XXXIII — Ossipago, Barbatus y Famulimus

Como es usual en esas torres de piedra, no había ninguna entrada a nivel del suelo. Una escalera recta, angosta, pronunciada y sin barandas llevaba hasta una puerta igualmente angosta, unos diez codos por encima del pavimento del patio. Esa puerta ya estaba abierta, y me encantó ver que el doctor Talos no la cerraba tras nosotros. Recorrimos un breve pasillo que sin duda no era más ancho que el muro de la torre, y desembocamos en una estancia que (como cualquiera de las que vi allí dentro) parecía ocupar toda el área disponible en ese nivel. Estaba repleta de máquinas en apariencia al menos tan antiguas como las que teníamos en casa en la Torre Matachina, pero cuyos usos escapaban a mis conjeturas. Desde un costado de esa sala una escalera estrecha subía al piso de arriba, y en el costado opuesto un oscuro hueco de escalera daba acceso al lugar, fuera lo que fuese, donde aullaba confinado el prisionero, pues se oía flotar la voz que salía de esa negra boca.

—Se ha vuelto loco —dije, e incliné la cabeza hacia el sonido.

El doctor Talos asintió. —La mayoría está igual. Al menos, la mayoría de los que examiné. Les administro caldos de elébora, pero no diré que parezca servirles de mucho.

—En el tercer nivel de nuestra mazmorra teníamos clientes así, porque nos obligaban a retenerlos por cuestiones legales; nos los habían entregado, ¿sabe?, y nadie con autoridad nos autorizaba a ponerlos en libertad.

El doctor me estaba guiando hacia la escalera ascendente.

—Comprendo la dificultad de tu posición.

—A su tiempo morían —continué, obstinado—. Por las consecuencias de las torturas o por otras causas. Era realmente un despropósito mantenerlos allí.

—Supongo que sí. Cuidado con el gancho de ese cachivache. Quiere agarrarte la capa.

—Entonces ¿por qué no los suelta? Usted, evidentemente, no es un depositario de la ley en el sentido en que lo éramos nosotros.

—Para las representaciones, imagino. Para eso tiene Calveros casi toda esta basura. —Con un pie en el primer escalón, el doctor Talos se volvió a mirarme. Ahora recuerda que has de comportarte. No les gusta que los llamen cacógenos, ¿sabes? Llámalos como se te ocurra esta vez decir que se llaman, y no aludas al fango. De hecho, no hables de nada desagradable. El pobre Calveros ha trabajado muchísimo para enmendar las cosas con ellos después de perder la cabeza en la Casa Absoluta. Si llegas a estropear todo justo antes de que se vayan, lo destrozarás.

Prometí ser lo más diplomático posible.

Como la nave estaba apoyada sobre la torre, yo había supuesto que Calveros y los tripulantes se hallarían en la estancia más alta. Me equivoqué. Mientras subíamos al piso siguiente oí un murmullo de voces, luego el tono profundo del gigante que como tantas veces cuando había viajado con él, sonaba como el lejano derrumbe de una pared ruinosa.

En esa sala también había máquinas. Pero aunque tal vez fueran tan viejas como las de abajo, éstas daban la impresión de estar en condiciones de funcionar; y, además, de mantener unas con otras una relación lógica pero impenetrable, como los dispositivos de la sala de Tifón. Calveros y sus huéspedes estaban en el lado opuesto de la cámara, donde la cabeza del gigante, tres veces mayor que la de un hombre común, sobresalía entre la masa de cristal y metal como la de un tiranosaurio entre las hojas más altas de un bosque. Mientras iba hacia ellos vi, bajo una resplandeciente campana de cristal, lo que quedaba de una muchacha que podría haber sido hermana de Pía. Le habían abierto el abdomen con una hoja afilada, y quitado parte de las vísceras para colocarlas alrededor del cuerpo. Parecía estar en las primeras fases de la descomposición, aunque todavía movía los labios. Cuando pasé por delante se le abrieron los ojos, luego volvieron a cerrarse.

—¡Visitas! —exclamó el doctor Talos—. ¿A que no sabes quién?

El gigante volvió lentamente la cabeza, pero me miró, pensé, con tan poco entendimiento como la primera mañana en Nessus, cuando el doctor Talos lo había despertado.

—A Calveros lo conoces —siguió el doctor hablándome a mí—, pero debo presentarte a nuestros huéspedes.

Tres hombres, o lo que parecían hombres, se levantaron graciosamente. De haber sido un verdadero ser humano, uno habría sido bajo y robusto. Los otros dos eran una buena cabeza más altos que yo, altos como exultantes. Las máscaras que llevaban los tres les daban aspecto de hombres refinados de edad mediana, atentos y aplomados; pero me di cuenta de que los ojos que miraban por las ranuras de las máscaras de los más altos eran mucho más grandes que los humanos, y que la figura baja no tenía ojos, de modo que allí sólo se veía oscuridad. Los tres llevaban túnicas blancas.

