XVIII — Severian y Severian

Bebí toda el agua que pude, y le dije al niño que debía hacer lo mismo, que en las montañas había muchos lugares secos, que quizá no volviera a beber hasta la mañana siguiente. Él había preguntado si ahora no volveríamos a casa; y aunque hasta entonces yo había planeado rehacer nuestra ruta desde la casa que fuera de Casdoe y Becan, le dije que no, pues sabía que para él sería terrible ver de nuevo aquel techo, y el campo y el pequeño jardín, y tener que dejarlos por segunda vez. A su edad incluso podía figurarse que la madre y el padre, la hermana y el abuelo todavía estaban allí dentro de algún modo.

Sin embargo, no podíamos descender mucho más; ya estábamos muy por debajo del nivel en que el viaje se volvía peligroso para mí. El brazo del arconte se alargaba cien leguas y aun más allá, y ahora era muy posible que Agia decidiera que los dimarchi me persiguieran.

Al nordeste se alzaba el pico más alto que había visto hasta ese momento. Una mortaja de nieve le cubría no sólo la cabeza sino también los hombros, y le bajaba casi hasta la cintura. Yo no podía decir, y tal vez no pudiera decirlo nadie, qué rostro orgulloso era el que miraba al oeste por encima de tantas cumbres menores; pero había gobernado seguramente en los más tempranos de los grandes días de la humanidad, disponiendo de energías capaces de modelar el granito como el cuchillo del tallador modela la madera. Mirando su imagen, tuve la impresión de que incluso los avezados dimarchi, que tan bien conocían las agrestes tierras altas, deberían tenerle miedo. Así que hacia él nos encaminamos, o más bien hacia el alto paso que unía la drapeada tela de su túnica con la montaña donde Becan se había establecido una vez. Por el momento el ascenso no era difícil, y empleamos más fuerzas en caminar que en trepar.

A menudo el niño Severian me tomaba de la mano cuando no necesitaba mi apoyo. No soy ducho en apreciar los años de los niños, pero me pareció que él estaba en la edad en que de haber sido uno de nuestros aprendices, habría acabado de ingresar en la escuela del maestro Palaemon; es decir, era lo bastante mayor para caminar bien, y para entender y hablar y hacerse entender.

Estuvo una guardia o algo así sin decir nada más que lo que ya he referido. Luego, mientras bajábamos por una cuesta abierta y herbosa bordeada de pinos, un lugar muy parecido al de la muerte de su madre, me preguntó: —Severian, ¿quiénes eran esos hombres?

Comprendí de quiénes hablaba.

—No eran hombres, aunque una vez lo fueron y todavía se les parecen. Eran zoántropos, una palabra que designa a las bestias con forma humana. ¿Entiendes lo que digo?

El niño asintió, solemne, y luego preguntó: —¿Por qué no llevaban ropa?

—Porque, como te dije, ya no son seres humanos. Los perros nacen perros y los pájaros nacen pájaros, pero hacerse humano es un logro; uno lo tiene que pensar. Tú lo has estado pensando los últimos tres o cuatro años, por lo menos, Severian chico, aunque quizá nunca hayas pensado en que lo pensabas.

—Los perros sólo buscan cosas para comer —dijo el niño.

—Exacto. Pero eso plantea la cuestión de si hay que obligar a las gentes a que piensen, y hace mucho tiempo algunos decidieron que no. Podemos obligar a un perro, a veces, a actuar como un hombre: a caminar en dos patas, llevar collar y cosas así. Pero no debemos ni podemos obligar a un hombre a actuar como un hombre. ¿Nunca has querido dormirte, por más que no tenías sueño ni estabas cansado? El niño asintió con la cabeza.

—Era porque querías descargarte del peso de ser un niño, al menos por un tiempo. Yo a veces bebo demasiado vino, y es porque por un rato me gustaría dejar de ser un hombre. Hay gente que se quita la vida por eso. ¿Lo sabías?

—O hacen cosas que pueden lastimarlos —contestó. La forma en que lo dijo me hablaba de discusiones oídas por azar; muy probablemente Becan había sido esa clase de hombre, o no habría llevado la familia a un lugar tan remoto y peligroso.

—Sí —le dije—. Puede ser lo mismo. Y hay ciertos hombres, y hasta mujeres, que a veces llegan a odiar la carga del pensamiento, pero no por eso aman la muerte. Ven a los animales y desearían ser como ellos, que sólo reaccionan por instinto y no piensan. ¿Sabes qué es lo que te hace pensar, Severian chico?

—La cabeza —se apresuró a responder el niño, y se la agarró con las manos.

—Los animales también tienen cabeza… Hasta los más estúpidos, como los cangrejos, los bueyes o las garrapatas. Lo que te hace pensar es apenas una pequeña parte de tu cabeza, que está dentro, justo encima de los ojos. —Le toqué la frente.—Ahora bien, si por alguna razón quieres que te corten una mano, puedes acudir a ciertos hombres expertos en eso. Supón, por ejemplo, que te haces en la mano una herida de la que nunca curará. Ellos te la pueden cortar de tal manera que casi no haya posibilidades de que le pase algo al resto de tu cuerpo.

