Con cautela, Sammael pisó en la sedosa alfombra floreada, dejando abierto el acceso por si acaso se hacía necesaria la retirada y aferrando con fuerza el saidin. Por lo general rehusaba las reuniones salvo en terreno neutral o en el suyo, pero ésta era la segunda vez que acudía allí. Pura necesidad. Nunca había sido un hombre confiado y lo era aun menos desde que se había enterado de parte de lo ocurrido entre Demandred y las tres mujeres; y Graendal le había contado sólo lo justo para respaldar algún provecho que veía para sí misma. Sammael lo entendía muy bien; también él tenía sus propios planes de los que no sabían nada los otros Elegidos. Sólo habría un Nae’blis, y ese premio valía tanto como la propia inmortalidad.
Estaba de pie en un alto estrado, con barandilla de mármol a un extremo, donde mesas y sillas doradas y de marfil tallado, algunas repugnantes en los detalles, estaban colocadas de manera que dominaban el resto del largo salón con columnas, tres metros más abajo. No había escaleras que condujeran allí abajo; se trataba de un enorme y extravagante foso en el que ofrecer espectáculos. La luz del sol chispeaba a través de altos ventanales, cuyos cristales de colores representaban complejos dibujos. El abrasador calor del sol no penetraba allí; el aire era fresco, aunque Sammael sólo lo percibió vagamente. Graendal tenía tan poca necesidad como él de realizar tal esfuerzo, pero indudablemente lo haría. Lo extraño es que la mujer no hubiese extendido la red a todo el palacio.
Había algo distinto en la parte baja de la estancia desde la última vez que había estado allí, pero no acababa de discernir qué. Tres estanques, largos y someros, ocupaban la parte central del salón, cada uno con una fuente —sinuosas formas, el movimiento congelado en piedra— que lanzaban chorros de agua casi hasta las nervaduras de mármol tallado del techo en arco. Hombres y mujeres retozaban en los estanques, cubiertos con retazos de seda o menos, en tanto que otros, con vestimentas igualmente escasas, actuaban a lo largo de los laterales: acróbatas y juglares; bailarines de diversos estilos; y músicos tocando flautas, trompas, tambores y todo tipo de instrumentos de cuerda. De todas las tallas y medidas, de todos los tonos de piel, de cabellos y de ojos, cada cual era físicamente más perfecto que el anterior. Todo esto estaba pensado para el esparcimiento de quien se encontrara en el estrado. Qué idiotez. Una pérdida de tiempo y de energía. Típico de Graendal.
El estrado estaba vacío cuando él llegó, pero henchido como estaba de saidin percibió el perfume dulzón de Graendal, como el aroma de un jardín de flores, y oyó el roce de sus escarpines sobre las alfombras mucho antes de que la mujer hablara a su espalda:
—¿No son bellísimos mis animalitos de compañía?
Se reunió con él en la barandilla, contemplando sonriente el espectáculo que tenía lugar abajo. Su traslúcido vestido domani, de color azul, se ajustaba a su cuerpo y hacía algo más que insinuar sus formas. Como tenía por costumbre, lucía un anillo en cada dedo con distintas gemas, cuatro o cinco brazaletes con piedras preciosas engarzadas en cada muñeca, y un ancho collar de enormes zafiros ceñido alrededor del cuello alto del vestido. Él no entendía de esas cosas, pero sospechaba que se había tardado horas en peinar esos bucles dorados que le caían hasta los hombros y colocar las gotas de luna que parecían estar esparcidas por el cabello; algo en su aparente colocación fortuita apuntaba una exacta precisión.
A veces Sammael sentía curiosidad respecto a ella. No la había conocido hasta que había elegido dejar una causa perdida y seguir al Gran Señor, pero gozaba de fama y era honrada por todo el mundo como una dedicada asceta que trataba a aquellos con la mente perturbada por trastornos que la Curación no podía sanar. En aquel primer encuentro, cuando la mujer le aceptó sus primeros juramentos al Gran Señor, todo rastro de sobria benefactora había desaparecido, como si de manera deliberada se hubiese convertido en la antítesis de todo lo que era antes. En apariencia, su gran obsesión era su propio placer, que casi encubría un deseo imperativo de derribar a cualquiera que tuviese una partícula de poder. Y eso a su vez casi ocultaba su propia sed de poder que muy rara vez manifestaba abiertamente. Graendal había sido siempre muy buena para ocultar cosas que estaban a la vista. Sammael creía que la conocía mejor que cualquiera de los otros Elegidos —lo había acompañado a Shayol Ghul para rendir homenaje por primera vez— pero ni siquiera él la conocía a fondo. Esta mujer tenía tantos matices como escamas tenía un jegal, y pasaba de uno a otro con la rapidez del relámpago. Entonces ella era la señora, y él, el acólito a pesar de todos sus logros y habilidades como general. Esa situación había cambiado.
Ninguno de los que jugueteaban en los estanques ni los que actuaban levantaron la vista hacia el estrado, pero a raíz de su aparición se tornaron más activos, más gráciles si cabe, tratando de exhibirse lo mejor posible; existían para complacerla. Graendal se aseguraba de que fuese así.
La mujer señaló con un gesto a cuatro acróbatas, un hombre de cabello oscuro que sostenía a tres esbeltas jóvenes, su piel cobriza untada con aceite, reluciendo.
—Son mis favoritos, creo. Ramsid es el hermano del rey domani. La mujer que está encaramada a sus hombros es su esposa, y las otras dos son la hermana menor del rey y su hija mayor. ¿No es extraordinario lo que la gente es capaz de aprender con el estímulo adecuado? Piensa cuánto talento se desperdicia.
Ése era uno de sus conceptos preferidos: un lugar para cada persona y cada persona en su lugar, dependiendo de sus aptitudes y de las necesidades de la sociedad, las cuales parecían centrarse siempre en sus deseos. Todo aquello hastiaba a Sammael; si le hubiesen aplicado a él los preceptos de Graendal, aún seguiría en el mismo sitio.
El acróbata giró lentamente para ofrecerles una buena vista; sostenía a una mujer en cada brazo extendido, ambas colgando de una mano de la sujeción que ofrecía la que estaba encaramada en los hombros. Graendal ya había dejado de prestarles atención para ponerla en un hombre y una mujer de piel muy oscura, con el cabello rizado, ambos de extraordinaria belleza. La esbelta pareja tocaba unas extrañas arpas alargadas, con un carillón que resonaba al pulsar las cuerdas produciendo sonidos cristalinos.
—Mi nueva adquisición, de las tierras que hay más allá del Yermo de Aiel. Deberían estarme agradecidos por rescatarlos. Chiape era Sh’boan, una especie de emperatriz, que había enviudado recientemente, y Shaofan iba a casarse con ella y a convertirse en Sh’botay. Durante siete años ella habría gobernado sin trabas, absolutamente, y entonces habría muerto. Entonces, él habría elegido una nueva Sh’boan y gobernaría a su antojo hasta su muerte, siete años después. Han seguido ese ciclo durante casi tres mil años sin interrupción. —Soltó una risita mientras sacudía la cabeza con asombro—. Shaofan y Chiape insisten en que esas muertes son algo natural. La Voluntad del Entramado, lo llaman. Para ellos todo es la Voluntad del Entramado.
Sammael no apartó los ojos de la gente de abajo. Graendal parloteaba como una necia, pero sólo los necios de verdad la consideraban estúpida. Lo que aparentemente dejaba caer por casualidad entre tanta palabrería a menudo estaba introducido con la precisión de una aguja conje. La clave estaba en pillar el porqué y qué era lo que esperaba ganar con ello. ¿Por qué de repente se había apoderado de «animalitos de compañía» de un lugar tan lejano? Rara vez se salía de su curso marcado. ¿Estaría intentando que él desviara su atención hacia tierras lejanas, más allá del Yermo, haciéndole creer que tenía intereses allí? El campo de batalla estaba aquí; el primer golpe del Gran Señor se descargaría aquí cuando estuviese libre. El resto del mundo sufriría los coletazos de las tormentas o puede que incluso quedara asolado por ellas, pero esas tormentas se generarían aquí.
