11 Lecciones y maestros

Tan pronto como Rand salió por la puerta, Verin soltó el aire que había estado conteniendo. Una vez le había dicho a Siuan y a Moraine lo peligroso que era. Ninguna le había hecho caso y ahora, al cabo de poco más de un año, Siuan estaba neutralizada y quizá muerta, en tanto que Moraine… Las calles estaban llenas de rumores sobre el Dragón Renacido en el Palacio Real, la mayoría de ellos imposibles de creer, y ninguno verosímil que se refiriera a una Aes Sedai. Tal vez Moraine lo habría dejado creer que hacía las cosas a su modo, pero nunca habría permitido que se alejara de ella, en especial cuando estaba alcanzando tanto poder. ¿Se habría revuelto Rand contra ella con más violencia de lo que acababa de hacer con ellas? Había madurado desde la última vez que lo había visto; su rostro mostraba la tensión de una lucha continua. La Luz sabía que tenía razones de sobra para ello, pero ¿no sería también una lucha contra la locura?

Así pues, Moraine muerta, Siuan muerta, la Torre dividida y Rand posiblemente al borde de la locura. Verin chasqueó la lengua con irritación. Si uno corría riesgos, a veces le pasaban factura cuando menos lo esperaba y en el modo que menos imaginaba. Casi setenta años de cuidadoso trabajo por su parte, y ahora todo podía irse al traste por culpa de un joven. Aun así, había vivido demasiado tiempo, había soportado muchas cosas para permitirse caer en el desánimo. «Lo primero es lo primero; hay que ocuparse de lo que se puede hacer ahora en vez de preocuparse en exceso por lo que puede que nunca llegue a ser». Esa lección se la habían enseñado a la fuerza, pero la había aprendido a pies juntillas.

Y lo primero era tranquilizar a las muchachas, que seguían apiñadas como un hato de ovejas, sollozando y abrazadas unas a otras, ocultando las caras. Lo entendía muy bien; aunque no era la primera vez que se encontraba ante un hombre capaz de encauzar, y mucho menos ante el mismísimo Dragón Renacido, sentía el estómago revuelto como si estuviese en un barco en plena mar. Empezó diciéndoles palabras reconfortantes, dando palmaditas en un hombro aquí, acariciando el cabello allí, tratando de dar a su voz un tono maternal. Tras convencerlas de que Rand se había marchado —lo que significaba conseguir que algunas abrieran los ojos— le llevó bastante rato lograr imponer cierta calma. Finalmente los lloros cesaron. Pero Janacy siguió pidiendo con un timbre agudo que alguien le dijera que Rand había mentido, que todo había sido un truco, en tanto que Bodewhin clamaba con una voz igualmente aguda que se encontrara a su hermano y lo rescataran —Verin habría dado mucho por saber dónde se hallaba el joven— y Larine manifestaba entre lloriqueos que tenían que marcharse de Caemlyn inmediatamente, sin perder un instante.

Verin se llevó aparte a una de las camareras, una mujer de rostro vulgar y al menos veinte años mayor que cualquiera de las muchachas de Dos Ríos; tenía los ojos muy abiertos, y se limpiaba las lágrimas con el delantal, sin dejar de temblar. Verin le preguntó su nombre y a continuación le pidió:

—Tráenos té recién hecho, Azril, caliente y con mucha miel, y ponle un poco de brandy. —Al considerar el estado de las muchachas, añadió—: Mejor echa un buen chorro en cada taza. —Eso ayudaría a tranquilizarles los nervios—. Y tú y las otras camareras tomaos también una taza.

Azril sorbió, parpadeó y se limpió la cara, pero respondió con una reverencia; que le encargaran una tarea habitual consiguió frenar el flujo de lágrimas, ya que no borrar su miedo.

—Sírveselo en sus habitaciones —instruyó Alanna, y Verin convino asintiendo con la cabeza. Un rato de sueño haría maravillas. Hacía sólo unas pocas horas que se habían levantado, pero el brandy, sumado a las fatigas del duro viaje, sería un buen remedio para dormir.

La orden ocasionó un revuelo.

—No podemos escondernos aquí —logró protestar Larine entre hipidos y sorbidos de nariz—. ¡Tenemos que irnos! ¡Ahora! ¡Nos matará!

Las mejillas de Bodewhin brillaban con las lágrimas, pero en su rostro había una expresión decidida. La testarudez propia de la gente de Dos Ríos iba a causar problemas a más de una de estas chicas.

—Tenemos que encontrar a Mat. No podemos dejarlo con… Con un hombre que… ¡No podemos! ¡Aunque sea Rand, no podemos, simplemente!

—Pues yo quiero ver Caemlyn —adujo con voz chillona Janacy, aunque todavía estaba temblando.

