Rand pensó que dormiría bien esa noche. Estaba casi lo bastante agotado para olvidar el roce de Alanna y, lo que era más importante, que Aviendha seguía en las tiendas con las Sabias, sin desnudarse despreocupadamente aunque él estuviera presente, ni alterando su descanso con el acompasado sonido de su respiración. Empero, era otra cosa lo que le hacía dar vueltas en la cama. Sueños. Siempre salvaguardaba sus sueños para impedir que entraran en ellos los Renegados —y las Sabias—, pero protegerlos no dejaba fuera lo que ya había en ellos. Tenía sueños de enormes cosas blancas como gigantescas alas de pájaro sin el pájaro, volando por el cielo; de inmensas urbes con edificios increíblemente altos, brillando al sol, y formas como escarabajos y gotas de agua aplastadas desplazándose veloces por las calles. Había visto todo eso antes, dentro del gigantesco ter’angreal de Rhuidean, donde había obtenido los dragones en los antebrazos, y reconocía tales imágenes como pertenecientes a la Era de Leyenda, pero esta vez era distinto. Todo parecía distorsionado, los colores… equivocados, como si les ocurriera algo a sus ojos. Los volaplanos vacilaban y caían, llevando a la muerte a centenares. Los edificios se hacían añicos como si fueran de cristal, las ciudades ardían y la tierra se combaba cual un océano en plena tempestad. Y una vez tras otra se encontraba ante una hermosa mujer de cabello rubio y contemplaba cómo su expresión de amor se transformaba en otra de terror. Una parte de él sabía quién era. Una parte de él deseaba salvarla, del Oscuro, de cualquier mal y de lo que él mismo estaba a punto de hacer. ¡Tantas partes de él, la mente que se astillaba en brillantes fragmentos cristalinos, todos chillando!
Despertó en medio de la oscuridad, sudoroso, trémulo. Los sueños de Lews Therin. Esto, soñar los sueños de ese hombre, no había ocurrido antes. Se quedó tumbado las siguientes horas hasta que amaneció, mirando al vacío, con temor de cerrar los ojos. Mantuvo aferrado el saidin como si con él pudiera combatir al hombre muerto, pero Lews Therin permaneció en silencio.
Cuando la pálida luz del alba apareció finalmente en la ventana, un gai’shain entró sin hacer ruido en el cuarto llevando una bandeja de plata cubierta con un paño blanco. Al ver que Rand estaba despierto, no habló, pero hizo una reverencia y se marchó tan en silencio como había llegado. Con el Poder dentro de sí, Rand olió vino aromatizado con especias, pan reciente, mantequilla y miel, así como las gachas de avena calientes que los Aiel tomaban por la mañana, todo ello como si tuviera la nariz metida en la bandeja. Soltó la Fuente, se vistió y se ciñó la espada a la cintura. No tocó el paño que tapaba el desayuno; no tenía apetito. Salió de sus aposentos con el Cetro del Dragón apoyado en el doblez del brazo.
Las Doncellas estaban de vuelta en el ancho pasillo, con Sulin, y Urien con sus Escudos Rojos, pero no eran los únicos. La gente se apiñaba, hombro con hombro, en el corredor, detrás de los guardias. Y algunos en el interior del anillo. Aviendha se encontraba entre una delegación de Sabias formada por Amys, Bair, Melaine, Sorilea —por supuesto—, Chaelin, una Miagoma de Agua Humeante con pinceladas grises en el cabello rojo oscuro, y Edarra, una Neder del clan Shiande que no parecía mucho mayor que él mismo, aunque sus azules ojos poseían ya una calma aparentemente inquebrantable, y su pose erguida no tenía nada que envidiar a las del resto. También Berelain se encontraba con ellas, pero no así Rhuarc ni ninguno de los otros jefes de clan. Lo que tenía que hablar con ellos ya estaba dicho y los Aiel no alargaban las cosas sin necesidad. Empero ¿qué hacían allí estas Sabias? ¿O Berelain? El vestido verde y blanco que llevaba esa mañana dejaba a la vista una generosa porción de su pálido busto.
