XVI — El alzabo

Traté de ayudar a Casdoe, y en el trance di la espalda a la daga de Agia. El error por poco me cuesta la vida, pues apenas había podido levantar un postigo cuando ya la tenía encima. Dice el proverbio que mujeres y sastres llevan la hoja hacia abajo, pero Agia, como un consumado asesino, apuñalaba hacia arriba para abrir las tripas y alcanzar el corazón. Me volví justo a tiempo para bloquearle la daga con el postigo, y la punta atravesó la madera con un destello de acero.

La fuerza misma del golpe la traicionó. Aparté el postigo de un tirón, arrojándolo al otro lado de la estancia junto con el cuchillo. Las dos, ella y Casdoe, saltaron a buscarlo. Agarré a Agia del brazo, y Casdoe montó el postigo con el cuchillo hacia afuera, hacia la tormenta creciente.

—Idiota —dijo Agia—. ¿No ves que le estás dando un arma a lo que sea que temes? —Tenía la voz serena del derrotado.

—No necesita cuchillos —dijo Casdoe.

La casa estaba a oscuras salvo por la rojiza luz del fuego. Busqué alrededor velas o linternas, pero no vi ninguna; más tarde me enteré de que las pocas que la familia tenía las había llevado al desván. Fuera fulguró un relámpago, delineando los bordes de los postigos y estampando una quebrada línea de luz árida al pie de la puerta; tardé un momento en darme cuenta de que había sido una línea quebrada, cuando tenía que haber sido continua.

—Fuera hay alguien —dije—. En el escalón.

Casdoe asintió. —Cerré la ventana justo a tiempo. Nunca ha venido tan temprano. Tal vez lo despertó la tormenta.

—¿No cree que será su marido?

Sin darle tiempo a responder, una voz más aguda que la del niño exclamó:

—Déjame entrar, mamá.

Hasta yo, que no sabía qué era eso que hablaba, noté en las simples palabras una horrorosa anomalía. Era tal vez la voz de un niño, pero no de un niño humano.

—Mamá —volvió a llamar la voz—. Está empezando a llover.

—Será mejor que vayamos arriba —dijo Casdoe—. Si después levantamos la escalera, no nos podrá alcanzar aunque entre.

Yo me había acercado a la puerta. Sin relámpagos, los pies de lo que hubiese en el umbral eran invisibles; pero por sobre el golpeteo de la lluvia oí una respiración áspera, lenta, y una vez algo que rozaba el suelo, como si eso que aguardaba en la oscuridad hubiese movido los pies.

—¿Es eso obra vuestra? —le pregunté a Agia—. ¿Una de las criaturas de Hethor?

Sacudió la cabeza; los estrechos ojos castaños bailoteaban.

—Vagan por estas montañas; deberías saberlo mejor que yo.

—¿Mamá?

Hubo un sonido arrastrado de pies; con esa temerosa pregunta, la cosa se había apartado de la puerta. Uno de los postigos estaba agrietado, y traté de mirar por la rendija; en la negrura de fuera no vi nada, pero oí unos pasos blandos y pesados, exactamente el sonido que a veces llegaba allá en mi casa por los portones de rejas de la Torre del Oso.

—Hace tres días se llevó a Severa —dijo Casdoe. Estaba tratando de que el viejo se levantara, pero él se movía despacio, reacio a separarse del calor del fuego—. Nunca dejaba que Severian ni ella se metieran entre los árboles, pero éste vino aquí, al claro, una guardia antes del anochecer. Desde entonces ha vuelto todas las noches. El perro no lo quiere rastrear, pero hoy Becan salió a cazarlo.

Aunque nunca había visto ninguna de la especie, a esas alturas yo ya había adivinado la identidad de la bestia.

—Entonces ¿es un alzabo? ¿La criatura de cuyas glándulas se hace la analepta?

—Es un alzabo, sí —me contestó Casdoe—. Y no sé nada de ninguna analepta.

