32 Emplazamiento con urgencia

Para Egwene la visita de Rand a Cairhien fue como uno de esos espectáculos de fuegos artificiales de los Iluminadores de los que había oído hablar pero que nunca había visto, una explosión que llegó a toda la ciudad y cuyos ecos parecieron retumbar interminablemente.

Ni que decir tiene que no volvió a acercarse a palacio, pero las Sabias acudieron allí a diario para comprobar si había trampas tendidas con saidar y le contaron lo que ocurría. Los nobles se observaban de reojo, con desconfianza, tearianos y cairhieninos por igual. Berelain parecía estar escondiéndose y se negaba a ver a nadie a menos que fuese absolutamente imprescindible; al parecer Rhuarc le había llamado la atención por desatender sus obligaciones, aunque la reprimenda no surtió mucho efecto. El jefe de clan parecía ser el único en todo el palacio al que no había afectado la situación. Hasta los sirvientes se sobresaltaban si uno los miraba, aunque quizá su nerviosismo se debía a que las Sabias husmeaban en todos los rincones.

En las tiendas las cosas no iban mejor, al menos entre las Sabias. Los demás Aiel, igual que Rhuarc, se mostraban tranquilos y firmes. Su actitud hacía que el mal humor de las Sabias pareciera más tenso en comparación, aunque no era menester tal cosa para notarlo. Amys y Sorilea regresaron de la entrevista con Rand bufando de indignación. No explicaron el motivo, al menos donde Egwene pudiese oírlas, pero el estado de ánimo se contagió a todas las Sabias, de manera que iban de aquí para allí como gatas erizadas, listas para lanzar un zarpazo a cualquier cosa que se moviera. Las aprendizas caminaban casi de puntillas y hablaban en susurros, pero aun así recibieron reprimendas por cosas que habrían pasado inadvertidas en otro momento y se las castigó por otras que antes sólo habrían merecido una regañina.

La aparición de Sabias Shaido en el campamento no ayudó precisamente a mejorar la situación. Al menos, Therava y Emerys eran Sabias; la tercera era la propia Sevanna, que se movía de un lado para otro dándose aires, con la blusa lo bastante desabrochada para hacerle la competencia a Berelain a pesar del fuerte viento que levantaba polvo. Therava y Emerys afirmaban que Sevanna era una Sabia y, aunque Sorilea rezongó, no hubo más remedio que aceptarla como tal. A Egwene no le cabía duda alguna de que estaban espiando, pero Amys se limitó a mirarla cuando la joven lo sugirió. Amparadas por la tradición, eran libres de moverse por el campamento, bien acogidas por todas las Sabias —incluso Sorilea— como si fuesen amigas íntimas o primeras hermanas. A pesar de ello, su presencia agudizó el mal humor de todo el mundo. Sobre todo el de Egwene. Esa sarcástica gata de Sevanna sabía quién era y no hacía el menor esfuerzo en disimular el placer que le causaba mandar a «la aprendiza baja» por un vaso de agua o nimiedades por el estilo a la primera oportunidad que se le presentaba. Sevanna también la miraba de un modo escrutador que a Egwene le hacía pensar en alguien observando a una gallina, pensando cómo cocinarla después de robarla. Y lo peor era que las Sabias no le contaban de qué hablaban; eran asuntos que concernían a las Sabias, no a las aprendizas. Fuera el motivo que fuera el que había llevado allí a las Sabias Shaido, el estado de ánimo de las otras Sabias ciertamente les interesaba; en más de una ocasión Egwene había sorprendido a Sevanna, cuando ésta creía que nadie la observaba, sonriendo al ver a Amys o Malindhe o Cosain ir de aquí para allí hablando para sí y ajustándose el chal sin necesidad. Ni que decir tiene que nadie le hizo caso a Egwene. Demasiados comentarios respecto a las Shaido acabó acarreándole casi todo un día cavando un agujero «lo bastante hondo para estar de pie en él sin ser vista», y cuando por fin salió del hoyo, empapada de sudor y mugrienta, tuvo que empezar a rellenarlo; todo ello mientras Sevanna la observaba.