Además estaban los cairhieninos, fuera del círculo de Aiel. Colavaere, impresionantemente atractiva en su madurez, con el oscuro cabello peinado en una compleja torre de rizos; las bandas horizontales prestaban color a su vestido desde el cuello bordado con hilos de oro hasta más abajo de las rodillas, un número de bandas muy superior al de cualquiera de los presentes. Dobraine, con su rostro cuadrado y complexión robusta, el cabello casi completamente gris afeitado al estilo soldadesco y la chaqueta desgastada por el roce de las correas del peto. Maringil, tieso como un palo, el blanco cabello cayendo sobre sus hombros; no se había afeitado la frente, y su oscura levita de seda, surcada horizontalmente de franjas como el vestido de Dobraine hasta casi las rodillas, no habría desentonado en un baile. Dos docenas o más se apiñaban detrás, en su mayoría hombres y mujeres más jóvenes, muy pocos de los cuales lucían franjas horizontales que les llegaran a la cintura.
—Que la gracia le sea propicia al señor Dragón —murmuraron al tiempo que hacían reverencias o inclinaban la cabeza llevándose la mano al corazón, y añadieron—: La gracia nos honra con la presencia del señor Dragón.
También los tearianos contaban con su contingente, Grandes Señores y Señoras, sin nobles de menor rango, tocados con gorros picudos de terciopelo y ataviados con chaquetas de seda y mangas abullonadas y con franjas de satén ellos, y vestidos de colores fuertes con chorreras de encaje y tocas de perlas o gemas ajustadas a la cabeza ellas; presentaron sus respetos con un «La Luz ilumine al Dragón Luminoso». Meilan, ni que decir tiene, era el más adelantado, esbelto, impasible y duro, con su barba canosa recortada en pico. Muy cerca de él, la expresión severa y los acerados ojos de Fionnda no menguaban su belleza, mientras que la sonrisa tonta de Anaiyella sí disminuía la suya. Ciertamente no había sonrisas, ni de un tipo ni de otro, en los semblantes de Maraconn, cuyos azules ojos eran una rareza entre los tearianos, ni del calvo Gueyam, ni de Aracome, que parecía el doble de delgado en comparación con la oronda figura de Gueyam, aunque la expresión de ambos era igualmente dura. Estos últimos, así como Meilan, habían sido uña y carne con Hearne y Simaan. Rand no había mencionado a esos dos, ni su traición, el día anterior, pero estaba seguro de que tal hecho era conocido aquí, como también estaba seguro de que su silencio al respecto guardaba un significado u otro conforme a la manera de pensar de cada hombre. Se habían acostumbrado a esta actitud de Rand desde su llegada a Cairhien, y esa mañana lo observaban como si en cualquier momento fuera a impartir órdenes para que los arrestaran.
En realidad, casi todo el mundo estaba vigilando a alguien. Muchos echaban ojeadas nerviosas a los Aiel, a menudo tapando la ira con mayor o menor éxito. Otros observaban a Berelain casi con igual prevención; a Rand le sorprendió advertir que en los varones, incluso en los tearianos, predominaba la expresión cavilosa a la lasciva en sus semblantes cuando la miraban. En su mayoría, naturalmente, lo observaban a él; era quien era y lo que era. La fría mirada de Colavaere pasaba de Rand a Aviendha, y entonces se volvía abrasadora; ahí había una enemistad enquistada, aunque la joven Aiel parecía haberlo olvidado. Desde luego, Colavaere jamás olvidaría la paliza que había recibido de Aviendha cuando ésta la sorprendió en los aposentos de Rand, ni perdonaría el hecho de que lo sucedido fuera del dominio público ahora. Meilan y Maringil dejaban claro su mutua desconfianza al evitar mirarse entre ellos. Ambos deseaban el trono de Cairhien y ambos creían que el otro era su principal rival. Dobraine observaba a Meilan y a Maringil, aunque a saber el porqué. Melaine estudiaba a Rand, en tanto que Sorilea la estudiaba a ella, y Aviendha tenía la vista clavada en el suelo, el ceño fruncido. Una joven de ojos grandes que estaba entre los cairhieninos llevaba el cabello suelto y cortado por los hombros en lugar de peinado en alto con rizos, y ceñida a la cintura lucía una espada sobre el traje de montar en el que sólo había seis franjas de color. Muchos de los otros no se molestaban en disimular sonrisas desdeñosas cuando la miraban; ella no parecía advertirlo, ya que estaba pendiente de las Doncellas, a las que dirigía ojeadas de franca admiración, y de Rand, a quien miraba con franco terror. Rand la recordaba. Era Selande, una de las muchas jóvenes bonitas que Colavaere había enviado a sus aposentos en la creencia de que así enredaría al Dragón Renacido en sus intrigas, hasta que Rand la convenció de que no funcionaría. Con la ayuda no solicitada de Aviendha, desafortunadamente. Rand esperaba que Colavaere lo temiera la bastante para que renunciara a vengarse de Aviendha; sin embargo, le habría gustado convencer a Selande de que no tenía nada que temer de él. «No puedes complacer a todos —había dicho Moraine—. Ni puedes disipar los temores de todos». Una mujer dura.