El niño asintió.

—Muy bien. Esos mismos hombres pueden quitarte esa pequeña parte de la cabeza que te hace pensar. Lo que no pueden es volver a ponértela, ¿entiendes? Y aunque pudieran, una vez sin esa parte tú no podrías decir nada. Pero a veces la gente paga a esos hombres para que les quiten esa parte. Quieren dejar de pensar para siempre, y a menudo dicen que les gustaría dar la espalda a todo lo que ha hecho la humanidad. Entonces ya no es justo tratarlos como a seres humanos: se han transformado en animales, si bien animales que aún tienen forma humana. Preguntaste por qué no llevaban ropa. Ellos ya no comprenden qué es la ropa, y por eso no se la pondrían aunque tuvieran frío, por más que puedan echarse en ella y hasta envolverse.

—¿Tú eres un poquito así? —preguntó el niño, y me señaló el pecho desnudo.

La idea que estaba insinuándome no se me había ocurrido nunca, y por un momento me sorprendió. —Es la norma de mi gremio —dije—. A mí no me han quitado ninguna parte de la cabeza, si es eso lo que preguntas, y en un tiempo usaba camisa… Pero sí, supongo que soy un poco así, porque nunca lo había pensado, ni siquiera teniendo mucho frío.

Me miró como diciendo que le había confirmado lo que él sospechaba.

—¿Por eso estás escapando?

—No, no estoy escapando por eso. En todo caso, supongo que podrías decir que es por lo contrario. Tal vez esa parte de mi cabeza se haya agrandado demasiado. Pero respecto a los zoántropos tienes razón, es por eso que viven en las montañas. Cuando un hombre se vuelve animal, se vuelve un animal peligroso, y a los animales así no se los puede tolerar en lugares más colonizados, donde hay granjas y mucha gente. Por eso se los expulsa a estas montañas, o los traen sus antiguos amigos, o alguien a quien le pagan antes de descartar la capacidad del pensamiento humano. Como todos los animales, claro, siguen pudiendo pensar un poco. Lo suficiente para encontrar comida en el páramo, aunque cada invierno mueren muchos. Lo suficiente para tirar piedras como los monos tiran nueces, e incluso para buscar compañera, pues ya te digo que algunas son mujeres. Los hijos e hijas rara vez viven mucho, y supongo que por suerte, porque nacen exactamente como naciste tú, y también yo: con la carga del pensamiento.

Cuando terminamos de hablar, aquella carga me pesaba enormemente; tanto, en verdad, que por primera vez comprendí realmente que para otros pudiera ser una maldición tan grande como para mí la memoria.

Nunca he sido muy sensible a la belleza, pero la del cielo y la de la ladera eran tales que parecían colorear mis meditaciones, y tuve la sensación de que podía comprender cosas casi incomprensibles. Cuando el maestro Malrubius se me había aparecido tras la primera representación de la obra del doctor Talos —algo que entonces no pude entender y aún no entiendo hoy, aunque cada vez estoy más seguro, y no menos, de que ocurrió—, me había hablado de la circularidad del gobierno, aunque el gobierno era algo que no me concernía. Ahora se me ocurrió que la propia voluntad estaba gobernada, si no por la razón, al menos por cosas situadas encima o debajo de ella. No obstante, era muy difícil decir de qué lado de la razón estaban esas cosas. El instinto, sin duda, estaba debajo; pero ¿no podía estar arriba, también? Si el alzabo había atacado a los zoántropos, era porque el instinto le había ordenado preservar su presa frente a otros; Becan lo había hecho por instinto de preservar a su mujer y su hijo. Ambos habían llevado a cabo la misma acción, y de hecho en el mismo cuerpo. ¿El instinto superior y el inferior habían unido las manos a espaldas de la razón? ¿O detrás de toda razón no hay más que un instinto, y la razón ve una mano a cada lado?

Pero ¿es realmente instinto ese «apego a la persona del monarca» que según sugirió el maestro Malrubius era la forma de gobierno a la vez más alta y más baja? Pues está claro que el instinto no puede haber surgido de la nada: indudablemente, los halcones que planeaban sobre nuestras cabezas habían construido sus nidos por instinto; pero tiene que haber habido un tiempo en que no se construían nidos, y el primer halcón que hizo uno no pudo heredar el instinto de sus padres, puesto que ellos no lo tenían. Tampoco es posible que ese instinto se haya desarrollado lentamente, y que mil generaciones de halcones buscaran un palito hasta que algún halcón buscó dos; pues ni un palito ni dos sirven gran cosa al halcón que está haciendo un nido. Quizá lo que estuvo antes que el instinto fue un principio de gobierno de la voluntad, a la vez superior e inferior. Quizá no. Las aves que giraban allá arriba trazaban sus jeroglíficos en el aire, pero a mí no me era dado leerlos.