Dos días después de que Rand se marchara, Aerin y otras cuantas Sabias convencieron a tres Doncellas para que entraran a hurtadillas en el palacio de Arilyn por la noche, y ello empeoró aun más las cosas. Las tres eludieron a los guardias de Gawyn, bien que con mayor dificultad de lo que esperaban, pero con las Aes Sedai fue otro cantar; mientras todavía se descolgaban desde el tejado al ático, quedaron atrapadas por el Poder y transportadas bruscamente al interior de la mansión. Afortunadamente Coiren y las otras por lo visto creyeron que habían ido a robar, aunque las Doncellas no debieron considerarse tan afortunadas. Fueron arrojadas a la calle tan magulladas que apenas podían caminar y cuando llegaron a las tiendas todavía se esforzaban para no gimotear. Las demás Sabias se turnaron para reprender a Aerin y a sus amigas, generalmente en privado, aunque Sorilea pareció poner gran empeño en soltarles la regañina delante del mayor número posible de personas. Sevanna y sus dos compañeras se mofaban abiertamente cada vez que veían a Aerin o a una de las otras, y especulaban en voz alta sobre lo que las Aes Sedai harían cuando se enterasen. Incluso Sorilea las miró con recelo por eso, pero nadie dijo nada, y Aerin y sus amigas empezaron a moverse como si fuesen simples aprendizas. Éstas, por su parte, trataban de esconderse cuando no estaban realizando sus tareas o tomando lecciones. La irritación subió de tono.

Salvo por lo del agujero, Egwene se las arregló para esquivar lo peor de la situación, pero sólo porque permaneció lejos de las tiendas gran parte del tiempo, principalmente para no toparse con Sevanna y dar una lección a esa mujer. No tenía la menor duda de cómo acabarían las cosas si ocurría algo así; Sevanna estaba aceptada como una Sabia a pesar de las muchas muecas de desagrado que se producían cuando no estaba presente, por lo que probablemente Amys y Bair permitirían a la Shaido establecer el castigo que debería imponerse a Egwene. Al menos mantenerse alejada no resultaba tan difícil. Sería una aprendiza, pero únicamente Sorilea se empeñaba en enseñarle el millar de cosas que una Sabia debía saber. Hasta que Amys y Bair le dieran finalmente permiso para volver al Tel’aran’rhiod, podía disponer del día y la noche para hacer lo que quisiera, siempre y cuando evitara que Surandha y las demás no la pillaran para lavar platos o recoger estiércol para las lumbres o tareas por el estilo.

No entendía por qué los días parecían transcurrir con tanta lentitud; supuso que era por tener que estar pendiente de Amys y Bair. Gawyn acudía a El Hombre Largo todas las mañanas. Egwene se acostumbró a las sonrisitas insinuantes de la oronda posadera, si bien una o dos veces se le pasó por la cabeza darle una patada a la mujer. Bueno, quizá fueron tres veces, pero no más. Esas horas pasaban en un visto y no visto. No bien acababa de sentarse en las rodillas de Gawyn cuando tenía que atusarse el cabello y marcharse. Sentarse en su regazo ya no la asustaba; en ningún momento la había asustado exactamente, pero ahora se había convertido en algo muy, pero que muy agradable. Si a veces imaginaba cosas que no debería haber pensado, si esas ideas la hacían enrojecer, él siempre le acariciaba suavemente la cara y pronunciaba su nombre de un modo que la joven podría haberse pasado la vida escuchándolo. Gawyn dejaba escapar menos cosas sobre lo que pasaba con las Aes Sedai de las que Egwene oía en cualquier otra parte, pero eso le importaba bien poco.

Eran las otras horas las que discurrían como si estuviesen atascadas en barro. Tenía tan poco que hacer que creyó que reventaría de frustración. La vigilancia mantenida por las Sabias en la mansión de Arilyn confirmaba que no había más Aes Sedai. Elegidas entre las que podían encauzar, las observadoras informaban que las Aes Sedai continuaban manejando el Poder dentro día y noche, sin interrupción, pero Egwene no osó acercarse; aun en el caso de que lo hubiese hecho, no habría podido saber qué estaban haciendo sin ver los flujos. Si las Sabias hubiesen estado menos irascibles, quizás habría intentado pasar más tiempo leyendo en su tienda, pero la única vez que había cogido un libro sin ser de noche y a la luz de una lámpara Bair rezongó tanto sobre las chicas que perdían el tiempo tumbadas perezosamente que Egwene balbució que había olvidado una cosa y se escabulló de la tienda antes de que la Sabia le encontrara algo más útil en lo que ocuparse. Una breve conversación con otra aprendiza era igualmente peligroso. El pararse a hablar con Surandha, que se escondía a la sombra arrojada por una tienda perteneciente a unos Soldados de Piedra, les costó toda una tarde haciendo la colada cuando Sorilea las descubrió. De hecho, Egwene habría agradecido tener una tarea de la que ocuparse con tal de que las horas no se le hiciesen tan largas, pero Sorilea examinó la ropa perfectamente limpia y tendida dentro de la tienda para evitar el omnipresente polvo, aspiró ruidosamente por la nariz y les dijo que la lavaran otra vez. ¡Se lo dijo dos veces más! Sevanna también presenció parte de eso.