Para acabar de rematarlo, los Aiel vigilaban a todo el mundo salvo a las Sabias, naturalmente. Y excepto a Berelain, por alguna razón. Siempre miraban con desconfianza a las gentes de las tierras húmedas, pero por su actitud despreocupada hacia ella habríase dicho que la Principal era una Sabia más.
—Me honráis con vuestra presencia. —Rand confiaba en que su tono no sonara demasiado seco. Otra vez de vuelta a los desfiles. Se preguntó dónde estaría Egwene. Seguramente holgazaneando en la cama. Durante unos breves instantes consideró la posibilidad de buscarla y hacer un último intento para… No, si ella no quería decírselo, no sabía cómo podía convencerla de lo contrario. Mala suerte que las peculiaridades de ser ta’veren no funcionaran cuando más lo precisaba—. Lamentablemente hoy no podré hablar más con vosotros. Regreso a Caemlyn.
Andor era el problema que tenía que solucionar ahora. Andor y Sammael.
—Vuestras órdenes se van a llevar a cabo, mi señor Dragón —dijo Berelain—. Esta mañana, para que así podáis presenciarlo.
—¿Mis órdenes?
—Mangin —repuso escuetamente ella—. Se le comunicó esta mañana.
La mayoría de las Sabias habían adoptado una expresión impávida, pero Bair y Sorilea traslucían una manifiesta desaprobación, curiosamente dirigida a Berelain.
—No tengo intención de presenciar el ahorcamiento de todos los asesinos —replicó fríamente Rand.
En realidad lo había olvidado o, más bien, lo había apartado a un rincón de su mente. Colgar a un hombre al que se aprecia no es algo que nadie desee recordar. Rhuarc y los demás jefes de clan ni siquiera habían mencionado el tema cuando habló con ellos. Otra cosa cierta es que no estaba dispuesto a convertir en algo especial esta ejecución. Los Aiel debían vivir conforme a la ley como todos los demás; los cairhieninos y los tearianos tenían que ver que era así y comprender que si no actuaba con favoritismo hacia los Aiel ciertamente tampoco lo haría con ellos. «Estás utilizando todo y a todos», pensó, asqueado; al menos esperaba que el pensamiento fuera suyo. Además, no deseaba presenciar un ahorcamiento, y mucho menos el de Mangin.
Meilan, desde luego, parecía pensativo y el sudor empezaba a perlar la frente de Aracome, aunque eso podría deberse al calor. Colavaere, que se había quedado pálida, parecía estar viéndolo por primera vez. Berelain repartía una mirada atribulada entre Bair y Sorilea, que asintió con un cabeceo; ¿le habrían dicho que respondería así? No parecía probable. Las reacciones de los demás variaron desde la sorpresa a la satisfacción, pero Rand reparó particularmente en la de Selande. Tenía los ojos desorbitados y se había olvidado de las Doncellas; si antes lo miraba atemorizada, ahora estaba aterrada. Bien, pues que lo hiciera.
—Parto para Caemlyn de inmediato —anunció.
Un suave rumor recorrió las filas de cairhieninos y tearianos, algo muy parecido a suspiros de alivio.
No le sorprendió que todos lo acompañaran hasta la habitación reservada para los Viajes. A excepción de Berelain, las Doncellas y los Escudos Rojos mantuvieron detrás al resto de los habitantes de las tierras húmedas; en particular no les gustaba que los cairhieninos estuviesen cerca de él, y Rand se alegró de que ese día hicieran lo mismo con los tearianos. Hubo muchas miradas enconadas, pero nadie dijo nada, al menos a él. Ni siquiera Berelain, que venía inmediatamente detrás, con las Sabias y Aviendha, charlando en voz baja y de vez en cuando soltando risitas quedas. Eso le puso de punta el vello de la nuca; Berelain y Aviendha conversando. Y riendo.
Ya ante la puerta cuadrada de la habitación de Viajes, Rand mantuvo con todo cuidado la mirada por encima de la cabeza de Berelain cuando ésta le hizo una profunda reverencia.
—Dirigiré Cairhien sin temor ni favoritismo hasta vuestro regreso, mi señor Dragón.
