XXVII — Por altos senderos

El bote flotante no me obedecía, porque yo no conocía la palabra necesaria. (He pensado muchas veces que esa palabra tenía que haber estado entre las cosas que Piatón había intentado decirme, como me había dicho que le quitara la vida; y ojalá le hubiese prestado atención antes.) Al final me vi obligado a descolgarme desde el ojo derecho de la montaña Autarca: el peor descenso de mi vida. En este prolongado relato de mis aventuras, he dicho a menudo que yo nunca olvido nada; pero de aquello he olvidado gran parte, porque estaba tan exhausto que me movía como en sueños. Cuando al fin me tambaleé entrando en la ciudad silenciosa y cerrada que se levantaba entre los pies de los catafractos, me pareció que ya era casi de noche, y me eché junto a un muro que me protegía del viento.

Hay una belleza terrible en las montañas, aun cuando lo ponen a uno cerca de la muerte; en realidad creo que es entonces cuando se hace más evidente, y que los cazadores que entran en las montañas bien vestidos y bien alimentados y salen bien alimentados y bien vestidos pocas veces las ven. Allí el mundo entero puede parecer una pila natural de agua clara, quieta y fría como el hielo.

Aquel día bajé hasta muy lejos, y encontré altas planicies que se extendían muchas leguas, planicies llenas de hierba tierna y de flores como nunca se ven en alturas menores, flores pequeñas y rápidas en abrirse, más perfectas y puras de lo que las rosas pueden ser nunca.

Con mediana frecuencia esas planicies estaban bordeadas de riscos. Más de una vez pensé que ya no podría seguir hacia el norte y tendría que volver sobre mis pasos; pero siempre encontraba un camino, por arriba o por abajo, y así seguía adelante. No vi soldados ni a pie ni a caballo por debajo de mí, y aunque en cierto modo fuera un alivio — pues había temido que la patrulla del arconte siguiera aún tras mis pasos—, también era inquietante, porque mostraba que me había alejado de las rutas por las que el ejército recibía suministros.

El recuerdo del alzabo volvía para hostigarme; era posible que en las montañas hubiera muchos más de su especie. Además, no podía sentirme seguro de que estuviera realmente muerto. ¿Quién sabía qué poder de recuperación poseía semejante criatura? Aunque a la luz del día lograba olvidarlo, expulsándolo, por así decir, de mi conciencia con preocupaciones sobre la presencia o ausencia de soldados, y las mil imágenes encantadoras de picos y cataratas y valles que me asediaban la vista, el recuerdo regresaba por la noche, cuando arrebujado en la manta y la capa y ardiendo de fiebre, creía oír el mullido golpeteo de sus pies, el roce de sus garras.

Si, como suele decirse, el orden del mundo sigue un plan (lo mismo da si concebido antes de su creación o desarrollado durante los billones de eones de su existencia por la lógica inexorable del orden y el crecimiento), todas las cosas han de contener, tanto la representación en miniatura de glorias más altas, como el dibujo ampliado de cuestiones menores. Para desviar mi atención circular del recuerdo del horror del alzabo, yo a veces intentaba fijarla en esa faceta de su naturaleza que le permite incorporar memorias y deseos de los seres humanos a los suyos. El paralelo en cuestiones menores no me parecía importante. El alzabo podía compararse a ciertos insectos que se cubren el cuerpo con ramitas y trozos de hierba para que sus enemigos no los descubran. Visto desde cierto ángulo, no hay engaño: las ramitas, los fragmentos de hojas están allí y son reales. Y sin embargo dentro está el insecto. Así ocurría con el alzabo. Cuando, hablando por la boca de la criatura, Becan me dijo que quería que su mujer y su hijo se reunieran con él, creía estar describiendo sus propios deseos; con todo, esos deseos servirían para alimentar al alzabo, que estaba dentro, y cuyas necesidades y conciencia se ocultaban detrás de la voz de Becan.

De manera nada sorprendente, el problema de correlacionar el alzabo con cierta verdad superior era más arduo; pero al fin decidí que podía compararse a la absorción por el mundo material de pensamientos y actos de seres humanos que, aunque ya no vivos, lo han marcado tanto con actividades que en el sentido más amplio podemos llamar obras de arte, sean edificios, canciones, batallas o exploraciones, que puede decirse que aún después de que desaparecen siguen viviendo por algún tiempo. Fue exactamente de esa manera que la niña Severa le sugirió al alzabo que moviera la mesa para alcanzar así el desván de la casa de Casdoe, aunque la niña Severa ya no estaba.

Entonces yo contaba con Thecla como consejera, y aunque tuviese pocas esperanzas cuando la invoqué, y ella pocos consejos que darme, de todos modos la habían prevenido muchas veces contra los peligros de la montaña, y me impulsó a subir y seguir adelante, y a descender, siempre hacia tierras más bajas y cálidas, con la primera luz.

