XXXII — Hacia el castillo

Las otras islas se habían separado, y aunque entre ellas se movían las barcas y las velas iban totalmente desplegadas contra las ramas, no pude sino sentir que estábamos inmóviles bajo las nubes presurosas, y que nuestro movimiento sólo era la última ilusión de una tierra que se ahogaba.

Muchas de las islas flotantes que yo había visto aquel día permanecían en la retaguardia como refugios de mujeres y niños. Quedaba media docena, y yo iba en lo mas alto de la de Llibio, la mayor de las seis. Además del anciano y de mí, transportaba siete combatientes. Las otras islas llevaban cuatro o cinco cada una. Además de las islas teníamos treinta barcas, cada una con dos o tres tripulantes.

Yo no me engañaba pensando que nuestros cien hombres, con sus cuchillos y arpones, constituyeran una fuerza formidable; un puñado de dimarchi de Abdiesus los habrían dispersado como paja suelta. Pero eran mis seguidores, y conducir hombres a la batalla es un sentimiento incomparable.

En las aguas del lago no se veía un solo destello, salvo la verde luz refleja que derramaba la miríada de hojas del Bosque de Lune, a unas cincuenta mil leguas de distancia. Esas aguas me hacían pensar en el acero pulido y aceitado. El débil viento las movía en largas olas sin espuma, como colinas de metal.

Al cabo de un rato una nube oscureció la luna, y me pregunté brevemente si la gente del lago no perdería el rumbo en la oscuridad. Sin embargo, y por la forma en que manejaban sus veleros habría podido ser una noche de luna llena, y aunque a menudo barcas e islas se acercaban mucho, ni por un momento en todo ese viaje advertí el menor peligro de que dos de ellas chocaran.

Ser transportado de esa forma, a oscuras y bajo las estrellas, en medio de mi propio archipiélago, sin otro ruido que el murmullo del viento y el chapoteo de los remos que se alzaban y caían con la regularidad de un tictac, sin sentir más movimiento que el que transmitía la suave hinchazón de las olas, podría haber sido calmante y hasta soporífero, pues, por más que antes de partir yo había dormido un poco, aún estaba cansado; pero el frescor del aire nocturno y la idea de lo que íbamos a hacer me mantenían despierto.

Ni Llibio ni ningún otro isleño había podido darme más que una vaguísima información sobre el interior del castillo que íbamos a asaltar. Había un edificio principal y una muralla. No tenía idea de si el edificio principal era una verdadera defensa; es decir, una torre fortificada lo suficientemente alta como para dominar la muralla. Tampoco sabía si además del principal había otros edificios (una atalaya, por ejemplo), ni si la muralla estaba reforzada con torres y torretas, ni cuántos defensores podía tener. El castillo había sido construido en dos o tres años con trabajo nativo; por lo tanto no podía ser tan formidable como, digamos, el de Acies; pero un lugar con la cuarta parte de la solidez de Acies nos habría resultado inexpugnable.

Yo tenía aguda conciencia de lo poco idóneo que era para guiar una expedición así. En mi vida había visto siquiera una batalla, y mucho menos participado en ella. Mis conocimientos de arquitectura militar provenían de mi crianza en la Ciudadela y de paseos ocasionales entre las fortificaciones de Thrax, y lo que sabía —o creía saber— de táctica estaba entresacado de lecturas esporádicas. Recordé cuánto había jugado de chico en la necrópolis, librando allí escaramuzas imaginarias con espadas de madera, y la idea casi me puso físicamente enfermo. No porque temiera mucho por mi vida, sino porque sabía que un error mío podía traer la muerte a la mayoría de aquellos hombres inocentes e ignorantes que buscaban a un guía en mí.

Brevemente volvió a brillar la luna, cruzada por las siluetas negras de una bandada de cigüeñas. Vi, en el horizonte, la línea de la costa como una banda de noche más oscura. Una nueva masa de nubes apagó la luz, y me cayó una gota de agua en la cara. Me hizo sentir alegre de repente, sin saber por qué; la razón, sin duda, era que inconscientemente había recordado la lluvia que caía en la noche de mi pelea con el alzabo. A lo mejor también pensaba en el agua helada que vomitaba la boca de la mina de los hombres- mono.