Agia se rió. —Pero Severian sí. Él ha probado la sabiduría de la criatura, y lleva a su amada dentro de él. Tengo entendido que de noche se los oye susurrar juntos, en el fuego y los sudores del amor.

Le lancé un golpe, pero lo esquivó con agilidad y puso la mesa entre medio.

—¿No te encanta, Severian, que cuando los animales llegaron a Urth para reemplazar a los que habían matado nuestros ancestros, entre ellos estuviese el alzabo? Sin el alzabo habrías perdido para siempre a tu queridísima Thecla. Dile a Casdoe lo feliz que te ha hecho el alzabo.

Le dije a Casdoe: —Lamento de verdad la muerte de su hija. Si es preciso, defenderé esta casa del animal que hay allí fuera.

Había dejado la espada apoyada en la pared, y para demostrar que mi voluntad valía tanto como mis palabras, la empuñé. Fue una suerte, porque justo en ese instante se oyó a la puerta una voz de hombre que decía: «¡Abre, querida!».

Agia y yo saltamos para frenar a Casdoe, pero ninguno con suficiente rapidez. Antes de que la alcanzáramos ya había quitado la barra. La puerta se abrió hacia adentro.

La bestia que aguardaba fuera andaba a cuatro patas. Aun así, los poderosos hombros me llegaban a la cabeza. La suya la llevaba gacha, con las puntas de las orejas bajo la cresta de piel que le cubría el lomo. A la luz del fuego le relucían los dientes blancos y los ojos de pupilas rojas. He visto los ojos de muchas de estas criaturas supuestamente venidas de más allá del margen del mundo, atraídas, según alegan ciertos filonoístas, por la muerte de aquellas que tuvieron su génesis aquí, tal como hacen las tribus de vernáculos, que llegan con fogatas y cuchillos de piedra a un campo despoblado por la guerra o la enfermedad; pero sus ojos son sólo ojos de bestias. Las rojas órbitas del alzabo eran algo más: no mostraban ni la inteligencia de la raza humana ni la inocencia de los brutos. Así miraría un demonio, pensé, después de haber logrado salir de la entraña de una estrella oscura; entonces recordé a los hombres-mono, a quienes por cierto se llamaba demonios aunque tenían ojos de hombre.

Por un momento pareció que la puerta podía volver a cerrarse. Vi que Casdoe, que retrocedía aterrorizada, estaba intentándolo. Aunque dio la impresión de que el alzabo avanzaba lenta, incluso perezosamente, fue demasiado rápido para ella, y el borde de la puerta le dio contra las costillas como podría haber dado contra un muro.

—¡Déjela abierta! —grité yo—. Necesitaremos toda la luz que haya.

Había desenvainado Terminus Est, y la hoja reflejaba la luz del fuego y parecía ella misma un fuego más intenso. Una ballesta como las que yo había visto a los secuaces de Agia, cuyas flechas se encienden por la fricción de la atmósfera y al golpear estallan como piedras en un horno, habría sido mejor arma; pero, al contrario que Terminus Est, una ballesta no habría parecido una extensión de mi brazo, y a fin de cuentas quizá le hubiese permitido al alzabo echárseme encima mientras volvía a cargarla, si erraba la primera flecha.

La larga hoja de mi espada no obviaba del todo ese peligro. La punta cuadrada no podía atravesar a la bestia si ésta saltaba. Iba a tener que matarla en el aire, y aunque no dudaba de poder cercenarle la cabeza mientras volaba hacia mí, sabía que fallar significaría la muerte. Además necesitaba espacio para dar el golpe, para lo cual la estrecha estancia no era muy adecuada; y aunque el fuego aún estaba encendido, necesitaba luz.

El viejo, el niño Severian y Casdoe habían desaparecido. No estaba seguro de si habían subido al desván mientras yo tenía la atención clavada en los ojos del alzabo, o si alguno al menos se había escurrido por la puerta. Sólo Agia se había quedado conmigo, apretada en un rincón y armada (como un marinero desesperado que intenta rechazar una galeaza con un bichero) con un bastón de Casdoe de casquete metálico. Yo sabía que hablarle sería volcar la atención sobre ella; pero quizá si la bestia giraba la cabeza, yo podría cortarle el espinazo.