Cuando estaba en la ciudad, Egwene no podía evitar echar ojeadas por encima del hombro constantemente, pero el tercer día la joven se encaminó hacia los muelles con la cautela de un ratón que quiere evitar al gato. Un tipo acartonado que tenía un pequeño bote se rascó el ralo cabello y le pidió un marco de plata para llevarla hasta el barco de los Marinos. Todo era caro en la ciudad, pero eso rayaba en lo ridículo. Le asestó una gélida mirada y le contestó que le daría un céntimo de plata —todavía era un precio exorbitado, a decir verdad— y esperó que el regateo no le dejara el bolsillo vacío; no disponía de mucho dinero. Todo el mundo se encogía y se ponía nervioso con los Aiel; pero, cuando se trataba de regatear, se olvidaban por completo del cadin’sor y las lanzas y luchaban como leones. El tipo abrió la desdentada boca, la cerró, estrechó los ojos para mirarla, rezongó algo incomprensible y, para sorpresa de Egwene, le dijo que estaba robando el pan a sus hijos.

—Sube —gruñó—. Vamos, sube. No puedo perder todo el día por una miseria. Habráse visto, intimidar a un hombre, robarle el pan.

Continuó con su retahíla aun después de empezar a bogar, mientras dirigía el pequeño bote hacia el ancho caudal del Alguenya.

Egwene ignoraba si Rand se había reunido con esta Señora de las Olas, pero esperaba que sí. Según Elayne, el Dragón Renacido era el Coramoor de los Marinos, el Elegido, y no tenía más que hacer acto de presencia para que se pusieran a su entera disposición. Sin embargo, esperaba que no se humillaran demasiado. A Rand le sobraban ese tipo de actitudes sumisas hacia su persona. No obstante, no era por Rand por lo que Egwene se había metido en ese bote con un barquero que no dejaba de refunfuñar. Elayne había conocido a varios Atha’an Miere, había navegado en uno de sus veleros, y decía que las Detectoras de Vientos podían encauzar. Algunas de ellas, en cualquier caso; puede que la mayoría. Ése era un secreto que los Marinos guardaban celosamente, pero la Detectora de Vientos del barco en el que viajó Elayne se había mostrado muy dispuesta a compartir sus conocimientos una vez que su secreto dejó de ser tal. Las Detectoras de Vientos de los Marinos sabían mucho de los fenómenos atmosféricos; según Elayne, estaban mucho más versadas en eso que las propias Aes Sedai. Afirmaba que la Detectora de Vientos a la que conoció había tejido flujos enormes para crear vientos favorables. Egwene ignoraba cuánto de ello era verdad y cuánto simple entusiasmo de su amiga, pero aprender un poco sobre el tiempo sería mucho mejor que estar de brazos cruzados y preguntándose si ser atrapada por Nesune no sería un alivio preferible al ambiente agobiante entre las Sabias y tener que soportar a Sevanna. Con lo poco que sabía ahora en este campo, sería incapaz de hacer que lloviese aunque el cielo estuviera encapotado y tan negro que sólo lo alumbraran los relámpagos. De momento, claro es, el sol irradiaba dorado y ardiente en un cielo despejado y la reverberación rielaba sobre las oscuras aguas. Al menos el polvo no llegaba tan dentro del río.

Cuando el barquero levantó finalmente los remos y dejó que el pequeño bote se deslizara junto al barco, Egwene se puso de pie haciendo caso omiso de sus rezongos sobre que conseguiría que los dos acabasen en el agua.

—¡Hola! —llamó—. ¡Hola! ¿Puedo subir a bordo?

Había estado en varios barcos fluviales y se preciaba de conocer los términos correctos —los marineros parecían muy quisquillosos respecto a la utilización de las palabras adecuadas— pero este velero escapaba a todas sus experiencias previas. Egwene había visto unos pocos barcos fluviales más largos, pero ninguno tan alto. Varios miembros de la tripulación se encontraban encaramados en los aparejos o trepando por los inclinados mástiles; eran hombres de piel oscura, que iban desnudos de cintura para arriba y descalzos y llevaban pantalones de llamativos colores sujetos a la cintura con fajines de tonos aun más fuertes; también había mujeres, de piel igualmente oscura y cubiertas con camisas de tonalidades tan intensas como las ropas de sus compañeros.

Egwene iba a llamar otra vez, gritando con más fuerza, cuando una escala de cuerda se desenrolló mientras caía por el costado del barco. No hubo respuesta a su llamada en la cubierta, pero eso podía considerarse una invitación y la joven empezó a subir. No le resultó fácil —no por el hecho de trepar por la escala, sino por mantener la falda decentemente pegada a las piernas; ahora entendía por qué las mujeres de los Marinos llevaban pantalones— pero por fin llegó a la batayola.