Las demás se unieron de inmediato a las tres primeras; unas pocas respaldaron a Janacy a despecho de su miedo, pero la mayoría se decantó categóricamente a favor de la marcha inmediata. Una de las chicas de Colina del Vigía, una guapa jovencita llamada Elle, con el cabello claro en contraste con lo que era habitual en Dos Ríos, empezó a llorar de nuevo a lágrima viva.

Verin tuvo que hacer un alarde de autocontrol para no abofetearlas a todas. Las más jóvenes tenían excusa, pero en el caso de Larine, Elle y las otras, con su cabello trenzado, se suponía que eran ya mujeres. A la mayoría no las había tocado, y ya no había peligro. Por otro lado, todas estaban cansadas, la visita de Rand había sido una fuerte impresión y seguramente tendrían que hacer frente a muchas otras en un futuro inmediato, así que refrenó su exasperación.

Alanna no. Incluso entre las Verdes se la conocía por su genio vivo, y últimamente ese rasgo se le había agudizado.

—Os iréis a vuestros cuartos ahora —ordenó fríamente, pero lo único frío en ella era su voz.

Verin suspiró mientras la otra Aes Sedai urdía Aire y Fuego con Ilusión. La sala se llenó de exclamaciones ahogadas y los ojos desorbitados parecieron a punto de salirse de las órbitas. No había necesidad real de hacer algo así, pero por costumbre no se veía con buenos ojos la injerencia en la actuación de otra Aes Sedai; además, a decir verdad, el brusco cese de los sollozos de Elle fue un gran alivio para Verin. Tampoco ella tenía los nervios muy bien. Al carecer de entrenamiento, las jóvenes no podían ver los flujos, por supuesto; para ellas era como si Alanna estuviese volviéndose más y más alta con cada palabra, y su voz crecía a la par, sin cambiar el tono pero haciéndose más intenso para estar en consonancia con su aparente tamaño.

—Vais a ser novicias, y la primera lección que una novicia debe aprender es obedecer a las Aes Sedai. De inmediato. Sin protestas ni evasivas. —Alanna se encontraba en medio de la sala (sin cambiar a los ojos de Verin, al menos), pero merced a la Ilusión su cabeza tocaba las vigas del techo—. ¡Y ahora, moveos! La que no esté en su cuarto cuando haya contado cinco va a lamentarlo hasta el día que muera. Uno, dos…

Antes de que hubiese llegado a contar tres se produjo una precipitada desbandada hacia la escalera que había en la parte posterior de la sala; fue un milagro que ninguna de las chicas acabara pisoteada por sus compañeras.

Alanna no se molestó en pasar del cuatro. Mientras la última chica de Dos Ríos desaparecía en el piso superior, soltó el saidar, la Ilusión se desvaneció y la Aes Sedai hizo un breve y seco cabeceo de satisfacción. Verin supuso que habría que engatusar a las jóvenes para lograr que asomaran la nariz fuera de sus cuartos ahora. Quizás era mejor así. Tal y como estaban las cosas, no quería que a ninguna se le ocurriera escabullirse para ir a ver Caemlyn, y tener que ir a rescatarla.

Claro que la exhibición de Alanna también había tenido efectos en otros. Fue necesario convencer con buenas palabras a las camareras para que salieran de debajo de las mesas, donde se habían escondido, y a la que sufrió un vahído mientras intentaba llegar gateando a la cocina hubo que ayudarla a ponerse de pie. No hacían ningún ruido; sólo temblaban como hojas en un vendaval. Verin tuvo que darles a todas un empujoncito para que se pusieran en movimiento y repetir las órdenes sobre el té y el brandy tres veces antes de que Azril dejara de mirarla de hito en hito como si esperara que le creciera otra cabeza en cualquier momento. El posadero estaba completamente boquiabierto y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas. Verin miró a Tomás y le hizo un gesto señalando al tambaleante tipo.

El Guardián puso mala cara —siempre lo hacía cuando le pedía ocuparse de asuntos triviales, pero rara vez discutía sus órdenes—; después rodeó los hombros del posadero con su brazo y le sugirió en tono jovial que compartieran unas copas del mejor vino de la posada. Un buen tipo, Tomás, y muy hábil en situaciones inesperadas. Ihvon se había sentado en un banco, con la espalda recostada en la pared y los pies plantados en una mesa, ingeniándoselas para no perder de vista la puerta principal ni a Alanna. Se había mostrado muy solícito con ella desde que Owein, el otro Guardián, había muerto en Dos Ríos; y, denotando una gran prudencia, se había vuelto más cauteloso hacia el temperamento de la Aes Sedai, aunque por lo general la mujer controlaba mejor el genio de lo que había hecho ese día. La propia Alanna no mostró ningún interés en arreglar el alboroto que había ocasionado. Se quedó plantada en medio de la sala, mirando al vacío, cruzada de brazos. Para cualquiera que no fuese Aes Sedai probablemente habría parecido la personificación de la serenidad; pero, a los ojos de Verin, Alanna era una mujer a punto de estallar.

—Tenemos que hablar —le dijo.