—Necesito luz, Agia —dije—. A oscuras me matará. Una vez les dijiste a tus hombres que te enfrentarías conmigo si ellos me mataban por la espalda. Ahora yo me enfrentaré con esto si tú traes una vela.

Agia asintió, indicando que había entendido, y entretanto la bestia se movió hacia mí. Pero en vez de saltar como yo esperaba, se desplazó indolente pero hábilmente a la derecha, acercándose mientras se las arreglaba para mantenerse fuera de mi alcance. Tras un momento de desconcierto me di cuenta de que la situación en que estaba el alzabo, cerca de la pared, me impedía atacar libremente, y de que si él conseguía cercarme (como casi había hecho) y ganar una posición entre el fuego y yo, me habría arrebatado gran parte de la ventaja que me daba la luz.

Iniciamos así un cauteloso juego, en el cual el alzabo buscaba sacar todo el partido posible de las sillas, la mesa y las paredes, y yo trataba de obtener el mayor espacio posible para mi espada.

Entonces ataqué. El alzabo eludió el mandoble, me pareció, por no más del ancho de un dedo, acometió y volvió atrás justo a tiempo para escapar a mi contraataque. Sus fauces, lo bastante grandes como para morder la cabeza de un hombre como un hombre muerde una manzana, habían chasqueado ante mi cara, empapándome con el hedor de su pútrido aliento.

El cielo retumbó de nuevo, tan cerca que poco después oí la estruendosa caída del árbol cuya muerte el trueno había proclamado; el fulgor del relámpago, de una paralizante claridad que iluminó todos los detalles, me dejó aturdido y ciego. En el torrente de oscuridad que siguió, blandí Terminus Est, sentí cómo mordía hueso, salté a un lado y mientras el trueno rugía volví a descargarla, esta vez sólo para enviar un trozo de mueble volando hacia la ruina.

Luego pude volver a ver. Mientras el alzabo y yo cambiábamos posiciones y nos esquivábamos, Agia también se había movido, y al relumbrar el relámpago había corrido sin duda a la escalera. Había subido hasta la mitad, y vi que Casdoe alargaba la mano para ayudarla. Yo tenía al alzabo enfrente, al parecer tan entero como antes; pero gotas de sangre oscura formaban un charco ante las patas delanteras de la bestia. A la lumbre del fuego la piel se veía roja y raída, y las uñas de las patas, más grandes y más toscas que las de un oso, eran también de un rojo oscuro, y parecían translúcidas. Volví a oír la voz, más espantosa que la de un cadáver parlante, que en la puerta había dicho Abre, querida. Esta vez decía:

—Sí, estoy herido. Pero el dolor no es tanto, y puedo mantenerme en pie y moverme como antes. No puedes separarme de mi familia para siempre. —Lo que hablaba por la boca de la bestia era la voz de un hombre denodado, impetuoso y sincero.

Saqué la Garra y la dejé sobre la mesa, pero no era más que una chispa azul.

—¡Luz! —le grité a Agia. No llegó luz alguna, y oí el traqueteo que hacía la escalera mientras las mujeres subían.

—No tienes escapatoria, ¿comprendes?—dijo la bestia, aún con la voz del hombre.

—Ytú no puedes avanzar. ¿Puedes saltar tanto, con una pata lastimada?

Bruscamente la voz se transformó en el lamento atiplado de la niña.

—Puedo trepar. ¿O crees que a mí, que sé hablar, no se me ocurrirá poner la mesa debajo del agujero?

—Entonces sabes que eres una bestia.

Retornó la voz del hombre: —Sabemos que estamos en la bestia, igual que antes estábamos en las cajas de carne que la bestia devoró.

—¿Permitirás que ella devore a tu mujer y tu hijo, Becan?