De inmediato sus ojos se posaron en una mujer que estaba en la cubierta, a menos de dos metros. Tanto la blusa como los pantalones eran de seda azul, ceñidos con un fajín del mismo color en un tono más oscuro. Llevaba tres pendientes en cada oreja, y una fina cadena, de la que colgaban diminutos medallones, unía uno de los pendientes con su nariz. Elayne le había descrito estos adornos e incluso se los había mostrado utilizando un atuendo semejante en el Tel’aran’rhiod, pero al verlo al natural Egwene no pudo evitar hacer una mueca. Sin embargo había algo más: podía percibir la habilidad de la mujer para encauzar. Había encontrado a la Detectora de Vientos.

Abrió la boca, y en ese momento una oscura mano surgió de manera repentina delante de sus ojos, empuñando una reluciente daga. Antes de que la joven tuviese tiempo de gritar, la cuchilla sesgó las cuerdas de la escala. Todavía aferrada inútilmente a ella, Egwene cayó en picado al agua.

Entonces sí que gritó, aunque sólo durante los breves instantes que tardó en sumergirse en el río de pie, a gran profundidad. El agua le entró en la boca abierta, ahogando su chillido; creyó haberse tragado la mitad del caudal del río. Frenéticamente se esforzó por desenredarse la falda envuelta en la cabeza y librarse de la escala. El pánico no la dominaba. En absoluto. ¿Hasta qué profundidad se había sumergido? A su alrededor todo era oscuridad y cieno. ¿En qué dirección estaba la superficie? Sentía como si unas barras de hierro le ciñesen el tórax, pero aun así soltó aire por la nariz y observó que las burbujas se movían lo que para su posición era hacia abajo y a la izquierda. Se giró y pateó hacia la superficie. ¿A qué distancia estaría? Los pulmones le ardían.

Su cabeza emergió a la luz del día, y Egwene inhaló aire boqueando y tosiendo. Para su sorpresa, el barquero se inclinó sobre el agua y la subió al bote progresivamente al tiempo que rezongaba que dejara de patear y retorcerse si no quería que la pequeña embarcación zozobrara, añadiendo que los Marinos eran una pandilla de quisquillosos. Volvió a inclinarse sobre la regala para recoger el chal de la joven antes de que la prenda su hundiera. Egwene se lo arrebató de un tirón, y el barquero respingó y se echó hacia atrás como si temiese que la muchacha fuera a golpearlo con él. La falda le colgaba pesadamente, la blusa y la ropa interior se le pegaban al cuerpo, y el pañuelo ceñido a la frente estaba torcido hacia un lado. En el fondo de la barca empezó a formarse un charco de agua, bajo sus pies.

La corriente había llevado el bote a la deriva alejándolo del barco unos veinte metros. La Detectora de Vientos estaba en la batayola ahora junto a otras dos mujeres, una vestida con sencillas ropas de seda verde y la otra de color rojo, con brocados en hilo de oro. Los pendientes y las cadenitas que los unían a la nariz destellaban con el sol.

—Se te niega el derecho del regalo de pasaje —gritó la mujer de verde.

—Y diles a las otras que los disfraces no nos confundirán. No nos dais miedo. ¡Se os niega a todas el regalo de pasaje! —abundó la de rojo.

El acartonado barquero cogió los remos, pero Egwene lo señaló con el dedo directamente a la estrecha nariz.

—Quédate donde estás —ordenó. El hombre obedeció. ¿Quiénes se creían que eran esas mujeres? ¡Mira que tirarla al agua y dejarla empapada! ¡Y ni una palabra de la más mínima cortesía!

Egwene aspiró profundamente, abrazó el saidar y encauzó cuatro flujos antes de que la Detectora de Vientos tuviese tiempo de reaccionar. Así que sabía mucho sobre fenómenos atmosféricos, ¿no? ¿Era capaz de dividir los flujos en cuatro formas distintas? Había pocas Aes Sedai que pudiesen hacerlo. Uno de los flujos era Energía, un escudo que lanzó sobre la Detectora de Vientos para impedir que interfiriese. Si es que sabía cómo. Los otros tres eran Aire, tejido cada uno de ellos casi delicadamente alrededor de cada mujer para inmovilizarles los brazos contra los costados. Levantarlas no era precisamente difícil, pero tampoco sencillo.

Un clamor se alzó en el barco cuando las tres mujeres flotaron en el aire y quedaron suspendidas sobre el río. Egwene oyó gemir al barquero, pero no estaba interesada en él. Las tres Atha’an Miere ni siquiera patalearon; con cierto esfuerzo, Egwene las elevó más, unos diez o doce metros sobre la superficie del agua. Por mucho que se esforzase aquél parecía ser su límite. «Bueno, tampoco te propones hacerles daño —pensó y soltó los tejidos—. Ahora gritarán».