Alanna la miró con ojos inescrutables y después, sin decir palabra, se encaminó al comedor privado. A su espalda, Verin oyó decir a maese Dilham con voz temblorosa:

—¿Creéis que podría decir que el Dragón Renacido es parroquiano de mi posada? Al fin y al cabo, entró en ella.

Verin esbozó una breve sonrisa; al menos el hombre se estaba recuperando. El gesto se desvaneció en su rostro cuando cerró la puerta, dejando aisladas a Alanna y a ella dentro del comedor.

Alanna se había puesto a pasear de un lado a otro de la pequeña habitación, y la seda de la falda pantalón emitía sonidos siseantes, como espadas saliendo de la vaina. No había serenidad alguna en su rostro ahora.

—¡Ese insolente! ¡Ese desfachatado! ¡Reteniéndonos! ¡Restringiendo dónde podemos ir!

Verin la observó unos segundos antes de hablar. Le había costado diez años superar la muerte de Balinor y vincular a Ihvon. Alanna había tenido los sentimientos en carne viva desde que Owein había muerto y los había contenido demasiado tiempo sin darles rienda suelta. Los esporádicos ataques de llanto que se había permitido desde que habían salido de Dos Ríos no eran desahogo suficiente.

—Supongo que puede impedirnos entrar en la Ciudad Interior con guardias en las puertas, pero realmente no puede retenernos en Caemlyn.

Aquello la hizo ganarse la mirada furibunda que el comentario merecía. Podían marcharse sin apenas dificultad —por mucho que Rand hubiese aprendido, no era muy probable que se las hubiese ingeniado para descubrir cómo levantar salvaguardas— pero eso significaría renunciar a las muchachas de Dos Ríos. Ninguna Aes Sedai había encontrado un tesoro oculto así desde… Verin no sabía desde hacía cuánto tiempo. Quizá desde la Guerra de los Trollocs. Aunque a las jóvenes de dieciocho años —el límite de edad que habían establecido— a menudo les resultaba duro aceptar las normas estrictas y las críticas que conllevaba el noviciado, con que sólo hubiesen ampliado el límite en cinco años, Alanna y ella habrían conseguido el doble de candidatas, si no más. Cinco de estas chicas —¡cinco!— tenía el don innato, incluidas la hermana de Mat, Elle y la joven Janacy; acabarían encauzando tanto si alguien las instruía como si no, y serían muy fuertes. Y se habían dejado a otras dos para recogerlas al cabo de un año más o menos, cuando fueran lo bastante mayores para abandonar sus casas. Ese plazo era suficientemente seguro; una chica con la habilidad innata rara vez la manifestaba antes de los quince años sin entrenamiento. Las demás mostraban una prometedora capacidad de aprender; todas ellas. Dos Ríos era un filón de oro puro.

Ahora que tenía la atención de la otra mujer, Verin cambió de tema. Ciertamente no estaba dispuesta a abandonar a esas muchachas. Ni a alejarse de Rand más de lo estrictamente necesario.

—¿Crees que está en lo cierto respecto a las rebeldes? —preguntó.

Alanna apuñó su falda durante unos instantes con los dedos crispados.

—¡La mera posibilidad me repugna! ¿Habremos llegado realmente a…? —Dejó la frase en el aire; parecía perdida, y sus hombros se encorvaron. Las lágrimas brillaron en sus ojos, contenidas a duras penas.

Ahora que la rabia de la otra mujer se había apaciguado, Verin tenía una pregunta que hacer antes de que la recobrara:

—¿Hay alguna posibilidad de que tu carnicera pueda contarte algo más sobre lo que ha ocurrido en Tar Valon si la presionas un poco?

La mujer no era en realidad una informadora de Alanna; trabajaba para el Ajah Verde, y la habían encontrado porque Alanna advirtió una señal de emergencia de algún tipo en el exterior de la tienda. No es que le hubiera dicho qué era exactamente, por supuesto. Desde luego, Verin no le habría revelado a ella ninguna señal del Ajah Marrón.

—No. Sólo sabe el mensaje que me transmitió, y hacerlo le dejó la boca tan seca que casi era incapaz de articular las palabras. Que todas las Aes Sedai leales tenían que regresar a la Torre. Que todo está perdonado. —En cualquier caso, ése era en resumen el mensaje. Un destello de ira asomó a los ojos de Alanna, pero sólo durante un momento y no con la intensidad de antes—. De no ser por todos esos rumores, no te habría permitido saber quién es esa mujer.

Por eso y por su inestabilidad emocional. Por lo menos había dejado de pasear de un lado a otro.

—Lo sé —dijo Verin mientras se sentaba a la mesa—, y respetaré esa confidencia. Bien. Estarás de acuerdo conmigo en que ese mensaje ratifica los rumores. La pregunta es ¿qué vamos a hacer?

Alanna la miró como si se hubiese vuelto loca. No era de extrañar. Siuan tenía que haber sido depuesta por la Antecámara de la Torre, conforme a la ley de la Torre. Hasta la mera sugerencia de ir contra esa ley era impensable. Claro que también la división de la Torre lo era.