Pero dejando aparte asociaciones casuales, ciertamente la lluvia podía ser una bendición. No teníamos arcos, y si a los de nuestros enemigos se les mo jaban las cuerdas, tanto mejor para nosotros. Sin duda, así les sería imposible usar las balas de poder que había disparado el arquero del atamán. Además, la lluvia favorecería un ataque por sorpresa, y ya hacía rato que yo había resuelto que sólo por sorpresa podíamos tener esperanzas de atacar con éxito.

Estaba absorto en mis planes cuando las nubes se abrieron de nuevo y vi que navegábamos paralelamente a la costa, que se elevaba en acantilados a nuestra derecha. Adelante, una península de rocas aún más altas se incrustaba en el lago, y fui hasta la punta de la isla a preguntarle al hombre destacado allí si era sobre ella donde estaba el castillo. El hombre sacudió la cabeza y dijo: —Vamos a virar.

Eso hicimos. Aflojamos todas las velas y volvimos a atarlas sobre otras ramas. Por un lado de la isla bajamos al agua unas orzas cargadas con piedras, mientras tres hombres se esforzaban con la caña para torcer el timón. De pronto tuve la idea de que, muy astutamente, Llibio debía de haber ordenado la recalada para hurtarnos a la vista de algún observador que pudiera estar vigilando el lago. Si era así, cuando ya no quedara la península entre el castillo y nuestra pequeña flota, seguiríamos estando en peligro de que nos viesen. También se me ocurrió que si el constructor del castillo no había elegido el alto espolón rocoso que ahora íbamos bordeando, y que parecía casi invulnerable, tal vez fuese porque había encontrado un lugar todavía más seguro.

Luego bordeamos la punta y avistamos nuestro destino a no más de cuatro cadenas costa abajo: una prominencia de roca más alta aún y más abrupta, con una muralla en la cumbre y un torreón que parecía tener la imposible forma de un hongo.

Me costó creer lo que estaba viendo. Desde la gran columna central cónica, que sin duda era una torre redonda de piedra nativa, se abría una estructura metálica que parecía una lente, de un diámetro diez veces mayor, y en apariencia tan sólida como la torre misma.

Por toda nuestra isla, en las barcas y en las otras islas, los hombres murmuraban y señalaban. Al parecer, aquella cosa increíble era tan nueva para ellos como para mí.

La brumosa luz de la luna, beso de hermana en el rostro de la moribunda hermana mayor, brillaba en la cara superior del enorme disco. Debajo de él, en la sombra espesa, relucían chispas de luz anaranjada. Se movían, planeando hacia arriba o hacia abajo, aunque el movimiento era tan lento que sólo lo advertí después de estar un rato mirándolas. Al fin una se elevó hasta parecer que se situaba inmediatamente debajo del disco y se desvaneció, y un momento antes de que alcanzáramos la orilla aparecieron dos más en el mismo punto.

A la sombra del acantilado había una playa minúscula. No obstante, la isla de Llibio varó antes de que la alcanzáramos, y tuve que saltar de nuevo al agua, esta vez sosteniendo TerminusEst por encima de la cabeza. Afortunadamente no había oleaje, y aunque la lluvia seguía amenazando, no había llegado aún. Ayudé a algunos hombres a arrastrar sus barcas hasta los guijarros mientras otros, con cabos de fibra, amarraban las islas a peñascos.

Después de mi viaje por las montañas, la senda estrecha y traicionera habría sido fácil si no hubiera tenido que trepar a oscuras. Tal como era el caso, hubiese preferido descender desde la ciudad enterrada hasta la casa de Casdoe, aunque la distancia fuera cinco veces mayor.

Cuando llegamos arriba todavía estábamos a cierta distancia de la muralla, que nos ocultaba un bosquecillo de abetos dispersos. Reuní a los isleños a mi alrededor y les pregunté —pregunta retórica— si sabían de dónde había venido la nave voladora que había sobre el castillo. Y cuando me hubieron asegurado que no, les expliqué que yo sí lo sabía (y era verdad, pues, aunque yo nunca había visto ninguna, Dorcas me había alertado sobre ellas), y que en vista de su presencia era mejor que yo fuese a explorar la situación antes de proceder al asalto.

Aunque nadie dijo nada, percibí un sentimiento de impotencia. Estaban convencidos de haber encontrado un héroe que los guiase, y ahora iban a perderlo antes de que empezara la batalla.

—Intentaré entrar —les dije—. Si es posible volveré de nuevo aquí, y os dejaré abiertas todas las puertas que pueda.