A lo mejor, a pesar del asunto de Mangin, en realidad había acudido esa mañana sólo para decir eso y para que la oyeran decirlo los otros nobles. Por alguna razón, sus palabras provocaron una sonrisa indulgente en Sorilea. Rand sintió la necesidad de descubrir qué se estaba cociendo ahí; no permitiría que las Sabias interfirieran con Berelain. Las demás habían llevado aparte a Aviendha; parecían hablar a la joven por turnos, con firmeza, aunque Rand no alcanzó a entender una sola palabra.
—Cuando volváis a ver a Perrin Aybara —añadió la Principal—, transmitidle por favor mi más afectuoso saludo. Y también a Mat Cauthon.
—Esperaremos con ansiedad el regreso del señor Dragón —mintió Colavaere, manteniendo con empeño una expresión impasible.
Meilan le asestó una mirada feroz por habérselas arreglado para hablar en primer lugar, y a continuación soltó un florido discurso con el que no dijo realmente más de lo expresado por la noble, y que, claro está, Maringil tuvo que superar, al menos en lo referente a las florituras. Fionnda y Anaiyella aventajaron con creces los de los dos, agregando tantos halagos que Rand no pudo menos de echar una ojeada inquieta a Aviendha, pero las Sabias tenían ocupada a la joven todavía. Dobraine se conformó con un «Hasta la vuelta de mi señor Dragón», mientras que Maraconn, Gueyam y Aracome farfullaban algo incomprensible al tiempo que lo observaban con cautela.
Fue un alivio para Rand entrar en el cuarto, lejos de todos ellos. La sorpresa llegó cuando Melaine lo siguió delante de Aviendha. Rand enarcó las cejas en un gesto interrogante.
—Tengo que consultar con Bael ciertos asuntos de las Sabias —le dijo ella en un tono que no admitía tonterías, y acto seguido lanzó una mirada penetrante a Aviendha, quien mostraba tal expresión de inocencia que Rand supo que estaba ocultando algo. Aviendha podía ofrecer una amplia gama de expresiones naturales, pero nunca ésa; no tan inocente.
—Como quieras —respondió. Sospechaba que las Sabias habían estado esperando una oportunidad para mandarla a Caemlyn. ¿Quién mejor para asegurarse de que Rand no ejercía una mala influencia en Bael que la propia esposa de Bael? Al igual que Rhuarc, también tenía dos, algo sobre lo que Mat comentaba siempre que o era un sueño o una pesadilla y que él no sabía decidir entre una cosa y la otra.
Aviendha observó con interés mientras Rand abría el acceso a Caemlyn, en el salón del trono. La joven solía hacerlo a pesar de que no podía ver los flujos urdidos por un varón. Una vez había abierto un acceso ella, pero fue en un inusitado momento de pánico y después había sido incapaz de recordar cómo lo había hecho. Ese día, por alguna razón, la rotante franja luminosa pareció recordarle lo ocurrido aquella vez; el rubor tiñó sus morenas mejillas, y de repente se negó a mirar en su dirección. Con el Poder hinchiéndolo, Rand percibía su olor, el aroma a hierbas del jabón que utilizaba y un leve atisbo de perfume que él no recordaba que hubiese llevado nunca. Por una vez ansioso de cortar el contacto con el saidin, Rand fue el primero que pasó al vacío salón del trono. Fue como si Alanna chocara violentamente dentro de su cabeza, su presencia tan palpable como si la tuviera ante sí. Había estado llorando, le pareció percibir. ¿Porque él se había marchado? Bueno, podía llorar por eso todo lo que quisiera. Tenía que librarse de ella de algún modo.
El hecho de que cruzara el acceso primero no les sentó bien a las Doncellas ni a los Escudos Rojos. Urien se limitó a gruñir mientras sacudía la cabeza con desaprobación. Sulin, pálida, se puso de puntillas para situarse cara a cara con Rand.
—El grande y poderoso Car’a’carn hizo a las Far Dareis Mai portadoras de su honor —siseó en un quedo susurro—. Si el supremo Car’a’carn muere en una emboscada mientras las Doncellas lo protegen, las Far Dareis Mai se quedarán sin honor. Si al todopoderoso Car’a’carn no le importa eso, tal vez Enaila tenga razón. Quizás el infalible Car’a’carn es un caprichoso muchachito al que habría que coger de la mano para que no se caiga por un precipicio porque no mira hacia dónde corre.