—Considerando que gran parte de la familia real domani mereció tu aprobación, me sorprende que no la obtuviesen más miembros —comentó en tono seco. Si lo que la mujer buscaba era distraer su atención, sin duda encontraría el modo de volver a introducir el asunto. Nunca se le pasaba por la cabeza que alguien conociese sus mañas lo bastante para descubrir el propósito que éstas encubrían.
Una mujer esbelta, de cabello oscuro, no joven pero sí con la clase de pálida belleza y elegancia que perduraría toda su vida, apareció junto a Sammael sosteniendo en las dos manos una copa de cristal con ponche de vino oscuro. Él la tomó, aunque no tenía intención de bebérsela; sólo los novatos permanecían alertas esperando un ataque violento y frontal hasta que los ojos les ardían, y en tanto dejaban que un asesino solitario se les acercara por la espalda. Las alianzas, bien que efímeras, eran convenientes; pero, cuantos menos Elegidos quedasen en el Día del Retorno, mayor la oportunidad para los supervivientes de alcanzar el puesto de Nae’blis. El Gran Señor había alentado siempre esta clase de… competición; sólo los más aptos eran merecedores de estar a su servicio. A veces Sammael pensaba que el escogido para gobernar el mundo para siempre sería el último de los Elegidos que quedase en pie.
La mujer volvió junto a un joven musculoso que sostenía una bandeja dorada con otra copa y una jarra a juego. Ambos llevaban atuendos blancos y transparentes y ninguno de ellos pestañeó siquiera por el hecho de que hubiese un acceso abierto a los aposentos de Sammael en Illian. Cuando la mujer sirvió a Graendal, su rostro era el vivo retrato de la adoración. Nunca había problema para hablar delante de sus sirvientes y favoritos, aunque entre ellos no había un solo Amigo Siniestro. Graendal desconfiaba de estos últimos y en su opinión eran fáciles de convencer para que cambiaran de bando; por el contrario el nivel de Compulsión utilizado sobre aquellos que la servían personalmente no dejaba cabida para nada más que la adoración.
—Casi esperaba ver aquí al propio rey sirviendo el vino —continuó Sammael.
—Sabes que sólo escojo lo más exquisito. Alsalam no está al nivel de mis exigencias. —Graendal tomó la copa que le ofrecía la mujer sin apenas dedicarle una mirada, y no por primera vez Sammael se preguntó si los favoritos no serían otra cortina, como la cháchara insustancial, para ocultar sus verdaderos propósitos. Quizá pinchándola un poco conseguiría que soltase algo.
—Antes o después tendrás un desliz, Graendal. Uno de tus visitantes reconocerá a la persona que le sirve el vino o que le abre la cama, y tendrá el sentido común de morderse la lengua hasta que se haya marchado. ¿Qué harás si alguien cae sobre este palacio con un ejército para rescatar a un esposo o a una hermana? Puede que una flecha no tenga la eficacia de una lanza de descarga, pero aun así puede matarte.
La Renegada echó la cabeza hacia atrás y rió con gran regocijo, obviamente demasiado estúpida para advertir el insulto implícito. Obviamente, se entiende, para quien no la conociera.
—Oh, Sammael, ¿por qué iba a dejarles ver algo más de lo que quiero que vean? Ciertamente no envío a mis animalitos para que los sirvan. Los partidarios de Alsalam y sus oponentes, incluso los seguidores del Dragón, se marchan de aquí convencidos de que los apoyo sólo a ellos. Además, no quieren molestar a una inválida.
El leve cosquilleo en la piel advirtió a Sammael que la mujer estaba encauzando y, durante un instante, su imagen cambió. Su tez se tornó cobriza, pero sin lustre, su cabello adquirió un tono oscuro, así como sus ojos, aunque carentes de brillo; su aspecto era demacrado y débil, una domani antaño hermosa que iba perdiendo lentamente la batalla contra la enfermedad. Sammael apenas pudo contener el gesto de desdén. Un simple contacto pondría de manifiesto que aquellos rasgos angulosos no eran los suyos —sólo el uso más sutil de la Ilusión pasaría tal prueba— pero Graendal parecía estar unida permanentemente a la extravagancia. Un instante después volvía a ser ella misma y exhibía una sonrisa irónica.
—No te creerías cómo confían en mí y escuchan mis consejos todos ellos.
Nunca dejaba de sorprenderle que Graendal prefiriera quedarse allí, en un palacio bien conocido en todo Arad Doman, con la guerra civil y la anarquía a su alrededor. Aunque, claro es, Sammael dudaba que la mujer hubiese permitido que cualquiera de los otros Elegidos conociera el lugar donde se había establecido. El hecho de que se lo hubiese confiado a él despertaba sus recelos. A Graendal le gustaban la comodidad y el lujo, pero nunca había estado dispuesta a dedicar demasiado esfuerzo en conservarlos; sin embargo, este palacio tenía las Montañas de la Niebla a la vista, y requería un gran esfuerzo de su parte mantener lejos el caos y evitar que alguien preguntara qué había sido del anterior propietario, así como de su familia y servidumbre. A Sammael no le habría extrañado enterarse de que todos los domani que habían acudido de visita allí se marcharan creyendo que aquellas tierras habían sido posesión de su familia desde el Desmembramiento. Utilizaba la Compulsión tan a menudo que uno podía olvidarse de que era capaz de dominar hasta los aspectos más endebles de ese arte dando vueltas y más vueltas a la mente hasta confundirla por completo y de un modo tal sutil que incluso el examen más minucioso no encontraría rastro de ella. De hecho, seguramente nunca había habido nadie que dominara como ella esta disciplina.
Dejó que el acceso desapareciera pero continuó aferrando el saidin; esos trucos no funcionaban con alguien inmerso en la Fuente. Y, a decir verdad, él disfrutaba con la lucha por la supervivencia, aunque ahora no fuese consciente de ello; sólo los más fuertes merecían sobrevivir, y él ponía a prueba su preparación para la batalla cada día. No había modo de que ella supiese si todavía aferraba el saidin, pero la mujer sonrió brevemente mientras se llevaba la copa a los labios. A Sammael le gustaba tan poco la gente que aparentaba saber cosas como la que sabía cosas que él ignoraba.
—¿De qué querías hablar conmigo? —inquirió con más dureza de lo que era su intención.
—¿Sobre Lews Therin, quieres decir? Porque parece que nunca estás interesado en nada más. Vaya, él sí que sería un estupendo animalito de compañía. Lo convertiría en el centro de toda exhibición. No es que sea exactamente lo que considero un hombre apuesto, pero compensa esa carencia con sus otras dotes. —De nuevo sonrió mientras se llevaba la copa a los labios, y añadió en un murmullo tan quedo que Sammael no lo habría oído de no estar conectado con la Fuente—: Y me encantan altos.
El Renegado tuvo que hacer un esfuerzo para no estirarse todo lo posible. No era bajo, pero lo sacaba de quicio que su talla no fuese acorde con su habilidad. Lews Therin le había sacado más de un palmo de altura; igual que al’Thor. Siempre se suponía que el hombre más alto era el mejor. También hubo de esforzarse para no tocar la cicatriz que le surcaba el rostro desde el nacimiento del pelo hasta la barba recortada en forma cuadrada. Era obra de Lews Therin y la conservaba como un recordatorio. Sospechaba que Graendal había interpretado erróneamente su pregunta a propósito, para hostigarlo.
—Lews Therin murió hace mucho tiempo —replicó duramente—. Rand al’Thor es un muchachito campesino con ínfulas, un patán que ha tenido mucha suerte.
