III — A la puerta de la choza

Guando llegué hasta Dorcas no la pude hacer hablar. No era simplemente que estuviera enfadada conmigo, aunque entonces lo pensé. El silencio la había atacado como una enfermedad, no dañándole la lengua y los labios sino incapacitándole la voluntad de usarlos y acaso hasta el deseo, del mismo modo que ciertas infecciones destruyen nuestro deseo de placer o aun la comprensión de la alegría ajena. Si no le alzaba la cara hacia mí, no miraba nada; clavaba los ojos en la tierra bajo sus pies, creo que sin siquiera verla, o se cubría la cara con las manos, como estaba haciendo cuando la vi.

Yo quería hablarle, convencido —entonces— de que podría decir algo, aunque no sabía qué exactamente, que la devolviera a sí misma. Pero eso era imposible en el muelle, con los estibadores mirándonos, y por un rato no logré encontrar ningún sitio a donde llevarla. En una calleja cercana que había empezado a subir por la falda oriental del río, vi el cartel de una posada. En la estrecha sala común había parroquianos comiendo, pero por unos pocos aes pude alquilar un cuarto en el piso de arriba, un lugar sin más muebles que una cama ni espacio para otra cosa, con el techo tan bajo que en un lado yo no podía estar de pie. La dueña pensó que lo alquilábamos para una cita, cosa harto natural dadas las circunstancias; pero también pensó, por la desesperada expresión de Dorcas, que yo tenía algún poder sobre ella o se la había comprado a una alcahueta, y le ofreció una candente mirada de comprensión, que no creo que ella notara, y a mí una de reproche.

Cerré la puerta, eché el cerrojo e hice que Dorcas se tendiera en la cama; luego me senté a su lado y, con lisonjas, intenté hacerla conversar, preguntándole qué le pasaba, y qué podía hacer yo para remediarlo, y cosas así. Cuando descubrí que no servía de nada, empecé a hablar de mí mismo, suponiendo que lo que la había impulsado a cortar el diálogo conmigo era sólo el horror de las condiciones en la Víncula.

—Todo el mundo nos desprecia —dije—. Por eso no hay razón para que tú no me desprecies. Lo sorprendente no es que hayas llegado a odiarme ahora, sino que me hayas acompañado tanto tiempo antes de empezar a sentir como los demás. Pero, porque te amo, seguiré defendiendo el nombre de mi gremio, y de este modo también mi nombre, con la esperanza de que acaso un día no te duela tanto haber amado a un torturador, por más que ahora ya no me ames.

»Nosotros no somos gente cruel. No encontramos placer en lo que hacemos, salvo en el hecho de hacerlo bien, lo cual significa hacerlo rápido y en la exacta medida en que la ley nos instruye. Obedecemos a los magistrados, que se mantienen en sus cargos porque el pueblo lo consiente. Ciertos individuos nos dicen que no deberíamos hacer nuestro trabajo, y que no debería hacerlo nadie. Dicen que el castigo infligido a sangre fría es un crimen más grande que cualquiera que hayan podido cometer nuestros clientes.

»Quizas lo que dicen es justo, pero una justicia así destruiría a la Mancomunidad toda. Nadie podría sentirse seguro ni lo estaría, y el pueblo se alzaría al fin; primero contra los ladrones y los asesinos, luego contra cualquiera que ofendiese las ideas populares de propiedad, y por último contra los simples parias y los extranjeros. Luego volvería el viejo horror de las lapidaciones y las quemas, en las cuales cada cual busca superar al vecino por miedo a que mañana sospechen en él alguna simpatía hacia el infeliz que está muriendo hoy.

»Otros nos dicen que ciertos clientes merecen el castigo más severo pero otros no, y que deberíamos negarnos a ejercer nuestra labor sobre los últimos. Es cierto que algunos han de ser más culpables que los demás, y hasta es posible que algunos de los que nos confían no hayan hecho nada malo, ni en el asunto de que se los acusa ni en cualquier otro.

»Pero los que esgrimen estos argumentos se erigen en jueces por encima de los elegidos por el Autarca, jueces con menos adiestramiento en la ley y sin autoridad para convocar testigos. Piden que desobedezcamos a los verdaderos jueces y los escuchemos a ellos, pero no nos pueden demostrar que merecen más nuestra obediencia.