Rand tensó las mandíbulas. En privado apretaba los dientes y aguantaba cosas así —con menos pullas, generalmente— por la deuda que tenía contraída con las Doncellas, pero ni siquiera Enaila o Somara se habían atrevido a reprenderlo abiertamente en público. Melaine ya se encontraba a mitad de camino del salón, las faldas remangadas y casi trotando; por lo visto estaba impaciente por restablecer la influencia de las Sabias en Bael. Rand no sabía si Urien había oído las palabras de la Doncella, aunque el Aiel parecía extrañamente volcado en dirigir a sus velados Aethan Dor, que registraban entre las columnas junto con las Doncellas, algo para lo que no hacía falta instrucciones. Aviendha, por otro lado, cruzada de brazos, exhibía un gesto entre ceñudo y de aprobación, por lo que a Rand no le cupo duda alguna de que lo había escuchado.
—Ayer funcionó muy bien —respondió firmemente a Sulin—. De ahora en adelante creo que con dos guardias será más que suficiente.
Los ojos de la mujer parecieron a punto de salirse de las órbitas; parecía haberse quedado sin habla. Ahora que la había pillado por sorpresa, dejándola pasmada, era el momento para resarcirse, antes de que explotara como los fuegos artificiales de un Iluminador.
—Es diferente cuando salgo de palacio, por supuesto —agregó—. La guardia que me habéis proporcionado servirá entonces, pero aquí, o en el Palacio del Sol o en la Ciudadela de Tear, bastará con dos.
Le dio la espalda mientras la boca de la Doncella seguía abriéndose y cerrándose sin emitir sonido alguno.
Aviendha lo siguió de inmediato y rodearon el estrado de los tronos hacia las pequeñas puertas que había detrás. Había abierto el acceso allí en lugar de hacerlo directamente en sus aposentos con la esperanza de dejarla atrás. Incluso sin el saidin podía olerla, o quizás era sólo el recuerdo. En uno u otro caso, Rand deseó tener la nariz congestionada con un catarro; ese aroma le gustaba demasiado.
Con el chal muy ajustado, Aviendha caminó con la mirada prendida al frente, como si estuviese preocupada, sin reparar en que él le abría una de las puertas que daban a los vestidores forrados con paneles de madera con tallas de leones y la sujetaba para que pasara, algo que generalmente provocaba al menos un poco de ira en ella y a veces la cáustica pregunta sobre cuál de los dos brazos creía que se había roto para que no pudiera hacerlo ella misma. Cuando Rand le preguntó qué le ocurría, la joven sufrió un sobresalto.
—Nada. Sulin tenía razón, pero… —De repente esbozó una sonrisa, como a regañadientes—. ¿Viste su cara? Nadie le había leído la cartilla así desde… Creo que nunca. Ni siquiera Rhuarc.
—Me sorprende un poco que te pongas de mi lado.
Ella lo miró con aquellos enormes ojos. Rand habría podido pasarse todo el día tratando de decidir si eran azules o verdes. No. No tenía derecho a pensar en sus ojos. Lo que había ocurrido entre ellos después de que la joven había abierto aquel acceso —para huir de él— no había cambiado nada. Él, sobre todo, no tenía derecho a pensar en ello.
—Cuántos problemas me causas, Rand al’Thor —dijo sin acalorarse—. Luz, a veces pienso que el Creador te hizo sólo para darme dolores de cabeza.
Rand quiso decirle que era culpa de ella —en más de una ocasión le había ofrecido enviarla de vuelta con las Sabias, aunque ello sólo habría significado que la reemplazarían por otra persona—; pero, antes de que tuviera ocasión de abrir la boca, Jalani y Liah los alcanzaron, seguidas a poca distancia por dos Escudos Rojos, uno de ellos un tipo canoso que tenía el triple de cicatrices en la cara que Liah. Rand mandó volver al salón del trono al Escudo Rojo de las cicatrices y a Jalani, lo que estuvo a punto de provocar una discusión. No por parte del Escudo Rojo, que se limitó a mirar a su compañero, se encogió de hombros y se marchó, pero la joven Doncella se plantó muy erguida. Rand señaló la puerta que daba al salón del trono.
—El Car’a’carn espera de las Far Dareis Mai que vayan donde les ordena.
—Puede que seas un rey para las gentes de las tierras húmedas, Rand al’Thor, pero no para los Aiel. —Un asomo de malhumor echaba a perder la actitud orgullosa de Jalani, recordándole a Rand lo joven que era—. Las Doncellas jamás te fallarán en la danza de las lanzas, pero esto no es la danza.
Aun así se marchó tras un rápido intercambio en el lenguaje de señas con Liah.