Graendal lo miró, parpadeando como si estuviese sorprendida.
—¿Lo crees de verdad? Tiene que haber algo más que lo respalde. La suerte no lo habría llevado tan lejos en tan poco tiempo.
Sammael no había ido allí para hablar de al’Thor, pero a pesar de ello sintió de nuevo el helor en la base de la espina dorsal. Pensamientos que se había obligado a rechazar volvían a rezumar en su mente. Al’Thor no era Lews Therin. Pero sí el alma renacida de Lews Therin, del mismo modo que el propio Lews Therin había sido la reencarnación de esa alma. Sammael no era filósofo ni teólogo, pero Ishamael había sido ambas cosas y aseguraba haber descubierto secretos ocultos en ese hecho. Ishamael había muerto demente, cierto; pero mucho tiempo atrás, cuando todavía estaba cuerdo y parecía seguro que llevaría a Therin Telamon a la derrota, afirmaba que esta lucha se había venido disputando desde la Creación, una guerra eterna entre el Gran Señor y el Creador utilizando sustitutos humanos. Lo que es más, reconocía que el Gran Señor casi preferiría haber atraído a Lews Therin a la Sombra que haber quedado libre. Tal vez Ishamael ya estuviese un poco loco por entonces, pero lo cierto es que había habido intentos de atraer a Lews Therin. E Ishamael decía que ya había ocurrido tal cosa en el pasado, que el campeón del Creador se había vuelto una criatura de la Sombra y se había convertido en el campeón del Oscuro.
En esos planteamientos había inquietantes implicaciones, ramificaciones que Sammael no deseaba considerar, pero lo cierto es que en su mente alentaba la sospecha de que el verdadero propósito del Gran Señor era hacer Nae’blis a al’Thor. Y eso no podía suceder sin más ni más. Al’Thor necesitaría ayuda; ayuda que explicaría la suerte que había tenido hasta ahora.
—¿Has descubierto dónde esconde al’Thor a Asmodean? ¿O algo sobre el paradero de Lanfear? ¿O de Moghedien?
Ciertamente el esconderse era característico de Moghedien; la Araña siempre acababa apareciendo de repente cuando uno estaba seguro de que finalmente había muerto.
—Sabes tanto como yo —repuso alegremente Graendal, que hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa—. Aunque yo creo que Lews Therin los mató. Oh, no pongas ese gesto. Está bien, al’Thor, si lo prefieres. —La idea no parecía alterarla ni poco ni mucho; claro que ella nunca se encontraría en la situación de un enfrentamiento abierto con al’Thor. Jamás había sido su modo de actuar. Si es que al’Thor llegaba a descubrirla alguna vez, Graendal se limitaría a abandonarlo todo y se establecería en cualquier otra parte; o se rendiría antes de que él tuviese ocasión de descargar el primer golpe y luego empezaría a convencerlo de que era indispensable—. Han llegado rumores de Cairhien sobre que Lanfear murió a manos de Lews Therin el mismo día en que mató a Rahvin.
—¡Rumores! Lanfear ha estado ayudando a al’Thor desde el principio, si quieres saber mi opinión. ¡Habría tenido su cabeza en la Ciudadela de Tear si alguien no hubiese enviado Myrddraal y trollocs para salvarlo! Y ese alguien fue Lanfear, estoy convencido. He terminado con ella. ¡La próxima vez que la vea, la mataré! ¿Y por qué iba a matar al’Thor a Asmodean? Yo sí lo haría si pudiese dar con él, pero se ha puesto de parte de al’Thor. ¡Le está enseñando!
—Siempre encuentras excusas para justificar tus fracasos —musitó la mujer con los labios pegados a la copa, de nuevo en tono demasiado bajo para que la hubiese oído de no ser por el saidin. Luego, en voz más alta, añadió—: Elige tus propias explicaciones, si es lo que quieres. Puede que incluso tengas razón. Lo único que sé es que Lews Therin parece que nos está retirando del juego uno por uno.
La mano de Sammael tembló de rabia con tanta violencia que estuvo a punto de derramar el ponche de la copa antes de lograr controlarse. Rand al’Thor no era Lews Therin. Él mismo había sobrevivido al gran Lews Therin Telamon, renunciando a las alabanzas por victorias que no estaba a su alcance obtener y dejando que otros se regodearan con ello. Su único pesar era que ese hombre no hubiese dejado una tumba para que él pudiese escupir en ella.
Moviendo los enjoyados dedos al compás de un fragmento musical que sonaba abajo, Graendal habló con aire ausente, como si en realidad tuviese puesta su atención en la melodía:
—Muchos de nosotros han muerto en enfrentamientos con él. Aginor y Balthamel. Ishamael, Be’lal y Rahvin. Y Lanfear y Asmodean, a pesar de lo que tú creas. Y quizá Moghedien; tal vez esté acechando en las sombras, esperando hasta que el resto de nosotros hayamos caído; es lo bastante necia para hacer algo así. Espero que tengas preparado un sitio al que huir, porque desde luego es obvio que tú eres el próximo en su lista. Y pronto, diría yo. Aquí no hay ejércitos a los que tenga que hacer frente, pero Lews Therin está reuniendo uno muy grande para lanzarlo contra ti. Es el precio que hay que pagar por demostrar que se tiene poder y que se utiliza.
A decir verdad Sammael tenía preparado un plan de retirada —simple prudencia— pero percibir en la voz de la mujer la certeza de que lo necesitaba lo enfureció.
—Y si entonces destruyo a al’Thor no violaré ningún mandato del Gran Señor. —No lo entendía, pero no se requería comprender al Gran Señor, sólo obedecerlo—. Al menos hasta donde me has contado. Porque si me has ocultado algo…
Los ojos de Graendal se endurecieron hasta semejar pedazos de hielo. No le importaba evitar enfrentamientos, pero no le gustaban las amenazas. Al cabo de un instante volvía a exhibir sonrisitas necias. Variable como el tiempo en M’jinn.
—Lo que Demandred me contó que el Gran Señor le había dicho te lo he comunicado, Sammael. Hasta la última palabra. Y dudo que él se atreva a mentir en nombre del Gran Señor.
—No obstante, apenas has hablado de lo que planea hacer —adujo en voz queda Sammael—. Ni él ni Semirhage ni Mesaana. Prácticamente no has dicho nada.
—Te he dicho lo que sé. —Suspiró con irritación.
Quizás era sincera. Parecía lamentar no estar enterada ella misma. Quizá. Con Graendal, cualquier cosa —y todo— podía ser una actuación.
—En cuanto a los demás… —continuó la mujer—. Recuerda, Sammael. Solíamos maquinar unos contra otros casi con tanto empeño como luchábamos contra Lews Therin, y sin embargo estábamos ganando antes de que nos sorprendiera a todos reunidos en Shayol Ghul. —Se estremeció y, por un momento, su rostro se tornó demacrado. Tampoco Sammael quería recordar aquel día ni lo que vino después, un sueño sin sueños durante el cual el mundo cambió hasta resultar irreconocible, y desapareció todo cuanto había forjado—. Ahora hemos despertado a un mundo en el que deberíamos estar tan por encima de los simples mortales como si perteneciéramos a otra especie, y pese a ello estamos muriendo. Olvida durante un instante quién será Nae’blis. Al’Thor, si es así como quieres que lo llame, estaba indefenso como un bebé cuando despertó.
—Pues Ishamael no lo encontró así —repuso. Claro que por entonces Ishamael estaba loco.
—Actuamos como si éste fuera el mismo mundo que conocíamos —prosiguió ella como si no la hubiese interrumpido—, cuando no queda nada que sea igual. Morimos uno tras otro, y al’Thor se hace más fuerte. Naciones y pueblos se agrupan bajo su mando. Y nosotros morimos. Yo no quiero morir. Aspiro a la inmortalidad.