Ya no estaba hambriento, porque el hambre es algo que desaparece cuando uno no come. Apareció la debilidad en cambio, trayendo consigo una límpida claridad mental. Luego, la tarde del segundo día después de descolgarme de la pupila del ojo derecho, llegué al refugio de un pastor, una especie de panal de piedra, y allí encontré una olla de cocina y cierta cantidad de maíz molido.

A sólo una docena de pasos corría un manantial, pero no había combustible. Pasé el atardecer recogiendo nidos abandonados en una pared rocosa que había a media legua, y por la noche encendí fuego utilizando TerminusEst como piedra de chispa, y herví el tosco alimento (que a causa de la altitud me costó mucho cocer) y me lo comí. Fue, creo, una de las mejores cenas de mi vida, y tuvo un esquivo pero inconfundible sabor a miel, como si los granos secos hubieran conservado el néctar de la planta igual que el centro de ciertas piedras conserva la sal de mares que sólo la propia Urth recuerda.

Estaba decidido a pagar por lo que había comido, y hurgué en mi alforja buscando algo al menos de igual valor para dejárselo al pastor. El libro marrón de Thecla no podía cederlo; me calmé la conciencia recordándome que, de todos modos, era improbable que el pastor supiera leer. Tampoco iba a entregar mi piedra de afilar, tanto porque me recordaba el hombre verde como porque habría sido un regalo de mal gusto allí, donde entre la hierba joven abundaban piedras casi igual de buenas. No tenía dinero, pues le había dejado hasta la última moneda a Dorcas. Al fin di con el mantón rojo que habíamos encontrado en el barro de la ciudad de piedra, largo tiempo antes de llegar a Thrax. Estaba manchado y era demasiado fino como para calentar mucho, pero esperaba que las borlas y el color brillante agradaran al que me había alimentado.

Nunca he comprendido del todo cómo llegó adonde lo encontramos, ni si el extraño individuo que nos había llamado para poder tener ese breve lapso de vida renovada lo había dejado atrás deliberada o accidentalmente cuando la lluvia volvió a disolverle el cuerpo en el polvo que durante tanto tiempo había sido. La antigua hermandad de sacerdotisas posee, fuera de toda duda, poderes que rara vez o nunca usa, y no es absurdo suponer que entre ellos está el de despertar de ese modo a los muertos. En ese caso, el hombre puede haberlas llamado tal como nos llamó a nosotros, y acaso se haya dejado el mantón por accidente.

Sin embargo, hasta en ese caso puede haberse servido a una autoridad superior. Es de este modo como la mayoría de los sabios explican la aparente paradoja de que aunque elegimos libremente hacer esto o lo otro, cometer un crimen o robar por altruismo la sagrada distinción del Empíreo, el Increado siempre domina el conjunto y lo sirven por igual (es decir, totalmente) los que obedecen y los que se rebelan.

No sólo eso. Algunos, cuyos argumentos he leído en el libro marrón y discutido varias veces con Thecla, han señalado que palpitando en la Presencia moran multitud de seres que aunque en apariencia diminutos —en realidad infinitamente pequeños—, por comparación son correspondientemente vastos a los ojos de los hombres, para quienes su señor es tan gigantesco que resulta invisible. (Este tamaño ilimitado lo vuelve diminuto, de modo que la relación que tenemos con él es como la de quienes caminan por un continente pero sólo ven bosques, pantanos, colinas de arena y cosas así, y aunque quizá sientan algunas piedrecitas en los zapatos, nunca reflexionan que la tierra que toda la vida han pasado por alto está allí, andando con ellos.)

Hay también otros sabios que dudando de la existencia del poder al que sirven esos seres, a quienes se puede llamar amschaspandas, afirman no obstante la existencia de éstos. Estas aseveraciones se basan no en testimonios humanos —que abundan y a los cuales sumo el mío, pues vi un ser semejante en el libro de espejos de las salas del padre Inire— sino y ante todo en una teoría irrefutable, pues dicen que si el universo no fue creado (de lo cual, por razones no enteramente filosóficas, consideran conveniente descreer), tiene que haber existido siempre hasta el día de hoy. Y si esto es así, el tiempo se extiende sin fin detrás del día presente, y en ese océano ilimitado de tiempo necesariamente habrá de pasar todo lo concebible. Seres como los amschaspandas son concebibles, puesto que ellos, y muchos otros, los han concebido. Pero si alguna vez entraron en la existencia criaturas tan poderosas, ¿cómo habrían de ser destruidas? Por lo tanto aún existen.

Así pues, por la paradójica naturaleza del conocimiento, se comprende que aunque pueda dudarse de la existencia del Ylem, la fuente primordial de todas las cosas, no se puede dudar de la de sus sirvientes.

Y si tales seres existen sin duda, ¿no será posible que interfieran (si es lícito llamarlo interferencia) en nuestros asuntos mediante accidentes como la capa roja que yo dejé en el refugio? Interferir en la economía de un hormiguero no requiere poder ilimitado: un niño puede removerlo con un palo. No conozco pensamiento más terrible. (El de la propia muerte, que popularmente se considera tan horroroso que es inconcebible, no me perturba mucho; tal vez a causa de la perfección de mi memoria, es en mi vida en lo que no puedo pensar.)