Acompañado por Liah y el otro Escudo Rojo, un hombre rubio llamado Cassin que era un par de dedos más alto que Rand, éste se encaminó a buen paso hacia sus aposentos. Y con Aviendha, naturalmente. Si había pensado que aquellas amplias faldas podían dejarla atrás, estaba muy equivocado. Liah y Cassin se quedaron en el pasillo, a la puerta de la sala de estar, una amplia estancia con un friso de mármol con tallas de leones en la unión de las paredes con el alto techo, y tapices que representaban escenas de caza y montañas brumosas, pero Aviendha lo siguió dentro.
—¿No deberías estar con Melaine? —demandó él—. ¿Los asuntos de Sabias y todo eso?
—No —repuso secamente—. A Melaine no le haría gracia que interfiriera en sus cosas en este momento.
Luz, y él no tendría que alegrarse de que no se marchara. Arrojó el Cetro del Dragón sobre una mesa de patas doradas y tallas de hojas de enredadera, y se desabrochó el cinturón de la espada.
—¿Te han dicho Amys y las otras dónde está Elayne? —preguntó.
Durante unos segundos larguísimos Aviendha se quedó parada en medio del suelo de baldosas azules, mirándolo fijamente con una expresión indescifrable.
—No lo saben —contestó finalmente—. Lo pregunté.
Era lo que Rand había esperado de ella. No lo hacía desde hacía meses, pero, antes de ir a Caemlyn con él la primera vez, una de cada dos palabras que salían de su boca era para recordarle que le pertenecía a Elayne. Y era así desde su punto de vista como Aiel, y dejó muy claro que lo ocurrido entre ambos al otro lado de aquel acceso no cambiaba ese hecho; como también dejó claro que no volvería a suceder. Como tenía que ser. Rand se sentía peor que un cerdo por lamentar que fuera así. Haciendo caso omiso de todas las excelentes sillas doradas, Aviendha se sentó cruzada de piernas en el suelo y arregló los pliegues de la falda.
—Pero sí hablaron de ti —comentó.
—¿Por qué será que no me sorprende? —manifestó con acritud él y, para su sorpresa, las mejillas de la mujer enrojecieron. Aviendha no era la clase de mujer que se ruborizara, y ésta era la segunda vez que le ocurría en el mismo día.
—Han compartido sueños, algunos de los cuales te conciernen a ti. —Su voz sonaba un tanto estrangulada e hizo una pausa para aclararse la garganta; después su mirada firme y decidida se clavó en él—. Melaine y Bair soñaron contigo subido en un bote —dijo; pronunció la última palabra con un acento raro a pesar de los meses que llevaba en las tierras húmedas—, con tres mujeres cuyos rostros no pudieron ver y una balanza inclinándose primero a un lado y después a otro. Melaine y Amys soñaron con un hombre de pie a tu lado, que tenía una daga puesta en tu garganta, pero tú no parecías verlo. Bair y Amys soñaron que cortabas las tierras húmedas en dos con una espada. —Durante un instante sus ojos lanzaron una ojeada rápida y despectiva hacia el arma envainada y puesta encima del Cetro del Dragón; despectiva y un tanto culpable. Se la había regalado ella, un arma que en tiempos había pertenecido el rey Laman, cuidadosamente envuelta en una manta para que no pudiera decirse que ella la había tocado—. No han podido interpretar los sueños, pero pensaron que tú deberías saberlo.
El primero le resultaba tan incomprensible como a las Sabias, pero el segundo parecía obvio. Un hombre al que no veía y con una daga tenía que ser un Hombre Gris; habiendo entregado su alma al Oscuro —no meramente comprometida, sino entregada— podían moverse sin que se reparara en ellos aunque se los estuviera mirando directamente, y su único propósito real era el asesinato. ¿Por qué no habían interpretado las Sabias algo tan evidente? En cuanto al último, se temía que también era muy obvio. De hecho ya había dividido países; Tarabon y Arad Doman estaban en ruinas, las rebeliones en Tear y Cairhien podían convertirse en algo más serio que meras conversaciones a escondidas en cualquier momento, e Illian ciertamente sentiría el peso de su espada. Y eso sin contar con el Profeta y los seguidores del Dragón en Altara y Murandy.
—No veo el misterio en ninguno de esos dos, Aviendha.
Sin embargo, cuando se lo explicó, la mujer lo miró con expresión de duda. Pues claro. Si las Sabias caminantes de sueños eran incapaces de interpretar un sueño, ciertamente nadie más podía hacerlo. Rand soltó un gruñido amargo y se sentó pesadamente en una silla enfrente de Aviendha.
—¿Qué más soñaron? —preguntó.
