se perdía tras las nubes.

Cuando lo puse en el suelo, el niño me agarró la mano.

—Mi madre dijo que nosotros no podíamos ir por los caminos, pues hay soldados.

—Tu madre tenía razón —le dije—. Pero ella iba hacia abajo, hacia donde están los soldados. Claro que alguna vez hubo soldados en este camino, pero murieron mucho antes de que el árbol más grande de la selva fuera una semilla. —Hacía frío, y le di una de las mantas y le enseñé a envolverse en ella y mantenerla cerrada como una capa. Si alguien nos hubiese visto, le habríamos parecido una pequeña figura gris seguida por una sombra desproporcionada.

Entramos en una niebla, y pensé que era raro a tanta altura. Sólo después de haberla atravesado y cuando la mirábamos allá abajo iluminada por el sol, me di cuenta de que era una de las nubes que tan remotas me habían parecido desde la garganta.

Y sin embargo la garganta selvática, ahora debajo de nosotros, se hallaba sin duda a miles de codos por encima de Nessus y los tramos inferiores del Gyoll.

Entonces pensé qué lejos debía de haber llegado para que a semejante altura hubiera selvas; casi a la cintura del mundo, donde siempre era verano y sólo la altura producía alguna diferencia en el clima. Si iba a seguir viaje hacia el oeste, hasta salir de esas montañas, por lo que me había enseñado el maestro Palaemon me encontraría en una selva tan pestilente que la que acabábamos de dejar me parecería un paraíso, una selva costeña de calor humeante y enjambres de insectos; y, no obstante, también allí vería las huellas de la muerte, pues aunque esa selva recibiera tanta fuerza solar como cualquier otro lugar de Urth, aún sería inferior a la que había recibido en el pasado, y así como en el sur el hielo avanzaba y la vegetación de la zona templada huía de él, los árboles y otras plantas de los trópicos morían para dejar espacio a los advenedizos.

Mientras yo miraba la nube el niño había seguido avanzando. De pronto se volvió, me miró con ojos brillantes y gritó: —¿Quién hizo este camino?

—Sin duda los trabajadores que tallaron la montaña. Tienen que haber contado con grandes energías, y máquinas más poderosas que cualquiera que conozcamos. Y además, de alguna manera tienen que haber retirado los escombros. En un tiempo debe de haber rodado por aquí un millar de carros y carretas. —Sin embargo yo estaba asombrado, porque las ruedas de hierro de esos vehículos marcaban incluso el duro adoquinado de Thrax o de Nessus, y este camino era tan terso como una vía procesional. Seguro, pensé, que por aquí no han pasado más que el sol y el viento.

—¡Mira, Severian grande! ¿Ves la mano?

El niño señalaba una estribación de la montaña, muy por encima de nosotros. Estiré el cuello, y por un momento no vi nada que no hubiera visto antes: un largo promontorio de roca gris e inhóspita. Luego, cerca del final, el sol centelleó sobre algo. Parecía, de una manera inconfundible, el resplandor del oro; cuando lo vi, advertí también que el oro era un anillo, y debajo de él vi tendido en la roca un pulgar petrificado de frío, un pulgar de unos cien pasos de largo, con los otros dedos por encima como colinas.

No teníamos dinero, y yo sabía que el dinero podía ser muy valioso para nosotros cuando llegara el día de regresar a las tierras habitadas, como finalmente sucedería. Si aún me buscaban, quizás el oro haría que los buscadores desviaran los ojos. El oro también podría comprarle a Severian chico un puesto de aprendiz en algún gremio poderoso, pues estaba claro que no podía seguir viajando conmigo. Parecía muy probable que el gran anillo fuera de piedra laminada en oro; pero aun así, si el metal se podía desprender y enrollar, el peso tenía que ser considerable. Y aunque me esforzara por no hacerlo, me encontré preguntándome si un mero laminado de oro podría haber resistido tantos siglos. ¿No habría tenido que despegarse y caer mucho tiempo atrás? Si el anillo era de oro macizo, valdría una fortuna; pero todas las fortunas de Urth no habrían podido comprar esa poderosa imagen, y el que había ordenado que la construyeran tenía que haber sido incalculablemente rico. Aun si el anillo no era macizo hasta el dedo, acaso hubiera un sustancial espesor de metal.

Mientras meditaba todo esto iba trajinando cuesta arriba, y mis largas piernas pronto aventajaron a las del niño, mucho más cortas. Por momentos el camino se hacía tan abrupto que me costaba creer que alguna vez lo hubiesen transitado vehículos cargados de piedras. Dos veces cruzamos fisuras, una tan ancha que antes de saltarla tuve que arrojar al niño por encima. Yo esperaba parar cuando encontráramos agua; no la encontramos, y cuando cayó la noche no tuvimos mejor abrigo que una hendidura de piedra donde nos envolvimos en las mantas y mi capa y dormimos como pudimos.