—Si no sabes todavía la respuesta, piénsalo —continuó Verin—. Y ten en cuenta esto: Siuan Sanche era partidaria de encontrar al joven al’Thor desde el principio. —Alanna abrió la boca, sin duda para preguntar cómo sabía Verin tal cosa y si también había tomado parte en ello, pero la hermana Marrón no le dio ocasión—. Sólo una necia creería que esa decisión no influyó en su derrocamiento. No se dan coincidencias de ese calibre. Así que piensa cuál tiene que ser la opinión de Elaida respecto a Rand. Era una Roja, recuerda. Y, mientras lo piensas, contéstame una cosa. ¿Qué te propones vinculándolo a ti de ese modo?

La pregunta no tendría que haber cogido por sorpresa a Alanna, pero lo hizo. La mujer vaciló y después tomó asiento en una silla y se arregló los pliegues de la falda antes de contestar:

—Era lo más lógico, teniéndolo justo delante de nosotras. Tendría que haberse hecho hace tiempo. Tú no podías… o no debías. —Como casi todas las Verdes, le hacía cierta gracia la insistencia de los otros Ajahs de que cada hermana tuviese un único Guardián. Lo que las Verdes pensaban respecto a que las Rojas no tuvieran ninguno, era mejor no decirlo—. Todos ellos deberían haber sido vinculados en la primera ocasión que se hubiese presentado. Son demasiado importantes para dejarlos sueltos, y él el que más. —El rubor tiñó repentinamente sus mejillas; iba a tener que pasar bastante tiempo hasta que volviera a tener pleno control de sus emociones.

Verin sabía lo que había causado ese sonrojo; Alanna había soltado la lengua con ella. Habían tenido a Perrin a la vista durante las largas semanas en las que sometieron a prueba a las jóvenes de Dos Ríos, pero Alanna había abandonado enseguida la idea de vincularlo. La razón era tan simple como la acalorada promesa de Faile —pronunciada bien lejos de los oídos de Perrin— de que si Alanna hacía tal cosa no saldría viva de Dos Ríos. Si Faile hubiese sabido más sobre el vínculo entre Aes Sedai y Gaidin, aquella amenaza no habría funcionado; empero, esa ignorancia suya —si no otra cosa—, había detenido la mano de Alanna. Era más que probable que la frustración por aquello, sumado al hecho de tener los nervios de punta, la había conducido a hacer lo que hizo con Rand: no sólo vincularlo, sino hacerlo sin su permiso. Algo así no había ocurrido desde hacía cientos de años.

«Bueno —pensó Verin—, también yo me salté unas cuantas costumbres en mis buenos tiempos».

—¿Lógico? —repitió en voz alta, sonriendo para quitar hierro a sus palabras—. Hablas como una Blanca. En fin, ahora que lo tienes, ¿qué vas a hacer con él? Considerando la lección que nos dio. Recuerdo un cuento que oí junto al fuego cuando era niña, respecto a una mujer que ensilló y embridó a un león. Cabalgar en él le pareció maravilloso, pero entonces descubrió que no podía desmontar ni dormir.

Alanna tiritó y se frotó los brazos.

—Todavía no puedo creer que sea tan fuerte. Si hubiésemos podido coligarnos antes… Lo intenté y fracasé… ¡Qué fuerte es!

Verin apenas pudo reprimir un estremecimiento. No habrían podido coligarse antes; no a menos que Alanna estuviera sugiriendo que tendrían que haberlo hecho antes de vincularlo a él. Verin no estaba segura de cuál habría sido el resultado de ello. En cualquier caso, había sido una sucesión de momentos terribles, desde descubrir que no podían cortarle el acceso a la Fuente Verdadera hasta la desdeñosa facilidad con que él las había aislado a ellas, partiendo su conexión con el saidar como si fuesen simples hilos. A las dos a un tiempo. Impresionante. ¿Cuántas harían falta para aislarlo y retenerlo? ¿Las trece que estaban establecidas? Eso sólo era una tradición, pero podría resultar necesario con él. En cualquier caso, aquél era un tema de reflexión para otro día.

—Y está el asunto de su amnistía —añadió.

Alanna abrió mucho los ojos.

—¡No creerás eso! Con cada falso Dragón han surgido historias de que estaba reuniendo hombres capaces de encauzar, todas ellas tan falsas como los hombres que se llamaban el Dragón Renacido. Sólo buscaban poder para sí mismos, no compartirlo con otros.

—Él no es un falso Dragón —adujo en voz queda Verin—, y eso puede cambiarlo todo. Si un rumor es cierto, también puede serlo otro, y la amnistía estaba en todas las bocas desde Puente Blanco.

—Aunque sea cierta, quizá no ha acudido nadie. Ningún hombre honrado desea encauzar. Si quisiera hacerlo más de un puñado, habríamos tenido un falso Dragón cada semana.