—Si te asusta, entonces mátalo. —No bien habían salido las palabras de su boca cuando Sammael habría deseado tragárselas.
La incredulidad y la mofa se reflejaron en el semblante de Graendal.
—Yo sirvo al Gran Señor y obedezco, Sammael.
—Lo mismo que yo. Lo mismo que todos nosotros.
—Qué amable de tu parte dignarte postrarte de rodillas ante nuestro señor. —Su voz y su sonrisa eran gélidas y su gesto se ensombreció—. Lo único que digo es que Lews Therin es tan peligroso hoy en día como lo fue en nuestro tiempo. ¿Que si estoy asustada? Pues claro que sí. ¡Me propongo vivir para siempre, no sufrir la misma suerte de Rahvin!
—¡Tsag! —La obscenidad, al menos, la hizo parpadear y mirarlo realmente—. ¡Al’Thor! ¡Al’Thor, Graendal! ¡Un muchacho ignorante, por mucho que Asmodean logre enseñarle! ¡Un tosco patán que probablemente cree que el noventa por ciento de lo que tú y yo damos por sentado es totalmente imposible! al’Thor hace que unos cuantos lores se inclinen ante él y piensa que ha conquistado una nación. Le falta la voluntad para cerrar el puño y conquistarlos. Sólo tiene a los Aiel… ¡Bajad drovja! ¿Quién habría imaginado que cambiarían tanto? —Tenía que controlarse; nunca había proferido maldiciones de este modo y eso era una debilidad—. Sólo ellos lo siguen de verdad y no todos. Pende de un hilo y caerá, de un modo u otro.
—¿De veras? ¿Y si se…? —Enmudeció y se llevó la copa a los labios con tanta rapidez que se derramó el ponche sobre la muñeca; bebió hasta dejar la copa casi vacía. La elegante sirvienta se acercó presurosa con la jarra de cristal. Graendal tendió la copa para que se la llenara y continuó entrecortadamente—: ¿Cuántos de nosotros morirán antes de que esto haya acabado? Tenemos que permanecer unidos, como no lo hemos estado nunca.
Eso no era lo que había empezado a decir. Sammael hizo caso omiso del helor que atenazó su espina dorsal una vez más. Al’Thor no sería elegido Nae’blis. ¡No lo sería! Así que Graendal quería que todos estuvieran unidos, ¿no?
—Entonces, colígate conmigo. Estando los dos vinculados superaríamos a al’Thor. Hagamos que esto sea el comienzo de nuestra nueva postura de unidad. —La cicatriz de su cara se atirantó al sonreír ante la repentina inexpresividad en el rostro de la mujer. La coligación tenía que arrancar de ella, pero estando los dos solos no le quedaría más remedio que dejarle el control a él y confiar en que le pondría fin sin aprovechar su indefensión.
»Bien. Al parecer seguiremos como antes. —En realidad en ningún momento se lo habían planteado, ya que la confianza no era parte de la naturaleza de ninguno de ellos—. ¿Qué más tenías que decirme? —Ésa era la razón de que hubiese ido allí, no para oír su cháchara sobre Rand al’Thor. De él ya se ocuparía. Directa o indirectamente.
La mujer se quedó mirándolo fijamente mientras recobraba la compostura; en sus ojos había un brillo de enemistad.
—Muy poco —contestó finalmente. No olvidaría que la había visto perder el control. Su voz no dejó traslucir la ira que la embargaba, sino todo lo contrario; el tono era suave, incluso trivial—. Semirhage no acudió a la última reunión; ignoro el porqué, y tampoco creo que Mesaana o Demandred lo sepan. Mesaana en particular estaba molesta, aunque intentó disimularlo. Cree que Lews Therin estará pronto en nuestras manos. Claro que eso es lo mismo que ha dicho siempre. También estaba convencida de que Be’lal lo mataría o lo capturaría en Tear; se sentía muy orgullosa de la trampa tendida. Demandred te advierte que tengas cuidado.
—De modo que Demandred está enterado de nuestras entrevistas —comentó él con tono impasible. ¿Cómo pudo esperar nunca recibir de esta mujer algo más que migajas?
—Pues claro que está enterado. No de que te cuento tantas cosas, pero sí de que te informo de algo. Estoy intentando que nos unamos, Sammael, antes de que sea demasiado…
—Dale un recado de mi parte —la interrumpió bruscamente—. Dile que sé lo que se trae entre manos. —Los acontecimientos en el sur tenían la marca de Demandred; siempre le había gustado utilizar delegados—. Dile que es él quien debe tener cuidado. No permitiré que él ni sus «amigos» interfieran en mis planes. —A lo mejor podía dirigir la atención de al’Thor en esa dirección; eso seguramente acabaría con él. Si es que no funcionaban otras cosas—. Mientras no se crucen en mi camino, sus lacayos pueden tramar cuanto quieran, pero que se mantengan lejos de mí o responderá por ello.
Había habido una larga lucha después de que se abriera la Perforación en la prisión del Gran Señor, mucho antes de que se hiciera suficiente acopio de fuerza para moverse abiertamente. Esta vez, cuando el último sello se hubiese roto, le ofrecería al Gran Señor naciones enteras listas para seguirlo. El hecho de que no supieran a quién seguían no tenía importancia. No fracasaría, como habían hecho Be’lal y Rahvin. El Gran Señor vería quién lo servía mejor.
—¡Díselo así! —instó.
—Si es lo que quieres —repuso la mujer con un gesto de renuencia. Un instante después aquella sonrisa indolente aparecía de nuevo en su cara. Variable—. Todas esas amenazas me agotan. Ven, escucha la música y sosiégate. —Sammael iba a decirle que no le interesaba la música y que ella lo sabía muy bien, pero la mujer se volvió hacia la balaustrada de mármol—. Ahí están. Escucha.
El hombre y la mujer de piel muy oscura se habían acercado al pie del estrado con sus peculiares arpas. Sammael suponía que las campanillas contribuían en algo a la interpretación, aunque no sabía en qué. Alzaron jubilosos la mirada hacia Graendal cuando advirtieron que los estaba observando.
En contra de la recomendación de escuchar hecha por ella misma, Graendal continuó parloteando:
—Proceden de un lugar muy peculiar. Las mujeres capaces de encauzar deben casarse con los hijos de mujeres que encauzan, y cada uno de esos linajes se marcan con tatuajes en sus rostros al nacer. Nadie que esté marcado así puede casarse con alguien que no lo esté; a los hijos de esas uniones se los mata. Los varones con tatuajes mueren al cumplir los veintiún años de todos modos, y antes permanecen enclaustrados, sin saber siquiera leer.
De modo que había vuelto al asunto que le interesaba. En verdad debía de pensar que era un necio. Sammael decidió azuzarla con una pulla de su propia cosecha:
—¿Hacen un juramento vinculante, como los criminales de antaño?
Una expresión de desconcierto asomó fugazmente al semblante de la mujer, que se apresuró a reprimirla. Obviamente no se le había ocurrido planteárselo; no había razón para hacerlo. En su época pocas personas habían cometido un crimen violento, cuanto menos más de uno. Al menos antes de la Perforación. Graendal no admitió su ignorancia, por supuesto. Había ocasiones en que convenía ocultar que uno no sabía algo, pero Graendal a menudo llevaba esa práctica a la exageración. Tal era la razón de que él hubiese hecho el comentario; sabía que la picaría, y se lo tenía merecido por las inútiles migajas que tenía a bien echarle.
—No —respondió al cabo como si hubiese entendido—. Los Ayyad, como se llaman a sí mismos, viven en pequeñas ciudades propias, evitando a todos los demás y supuestamente jamás encauzan sin el permiso o las órdenes del Sh’botay o la Sh’boan. De hecho, ellos son el verdadero poder y la razón de que los Sh’botay y las Sh’boan sólo gobiernen durante siete años. —No pudo menos de soltar una risa divertida. Ella misma siempre había sido partidaria de ser el poder que hay detrás del poder—. Sí, una tierra fascinante. Demasiado alejada del centro para ser de utilidad durante muchos años, naturalmente. —Hizo un ligero ademán con los enjoyados dedos, como desestimando la idea—. Habrá tiempo de sobra para ver qué puede hacerse con ella después del Día del Retorno.