—Hay otro que puedo contarte, aunque quizá no te concierne. —Lo que significaba que había otros que no estaba autorizada a revelarle, cosa que le hizo preguntarse por qué las Sabias los habían comentado con ella, puesto que no era una caminante de sueños—. Las tres tuvieron este sueño, lo que lo hace especialmente significativo. La lluvia —esa palabra también la pronunció torpemente—, viniendo de un cuenco. Hay trampas tendidas alrededor de ese cuenco. Si lo cogen las manos adecuadas, hallarán un tesoro quizá tan grande como el cuenco. En las manos equivocadas, el mundo está condenado. La clave para encontrarlo es hallar al que ya no es.
—¿Que ya no es qué? —Éste, ciertamente, parecía mucho más importante que el resto—. ¿Te refieres a alguien que ha muerto?
El cabello rojo oscuro de Aviendha se meció por debajo de sus hombros cuando la joven sacudió la cabeza.
—No saben más de lo que he dicho.
Para sorpresa de Rand, Aviendha se incorporó suavemente haciendo esos arreglos automáticos en las ropas que las mujeres siempre hacían.
—¿Tienes que…? —Tosió deliberadamente. Había estado a punto de preguntarle si tenía que marcharse. Luz, pero si eso era lo que quería él. Cada minuto a su lado era una tortura. Claro que también lo era cada minuto lejos de ella. En fin, en este caso podía hacer lo que era adecuado y al mismo tiempo conveniente para él, y lo mejor para ella—. ¿Quieres regresar con las Sabias, Aviendha? ¿Deseas reanudar tus estudios? En realidad no tiene sentido que te quedes más tiempo aquí. Me has enseñado tanto que se diría que me he criado como un Aiel.
La sonora aspiración por la nariz de la joven lo dijo todo, pero, claro está, no se conformó con eso.
—Sabes menos que un crío de seis años —manifestó—. ¿Por qué un hombre hace más caso a su segunda madre que a su propia madre, y una mujer a su segundo padre más que al suyo propio? ¿Cuándo puede una mujer casarse con un hombre sin hacer una guirnalda matrimonial? ¿Cuándo debe obedecer una señora del techo a un herrero? Si tomas a una orfebre de gai’shain, ¿por qué debes dejarla trabajar para sí misma un día por cada uno que trabaje para ti? ¿Por qué no ocurre lo mismo con una tejedora?
Rand empezó a farfullar respuestas que venían a decir que no tenía ni idea, pero de repente Aviendha empezó a toquetear su chal con gesto absorto, como si se hubiese olvidado de él.
—A veces el ji’e’toh conduce a situaciones chistosas. Me partiría de risa si no fuera yo el blanco de ésta. —Su voz se redujo a un susurro—. Cumpliré con mi toh.
Rand creía que hablaba consigo misma, pero aun así respondió:
—Si te refieres a Lanfear, no fui yo quien te salvó, sino Moraine. Murió por salvarnos a todos —dijo con tono cuidado.
El regalo de la espada de Laman la había liberado de otro toh con él, aunque Rand nunca acabó de comprender cuál había sido. La única obligación que ella sabía. Rand rogó que nunca descubriera la otra; porque la vería como tal, aunque él no la viera así. Aviendha alzó los ojos hacia él, con la cabeza ladeada y una leve sonrisa asomando a sus labios. Había recobrado la compostura de un modo que habría hecho sentirse orgullosa a Sorilea.
—Gracias, Rand al’Thor. Bair dice que está bien recordar de vez en cuando que un hombre no lo sabe todo. Asegúrate de avisarme cuando pienses acostarte. No quiero llegar tarde y despertarte.
Rand se quedó sentado, mirando la puerta después de que la mujer hubo salido. Por lo general era más fácil comprender a un cairhienino enredado en el Juego de las Casas que a cualquier mujer sin que ésta hiciera esfuerzo alguno por ser enigmática. Sospechaba que lo que sentía por Aviendha, fuera lo que fuese, enredaba aun más las cosas.
«Aquello que amo, lo destruyo —rió Lews Therin—. Aquello que destruyo, lo amo».
«¡Cállate!», pensó, furioso, Rand, y la vesánica risa desapareció. No sabía a quién amaba, pero sí sabía a quién iba a salvar. De todos los peligros que estuvieran a su alcance, pero especialmente de él.