Las tres mujeres de los Marinos se hicieron unos ovillos tan pronto como empezaron a caer, giraron en el aire y se estiraron, con los brazos extendidos hacia adelante. Se zambulleron en el agua en medio de pequeños chapoteos. Instantes después las tres cabezas oscuras emergían y las mujeres empezaron a nadar velozmente de vuelta al velero.

Egwene cerró la boca. «Si las levanto por los tobillos y les sumerjo las cabezas, se…» Pero ¿qué estaba pensando? ¿Es que tenían que gritar porque ella lo había hecho? No era mejor que ellas. «¡Debo de parecer una rata medio ahogada!» Encauzó con cuidado —trabajar con una misma siempre conllevaba cierto riesgo ya que no se veían los flujos con claridad— y el agua escurrió completamente de sus ropas. Se formó un buen charco a sus pies.

El barquero la miraba boquiabierto y con los ojos desorbitados, y eso sirvió para que la joven se diese cuenta de lo que acababa de hacer. Encauzar, en mitad del río, sin nada que la ocultase si por casualidad había por allí alguna Aes Sedai. A pesar del sol abrasador Egwene no pudo evitar un escalofrío.

—Puedes llevarme de vuelta a la orilla. —A saber quién había en los muelles; a esta distancia ni siquiera podía distinguir entre hombres y mujeres—. Pero no a la ciudad, sino a la ribera del río.

El tipo se puso a bogar con tal entusiasmo que la joven estuvo a punto de caer de espalda.

La condujo a un punto donde la orilla era toda de cantos rodados grandes como su cabeza. No se veía a nadie por los alrededores, pero aun así Egwene saltó del bote tan pronto como la pequeña embarcación chirrió al rozar la quilla contra las piedras; se recogió la falda y subió el empinado ribazo a todo correr. No paró hasta encontrarse en su tienda, donde se desplomó jadeando y empapada de sudor. No volvió a acercarse a la ciudad. Salvo para encontrarse con Gawyn, claro.

Los días pasaron y ahora un viento casi incesante arrastraba nubes de polvo y tierra a todas horas. En la quinta noche, Bair acompañó a Egwene al Mundo de los Sueños, sólo una corta excursión a modo de prueba, un paseo por una parte del Tel’aran’rhiod que era la que Bair conocía mejor, es decir, el Yermo de Aiel, un territorio abrupto y reseco que en comparación hacía que el propio Cairhien, castigado por la sequía, pareciese un lugar exuberante de vegetación. Tras una corta caminata, Bair y Amys la despertaron para comprobar si había tenido algún efecto nocivo en la joven. No lo había. Por mucho que la hicieron saltar y correr, por muchas veces que le miraron los ojos y escucharon su corazón no tuvieron más remedio que admitirlo; a pesar de ello, a la noche siguiente Amys la llevó a otra corta excursión al Yermo, seguida de un nuevo examen tan agotador que Egwene se alegró de poder arrastrarse hasta su catre después y quedarse profundamente dormida nada más tenderse en él.

Esas dos noches no regresó al Mundo de los Sueños, pero se debió más al cansancio que a otra cosa. Antes de eso, se había repetido a sí misma que debería dejar de hacerlo —estaría bueno que la pillaran violando sus restricciones justo cuando estaban a punto de levantarlas— pero, de algún modo, siempre decidía que un corto viaje no importaría con tal que fuese lo bastante rápido para reducir el peligro de ser descubierta. Algo que sí evitaba era el lugar entre el Tel’aran’rhiod y el mundo de vigilia; el lugar donde flotaban los sueños. Sobre todo lo evitó después de sorprenderse pensando que si tenía mucho cuidado a lo mejor podía atisbar los sueños de Gawyn sin ser arrastrada hacia ellos, y que, aun en el caso de que ocurriera eso, sólo sería un sueño. Se recordó firmemente que era una mujer adulta, no una chiquilla estúpida. Se alegraba de que nadie más supiera la confusión que el hombre producía en sus pensamientos. Amys y Bair se habrían reído hasta saltárseles las lágrimas.

En la séptima noche, Egwene se preparó cuidadosamente para acostarse, poniéndose una camisola limpia y cepillándose el cabello hasta que brilló. Todo lo cual era inútil con respecto al Mundo de los Sueños, pero sí le sirvió para no pensar en el nerviosismo que le atenazaba el estómago. Esta noche serían Aes Sedai quienes estarían esperando en el Corazón de la Ciudadela, no Elayne o Nynaeve. Daba igual que fuesen unas u otras a menos que… El cepillo de mango de marfil se detuvo sin acabar la pasada por el pelo. A menos que una de las Aes Sedai revelara que era sólo Aceptada. ¿Por qué no había pensado antes en eso? Luz, ojalá pudiese hablar con Elayne o Nynaeve. Aunque tampoco veía de qué podría servir eso, aparte de que estaba convencida de que su sueño sobre romper cosas significaba que algo iría muy mal si hablaba con ellas.