Sí, definitivamente Graendal quería que él pensara que tenía algún interés allí. Si hubiese sido así jamás habría mencionado el lugar. Sammael dejó la copa intacta sobre la bandeja que el musculoso tipo ya tenía extendida hacia él antes de que hubiese terminado de mover la mano. Graendal enseñaba bien a sus sirvientes.
—Estoy seguro de que su música es fascinante… —si a uno le interesaba algo así—, pero debo ocuparme de ciertos preparativos.
Graendal posó una mano en su brazo.
—Preparativos cuidadosos, espero. Al Gran Señor no lo complacería que alteraras sus planes.
Sammael apretó los labios.
—He hecho todo salvo rendirme para convencer a al’Thor que no represento una amenaza para él, pero ese hombre parecer obsesionado conmigo.
—Podrías abandonar Illian y empezar en otro sitio.
—¡No! —Nunca había huido de Lews Therin y no pensaba huir de este payaso provinciano. Era imposible que el Gran Señor tuviera intención de poner a alguien así por encima de los Elegidos. ¡Por encima de él!—. ¿Me has comunicado todas las órdenes del Gran Señor?
—Me desagrada tener que repetirme, Sammael. —En su voz había un dejo de exasperación y en sus ojos un atisbo de cólera—. Si no me has creído la primera vez, tampoco lo harás ahora.
La observó fijamente un instante más y después asintió con un brusco cabeceo. Era muy probable que hubiese sido sincera en lo referente a eso; una mentira relacionada con el Gran Señor podría rebotar contra ella con mortífera fuerza.
—No veo razón para que volvamos a entrevistarnos hasta que tengas algo más que contarme aparte de si Semirhage ha acudido o no a una reunión. —Su leve ceño en dirección a los arpistas debería bastar para convencerla de que había tenido éxito en despertar sus sospechas sobre el supuesto interés en aquel lugar; paseó la mirada con gesto desaprobador sobre las personas que chapoteaban en los estanques, en los acróbatas y en el resto a fin de no hacerlo de un modo tan obvio. A decir verdad, todo este esfuerzo malgastado, toda esta exhibición de carne lo asqueaba—. La próxima vez puedes venir tú a Illian.
Graendal se encogió de hombros como si ello no le importara, pero sus labios se movieron ligeramente; la capacidad auditiva del Renegado, incrementada por el saidin, hizo que captara sus palabras:
—Si es que aún sigues allí.
Fríamente, Sammael abrió un acceso de vuelta a Illian. El joven musculoso no se desplazó con suficiente rapidez; ni siquiera tuvo tiempo para gritar antes de que él, la bandeja y la jarra de plata fueran divididos en dos. El borde de un acceso hacía parecer embotado el filo de una cuchilla. Graendal hizo un mohín de disgusto por la pérdida de uno de sus animalitos de compañía.
—Si deseas hacer algo positivo para que sigamos con vida —le dijo Sammael—, descubre cómo se proponen Demandred y los otros llevar a cabo las instrucciones del Gran Señor. —Cruzó el acceso sin apartar un solo instante los ojos del rostro de la mujer.
Graendal conservó la expresión irritada hasta que el acceso se cerró tras Sammael y entonces se permitió tamborilear con las uñas la balaustrada de mármol. Sammael, con su cabello dorado, podría haber sido suficientemente hermoso para estar entre sus favoritos si le hubiese permitido a Semirhage quitarle la fruncida cicatriz que le cruzaba el rostro; era la única que quedaba con la destreza para hacer algo que antaño habría sido sencillo. Qué idea tan absurda. Lo que de verdad importaba era si su esfuerzo había merecido la pena.
Shaofan y Chiape tocaban su música extrañamente atonal, repleta de complejas armonías y raras disonancias, casi con genialidad; sus rostros reflejaban gozo por la posibilidad de estar complaciéndola. Graendal asintió y el deleite de la pareja casi fue una sensación física. Eran mucho más felices ahora de lo que lo habrían sido si los hubiese dejado en paz. Tanto esfuerzo para conseguirlos y todo con el único fin de estos escasos minutos con Sammael. Ni que decir tiene que si hubiese querido no habría necesitado tomarse tantas molestias, ya que habría servido cualquiera de esas tierras, pero era exigente con el nivel de calidad incluso cuando preparaba un subterfugio pasajero. Mucho tiempo atrás había elegido buscar cualquier placer, no negarse ninguno que no amenazara su posición con el Gran Señor.
Sus ojos fueron hacia los despojos que manchaban la alfombra; encogió la nariz en un gesto de irritación. El tejido podría salvarse, pero le molestaba la idea de tener que limpiar la sangre. Impartió unas rápidas órdenes, y Osana corrió para encargarse de que se llevaran la alfombra. Y para deshacerse de los restos de Rashan.
Sammael era un idiota manifiesto. No, un idiota no. Resultaba muy mortífero cuando tenía algo contra lo que luchar directamente, algo que pudiera ver con claridad, pero era como si estuviese ciego en lo concerniente a las sutilezas. Seguramente creía que su estratagema tenía por fin ocultar lo que los otros y ella se traían entre manos. Pero nunca se plantearía que ella conocía hasta los últimos recovecos de su mente, cada giro en su modo de pensar. Después de todo, había pasado casi cuatrocientos años estudiando el proceso de mentes mucho más enrevesadas que la de él. Era diáfano, ni más ni menos. Por mucho que intentara ocultarlo, estaba frenético. Se encontraba atrapado en una jaula concebida por él mismo; una jaula que defendería hasta la muerte en lugar de abandonarla; una jaula en la que probablemente moriría.
Dio un sorbo de ponche y su frente se arrugó ligeramente. Era probable que ya hubiese alcanzado la meta que se proponía con él, aunque había esperado que le costara cuatro o cinco visitas. Tendría que encontrar un motivo para visitarlo en Illian; era conveniente observar al paciente aun después de que pareciera que las cosas iban en la dirección deseada.
Tanto si el muchacho era un simple granjero o Lews Therin en persona que había regresado —Graendal no acababa de decidirse por lo uno o lo otro— lo cierto es que se había vuelto muy peligroso. Ella servía al Gran Señor de la Oscuridad, pero no entraba en sus planes morir, ni siquiera por el Gran Señor. Viviría para siempre. Claro que nadie iba en contra del más mínimo deseo del Gran Señor a menos que quisiera pasarse una eternidad muriendo y otra eternidad deseando la menor agonía que era esa muerte lenta. Con todo, había que quitar de en medio a Rand al’Thor, aunque sería Sammael quien cargaría con las culpas. Si éste se daba cuenta de que lo había puesto sobre el rastro de Rand al’Thor como a un dornat entrenado para la caza, se sorprendería muchísimo. No; no era un hombre familiarizado con las sutilezas.
Pero no era estúpido, ni mucho menos. Resultaría interesante descubrir cómo se había enterado de lo del juramento. Ella no lo habría sabido si no hubiese sido por el leve desliz de Mesaana mientras ésta daba rienda suelta a su ira por la ausencia de Semirhage; tanta era su cólera que ni siquiera se había dado cuenta de lo mucho que había revelado sobre Semirhage. ¿Cuánto tiempo llevaba Mesaana escondida en la Torre Blanca? El mero hecho de que lo estuviera abría un abanico de interesantes probabilidades. Si hubiese algún modo de descubrir dónde se habían ubicado Demandred y Semirhage tal vez la ayudara a desentrañar qué se proponían hacer. Eso era algo que no le habían confiado. Oh, no. Esos tres habían trabajado juntos desde antes de la Guerra del Poder. Al menos en apariencia. Estaba segura de que habían maquinado unos contra otros de manera tan asidua como contra cualquiera de los otros Elegidos, pero si Mesaana le ponía zancadillas a Semirhage o Semirhage a Demandred, Graendal no había encontrado todavía una fisura entre ellos en la que meter una cuña para agrandarla.