En el pasillo, Aviendha se tambaleó contra la puerta al tiempo que hacía inhalaciones profundas para calmarse. O para intentarlo. Su corazón parecía seguir empeñado en salírsele a través de la caja torácica. Estar cerca de Rand al’Thor era como si la tendieran desnuda sobre brasas y tiraran de ella hasta que tuviera la impresión de que se le iban a descoyuntar los huesos. La vergüenza que la embargaba era mayor de lo que jamás pensó que sentiría. Una situación chistosa, le había dicho, y una parte de ella quiso reír. Tenía toh con él, pero mucho más con Elayne. Lo único que él había hecho había sido salvarle la vida. Lanfear la habría matado si no hubiese estado él. Lanfear quería matarla a ella particularmente, y del modo más doloroso posible. De algún modo, Lanfear lo había descubierto. En relación con el incurrido con Elayne, su toh con Rand era un termitero comparado con la Columna Vertebral del Mundo.
Cassin —el corte de su chaqueta le indicó que era Goshien así como Aethan Dor, aunque no supo reconocer su septiar— se limitó a mirarla desde donde estaba en cuclillas, con las lanzas sobre las rodillas; no sabía nada, por supuesto. Pero Liah le sonrió, demasiado animosa para una mujer a quien no conocía, demasiado avisada para cualquier persona. Aviendha se impresionó al descubrirse pensando que los Chareen, como la chaqueta de Liah indicaba que era, a menudo le daban a la lengua y andaban con chismorreos; jamás había pensado en ninguna Doncella como otra cosa que una Far Dareis Mai. Rand al’Thor la había alterado hasta el punto de volver incoherente su razonamiento.
Aun así, sus dedos se movieron furiosamente con el lenguaje de señas. «¿Por qué te ríes, muchacha? ¿No tienes nada mejor en lo que emplear tu tiempo?»
Las cejas de Liah se enarcaron levemente y, si hubo algún cambio, fue que su sonrisa se tornó aun más divertida. Sus dedos se movieron en una respuesta. «¿A quién llamas muchacha, chica? Todavía no eres Sabia pero has dejado de ser Doncella. Creo que tejerás tu alma en una guirnalda para ponerla a los pies de un hombre».
Aviendha adelantó un paso con aire iracundo —había pocos insultos peores entre las Far Dareis Mai— pero se detuvo. Si hubiera llevado puesto el cadin’sor, probablemente Liah no habría sido superior a ella, pero con faldas acabaría derrotada. Lo que es peor, Liah seguramente rehusaría hacerla su gai’shain —estaba en su derecho, al ser atacada por una mujer que no era Doncella y todavía no había llegado a Sabia— o exigiría azotarla delante de todos los Taardad que pudiera reunir. Una vergüenza menor que el rechazo, pero no pequeña. Lo peor de todo, tanto si ganaba como si perdía, era que Melaine encontraría el modo de recordarle que había dejado la lanza y, a buen seguro, de una manera que la haría desear que Liah le hubiera dado diez palizas frente a todos los clanes. Aplicada por una Sabia, la humillación era más afilada que la hoja de un cuchillo. Liah no movió un solo músculo; sabía todo eso tan bien como la propia Aviendha.
—Ahora os sostenéis fijamente la mirada —comentó Cassin con aire indiferente—. Algún día tengo que aprender ese lenguaje de manos que utilizáis.
Liah volvió los ojos hacia él y soltó una risa cristalina.
—Estarás muy guapo con faldas, Escudo Rojo, el día que solicites convertirte en Doncella.
Aviendha había estado conteniendo la respiración y soltó el aire con alivio cuando Liah apartó la vista de ella; en estas circunstancias no habría podido mirar a otro lado primero sin mengua de su honor. De manera automática, sus dedos se movieron en reconocimiento, los primeros signos que aprendía una Doncella, ya que era la frase que utilizaba más a menudo una novata: tengo toh contigo.
Liah respondió al instante: «Muy pequeño, hermana de lanza».
Aviendha sonrió con agradecimiento al faltar en el mensaje el gesto del dedo meñique doblado que habría convertido la última parte de la frase en una pulla y que se utilizaba con las mujeres que habían renunciado a la lanza y que después intentaban comportarse como si no lo hubiesen hecho.
Un sirviente de las tierras húmedas venía pasillo adelante con paso apresurado. Evitando que su rostro reflejara el desdén que sentía por alguien que se pasaba la vida sirviendo a otros, Aviendha se encaminó en dirección opuesta para así no tener que cruzarse con el tipo. Matar a Rand al’Thor satisfaría un toh, y matarse a sí misma satisfaría el segundo, pero cada toh impedía esa solución para el otro. Dijeran lo que dijeran las Sabias, tenía que encontrar un modo de resarcir ambos.