Se mordisqueó el labio mientras consideraba la posibilidad de presentarse ante Amys y decirle que no se sentía bien. Nada serio, sólo un poco revuelto el estómago, pero dudaba mucho que pudiera visitar el Mundo de los Sueños esta noche. Iban a reanudar sus clases tras su encuentro nocturno, pero… Otra mentira, además de ser una artimaña propia de alguien cobarde. Ella no lo sería. No todas las personas podían ser igualmente valientes, pero la cobardía era despreciable. Ocurriera lo que ocurriese esta noche, tendría que afrontarlo, y se acabó.

Dejó el cepillo con actitud firme, apagó la lámpara y se metió en el camastro. Estaba lo bastante cansada para que quedarse dormida no representara ningún problema, aunque si fuese necesario ahora sabía cómo sumirse en el sueño a cualquier hora o entrar en un ligero trance de manera que podría estar en el Mundo de los Sueños y hablar —bueno, más bien balbucir— con alguien que estuviese junto a su cuerpo dormido. Lo último que le vino a la cabeza antes de abandonarse al sueño fue darse cuenta de algo sorprendente: el nerviosismo no le atenazaba el estómago ya.

Se encontró en una gran cámara abovedada rodeada por un bosque de gruesas columnas de pulida piedra roja: el Corazón de la Ciudadela, en la Ciudadela de Tear. Lámparas doradas colgaban de cadenas por doquier; a pesar de estar apagadas había luz que procedía de todas partes y de ninguna. Amys y Bair ya estaban allí, su aspecto exactamente igual que el que tenían esa mañana, a excepción de que sus collares y brazaletes relucían un poco más de lo que hasta el oro tendría que haber brillado. Hablaban en voz baja y parecían irritadas. Egwene sólo captó un par de palabras sueltas, pero fueron «Rand al’Thor».

De pronto cayó en la cuenta de que llevaba un vestido blanco con bandas en el repulgo, la ropa de Aceptada. Tan pronto como se percató de ello su atuendo cambió a una copia exacta del de las Sabias, aunque sin joyas. No creía que las otras dos mujeres se hubiesen dado cuenta; de cualquier modo tampoco habrían sabido lo que significaba ese vestido. En ocasiones rendirse implicaba perder menos ji y deber menos toh que las alternativas, pero ningún Aiel se lo plantearía sin antes haber intentado luchar al menos.

—Vuelven a retrasarse —comentó secamente Amys al tiempo que se adentraba en el espacio abierto, bajo la gran bóveda de la cámara. Hincada en las baldosas estaba lo que parecía una espada de cristal, la Callandor de las profecías, un sa’angreal masculino y uno de los más poderosos que se habían creado. Rand la había puesto allí para que los tearianos lo recordaran, como si tuviesen posibilidad de olvidarlo, pero Amys apenas le dedicó una mirada superficial. Para otros La Espada que no es una Espada sería un símbolo del Dragón Renacido; para ella era algo que sólo concernía a las gentes de las tierras húmedas—. Esperemos al menos que no intenten fingir que lo saben todo y nosotras no sabemos nada. La última vez se comportaron mucho mejor.

El resoplido de Bair habría hecho parpadear a Sorilea.

—Nunca mejorarán su actitud —manifestó—. Lo menos que podrían hacer es estar donde dijeron que estarían a la hora que… —Se calló cuando siete mujeres aparecieron repentinamente al otro lado de Callandor.

Egwene las reconoció, incluida la mujer joven de azules ojos rebosantes de decisión a quien había visto antes en el Tel’aran’rhiod. ¿Quién sería? Amys y Bair habían mencionado a las otras —por lo general con acritud— pero nunca se refirieron a ésa. La mujer se cubría con un chal con flecos azules; todas ellas llevaban los chales puestos. Sus vestidos cambiaban de color y de estilo de manera constante, pero no así los chales.

Los ojos de las Aes Sedai se enfocaron de inmediato en Egwene, como si las Sabias no existiesen.

—Egwene al’Vere —empezó solemnemente Sheriam— se requiere tu presencia ante la Antecámara de la Torre.

Sus almendrados y verdes ojos brillaban con alguna emoción reprimida, y a Egwene se le subió el corazón a la garganta; sabían que había estado fingiendo ser una hermana de pleno derecho.