El roce de unas botas anunció una llegada, pero no de hombres para reemplazar la alfombra y llevarse los restos de Rashan. Ebram era un joven domani alto y bien formado, vestido con pantalones rojos y una amplia camisa blanca; podría haber encajado en su colección de favoritos si hubiese sido algo más que el hijo de un mercader. Sus ojos, oscuros y brillantes, se quedaron prendidos en ella mientras se arrodillaba.
—Lord Ituralde ha venido, Insigne Señora.
Graendal dejó la copa en una mesa que a primera vista parecía adornada con incrustaciones de bailarines de marfil.
—Entonces conversará con lady Basene.
Ebram se incorporó grácilmente y ofreció su brazo a la débil domani que ahora veía. Sabía quién se ocultaba tras la imagen urdida por la Ilusión, pero aun así la expresión reverente plasmada en su rostro menguó un tanto; la Renegada sabía que era a Graendal a quien adoraba, no a Basene. En ese momento no le importó. Sammael estaba, cuando menos, encarrilado hacia Rand al’Thor, y tal vez incluso lanzado contra él. En cuanto a Demandred, Semirhage y Mesaana… Sólo ella sabía que había hecho un viaje a Shayol Ghul y descendido al lago de fuego. Sólo ella estaba enterada de que el Gran Señor casi le había prometido nombrarla Nae’blis, promesa que sin duda se cumpliría quitando de en medio a al’Thor. Sería la más obediente de los servidores del Gran Señor. Sembraría el caos hasta que la cosecha hiciera reventar los pulmones de Demandred.
Semirhage dejó que la puerta forrada con hierro se cerrara tras ella. Uno de los globos radiantes, rescatados sólo el Gran Señor sabía dónde, titiló de manera intermitente, pero aun así seguían dando más luz que las velas y lámparas de aceite con las que tenía que conformarse en esta época. Aparte de la luz, el lugar ofrecía la apariencia intimidadora de una prisión, con sus toscas paredes de piedra y el desnudo suelo salvo por una tosca mesita de madera que había en un rincón. No por elección suya; ella lo tendría de un blanco impoluto y brillante cueran, impecable y estéril. Este lugar había sido preparado antes de que ella supiera que se necesitaba. Una mujer de cabello claro y vestida con seda colgaba suspendida en el aire con los brazos y las piernas en aspa, en el centro del cuarto, y la miraba de manera desafiante. Una Aes Sedai. Semirhage odiaba a las Aes Sedai.
—¿Quién sois? —demandó la prisionera—. ¿Una Amiga Siniestra? ¿Una hermana Negra?
Haciendo caso omiso del ruido que eran para ella las palabras de la otra mujer, Semirhage examinó rápidamente la barrera que había entre la Aes Sedai y el saidar. Si fallaba, podía aislar a la infeliz otra vez sin ningún problema —el hecho de que Semirhage pudiera permitirse el lujo de dejar la barrera atada sin vigilancia mostraba la debilidad de la mujer—, pero ser prudente era su segunda naturaleza: avanzar paso a paso, en un turno riguroso. Las ropas de la mujer. Una persona vestida se sentía más segura que estando desnuda. Tejió delicadamente Fuego y Aire y cortó vestido, ropa interior y todo lo demás, incluidos los zapatos, que cubría a la prisionera. Hizo un bulto con todo y después volvió a encauzar, esta vez Fuego y Tierra, y un fino polvillo cayó sobre el suelo de piedra.
Los azules ojos de la mujer casi se desorbitaron. Semirhage dudaba que fuera capaz de duplicar esas cosas sencillas aun en el caso de que hubiese podido seguir la ejecución.
—¿Quién sois? —En esta ocasión había un timbre distinto en su pregunta. Tal vez temor. Siempre era una buena noticia si eso ocurría enseguida.
Con gran precisión, Semirhage localizó los centros nerviosos del cerebro de la mujer que recibían mensajes de dolor enviados por el cuerpo, y con igual meticulosidad empezó a estimularlos con Energía y Fuego. Sólo un poco al principio, y después aumentando la intensidad de manera paulatina y lenta. Demasiado de golpe podía matar en cuestión de segundos, aunque resultaba sorprendente hasta qué punto era capaz de aguantar el sistema si se lo inducía con crecientes y bien medidas dosis. Trabajar con algo que no se ve era una tarea difícil, incluso a una distancia tan corta, pero era una experta conocedora del cuerpo humano, la mejor que había habido nunca.
La paciente extendida en cruz sacudió la cabeza como si así pudiera librarse del dolor y, cuando comprendió que era imposible, clavó la mirada en Semirhage. Ésta se limitó a observar, manteniendo la red. Aun en un caso tan urgente como éste, podía permitirse el lujo de tener un poco de paciencia.
Cómo odiaba a cualquiera que se llamase a sí misma Aes Sedai. Ella lo había sido, una verdadera Aes Sedai, no una necia ignorante como la estúpida que colgaba frente a ella. Había sido muy conocida, famosa, solicitada en el mundo de punta a punta por su habilidad para sanar cualquier herida, para hacer volver a la gente de ese borde entre la vida y la muerte, cuando todos los demás decían que no podía hacerse nada más. Y una delegación de la Antecámara de los Siervos le ofreció una elección que no era tal: un juramento vinculante de no experimentar jamás sus placeres de nuevo, y así vinculada ver cómo se acercaba el final de la vida; o ser seccionada y expulsada de la hermandad Aes Sedai. Habían esperado que aceptara prestar el juramento; era lo lógico, lo correcto, y eran hombres y mujeres racionales y correctos. Jamás imaginaron que huyera. Había sido una de las primeras en ir a Shayol Ghul.
Gruesas gotas de sudor perlaban el pálido rostro de la prisionera. Sus mandíbulas estaban tensas, y las aletas de la nariz se dilataban en su afán por tomar aire. De vez en cuando emitía un ahogado gemido. Paciencia. No tardaría mucho.
Había sido por envidia, la envidia de los que eran incapaces de hacer lo que ella sí podía. ¿Acaso alguna de las personas que había arrancado de las garras de la muerte había dicho que preferiría haber muerto que soportar el pequeño sufrimiento extra que exigía a cambio? ¿Y los otros? Siempre había quienes merecían el sufrimiento. ¿Qué importaba si ella disfrutaba dándoles su merecido? La Antecámara y su hipócrita defensa sobre legalidad y derechos. Se había ganado el derecho a hacer lo que hacía; se lo había ganado. Había sido más valiosa para el mundo que el conjunto de todos aquellos que le habían proporcionado entretenimiento con sus chillidos. ¡Y por envidia y rencor la Antecámara había intentado hundirla!
Bueno, algunos de ellos habían caído en sus manos durante la guerra. Con tiempo suficiente era capaz de romper la voluntad del hombre más fuerte, de la mujer más orgullosa, y moldearlos exactamente como ella deseaba que fueran. Puede que el proceso fuera más largo que la Compulsión, pero era infinitamente más divertido y satisfactorio; dudaba de que ni siquiera Graendal supiera deshacer lo que ella realizaba. La Compulsión podía desentrañarse y quedar anulados sus efectos. Sin embargo, sus pacientes… De rodillas le habían suplicado entregar sus almas a la Sombra y habían servido obedientemente hasta su muerte. En cada ocasión, Demandred se había mostrado satisfecho del gran éxito que representaba el que otro consejero de la Antecámara proclamara públicamente su fidelidad al Gran Señor, pero para ella la mejor parte había sido el modo en que sus rostros palidecían al verla, incluso años después, y el modo en que se apresuraban a asegurarle que permanecían fieles a lo que había hecho de ellos.