—Es ta’veren, Alanna. Atrae hacia sí lo que necesita.

La otra Aes Sedai abrió y cerró la boca sin emitir ningún sonido y las manos, apoyadas sobre la mesa, se apretaron tanto que se le pusieron los nudillos blancos. Hasta la última brizna de su tranquilidad de Aes Sedai se había ido al traste y la mujer temblaba visiblemente.

—No podemos permitir… ¿Hombres encauzando sueltos por el mundo? Si es cierto, tenemos que impedirlo. ¡Debemos hacerlo! —Estaba a punto de estallar otra vez, y sus ojos echaban chispas.

—Antes de que podamos decidir qué hacer con ellos —manifestó calmosamente Verin—, necesitamos saber dónde los esconde. Parece probable que sea en el Palacio Real, pero comprobarlo sería muy difícil teniendo como tenemos prohibida la entrada a la Ciudad Interior. Esto es lo que propongo…

Alanna se inclinó hacia adelante, pendiente de las palabras de la otra mujer.

Había muchas cosas que resolver, aunque la mayoría podía esperar. Muchas preguntas a las que buscar respuesta, pero más adelante. ¿Estaba muerta Moraine? En tal caso, ¿cómo había muerto? ¿Existían las rebeldes? En tal caso, ¿cuál sería la postura de ellas dos al respecto? ¿Debían intentar enviar a Rand a Elaida o a esas rebeldes? ¿Dónde estaban? Ese conocimiento sería muy valioso, tuviesen las respuestas que tuviesen las otras preguntas. ¿Qué uso le darían a la fragilísima correa que Alanna le había puesto a Rand? ¿Debería una de ellas, o ambas, tratar de ocupar el puesto de Moraine? Por primera vez Alanna había empezado a dejar que sus emociones por la muerte de Owein salieran a la superficie, y Verin se alegraba de que las hubiese tenido retenidas el tiempo suficiente para desestabilizarla. En su actual estado de confusión, Alanna estaba predispuesta a dejarse guiar, y Verin sabía exactamente cómo había que responder a varias de esas preguntas. Dudaba que a Alanna le gustaran algunas de esas respuestas. Más valía ocultárselas hasta que fuera demasiado tarde para cambiarlas.


Rand regresó a galope a palacio, distanciándose poco a poco incluso de los Aiel que corrían, sin hacer caso de sus gritos ni de los gestos amenazadores de la gente que tenía que saltar para apartarse del camino de Jeade’en, ni del revoltijo de sillas de mano volcadas y carruajes enganchados rueda con rueda con carros de mercado que dejaba a su paso. Bashere y los saldaeninos casi no podían mantener el paso con sus caballos más pequeños. Rand no estaba seguro de por qué tenía tanta prisa —sus noticias no eran tan urgentes— pero, a medida que remitía el temblor de sus brazos y piernas, iba siendo cada vez más consciente de estar percibiendo a Alanna, de estar sintiéndola. Era como si se hubiese colado dentro de su cabeza y se hubiese instalado allí. Si él podía sentirla, ¿podía sentirlo ella del mismo modo? ¿Qué más podía hacer la Aes Sedai? ¿Qué más? Tenía que alejarse de ella.

«Orgullo», rió socarronamente Lews Therin, y por una vez Rand no intentó silenciar esa voz.

Tenía en mente un destino que no era el palacio, pero Viajar requería que se conociera el sitio de partida incluso mejor que aquel al que uno se dirigía. Ya en las cuadras de la Puerta del Establo Sur entregó las riendas del semental a un mozo vestido con chaleco de cuero y echó a correr; sus largas piernas lo adelantaron a los saldaeninos por los corredores en los que los sirvientes lo miraban boquiabiertos, y pasó como alma que lleva el diablo ante reverencias interrumpidas a mitad de la inclinación. Ya en el Salón del Trono, aferró el saidin, abrió un acceso en el aire, y cruzó el claro cercano a la granja, para luego interrumpir el contacto con la Fuente.

Exhaló larga y profundamente y se dejó caer de rodillas sobre las hojas muertas. El calor bajo las desnudas ramas fue como un mazazo; había perdido la concentración necesaria para mantenerlo a raya hacía bastante rato. Todavía podía sentirla, pero allí era una sensación más débil… si es que la certeza de que la mujer estaba en esa dirección podía calificarse de una sensación más débil. Podría haberla señalado con los ojos cerrados.

Aferró de nuevo el saidin durante un momento, aquel torrente de fuego y hielo y repugnante cieno. Sostenía en sus manos una espada; una espada hecha de fuego, de Fuego, con la oscura figura de una garza grabada en la roja cuchilla ligeramente curvada, aunque no recordaba haber pensado en ella. Era de Fuego, pero la larga empuñadura tenía un tacto frío y firme contra sus palmas. El vacío no cambiaba nada; el Poder no cambiaba nada. Alanna seguía allí, agazapada en un rincón de su mente, observándolo.