—No preguntes para qué se te requiere —intervino Carlinya de inmediato, y su fría voz hizo resaltar aun más la formalidad del anuncio—. De ti se espera que respondas, no que preguntes.

Por alguna razón desconocida, la Blanca se había dejado corto el oscuro cabello; ésa era la clase de detalle sin importancia que parecía cobrar magnitud en la mente de Egwene. Desde luego no deseaba pensar en el significado de todo esto. Las frases ceremoniosas se sucedieron a un ritmo regular, en tanto que Amys y Bair se ajustaban los chales y fruncían el ceño, haciendo evidente que su irritación iba dando paso a la preocupación.

—No retrases tu llegada —ordenó Anaiya, a quien Egwene siempre había visto como una mujer afable, pero que ahora hablaba con tanta firmeza como Carlinya y una formalidad carente por completo de cordialidad—. Se espera de ti una inmediata obediencia.

A continuación, las tres Aes Sedai hablaron a unísono:

—Es bueno temer la convocatoria de la Antecámara. Es bueno obedecer al punto y con humildad, sin hacer preguntas. Se te emplaza para que te arrodilles ante la Antecámara de la Torre y aceptes el fallo de sus componentes.

Egwene controló su respiración al menos lo suficiente para no jadear. ¿Cuál era el castigo por lo que había hecho? Ninguno leve si había que juzgar por esta ceremonia. Todas la miraban fijamente. La joven trató de descubrir algo en aquellos semblantes Aes Sedai; seis de ellos traslucían únicamente serenidad intemporal, quizá con un atisbo de intensidad en los ojos. La joven Azul traslucía la fría calma propia de quien lleva años siendo Aes Sedai, pero no podía ocultar una leve y satisfecha sonrisa. Todas parecían esperar algo.

—Acudiré tan pronto como pueda —respondió. Puede que tuviera la sensación de tener el estómago en los talones, pero su voz era una réplica perfecta de las de ellas. Nada de cobardía. Sería Aes Sedai algún día. Si se lo permitían después de esto—. Sin embargo no sé cuánto tardaré. La distancia es mucha e ignoro dónde se encuentra Salidar, sólo que está en algún punto a lo largo del río Eldar.

Sheriam intercambió una mirada con las otras. Su vestido cambió de color azul pálido a un gris oscuro, con la falda pantalón.

—Estamos seguras de que existe un modo de hacer rápido el viaje. Si las Sabias acceden a colaborar. Siuan está convencida de que no se tardaría más que uno o dos días si entras físicamente en el Tel’aran’rhiod

—No —espetó Bair.

—No le enseñaremos algo así —abundó al mismo tiempo Amys—. Se utilizaba para el mal, es el mal, y quienquiera que lo haga pierde parte de sí mismo para siempre.

—No podéis saber con certeza algo así —adujo pacientemente Beonin— puesto que al parecer ninguna de vosotras lo ha hecho jamás. Pero si tenéis conocimiento de ello entonces debéis de tener alguna noción de cómo se realiza. Quizá nosotras podríamos descubrir algo que vosotras no sabéis.

Ese tono paciente era precisamente el peor que podía emplear. Amys se ajustó el chal y se irguió más que nunca. Bair se puso en jarras y adoptó un gesto furibundo, enseñándole los dientes. En cualquier momento se iba a producir uno de esos estallidos que las Sabias habían insinuado. Iban a enseñarles a estas Aes Sedai unas cuantas lecciones sobre lo que podía hacerse en el Tel’aran’rhiod por medio de demostrarles lo poco que sabían ellas. Las Aes Sedai las observaban envueltas en una calma absoluta, rebosantes de seguridad. Sus chales no sufrieron cambios pero sus vestidos variaron casi al mismo ritmo desaforado de los latidos del corazón de Egwene. Sólo el de la joven Azul pareció mantener cierta estabilidad, cambiando sólo una vez durante el largo silencio.

Tenía que impedirlo. Tenía que ir a Salidar y ciertamente no sería ninguna ayuda si era testigo de la humillación de estas Aes Sedai.

—Sé cómo hacerlo. Creo que sé. Estoy dispuesta a intentarlo. —Si no funcionaba, siempre podía ir a caballo—. Pero todavía ignoro dónde he de dirigirme y sería mejor que lo supiese ahora.

La atención de Amys y Bair pasó de las Aes Sedai a ella. Ni siquiera Carlinya ni Morvrin habrían sido capaces de igualar la frialdad de aquellas miradas. A Egwene el corazón se le cayó a los pies, junto con su estómago.

Sheriam empezó a dar indicaciones de inmediato —a tantos kilómetros de tal pueblo, a tantas leguas al sur de aquello—, pero la joven Azul carraspeó y dijo:

—Puede que esto sea de más ayuda.