El primer sollozo desgarrado salió de la mujer colgada en el aire y fue contenido. Semirhage aguardó con actitud impasible. La rapidez podía ser necesaria en este caso, pero apresurar el proceso demasiado podía echarlo a rodar todo. Estallaron nuevos sollozos que los esfuerzos de la prisionera no lograron contener, y se hicieron más y más altos hasta convertirse en aullidos. Semirhage esperó. La mujer brillaba con una capa de sudor, su cabeza se sacudía a uno y otro lado con violencia, haciendo ondear el cabello, y tiraba fútilmente de las invisibles ataduras, zarandeada por oleadas de convulsiones. Los gritos ensordecedores duraban hasta que se le acababa el aire, y volvían a empezar tan pronto como estaban llenos los pulmones. Aquellos azules ojos desorbitados no veían nada; parecían vidriosos. Ahora empezaba.
Semirhage cortó los flujos del saidar de golpe, pero transcurrieron minutos antes de que los aullidos se redujeran a jadeos.
—¿Cómo te llamas? —inquirió afablemente.
La pregunta no importaba siempre y cuando fuera una que la mujer pudiera contestar. Aunque también podría haber sido «¿Todavía me desafías?» —a menudo era agradable repetir ésa una y otra vez hasta que suplicaban que les permitiera demostrarle que ya no la desafiaban— pero esta vez era preciso que cada pregunta contara.
Unos escalofríos involuntarios recorrieron todo el cuerpo de la mujer colgada. Lanzó a Semirhage una mirada cautelosa, de reojo, se lamió los labios, tosió y finalmente musitó con voz enronquecida:
—Cabriana Mecandes.
Semirhage sonrió.
—Es bueno que me digas la verdad. —En el cerebro había centros neurálgicos de dolor y de placer; estimuló uno de estos últimos, sólo durante unos instantes, pero con intensidad, y se aproximó. La sacudida hizo que Cabriana abriera los ojos desmesuradamente, hasta donde era posible; dio un respingo y se estremeció. Semirhage sacó un pañuelo del bolsillo, levantó el rostro asombrado de la mujer y le enjugó tiernamente el sudor—. Sé que esto es muy duro para ti, Cabriana —comentó afablemente—. Así que debes intentar que no lo sea más aun. —Con suavidad retiró el cabello empapado que le caía sobre la cara—. ¿Te gustaría beber algo?
Sin esperar una respuesta encauzó, y un frasco metálico abollado flotó desde la pequeña mesa que había en el rincón hasta su mano. La Aes Sedai no quitó los ojos un solo momento de Semirhage, pero bebió con fruición. Cuando hubo tomado unos pocos tragos, la Renegada retiró el frasco y lo devolvió a la mesa.
—Sí, eso está mejor, ¿verdad? —dijo—. Recuerda, trata de no hacértelo más difícil.
Mientras se daba la vuelta, la otra mujer habló de nuevo con voz enronquecida:
—¡Escupo en la leche de tu madre, Amiga Siniestra! ¿Me has oído?
Semirhage dejó de prestar atención a sus palabras. En otro momento habría sentido una creciente oleada de placer porque el espíritu combativo de la paciente no se había quebrantado todavía. El gozo más puro provenía de ir cortando la rebeldía y la dignidad capa a capa, en finísimas láminas, viendo cómo los pacientes comprendían por fin que la vida se les escapaba y luchaban en vano para aferrarse a ese poco que les quedaba. No había tiempo para eso ahora. Con cuidado volvió a colocar la red en los centros nerviosos de dolor del cerebro de Cabriana y la ató. Por lo general le gustaba controlar el proceso personalmente, pero era necesario darse cierta prisa. Desencadenó los efectos de la red, encauzó para apagar las luces y se marchó, cerrando la puerta tras ella. También la oscuridad haría su labor. A solas, envuelta en las tinieblas, con el dolor.
A despecho de sí misma, Semirhage soltó un gruñido de enojo. No había refinamiento en esto; detestaba tener que darse prisa. Y que tuviera que dejar sola a la paciente para acudir a una llamada; la chica era voluntariosa y porfiada, y las circunstancias difíciles.
El corredor estaba en consonancia con la cámara de quebranto; era un sombrío y amplio pasaje excavado en roca, con pasillos laterales que se perdían en la oscuridad y que la Renegada no sentía el menor deseo de explorar. Sólo se veían otras dos puertas; una de ellas conducía a sus aposentos actuales. Eran estancias bastante cómodas si tenía que quedarse allí, pero la mujer no se encaminó hacia ellas. Shaidar Haran se encontraba delante de esa puerta, vestido de negro y envuelto en una penumbra que semejaba humo, tan inmóvil que casi la sobresaltó al hablar; su voz recordaba el sonido de hueso triturado y molido en polvo.
—¿Qué has descubierto?
El llamamiento a Shayol Ghul había tenido como resultado una advertencia del Gran Señor: Cuando obedeces a Shaidar Haran, estás obedeciéndome a mí. Cuando desobedeces a Shaidar Haran… Por mucho que escociera la admonición no hubo necesidad de más.
—Su nombre. Cabriana Mecandes. En tan poco tiempo difícilmente podría haber averiguado más.
La figura flotó a través del pasillo de aquel modo espeluznante, con la negra capa colgando como la negación de todo movimiento. En cierto momento era una estatua plantada a diez pasos, y un instante después se alzaba imponente ante ella de manera que la mujer no tuvo más opción que retroceder o doblar el cuello hacia atrás para mirar aquel rostro carente de ojos y pálido como la muerte.
—La exprimirás por completo, Semirhage. Le sacarás hasta la última gota de información y me comunicarás todo cuanto descubras.
—Le prometí al Gran Señor que así lo haría —replicó fríamente.
Los labios exangües se torcieron en una sonrisa. Ésa fue su única respuesta. De pronto dio media vuelta y se alejó de sombra en sombra… Y desapareció repentinamente.
Semirhage deseó saber cómo hacían eso los Myrddraal. No tenía nada que ver con el Poder, pero en los límites de las sombras, allí donde la luz se convertía en oscuridad, un Myrddraal podía encontrarse de golpe en cualquier otra parte, en otra sombra lejana. Mucho tiempo atrás Aginor había experimentado con más de un centenar de ellos, sometiéndolos a pruebas que los destruyeron, en un vano esfuerzo por descubrir cómo lo hacían. Los mismos Myrddraal lo ignoraban; ella había demostrado ese punto.
De pronto se dio cuenta de que tenía las manos apretadas sobre el estómago, que parecía una bola de hielo. Habían pasado muchos años desde la última vez que había sentido miedo ante nada, salvo en presencia del Gran Señor en la Fosa de la Perdición. El nudo gélido empezó a derretirse a medida que la mujer se encaminó hacia la puerta del otro calabozo. Después analizaría la emoción experimentada, con objetividad; Shaidar Haran sería diferente de los otros Myrddraal, pero seguía siendo un Semihombre.
Su segundo paciente, suspendido como la primera en el aire, era un hombre robusto de rostro cuadrado, vestido con chaqueta y pantalones verdes, adecuados para camuflarse en el bosque. Aquí la mitad de los globos radiantes titilaban a punto de fallar —era un milagro que tantos hubiesen sobrevivido durante tanto tiempo—, pero el Guardián de Cabriana no era importante en realidad. Lo que se necesitaba, fuese para el propósito que fuese, se encontraba en la mente de la Aes Sedai; sin embargo, y aunque aparentemente el Myrddraal había recibido la orden de capturar a una de ellas, por alguna razón las mentes de Aes Sedai y Guardianes parecían algo inseparable. Más les habría valido que no fuera así. Hasta ahora Semirhage no había tenido oportunidad de quebrantar a uno de estos legendarios guerreros.