»Aún hay otros que sostienen que en vez de torturarlos o ejecutarlos habría que condenar a nuestros clientes a trabajar para la Mancomunidad, cavando zanjas, construyendo torres y cosas así. Pero con el costo de los guardias y las cadenas se pueden contratar trabajadores honrados, que de otro modo no tendrían con qué alimentarse. ¿En razón de qué tendrían estos hombres que morir de hambre para que no mueran los asesinos o no sufran dolor los ladrones? Por lo demás, estos ladrones y asesinos, que desconocen la lealtad a la ley y la esperanza de recompensa, sólo trabajarían bajo el rigor del látigo. ¿Y qué es ese látigo sino una tortura más con diferente nombre?

»Otros más, por fin, afirman que a los declarados culpables habría que confinarlos, en comodidad y sin dolor, durante muchos años; a menudo por el resto de sus vidas. Pero los que están cómodos y sin dolor viven mucho tiempo, y cada oricreta gastada en mantenerlos podría destinarse a mejores propósitos. Sé poco de la guerra, pero sé lo bastante como para comprender cuánto dinero hace falta para comprar armas y pagar a los soldados. Ahora los combates se libran en las montañas del norte, de modo que combatimos como detrás de un centenar de muros. Pero ¿qué pasaría si llegaran a las pampas? ¿Sería posible rechazar a los ascios cuando hubiera tanto espacio para maniobrar? Y ¿cómo se alimentaría Nessus si los rebaños cayeran en manos de ellos?

»Si no debe confinarse cómodamente a los reos ni torturarlos, ¿qué queda? Si a todos se los matara, y de la misma forma, se consideraría igual a una pobre ladrona que a la que hubiese asesinado a su propio hijo, como hizo Morwenna de Saltos. ¿Te gustaría eso? En tiempos de paz, muchos podrían ser desterrados. Pero desterrarlos ahora sólo significaría entregar un cuerpo de espías a los ascios, para que los entrenaran, los proveyeran de fondos y los volvieran a poner entre nosotros. Pronto no podría confiarse en nadie, por mucho que hablaran nuestra lengua. ¿Te gustaría eso?

Dorcas yacía en tal silencio que por un momento creí que se había dormido. Pero tenía abiertos los ojos, esos enormes ojos de un azul perfecto; y cuando me incliné a mirarla, se movieron, y por un tiempo parecieron mirarme como podrían haber mirado las ondas en un estanque.

—De acuerdo, somos demonios —dije—. Si prefieres decirlo así. Pero somos necesarios. Hasta los poderes celestiales tienen que emplear demonios.

Unas lágrimas le asomaron a los ojos, aunque era imposible saber si lloraba porque me había lastimado o porque se había dado cuenta de que yo aún estaba allí. Con la esperanza de que recuperase el afecto que antes me mostraba, me puse a hablar de los tiempos en que aún estábamos en camino hacia Thrax, recordándole el claro donde nos habíamos encontrado tras huir del parque de la Casa Absoluta, y la conversación que habíamos tenido en esos grandes jardines, antes de la obra del doctor Tales, paseando entre las flores hasta sentarnos en un viejo banco junto a una fuente rota, y todo lo que ella me había dicho, y lo que yo le había dicho a ella.

Y me pareció que la tristeza se le aliviaba un poco hasta que mencioné la fuente, cuyas aguas manaban de la pila agrietada en una pequeña corriente que algún jardinero había enviado a vagar entre los árboles, para refrescarlos, y que terminaba allí embebiendo la tierra; pero entonces una oscuridad que no estaba en el cuarto sino en el rostro de Dorcas vino a depositarse entre nosotros como una de esas cosas raras que nos habían perseguido ajenas y a mí entre los cedros. Dorcas no quiso mirarme, y al cabo de un rato se durmió de veras.

Me levanté con el mayor silencio posible, descorrí el cerrojo de la puerta y bajé la retorcida escalera. Abajo, en el comedor, la dueña seguía trabajando pero los parroquianos se habían ido. Le expliqué a la mujer que la muchacha que había traído estaba enferma, pagué varios días de alquiler, y prometiendo regresar y hacerme cargo de cualquier otro gasto, le pedí que de cuando en cuando fuera a verla, y que la alimentara si quería comer.

—Ah, para nosotros será una bendición tener a alguien durmiendo en el cuarto —dijo la dueña—. Pero si su tesoro está enferma, ¿será el Nido del Pato el mejor lugar para dejarla? ¿No puede llevarla a su casa?

—Me temo que es vivir en mi casa lo que le ha hecho mal. Al menos no quiero correr el riesgo de que volviendo allí empeore.