—Pero supongamos que no pudieras volver —preguntó Llibio—. ¿Cómo sabremos que ha llegado el momento de sacar los cuchillos?

—Haré alguna señal dije, y me devané los sesos pensando qué señal podría hacer encerrado en esa torre negra—. En una noche como ésta han de haber encendido fuegos. Mostraré un tizón por una ventana, y lo dejaré caer para que veáis la estela. Si no hago ninguna señal y no consigo volver, podéis dar por sentado que me han hecho prisionero: atacad cuando despunte el primer rayo en las montañas.

Al poco rato estaba en la puerta del castillo, aporreando un gran aldabón de hierro con forma de cabeza humana (por lo que pude determinar con los dedos) contra una plancha del mismo metal empotrada en roble.

No hubo respuesta. Después de haber esperado por espacio de una docena de respiraciones, volví a golpear. Oí cómo dentro se despertaban los ecos, pero no había sonido de voces. Las espantosas caras que había entrevisto en el jardín del autarca me llenaron la mente, y esperé temiendo el ruido de un disparo, aunque sabía que si los hieródulos optaban por dispararme —y de ellos venían en última instancia todas las armas de energía—, probablemente no oiría nada. El aire estaba tan quieto que era como si la atmósfera esperase conmigo.

Por fin se oyeron pasos, tan rápidos y ligeros que yo habría dicho que eran las pisadas de un niño. Una voz vagamente familiar gritó:

—¿Quién es? ¿Qué quiere?

Y yo respondí: —El maestro Severian, de la Orden de los Buscadores de la Verdad y la Penitencia. Vengo como brazo del Autarca, cuya justicia es pan de sus súbditos.

—¡Vaya, tú! —exclamó el doctor Tales, y abrió de golpe el portal.

Por un momento no pude hacer otra cosa que mirarlo.

—Dime, ¿qué quiere el Autarca de nosotros? La última vez que te vi, ibas a la Ciudad de los Cuchillos Curvos. ¿Llegaste al fin?

—El Autarca quería saber por qué un vasallo de usted había retenido a un sirviente suyo. Me refiero a mí. Esto pone la cuestión bajo una luz ligeramente distinta.

—¡En efecto! ¡En efecto! También desde nuestro punto de vista, ¿comprendes? No sabía que el misterioso visitante de Murene eras tú. Estoy seguro de que el pobre Calveros tampoco. Entra y conversaremos.

Entré, y el doctor cerró detrás de mí el pesado portón y colocó una pesada barra de hierro.

—En realidad no hay mucho que conversar —dije—, pero podríamos empezar por una valiosa gema que me arrebataron por la fuerza, y que según me informaron, le ha sido enviada a usted.

Mientras seguía hablando, sin embargo, mi atención pasó de las palabras que estaba pronunciando a la vasta mole de la nave de los hieródulos, que de aquel lado de la muralla tenía directamente sobre la cabeza. Levantar los ojos hacia ella me dio la misma sensación de trastorno que he tenido a veces mirando a través de la doble curva de una lente de aumento; la convexa cara inferior de esa nave parecía algo ajeno no sólo al mundo de los humanos sino a todo el mundo visible.

—Ah, sí —dijo el doctor Tales—. Creo que Calveros tiene la chuchería. O en todo caso la tenía y la ha tirado por ahí. Estoy seguro de que te la devolverá.

Del interior de la torre circular que parecía (aunque era imposible) sostener la nave, llegó débilmente un sonido solitario y terrible que podría haber sido el aullido de un lobo. Yo no había vuelto a oír nada semejante desde que abandoné la Torre Matachina; pero sabía qué era, y le dije al doctor Talos: —Aquí tienen prisioneros.

Asintió. —Sí. Me temo que hoy he estado tan atareado que entre una cosa y otra olvidé alimentar a esas pobres criaturas. —Hizo un gesto indefinido hacia la nave.— Espero que no tengas reparos en conocer cacógenos, ¿eh, Severian? Me temo que si quieres pedirle la joya a Calveros, no tendrás más remedio. Él está allí dentro, hablándoles.

Dije que no tenía reparos, aunque temo que al decirlo temblé por dentro.

El doctor sonrió, y por encima de la barba roja se vio la brillante hilera de dientes afilados que yo recordaba tan bien.

—Espléndido. Siempre has sido una persona maravillosamente desprejuiciada. Si me permites decirlo así, supongo que tu adiestramiento te enseñó a tomar a la gente tal como es.

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