Los oscuros ojos del hombre se clavaron en ella como si quisieran horadarle la cabeza cuando la Renegada lo despojó de ropajes y botas y los destruyó del mismo modo que había hecho con los de Cabriana. Era velludo, y su cuerpo una masa de músculos y cicatrices. No hacía un solo gesto de dolor. No pronunciaba palabra. Su actitud desafiante era distinta de la de la mujer. La de ella, audaz, a las claras; la de él, una silenciosa negativa a doblegarse. Seguramente resultaría más difícil de quebrantar que su señora. En otras circunstancias, él habría sido el más interesante con mucho.
Semirhage hizo una pausa y lo observó. Había algo… Una especie de tirantez en torno a los ojos y la boca, como si ya luchara contra el dolor. Por supuesto. Aquel vínculo peculiar entre Aes Sedai y Guardián. Resultaba extraño que estas criaturas primitivas hubiesen ideado algo que ninguno de los Elegidos entendía, pero así era. Por lo poco que sabía, era más que probable que este tipo sintiera, al menos en parte, lo que estaba soportando la otra paciente. En otro momento esto habría planteado posibilidades muy interesantes, pero ahora sólo significaba que el hombre sabía a lo que se enfrentaba.
—Tu ama no cuida muy bien de ti —dijo—. Si fuera algo más que una salvaje ignorante no habría necesidad de que estuvieses marcado por todas esas cicatrices. —La expresión del hombre varió sólo levemente; un ligero matiz de desprecio—. Vaya.
En esta ocasión Semirhage colocó la red en los centros nerviosos de placer y empezó a aumentar lenta y paulatinamente la estimulación. Era inteligente; frunció el entrecejo, sacudió la cabeza y después sus ojos se estrecharon, prendidos en ella cual oscuras esquirlas de hielo. Sabía que no debería estar sintiendo aquella dicha creciente y, aunque no podía ver la red, comprendía que tenía que ser obra de ella, de modo que se aprestó a combatir la sensación. Semirhage estuvo a punto de sonreír. Sin duda el hombre pensaba que era más fácil luchar contra el placer que contra el dolor. En contadas ocasiones había quebrantado pacientes recurriendo sólo a esto. Apenas le proporcionaba satisfacción, y después del tratamiento los afectados eran incapaces de pensar con coherencia, limitándose a desear más de aquel éxtasis que brotaba pujante en sus mentes; pero era un método rápido y los pacientes hacían cualquier cosa con tal de obtener más. Esa falta de coherencia en el razonamiento era el motivo de que no lo hubiese utilizado con la otra paciente; necesitaba respuestas de ella. Este tipo descubriría la diferencia antes de lo que pensaba.
Diferencia. Semirhage se llevó un dedo a los labios, pensativa. ¿Por qué era diferente Shaidar Haran del resto de los Myrddraal? No le gustaba encontrarse con una rareza justo cuando todo parecía ir a favor de ellos, y un Myrddraal ocupando una posición superior a los Elegidos, aun cuando fuera de vez en cuando, era algo más que una mera rareza. Al’Thor estaba cegado, su atención puesta por completo en Sammael, y Graendal le estaba pasando a Sammael la información oportuna para evitar que lo estropeara todo con su orgullo. Por supuesto que esos dos estaban maquinando para sacar ventaja de la situación, ya fuera juntos o por separado. Sammael era un sofar conflictivo, un exaltado, con sus retorcidos planes de gobierno, y Graendal resultaba igualmente imprevisible. No habían aprendido que el poder llegaba sólo del Gran Señor, que lo repartía a voluntad, por sus propias razones. A su capricho; eso podía pensarlo en la segura intimidad de su mente.
Más preocupante era la desaparición de los otros Elegidos. Demandred insistía en que tenían que haber muerto, pero Mesaana y ella no estaban tan seguras. Lanfear. Si había algo de justicia, el tiempo le entregaría a Lanfear. Esa mujer aparecía siempre donde menos se esperaba, actuando como si tuviera todo el derecho a meter las narices en los planes de otros, escabulléndose a un lugar seguro si sus injerencias acababan en desastre. Moghedien. Tenía por costumbre ocultarse, pero nunca había estado ausente durante tanto tiempo sin hacerse notar, justo lo suficiente para recordar al resto que también era una Elegida. Asmodean. Un traidor y, por ende, condenado, pero su desaparición era innegable. Y la existencia de Shaidar Haran, junto con las órdenes recibidas, era un recordatorio de que el Gran Señor empleaba sus propios medios en la consecución de sus propios fines.
Los Elegidos no eran más que piezas en el tablero de juego; puede que fueran Consejeros o Roques, pero aun así simples piezas. Si el Gran Señor la había movido allí en secreto, ¿por qué no podía haber hecho igual con Moghedien, Lanfear o incluso Asmodean? ¿No podría haber enviado a Shaidar Haran con instrucciones secretas para Graendal o Sammael? ¿Y por qué no a Demandred o a Mesaana? Su incierta alianza —si es que podía llamársela con un término tan rotundo— había durado mucho tiempo, pero ninguno de los dos le contaría nada si hubieran recibido órdenes secretas del Gran Señor, del mismo modo que ella no les participaría las que la habían llevado allí o aquellas por las que había tenido que enviar Myrddraal y trollocs a la Ciudadela de Tear para que combatieran contra los enviados por Sammael.
Si el Gran Señor se proponía hacer Nae’blis a al’Thor, ella se arrodillaría ante él… y esperaría un desliz que lo pusiera en sus manos. La inmortalidad significaba disponer de infinidad de tiempo para esperar. Entre tanto habría otros pacientes con los que podría divertirse. Lo que la preocupaba era Shaidar Haran. Nunca había sido una entusiasta jugadora del tcheran, pero Shaidar Haran era una pieza nueva en el tablero y, por ende, de fuerza y propósito desconocidos. Y una estrategia osada para capturar al Gran Consejero del adversario y pasarlo al propio bando era sacrificar los Roques en un falso ataque. Sí, se arrodillaría si era necesario, durante tanto tiempo como fuera preciso, pero no sería sacrificada.
Una extraña sensación en la red la sacó de sus reflexiones. Echó un vistazo al paciente y chasqueó la lengua con exasperación. La cabeza del hombre colgaba a un lado, con la mejilla oscurecida por la sangre derramada al morderse la lengua, los ojos fijos en una mirada vacía, vidriosos ya. No había estado atenta y había dejado que la estimulación aumentara demasiado deprisa y a un nivel excesivo. Con una irritación como jamás se había plasmado en su semblante, dejó de encauzar. No tenía sentido estimular el cerebro de un cadáver.
Una repentina idea le vino a la mente. Si el Guardián podía sentir lo que sentía la Aes Sedai, ¿ocurriría lo mismo a la inversa? Recorriendo con la mirada las cicatrices que marcaban el cuerpo del hombre llegó a la conclusión de que era imposible; incluso estas ignorantes necias habrían cambiado el vínculo si ello significaba compartir la sensación de algo así. Con todo, dejó solo al cadáver y se dirigió a la otra punta del pasillo con paso vivo.
Suspiró de alivio cuando oyó los gritos antes de abrir la puerta reforzada con hierro de la celda envuelta en tinieblas. Matar a la mujer antes de sacarle toda la información que necesitaban significaría probablemente tener que quedarse allí hasta que se hubiese capturado a otra Aes Sedai. Eso, como mínimo.
Las palabras intercaladas entre aullido y aullido apenas resultaban inteligibles, pero llevaban la intensidad salida del alma:
—¡Por favoooor! ¡Oh, Luz, POR FAAAAVOOOOOOOR!
Semirhage esbozó una leve sonrisa. Después de todo había un poco de diversión en esto.