A medida que nos acercábamos a la garganta que unía la montaña con aquélla todavía más encumbrada que he descrito, parecíamos movernos por el rostro de Urth trazando una línea del polo al ecuador; y por cierto, la superficie sobre la cual avanzábamos como hormigas podría haber sido el propio globo vuelto del revés. A lo lejos, atrás y adelante, se cernían los anchos, resplandecientes campos de nieve. Abajo de éstos se extendían faldas pedregosas como la costa del mar del sur, cercado de hielo. Más abajo había altos prados de hierba dura, moteada ahora de flores silvestres; yo recordaba bien aquellos sobre los cuales había pasado la víspera, y en el pecho de la montaña de adelante, bajo la bruma azul que la envolvía, había una banda como un pastizal verde; debajo de ella los pinos tenían un brillo tan oscuro que parecían negros.

La garganta hacia la que bajábamos era muy diferente, una extensión de bosque de montaña donde unos duros árboles de hojas lustrosas y trescientos codos de altura alzaban unas enfermas cabezas hacia el sol agonizante. Los hermanos muertos permanecían erguidos, sostenidos por los vivos y envueltos en ondulantes sábanas de lianas. Cerca del arroyuelo donde nos detuvimos a pernoctar, la vegetación ya había perdido casi toda su delicadeza de montaña y empezaba a adquirir algo de la exuberancia de las tierras bajas; y ahora que estábamos suficientemente cerca de la garganta para verla con claridad, y que la necesidad de caminar y trepar no le monopolizaba la atención, el niño la señaló y preguntó si íbamos a bajar por allí.

—Mañana —dije—. Pronto va a oscurecer, y prefiero que atravesemos esa selva de día.

Ante la palabra selva se le dilataron los ojos: —¿Es peligrosa?

—Realmente no lo sé. Por lo que oí en Thrax, los insectos no son ni con mucho tan malos como en lugares más bajos, y no es probable que nos encontremos con vampiros… Una vez, a un amigo mío lo mordió un vampiro, y no es muy agradable. Pero los que sí viven allí son los grandes monos, y habrá pumas y otras cosas.

—Y lobos.

—Y lobos, claro. Sólo que lobos hay también en partes más altas. Tan altas como donde estaba tu casa, y más aún.

Apenas mencioné su antiguo hogar me arrepentí, porque con la palabra desapareció algo de la alegría de vivir que había empezado a volverle a la cara. Por un rato pareció perderse en algún pensamiento. Luego dijo:

—Cuando esos hombres… —Los zoántropos.

Asintió: —Cuando los zoántropos atacaron a mamá, ¿viniste lo más rápido que podías?

—Sí —dije—. Fui lo más rápido que pude. —Era verdad, al menos en cierto sentido, pero de todos modos me dolió decirlo.

—Bien —dijo él. Yo le había desplegado una manta, y ahora se echó sobre ella. Se la doblé por encima—. Las estrellas se han vuelto más brillantes, ¿no es así? Cuando el sol se va brillan más.

Me eché al lado de él mirando hacia arriba.

—En realidad no se va. Eso es lo que nos parece, porque Urth vuelve la cara. Si tú no me miras, yo no dejo de estar por más que no me veas.

—Si el sol sigue estando, ¿por qué las estrellas brillan más?

La voz del niño me decía que estaba contento por ser capaz de argumentar, y yo también estaba contento; de repente comprendí por qué el maestro Palaemon había disfrutado conversando conmigo cuando yo era niño.

—La llama de una vela —dije— es casi invisible a plena luz del sol, y del mismo modo parece que se apagaran las estrellas, que en realidad también son soles. Por cuadros pintados en la antigüedad, cuando nuestro sol era más brillante, parece ser que las estrellas no se veían hasta el crepúsculo. Las viejas leyendas (en la alforja tengo un libro que cuenta muchas) están llenas de seres mágicos que se desvanecen muy despacio y de la misma forma vuelven a aparecer. No hay duda de que esas historias se basan en cómo se veían entonces las estrellas.

El niño alzó un dedo: —Allí está la hidra.

—Pienso que tienes razón —dije—. ¿Conoces alguna otra?

Me mostró la cruz y el gran toro, y yo señalé mi anfisbena, y varias más.

—Y allí está el lobo, arriba del unicornio. También hay un lobito, pero no puedo encontrarlo.

Lo descubrimos juntos, cerca del horizonte. —Son como nosotros, ¿no? El lobo grande y el lobo chico. Nosotros somos Severian grande y Severian chico.

Estuve de acuerdo, y él contempló largo rato las estrellas, masticando el trozo de carne seca que le había dado. Luego dijo: —¿Dónde está el libro con historias?

Se lo mostré.

—Severa y yo también teníamos un libro, y a veces mamá nos leía historias.

—Era tu hermana, ¿no? Severian asintió.

—Éramos gemelos. Severian grande, ¿alguna vez tuviste una hermana?

—No lo sé. Toda mi familia está muerta. Murieron cuando yo no era más que un bebé. ¿Qué clase de historia te gustaría?

Me pidió ver el libro y se lo di. Después de haber pasado unas páginas me lo devolvió: —No es como el nuestro.

—Ya me parecía.

—Mira si puedes encontrar una historia con un niño que tiene un amigo grande, y una gemela. Tendría que haber lobos.

Me esforcé todo lo posible, y leí rápido para adelantarme a la luz menguante.

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