Por la mañana los dos teníamos sed. Aunque las lluvias no llegarían hasta el otoño, le dije al niño que quizá lloviera ese día, y reanudamos la marcha con buen ánimo. Luego él me enseñó que llevar una piedra pequeña en la boca ayuda a mitigar la sed. Es un truco montañés que yo no conocía. El viento era más frío que antes, y empecé a sentir la poca consistencia del aire. De vez en cuando el camino giraba, de modo que por unos momentos nos daba el sol.

Con esas curvas se alejaba cada vez más del anillo, hasta que por fin nos encontramos en plena sombra, perdido de vista el anillo y cerca de las rodillas de la figura sedente. Hubo una última cuesta escarpada, tan abrupta que yo habría agradecido unos escalones. Y luego, como flotando frente a nosotros en el aire claro, un grupo de delgadas torres. —¡Thrax! —gritó el niño, tan contento que comprendí que la madre le tenía que haber contado historias de la ciudad, y también haberle dicho, cuando ella y el viejo lo sacaron de la casa donde había nacido, que lo llevaría allí.

—No dije—. No es Thrax. Parece más bien mi Ciudadela… Nuestra Torre Matachina y la Torre de las Brujas, y la Torre del Oso y la Torre de la Campana. Me miró con ojos muy abiertos.

—No, claro, tampoco es eso. Lo que pasa es que yo he estado en Thrax, y Thrax es una ciudad de piedra. Estas torres son de metal, como eran las nuestras. —Tienen ojos dijo Severian chico.

Y así era. Al principio pensé que me engañaba la imaginación, sobre todo porque no todas las torres los tenían. Al fin me di cuenta de que algunas miraban hacia nosotros, y de que las torres no sólo tenían ojos sino también hombros y brazos; de que eran, en realidad, figuras metálicas de catafractos, guerreros con armaduras de cuerpo entero.

—No es una ciudad verdadera —le dije al niño—. Lo que nos hemos encontrado son los guardianes del Autarca, que vigilan aquí para destruir al que pretenda atacarlo.

—¿Y nos harán daño?

—La idea asusta, ¿verdad? Con esos pies nos podrían aplastar como a ratones. De todos modos, estoy seguro de que no lo harán. Son estatuas, nada más, guardianes espirituales que él dejó aquí como recordatorios de su poder.

—También hay casas grandes —dijo el niño.

Tenía razón. Como los edificios apenas llegaban a la cintura de las elevadas figuras de metal, al principio los habíamos pasado por alto. Eso volvió a hacerme pensar en la Ciudadela, donde unas estructuras que nunca fueron pensadas para desafiar a las estrellas se mezclan con las torres. Quizá sólo fuera el aire tenue, pero de pronto tuve la visión de que los hombres de metal se alzaban lentamente, luego cada vez más rápido, alargando las manos al cielo para bucear en él como buceábamos nosotros en las sombrías aguas de la cisterna a la luz de la antorcha.

Aunque mis botas tienen que haber chirriado contra la roca alisada por el viento, no recuerdo el ruido. Tal vez se perdiera en la inmensidad de la cumbre, y así nos acercamos a las figuras erguidas tan silenciosamente como si anduviéramos sobre musgo. Nuestras sombras, que al aparecer las figuras se habían alargado detrás y a la izquierda, ahora se habían encogido en charcos alrededor de nuestros pies; y noté que podía ver los ojos de todas las figuras. Me dije que al principio había pasado por alto algunos, por más que destellaban al sol.

Al fin caminamos entre ellas por un sendero, y entre los edificios que las rodeaban. Yo había esperado que los edificios estuvieran en ruinas, como los de la ciudad olvidada de Apu-Punchau. Estaban cerrados, eran misteriosos y silenciosos; pero podían haber sido construidos pocos años antes. No se veía ningún techo hundido; ninguna enredadera había dislocado las cuadradas piedras grises de los muros. No tenían ventanas, y su arquitectura no sugería que fuesen templos, fortalezas, tumbas o cualquier otra clase de estructura familiar para mí. Carecían por completo de ornamentos y de gracia; no obstante, la ejecución era excelente, y la diferencia de formas parecía indicar diferencias de función. Entre ellos, las figuras brillantes se alzaban no como monumentos, sino como si un viento glacial y repentino las hubiera detenido a cada una en su sitio.

Elegí un edificio y le dije al niño que entraríamos por la fuerza, y que quizá con suerte dentro encontraríamos agua, y aun hasta comida en conserva. Pronto vi que mi alarde había sido una tontería. Las puertas eran tan macizas como las paredes; el techo, fuerte como los cimientos. Creo que ni con un hacha habría podido abrirme paso a golpes, y no me atrevía a emplear TerminusEst. Perdimos varias guardias tanteando y husmeando en busca de alguna fisura. El segundo y el tercer edificio que probamos no resultaron más fáciles que el primero.

—Allí hay una casa redonda —dijo al fin el niño—. Me acercaré a mirarla.

Confiado en que en ese lugar desierto no había nada que pudiera hacerle daño, le dije que fuese. Volvió en seguida.

—¡La puerta está abierta!

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