—¡Pobre tesoro! —La dueña meneó la cabeza.—Tan bonita, además, y parece apenas una niña. ¿Cuántos años tiene?

Le dije que no sabía.

—Bien, le haré una visita y cuando se sienta con ganas le daré un poco de sopa. —Me miró dando a entender que el momento llegaría pronto, no bien yo me marchara.— Pero quiero que sepa que no la tendré prisionera para usted. Si ella quiere, será libre de irse.

Al salir de la posada quise volver a la Víncula por la ruta más directa; pero cometí el error de suponer que si la callejuela donde estaba el Nido del Pato corría casi hacia el sur, sería más rápido seguir por ella y cruzar el Acis más abajo que rehacer el camino por el que había venido con Dorcas hasta el muro posterior del castillo de Acies.

La callejuela me traicionó, como habría esperado si hubiese conocido mejor Thrax. Pues aunque muchas de las tortuosas calles que serpentean por las laderas puedan cruzarse, en general corren de arriba abajo; de modo que para ir de una a otra casa apretada al risco (a menos que estén muy cerca o una encima de otra) hay que bajar hasta la franja central cercana al río y luego volver a subir. Así, al poco rato me encontré tan alto en el acantilado oriental como la Víncula estaba en el opuesto, con menos perspectivas de llegar a ella que las que había tenido al abandonar la posada.

A decir verdad, el hallazgo no me desagradó del todo. Me esperaba trabajo, y llena como tenía aún la mente de pensamientos sobre Dorcas, no sentía ningún deseo especial de hacerlo. Me atraía más agotar mis frustraciones usando las piernas, y resolví seguir la cabriolante calle hasta el final, si era preciso, y ver la Víncula y el castillo de Acies desde aquella altura, y luego mostrar mi insignia de oficial a los guardias de las fortificaciones y caminar por ellas hasta el Capulus, para cruzar el río por el camino más bajo.

Pero después de media guardia de esfuerzo tenaz descubrí que no podía seguir adelante. La calle terminaba contra un precipicio de tres o cuatro cadenas de altura, y en verdad quizás había terminado antes, pues la última veintena de pasos yo la había dado por lo que probablemente no era más que el sendero privado de la miserable choza de adobe y cañas que tenía delante de mí.

Tras cerciorarme de que no había manera de rodearla, y ningún camino hacia la cumbre en una buena distancia a mi alrededor, iba a alejarme disgustado cuando una criatura salió de la choza, y deslizándose hacia mí entre temerosa y audaz, observándome sólo con el ojo derecho, extendió una mano pequeña y muy sucia en el ademán universal de los mendigos. Es posible que si yo hubiera estado de mejor humor, me habría reído de la pobre criatura, tan tímida e inoportuna; el caso es que dejé caer unos aes en la manchada palma.

Envalentonada, la criatura se arriesgó a decir: —Mi hermana está enferma. Muy enferma, sieur. —Por el timbre de la voz decidí que era un niño; al hablar había vuelto la cara casi hacia mí, y vi que tenía el ojo izquierdo cerrado, hinchado por alguna infección. Unas lágrimas de pus se le habían secado en la mejilla.— Muy, muy enferma.

—Ya veo —le dije.

—Oh, no, sieur. No puede desde aquí. Pero si lo desea puede mirar por la puerta… No la molestará. En ese momento un hombre cubierto con un rasguñado delantal de albañil llamó en voz alta. —¿Qué pasa, Jader? ¿Qué quiere? —Trajinaba sendero arriba hacia nosotros.

Como cualquiera habría previsto, el único efecto de la pregunta fue asustar al niño y hacerlo callar. Yo dije: —Estaba preguntando cuál es el mejor camino hacia la zona de abajo.

Sin responder, el albañil se detuvo a unos cuatro pasos de mí y cruzó unos brazos de aspecto mas duro que las piedras que rompían. Parecía irascible y desconfiado, aunque me era imposible saber por qué. Quizá mi acento había delatado que yo era del sur; quizá sólo fuera por mi vestimenta, que, si bien nada rica o fantástica, indicaba que pertenecía a una clase social superior a la de él.

—¿He entrado en terreno privado? —pregunté—. ¿Es suyo este lugar?