—¡Sus Señorías! He aquí un gran amigo nuestro, el maestro Severian, de los torturadores. Maestro Severian, permíteme presentarte a los honorables hieródulos Ossipago, Barbatus y Famulimus. Es la labor de estos nobles personajes inculcar sabiduría a la raza humana…, representada aquí por Calveros, y ahora por ti.

El ser que el doctor Talos había presentado como Famulimus habló. La voz habría podido ser totalmente humana, excepto porque era más resonante y más musical que cualquier voz verdaderamente humana que yo hubiera oído, con lo que sentí que bien podría haber estado escuchando las palabras de un instrumento de cuerdas llamado a la vida.

—Bienvenido —cantó—. No hay para nosotros alegría mayor que saludarlo, Severian. Se inclina usted saludándonos cortésmente, pero nosotros nos hincamos ante usted de rodillas. —Yen verdad se arrodilló brevemente, y también los otros dos.

No podría haber dicho o hecho nada que me dejara más atónito, y estaba demasiado sorprendido como para ofrecer alguna réplica.

El otro cacógeno alto, Barbatus, habló como hubiera hecho un cortesano para llenar el silencio de una incómoda brecha en la conversación. La voz era más grave que la de Famulimus, y parecía tener un dejo militar.

—Sea usted bienvenido… Muy bienvenido, como ha dicho mi querido amigo y todos nosotros hemos intentado manifestar. Pero sus amigos de usted han de permanecer fuera mientras estemos aquí. Por supuesto que lo sabe. Lo menciono solamente como cuestión de forma.

El tercer cacógeno, en un tono tan grave que más que oírlo uno lo sentía, murmuró:

—No tiene ninguna importancia. —Y como si temiera que le viese las ranuras vacías de la máscara, se volvió y simuló mirar por la estrecha ventana que tenía detrás.

—Tal vez no importe, entonces —dijo Barbatus—. A fin de cuentas, Ossipago es el que sabe.

—¿O sea que tienes amigos aquí? —susurró el doctor Talos. Una de sus peculiaridades era que rara vez le hablaba a un grupo, como la mayoría de la gente, sino que se dirigía a un solo individuo, como si estuviera con él a solas, o bien peroraba como ante una asamblea multitudinaria.

—Me han escoltado algunos isleños —dije, intentando pintar las cosas lo mejor posible—. Ustedes habrán oído hablar de ellos. Viven en el lago, en masas de cañas flotantes.

—¡Se han levantado contra ti! —le dijo el doctor Talos al gigante—. Te advertí que iba a pasar. —Se precipitó a la ventana, por la cual parecía estar mirando el ser llamado Ossipago, y apartándolo con el hombro atisbó la noche. Luego, volviéndose hacia el cacógeno, se arrodilló, le tomó la mano y la besó. La mano era simplemente un guante de algún pintado material flexible que imitaba la carne, con algo dentro que no era una mano.

—Nos ayudará, Señoría, ¿verdad? Seguro que a bordo de la nave hay fantasinos. Con que pongamos en el muro una hilera de horrores, tendremos un siglo de seguridad.

Con su lenta voz, Calveros dijo: —Severian será el vencedor. ¿Por qué si no se han arrodillado ante él? Aunque él es probable que muera, y nosotros no. Usted ya los conoce, doctor. El saqueo puede diseminar el conocimiento.

El doctor Tales se volvió hacia él, furioso. —¿Lo diseminó antes? ¡Te estoy preguntando! —¿Quién puede decirlo, doctor?

—Tú sabes que no. ¡Son los mismos brutos ignorantes y supersticiosos que han sido siempre! —Volvió a girar.— Contéstenme, nobles hieródulos. Si alguien lo sabe, tienen que ser ustedes.

Famulimus hizo un ademán, y nunca fui más consciente que en ese momento de la verdad que había bajo la máscara, porque ningún brazo humano podría haber hecho un movimiento así, y era un movimiento sin significado, que no transmitía acuerdo ni desacuerdo, ni irritación ni consuelo.

—No hablaré de todas las cosas que ya sabe —dijo—. Que los que usted teme han aprendido a vencerlo. Tal vez sea cierto que todavía son simples; no obstante, llevándose algo a casa es probable que consigan hacerse sabios.

Se dirigía al doctor, pero yo no pude refrenarme más y dije: —¿Puedo preguntar de qué está hablando, sieur?

—Hablo de ustedes, de todos ustedes, Severian. No puede ser pernicioso, ahora, que yo hable.

Barbatus intervino: —Sólo si no lo hace con demasiada soltura.

—Hay una señal que usan en cierto mundo, donde a veces nuestra nave exhausta encuentra por fin descanso. Es una serpiente con cabezas en las dos puntas. Una cabeza está muerta… La otra la muerde.

Sin apartarse de la ventana, Ossipago dijo:—Eso es este mundo, pienso yo.