Con una amarga risa, volvió a cortar el contacto con el Poder y continuó arrodillado. ¡Qué seguro había estado! Sólo dos Aes Sedai. Pues claro que podía manejarlas; ya había dominado a Egwene y a Elayne juntas. ¿Qué podían hacerle? Advirtió que seguía riéndose; parecía incapaz de parar. Bueno, la cosa tenía su gracia. Su estúpido orgullo. Demasiado seguro de sí mismo. Ya lo había conducido a problemas antes, y a otros con él. Había estado tan seguro de que los Cien Compañeros y él podían sellar la Perforación sin peligro…

Las hojas crujieron cuando se obligó a incorporarse.

—¡Ése no fui yo! —gritó con voz ronca—. ¡No fui yo! ¡Sal de mi cabeza! ¡Salid todos de mi cabeza!

Lews Therin musitaba algo incomprensible, a lo lejos. Alanna esperaba en silencio, pacientemente, en un lugar recóndito de su mente. La voz parecía tener miedo de ella.

Con deliberada parsimonia, Rand se sacudió las rodilleras del pantalón. No se rendiría a esto. No confiar en ninguna Aes Sedai; lo recordaría de ahora en adelante. «Un hombre que no puede confiar en nadie puede decirse que está muerto», parloteó Lews Therin. No se rendiría.

En la granja no había cambiado nada. O mejor dicho, nada y todo. La casa y el granero seguían igual, con las gallinas, las cabras y las vacas. Sora Grady lo vio llegar desde una ventana, su rostro inexpresivo y frío. Ahora era la única mujer; todas las otras esposas y novias se habían marchado con los hombres que no superaron la prueba de Taim. Éste se encontraba con los estudiantes en un espacio despejado de tierra roja en donde crecían algunas hierbas dispersas, detrás del granero. Los siete. Aparte del marido de Sora, Jur, sólo quedaban Damer Flinn, Eben Hopwil y Fedwin Morr de aquella primera prueba. Los otros eran nuevos, todos casi tan jóvenes como Fedwin y Eben.

A excepción del canoso Damer, los estudiantes estaban sentados en fila, de espaldas a Rand. Damer se hallaba de pie ante ellos, mirando con el entrecejo fruncido una piedra, del tamaño de la cabeza de un hombre, que había a unos treinta pasos de distancia.

—Ahora —dijo Taim, y Rand sintió que Damer asía el saidin y vio al hombre tejer con poca pericia Fuego y Tierra.

La piedra explotó, y Damer y los otros estudiantes echaron cuerpo a tierra para escapar de las esquirlas que salieron disparadas en todas direcciones. Pero no Taim; los fragmentos de piedra rebotaron contra el escudo de Aire que había creado en el último instante. Damer levantó la cabeza cautelosamente y se limpió la sangre de un corte superficial que tenía debajo del ojo izquierdo. Rand apretó los labios; sólo era cuestión de suerte que ninguna de aquellas esquirlas despedidas lo hubiese alcanzado. Volvió la vista hacia la granja; Sora seguía allí, aparentemente indemne. Y todavía mirándolo con fijeza. Las gallinas apenas habían hecho una pausa en su picotear y rascar la tierra; parecían estar acostumbradas a esto.

—Quizás así la próxima vez recordaréis lo que os digo —empezó Taim, calmoso, mientras dejaba que su tejido desapareciera—. Escudaos al tiempo que atacáis o podéis mataros a vosotros mismos. —Miró hacia Rand como si supiera desde el principio que estaba allí—. Continuad —ordenó a los estudiantes y fue hacia donde aguardaba Rand. Su rostro, de nariz aguileña, parecía tener un aire cruel ese día.

Mientras Damer se sentaba en la fila, Eben se incorporó y se tironeó de la oreja con nerviosismo al tiempo que utilizaba Aire para levantar otra piedra de un montón que había a un lado. Sus flujos vacilaron y la dejó caer una vez antes de ponerla en su sitio.

—¿Es seguro dejarlos solos así? —preguntó Rand cuando Taim llegó junto a él.

La segunda piedra explotó como la primera, pero esta vez todos los estudiantes habían tejido escudos. Y también Taim, envolviéndose a sí mismo y a Rand con él. Sin decir una palabra, Rand aferró el saidin de nuevo y tejió su propio escudo, apartando a la fuerza el del otro hombre. Los labios de Taim se curvaron en aquella casi sonrisa suya.

—Dijisteis que les apretara las clavijas, mi señor Dragón, y es lo que hago. Los obligo a que hagan todo con el Poder, las tareas diarias, todo. El más nuevo tomó su primera comida caliente anoche. Si no son capaces de calentarla ellos mismos, entonces la comen fría. Para la mayoría de las cosas todavía emplean el doble de tiempo que si lo hicieran a mano, pero están aprendiendo a manejar el Poder tan deprisa como les es posible, creedme. Claro que aún no son muchos.