No obstante, hay otra explicación: puede ser que todos los que buscan servir a la Teofanía, y quizás incluso los que alegan servirla, estén, por mucho que nos parezca que difieren y de hecho libren una especie de guerra mutua, ligados como las marionetas del niño y el hombre que una vez vi en un sueño y que aunque parecían combatir entre sí, en realidad estaban controladas por un individuo invisible que manejaba los hilos de ambas. Si éste es el caso, entonces tal vez el chamán que vimos fuera amigo y aliado de esas sacerdotisas cuya civilización tanto se extiende en la misma tierra en donde él, en primitivo salvajismo, una vez ofreció un sacrificio con litúrgica rigidez de crótalos y tambores en el pequeño templo de la ciudad de piedra.

Con la última luz del día siguiente a haber dormido en el refugio del pastor, llegué al lago llamado Diuturna. Era ese lago, creo, y no el mar, lo que había visto en el horizonte antes de que Tifón me encadenara la mente; siempre y cuando, por cierto, el encuentro con Tifón y Piatón no haya sido una visión o un sueño, del cual necesariamente desperté en el lugar donde lo había empezado. No obstante, el lago Diuturna es en sí casi un mar, suficientemente vasto como para que la mente no pueda comprenderlo; y al fin y al cabo es la mente la que crea las resonancias que convoca esa palabra: sin la mente sólo hay una fracción de Urth cubierta de agua salobre. Aunque esta agua se encuentra a una altitud sustancialmente mayor que la del mar, empleé la mayor parte de la tarde en descender hasta la orilla.

La caminata fue una experiencia notable que todavía atesoro, quizá la más hermosa que recuerdo —bien que hoy guarde en la mente las experiencias de tantos hombres y mujeres—, pues mientras bajaba iba atravesando el año. Al dejar el refugio, tenía por encima, por detrás y a la derecha grandes campos de nieve y hielo, en los cuales despuntaban peñascos aún más fríos que ellos, peñascos demasiado barridos por el viento para retener la nieve, que esparciéndose caía y se fundía en los tiernos prados de hierba que yo pisaba, la hierba de los primeros días de primavera. A medida que avanzaba, la hierba se volvía más basta, y de un verde más viril. Los sonidos de los insectos, de los que rara vez soy consciente salvo si los he oído alguna vez, se reanudaron con un ruido que me hacía pensar en la afinación de las cuerdas en el Salón Azul antes de que empezara la cantilena, un ruido que a veces oía acostado en mi camastro, cerca de la puerta abierta del dormitorio de los aprendices.

Empezaron a aparecer arbustos, que pese a su aspecto de fibrosa resistencia no habían podido soportar las alturas donde vivían los pastos tiernos; pero al examinarlos con cuidado descubrí que no eran arbustos, sino plantas que yo conocía como árboles imponentes, atrofiados allí por la brevedad del verano y la ferocidad del invierno, y que el maltrato partía a menudo transformándolos en troncos cercenados, adustos. En uno de esos árboles enanos encontré un zorzal en el nido, el primer pájaro que veía en bastante tiempo, aparte de las aves rapaces de las cumbres. Una legua más y oí el chillido de los cobayos, que tenían sus nidos entre los crestones rocosos, y que asomaban moteadas cabezas de agudos ojos negros avisando a sus parientes que yo me acercaba.

Una legua más y un conejo huyó de mí a los saltos, temeroso del remolineante astara que yo no poseía. Para entonces yo estaba bajando rápidamente, y tomé conciencia de la mucha fuerza que había perdido, no sólo por hambre o enfermedad, sino por la inconsistencia del aire. Era como si hubiera padecido un segundo mal, del cual no me enteré hasta que el regreso de los árboles y los verdaderos arbustos trajo el remedio.

A esas alturas el lago ya no era una línea de azul brumoso; lo veía como una extensión grande y monótona de agua acerada, moteada de barcas hechas —según me enteraría más tarde— sobre todo de cañas, con un pueblecito perfecto al final de la bahía, apenas a la derecha de mi trayectoria de entonces.

Así como no me había percatado de mi debilidad, hasta que no vi las barcas y las curvas esquinas de los techos de paja de la aldea, tampoco me di cuenta de lo sólo que había estado desde la muerte del niño. Creo que era más que simple soledad. Nunca había tenido tal necesidad de compañía, a menos que fuera la compañía de alguien que considerase un amigo. En verdad, rara vez he deseado conversar con desconocidos o ver caras extrañas. Creo más bien que, en cierto modo, estando solo había tenido la sensación de perder la individualidad; para el zorzal y el conejo yo no había sido Severian, sino el Hombre. Si a muchos les gusta estar totalmente solos, y sobre todo estar solos en lugares desiertos, es, creo, porque les complace desempeñar ese papel. Pero yo quería ser de nuevo una persona particular, y por eso necesitaba el espejo de otras, que me mostrarían que no era igual que ellas.

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