—Seguro que la Cumana podría revelar su origen. De todos modos, no importa que lo sepan. Me comprenderán más claramente. La cabeza viva representa la destrucción. La cabeza que no vive, la construcción. Aquélla se alimenta de ésta; y al alimentarse nutre a su comida. Un niño podría pensar que si la primera muriese, la criatura muerta, constructiva, triunfaría, y haría que la gemela se le pareciese. La verdad es que pronto se arruinarían las dos.

Barbatus dijo: —Como demasiado a menudo, mi buen amigo es menos que claro. ¿Acaso han podido seguirlo?

—¡Yo no! —anunció iracundo el doctor Talos. Alejándose como disgustado, se apresuró a bajar la escalera.

—Eso no importa —me dijo Barbatus—, mientras entienda el amo.

Hizo una pausa, como esperando a que Calveros lo contradijera, y luego continuó, dirigiéndose todavía a mí:

—Nuestro deseo, ¿ve usted?, es llevar progreso a su raza, no adoctrinarla.

—¿Llevar progreso a los de la costa? —pregunté. Todo ese tiempo las aguas del lago habían estado murmurando su lamento nocturno a través de la ventana. La voz de Ossipago pareció mezclarse con ese murmullo cuando dijo: —A todos ustedes… — ¡Entonces es cierto! Lo que han sospechado tantos sabios. Nos están guiando. Ustedes nos observan, y a lo largo de las edades de su historia, que no han de parecerles más que días, nos fueron sacando de la barbarie. —En mi entusiasmo extraje el libro marrón, algo húmedo todavía por la mojadura de esa mañana, pese al envoltorio de seda aceitada.— Déjenme mostrarles lo que dice aquí: «El hombre, que no es sabio, es empero objeto de la sabiduría. Si la sabiduría lo considera objeto adecuado, ¿será cosa sabia en él alumbrarse con su propia necedad?». Algo por el estilo.

—Se equivoca —me dijo Barbatus—. Para nosotros las edades son eones. Mi amigo y yo tratamos con su raza desde hace menos tiempo que el que usted tiene vivido.

—Estas cosas viven sólo una docena de años, como los perros dijo Calveros. El tono decía más que las palabras que transcribo, pues cada una caía como una piedra en una cisterna muy honda.

Dije: —No puede ser.

—Ustedes son la obra para la que vivimos —explicó Famulimus—. Ese hombre que llama usted Calveros vive para aprender. Cuidamos de que amontone saber del pasado; hechos sólidos como semillas que lo hagan poderoso. A su hora morirá a manos de gentes que no acumulan, pero morirá con un leve provecho para todos ustedes. Piense en un árbol que hiende una roca. Junta agua, el calor vivificante del sol… y toda la materia de la vida en beneficio propio. Llegado el momento muere y se pudre para alimentar la tierra, que sus mismas raíces han hecho con el material de la piedra. Desaparecida su sombra, germinan nuevas semillas; donde se alzó, al cabo de un tiempo florece un bosque.

El doctor Tales emergió de nuevo por la escalera, aplaudiendo lenta y despectivamente.

—Entonces ¿ustedes les dejaron estas máquinas? —pregunté. Mientras hablaba, tenía conciencia de que a mis espaldas, en algún sitio, había una mujer eviscerada murmurando bajo un cristal, algo que en otro tiempo no habría molestado en absoluto al torturador Severian.

Barbatus dijo: —No. Éstas las encontró él, o se las construyó. Famulimus ha dicho que él deseaba aprender, y que nos encargamos de que lo consiguiera, no que le hayamos enseñado. Nosotros no le enseñamos nada a nadie, y sólo comerciamos artefactos demasiado complejos como para que la gente de usted pueda duplicarlos.

—Estos monstruos, estos horrores, no hacen nada por nosotros. Tú ya los has visto… Ya sabes lo que son. Cuando mi pobre paciente se enfureció con ellos en el teatro de la Casa Absoluta, casi lo matan con sus pistolas.

El gigante se movió en la gran silla.

—No hace falta que finja simpatía, doctor. Le sienta mal. Hacerme el tonto mientras ellos miraban… —Los inmensos hombros se levantaron y cayeron.En verdad, no tendría que haberme desenfrenado. Ahora han aceptado olvidar.

Barbatus dijo: —Usted sabe que esa noche habríamos podido matar fácilmente a su creador. Lo quemamos apenas lo suficiente para que dejara de atacarnos.

Entonces recordé lo que el gigante me había dicho al separarnos en el bosque, más allá de los jardines del Autarca: que él era el amo del doctor. Ahora, sin detenerme a pensarlo, agarré la mano del doctor. La piel parecía tan tibia y viva como la mía, aunque curiosamente seca. Al cabo de un momento se soltó.

—¿Qué es usted? —le pregunté, y como no contestaba, me volví hacia los seres que se hacían llamar Famulimus y Barbatus—. Una vez, sieurs, conocí a un hombre que sólo en parte era carne humana…

En vez de replicar miraron al gigante, y aunque yo sabía que esas caras eran solamente máscaras, sentí la fuerza con que exigían una respuesta. —Un homúnculo — gruñó Calveros.

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