No hubo respuesta. Pensara lo que pensase de mí, estaba claro que no habría comunicación entre nosotros. Yo sólo podía hablarle como un hombre le habla a un animal, y ni siquiera como a un animal inteligente, por cierto, sino apenas como un arriero le grita a una res. Y él, por su parte, sólo podía hablar como hablan los animales a un hombre, con un sonido formado en la garganta.

He notado que en los libros, al parecer, nunca se dan estos puntos muertos; los autores tienen tal ansiedad por llevar adelante las historias (por muy inexpresivas que sean, y aunque avancen como carros de mercado con infatigables ruedas chirriantes, y sólo vayan a pueblos polvorientos donde el encanto del campo se ha perdido y nunca se encontrarán los placeres de la ciudad) que no hay tales malentendidos, ninguna negativa que exija una negociación. El asesino que ha puesto la daga en el cuello de la víctima está impaciente por discutir el asunto, y con todo el detenimiento que la víctima o el autor deseen. La apasionada pareja unida en amoroso abrazo se muestra al menos igualmente dispuesta a retrasar la estocada, si no más.

En la vida no es así. Yo miraba fijamente al albañil, y él me miraba a mí. Se me ocurrió que podría matarlo allí mismo, aunque no estaba seguro, pues parecía insólitamente fuerte, y nada garantizaba que no tuviera un arma escondida, o amigos en las miserables viviendas próximas. Sentí que estaba a punto de escupir en el trecho de sendero que nos separaba, y si lo hubiera hecho yo le habría arrojado la chilaba a la cabeza y lo habría apuñalado. Pero no lo hizo, y cuando ya hacía un buen rato que nos estábamos mirando, el niño, que tal vez no tuviera idea de lo que estaba pasando, volvió a decir:

—Puede mirar desde la puerta, sieur. A mi hermana no le molestará. —En el empeño de mostrar que no había mentido se atrevió incluso a tirarme un poco de la manga, sin darse cuenta, por lo visto, de que su sola apariencia justificaba cualquier mendacidad.

—Te creo —dije. Pero entonces comprendí que decir que le creía era insultarlo, mostrando que yo no confiaba en lo que me decía, no tanto al menos como para ponerlo a prueba. Me incliné y espié por la rendija, aunque al principio, como miraba desde el día brillante hacia el tenebroso interior de la choza, lo que pude ver fue poco.

La luz me daba casi de lleno en la espalda. Sentía su presión en la nuca, y era consciente de que el albañil podía atacarme con impunidad ahora que yo no lo veía.

Pequeña como era, la habitación no estaba atiborrada. Contra la pared opuesta a la puerta habían amontonado unas pajas, y allí yacía la chica. Estaba en esa fase de la dolencia en la que ya no sentimos compasión por el enfermo, que se ha convertido en objeto de horror. La cara parecía una calavera sobre la que se estiraba una piel fina y translúcida como el parche de un tambor. Los labios ya no le cubrían los dientes, ni siquiera durante el sueño, y la guadaña de la fiebre le había arrebatado el pelo hasta dejarle apenas unos mechones.

Apoyé las manos en el muro de barro y mimbres que enmarcaba la puerta y me enderecé.

—Ya ve que está muy enferma, sieur —dijo el niño—. Mi hermana. —Y volvió a estirar la mano.

Yo lo veía —lo veo ahora como si lo tuviera delante— pero no dejaba ninguna huella en mi mente. Sólo podía pensar en la Garra; y me parecía que me estaba oprimiendo el esternón, no tanto como un peso sino como los nudillos de un puño invisible. Me acordé del ulano, muerto en apariencia hasta que yo le toqué los labios con la Garra, y que ahora parecía pertenecer al pasado remoto; y me acordé del hombre-mono y su muñón, y de cómo se habían desvanecido las quemaduras de Jonas al pasarles la Garra por encima. No la había usado ni pensado en usarla desde que no había conseguido salvar a Jolenta.

Ahora había guardado el secreto tanto tiempo que temía volver a probarla. Habría tocado con ella a la niña moribunda, tal vez, si su hermano no hubiese estado mirando; habría tocado el ojo enfermo del niño de no haber sido por el hosco albañil. Lo cierto es que sólo traté de respirar contra la fuerza que me agobiaba las costillas, y sin hacer nada, me alejé camino abajo ignorando hacia dónde iba. Oí que la saliva del albañil le volaba de la boca y daba a mis espaldas contra el sendero de piedra; pero no supe qué era ese ruido hasta que casi estuve de nuevo en la Vincula y me sentí más o menos recuperado.

Загрузка...