Pasando por alto la pregunta implícita en el último comentario, Rand miró en derredor.

—¿Dónde está Haslin? No se habrá embriagado otra vez, ¿verdad? Os dije que sólo podía tomar vino por la noche.

Henre Haslin había sido Maestro de Armas de la Guardia Real, encargado de entrenar a los reclutas, hasta que Rahvin empezó la remodelación de la guardia, licenciando a todo aquel que fuera leal a Morgase o enviándolo a combatir en Cairhien. Demasiado viejo para ir de campaña, a Haslin le habían dado su pensión y lo habían puesto en la calle; y, cuando la noticia de la muerte de Morgase se extendió por Caemlyn, empezó a beber hasta emborracharse. Pero creía que Rahvin —Gaebril para él— había matado a Morgase, no Rand, y podía enseñar. Cuando estaba sobrio.

—Lo eché —respondió Taim—. ¿Para qué sirven las espadas? —Otra piedra explotó—. Yo casi soy incapaz de sujetar una sin herirme a mí mismo, y nunca lo he echado en falta. Ahora tienen el Poder.

«¡Mátalo! ¡Mátalo ahora!» resonó hueca en el vacío la voz de Lews Therin. Rand sofocó aquella voz, pero no pudo hacer lo mismo con la cólera repentina que parecía una concha alrededor de la nada que lo envolvía. Sin embargo, el vacío hizo que su voz siguiera desprovista de emoción:

—Buscadlo, Taim, y traedlo de vuelta. Decidle que habéis cambiado de opinión. Decidle eso también a los estudiantes. O decidles lo que gustéis, pero lo quiero aquí, dando lecciones a diario. Necesitan ser parte del mundo, no estar aparte de él. ¿Qué se supone que habrán de hacer si en algún momento no pueden encauzar? Cuando las Aes Sedai os aislaron con el escudo aún podríais haber escapado si hubieseis sabido cómo utilizar una espada, cómo luchar con vuestras manos.

—Escapé. Estoy aquí.

—Algunos de vuestros seguidores os liberaron, es lo que tengo entendido. De no ser así habríais acabado en Tar Valon, como Logain, amansado. Estos hombres no contarán con seguidores. Encontrad a Haslin.

El otro hombre hizo una suave reverencia.

—Como ordene mi señor Dragón. ¿Era eso lo que trajo aquí a mi señor Dragón? ¿El asunto de Haslin y las espadas? —Un mínimo atisbo de irritación teñía su voz, pero Rand hizo caso omiso.

—Hay Aes Sedai en Caemlyn, de modo que las visitas a la ciudad tienen que terminar, tanto las vuestras como las de los estudiantes. Sólo la Luz sabe qué ocurriría si uno de ellos se da de bruces con una Aes Sedai y ella lo reconoce por lo que es. —O, ya puestos, cuando él la reconociese a ella, como sin duda ocurriría. Seguramente echaría a correr o desataría un ataque llevado por el pánico, y tanto lo uno como lo otro lo descubriría. Y lo condenaría. Por lo que Rand había visto, Verin o Alanna inmovilizarían con flujos a cualquiera de los estudiantes como si fuera un niño. Taim se encogió de hombros.

—Hacer con la cabeza de una Aes Sedai lo mismo que con esas piedras no está fuera de su alcance ni siquiera ahora. El tejido es sólo un poco diferente. —Echó una ojeada por encima del hombro y alzó la voz—: Concéntrate, Adley. Concéntrate.

El tipo larguirucho que estaba de pie frente a los otros estudiantes, todo él brazos y piernas, dio un respingo y perdió el contacto con el saidin, y luego volvió a aferrarlo torpemente. Otra piedra explotó mientras Taim se volvía hacia Rand.

—Ya puestos, puedo… eliminarlas yo, si vos no os sentís capaz de hacerlo.

—Si las quisiera muertas, las habría matado. —Creía que podría si intentaban matarlo o amansarlo. Esperaba ser capaz. Pero ¿tratarían de hacer lo uno o lo otro ahora que lo habían vinculado? Eso era algo que no tenía intención de revelar a Taim; incluso sin los murmullos de Lews Therin no confiaba en ese hombre lo suficiente para mostrar ninguna debilidad que pudiera guardar en secreto. «Luz, ¿qué clase de control me ha impuesto Alanna?»—. Si llega el momento de matar Aes Sedai, os lo haré saber, pero hasta entonces nadie debe ni siquiera gritarle a una de ellas a no ser que intente decapitarlo. De hecho, todos debéis manteneros lo más lejos posible de cualquier Aes Sedai. No quiero incidentes, nada que las ponga en contra mía.

—¿Es que pensáis que no lo están ya? —murmuró Taim.

Rand no le hizo caso una vez más. En esta ocasión porque no estaba seguro de la respuesta.

—Y no quiero a nadie muerto o amansado porque se le hayan subido los humos a la cabeza. Aseguraos de que todos estén informados. Os hago responsable de ellos.