—Yo la dirigiré. Yo la dirijo. Quiero que Casdoe y Severian se reúnan aquí con nosotros, como yo me reuní hoy con Severa. Cuando muera el fuego morirás tú, para reunirte con nosotros, y ellos también.

Me reí: —¿Has olvidado que te alcancé cuando no podía verte? —Con TerminusEst preparada, crucé la habitación hasta los restos de la silla, manoteé lo que había sido el respaldo y lo arrojé al fuego, levantando una nube de chispas. Era madera estacionada, creo, y alguna mano cuidadosa la había lustrado con cera de abejas. Tendría que arder brillantemente.

—Lo mismo da. Llegará la oscuridad. —La bestia (Becan) parecía tener una paciencia infinita.—Llegará la oscuridad y te unirás a nosotros.

—No. Cuando se haya consumido toda la silla y la luz empiece a flaquear, me echaré sobre ti y te mataré. Mientras tanto esperaré a que sigas sangrando.

Hubo un silencio, tanto más pavoroso porque nada en la expresión de la bestia indicaba que estuviese pensando. Yo sabía que así como una secreción destilada por los órganos de Thecla había fijado en los núcleos de algunas de mis células frontales los vestigios de la química neural de esa misma criatura, el hombre y su hija acechaban en la oscura maleza del cerebro de la bestia y creían estar vivos; pero qué podía ser ese espectro de vida, qué sueños y deseos podían habitarlo, eran cosas que yo no lograba imaginarme.

Por fin la voz del hombre dijo: —Dentro de una o dos guardias, pues, te mataré o tú me matarás a mí. O nos destruiremos mutuamente. Si ahora me fuese, si volviera a la noche y la lluvia, ¿me perseguirías cuando la lux cayese de nuevo sobre Urth? ¿0 permanecerías aquí para alejarme de la mujer y el niño que son míos?

—No —contesté.

—¿Por el honor que tengas? ¿Lo juras por esa espada, aunque no puedas apuntarla al sol?

Retrocedí y di vuelta a Terminus Est, tomándola por la hoja de modo que el extremo me señalara el corazón.

Juro por esta espada, blasón de mi Arte, que si esta noche no vuelves mañana no te perseguiré. Ni permaneceré en esta casa.

La bestia se volvió, rápida como una serpiente escurridiza. Por un instante, acaso, pude haberle partido el grueso lomo. Luego desapareció, y no quedó ninguna huella de su presencia salvo la puerta abierta, la silla destrozada y el charco de sangre (más oscura, creo, que la de los animales de este mundo) que empapaba las limpias losas del suelo.

Fui a la puerta y puse la barra, devolví la Garra a la bolsa que me colgaba del cuello y luego, como había sugerido la bestia, moví la mesa, y subido a ella trepé fácilmente al desván. Casdoe y el viejo esperaban en el otro extremo con el niño llamado Severian, en cuyos ojos vi los recuerdos que esa noche le despertaría veinte años después. Los bañaba el vacilante resplandor de una lámpara colgada de una viga.

—Como todos pueden ver —les dije—, he sobrevivido. ¿Oyeron lo que hablamos abajo?

Casdoe asintió.

—Si me hubieran llevado la luz que pedí, no habría hecho lo que hice. Tal como fue todo, pensé que no estaba obligado por ninguna deuda. En el lugar de ustedes, yo dejaría esta casa en cuanto amanezca y bajaría al valle. Pero ustedes deciden.

—Teníamos miedo —balbuceó Casdoe. —Yo también. ¿Dónde está Agia?

Para mi sorpresa el viejo señaló un lugar, y al mirar hacia allí vi que en la espesa capa de paja había una abertura suficiente para el delgado cuerpo de Agia.

Esa noche dormí delante del fuego, después de advertirle a Casdoe que mataría al que bajara del desván. Por la mañana di una vuelta alrededor de la casa; como había esperado, el cuchillo de Agia ya no estaba clavado en el postigo.

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