—Como gustéis —respondió Taim, encogiéndose de hombros otra vez—. Algunos morirán antes o después, a menos que os propongáis mantenerlos encerrados aquí para siempre. Aunque lo hicierais, seguramente morirían algunos. Es casi inevitable, a no ser que baje el ritmo de las clases. No tendríais que andar con tantas restricciones si me dejaseis salir a buscar.

Otra vez con lo mismo. Rand miró a los estudiantes. Un joven sudoroso, de cabello claro y ojos azules, estaba pasando un mal rato trasladando una piedra a su sitio. Perdía constantemente contacto con el saidin y la roca se movía a pequeños saltos por el suelo. Dentro de unas horas llegaría la carreta de palacio con los aspirantes que se habían presentado desde el día anterior a mediodía. Cuatro, esta vez. Algunos días sólo eran tres o dos, aunque el número se había incrementado por lo general. Dieciocho desde que había llevado a Taim allí hacía siete días, y sólo tres de ellos podían aprender a encauzar. Taim insistía en que era un número sorprendente considerando que simplemente iban a Caemlyn buscando una oportunidad. También había hecho notar en más de una ocasión que, a este paso, podrían igualar a la Torre en unos seis años. Rand no necesitaba que nadie le recordara que no disponía de seis años. Y tampoco tenía tiempo para dejar que aprendieran más despacio.

—¿Cómo lo haríais?

—Utilizando accesos. —Taim había aprendido a hacer eso de inmediato; era muy rápido en todo lo que Rand le enseñaba—. Puedo visitar dos o incluso tres pueblos al día. Al principio sería más fácil en localidades pequeñas que en ciudades. Dejaría a Flinn a cargo de las lecciones; es el más adelantado a pesar de lo que habéis visto, y me llevaría a Grady o a Hopwil o a Morr. Tendríais que proporcionarnos algunos caballos decentes, porque el jamelgo que tira de nuestro carro no serviría.

—¿Qué os proponéis, pues? ¿Entrar a caballo y anunciar, sin más, que estáis buscando hombres que quieran encauzar? Tendríais suerte si los pueblerinos no intentan colgaros.

—Puedo ser un poco más discreto que eso —replicó secamente Taim—. Diré que estoy reclutando hombres para seguir al Dragón Renacido. —¿Un poco más discreto? No mucho, desde luego—. Eso tendría que asustar a la gente lo bastante para que no se me tire al cuello el tiempo necesario para reunir a quienquiera que esté dispuesto a unirse a vos, y dejará fuera a quien esté en contra. Porque supongo que no queréis instruir a hombres que se revolverán contra vos en la primera oportunidad que tengan. —Enarcó una ceja con gesto interrogante, pero no esperó respuesta porque no hacía falta.

»Una vez que los tenga a una distancia prudencial del pueblo, puedo traerlos aquí a través de un acceso. Tal vez algunos se dejen llevar por el pánico, pero no creo que resulte difícil manejarlos. Una vez que han accedido a seguir a un hombre que puede encauzar, difícilmente pueden oponerse a que les haga la prueba. Los que fracasen, los enviaré a Caemlyn. Es hora de que empecéis a reunir un ejército propio en lugar de depender de otros. Bashere podría cambiar de idea; lo hará si la reina Tenobia se lo ordena. Y quién sabe lo que harán esos tal Aiel.

Esta vez hizo una pausa, pero Rand no abrió la boca. Esa misma idea ya se le había ocurrido a él, aunque ciertamente no con respecto a los Aiel, pero Taim no tenía por qué saberlo. Al cabo de un momento, el hombre continuó como si no hubiese sacado el tema a colación:

—Os hago una apuesta y dejo que seáis vos quien establezca qué nos jugamos. El primer día que reclute gente, encontraré tantos hombres capaces de aprender como los que lleguen a Caemlyn por sus propios medios en un mes. Una vez que Flinn y algún otro estén preparados para continuar sin mí… —Extendió las manos—. Igualaré a la Torre Blanca para vos en menos de un año. Y cada uno de esos hombres será un arma.

Rand vaciló. Dejar marcharse a Taim era un riesgo; era demasiado agresivo. ¿Qué haría si en uno de sus viajes de reclutamiento se topaba con una Aes Sedai? Quizá mantendría su palabra y no le quitaría la vida, pero ¿y si ella descubría quién era? ¿Y si lo capturaba y lo aislaba con un escudo? Ésa era una pérdida que no podía permitirse. Él solo no podía instruir a los estudiantes y hacer todo lo demás también. Seis años para igualar a la Torre. Eso, si las Aes Sedai no encontraban antes este sitio y lo destruían junto con los estudiantes antes de que ellos supieran lo suficiente para defenderse. O en menos de un año. Finalmente asintió. La voz de Lews Therin era un demencial zumbido en la distancia.

—Tendréis los caballos —accedió.

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