La voz le sonaba conocida a Egwene, pero la muchacha no supo encajarla con un rostro. No tendría mucho más control sobre su vestimenta que las demás —el suave color verde se convirtió en azul mientras hablaba, y el cuello alto dio paso a unas chorreras de puntillas al estilo teariano, en tanto que un casquete de perlas aparecía en su cabeza—, pero sí sabía algo del Tel’aran’rhiod. De repente un gran mapa apareció suspendido en el aire a un lado, con un reluciente punto rojo a un extremo, junto al nombre «Cairhien» escrito con grandes letras, y otro al extremo opuesto con el nombre de «Salidar». El mapa empezó a ampliarse y a cambiar; de pronto las cadenas montañosas dejaron de ser simples líneas y se elevaron, los bosques adquirieron tonalidades verdes y ocres, los ríos relucieron como cursos de agua al sol. Aumentó de tamaño hasta crear una especie de muro que ocultaba todo ese lado de la gran cámara. Era como contemplar el mundo desde arriba.

Hasta las Sabias estaban lo bastante impresionadas para pasar por alto su desaprobación, al menos hasta que el vestido teariano de la mujer joven cambió a otro de seda amarilla, con un remate en el escote bordado con hilo de plata. Sin embargo, la mujer no estaba interesada en ellas. Por alguna razón miraba con aire desafiante a las otras Aes Sedai.

—Eso es espléndido, Siuan —dijo Sheriam al cabo de un momento.

Egwene parpadeó. ¿Siuan? Debía de ser una mujer con el mismo nombre. Esta joven Aes Sedai aspiró aire por la nariz en un gesto ufano e hizo un brusco asentimiento con grandes reminiscencias de Siuan Sanche, pero tal cosa era imposible. «Estás tratando de posponerlo, nada más» se increpó para sus adentros, con firmeza.

—Ciertamente me basta para encontrar Salidar, pueda o no… —Echó una mirada de reojo a Amys y a Bair, cuyo desaprobador silencio e inmovilidad eran tal que podían estar talladas en piedra—. Pueda o no ir físicamente. De un modo u otro, prometo que estaré en Salidar tan pronto como me sea posible. —El mapa desapareció. «Luz ¿qué piensan hacer conmigo?»

A punto estuvo de hacer la pregunta en voz alta, pero Carlinya se lo impidió al tomar de nuevo la palabra, otra vez inmersa en la severidad ceremoniosa de antes e incluso con mayor dureza:

—No preguntes para qué se te requiere —repitió—. De ti se espera que respondas, no que preguntes.

—No retrases tu llegada —reiteró Anaiya—. Se espera de ti una inmediata obediencia.

Las Aes Sedai intercambiaron miradas y desaparecieron tan repentinamente que Egwene se preguntó si creerían que de todos modos iba a preguntar a pesar de sus admoniciones.

La dejaron sola con Amys y Bair, pero cuando la joven se volvió hacia las Sabias, dudando entre empezar con una explicación o con una disculpa o simplemente rogándoles que comprendieran, también ellas desaparecieron y la dejaron allí, rodeada por las columnas de piedra roja y con Callandor rutilando a su lado. No había excusas en el ji’e’toh.

Suspiró tristemente y salió del Tel’aran’rhiod de vuelta a su cuerpo dormido.

Despertó de inmediato; despertar a voluntad era una parte tan importante en el adiestramiento de una caminante de sueños como el quedarse dormida cuando una quisiera; y había prometido irse tan rápido como le fuera posible. Encauzó para encender las lámparas, todas ellas. Iba a necesitar luz. Hizo un esfuerzo para imprimir dinamismo a sus movimientos mientras se arrodillaba junto a uno de los pequeños arcones que estaban colocados contra la lona de la tienda y empezó a sacar ropas que no había llevado desde que entró en el Yermo. Una parte de su vida había quedado atrás, pero no lloraría por ello. No lloraría.


Tan pronto como Egwene desapareció, Rand apareció entre las columnas. Acudía allí de vez en cuando para mirar a Callandor. La primera visita fue después de que Asmodean le enseñara a invertir los tejidos. Entonces había cambiado las trampas dispuestas alrededor del sa’angreal de modo que sólo él podía verlas. Si se daba crédito a las Profecías, «quien la extraiga continuará después». Ya no estaba muy seguro de hasta qué punto creía esos vaticinios, pero no tenía sentido correr ningún riesgo.

Lews Therin rezongaba en algún rincón de su mente —siempre lo hacía cuando Rand estaba cerca de Callandor— pero esa noche la reluciente espada cristalina no interesaba en absoluto a Rand. Tenía los ojos prendidos en el punto donde el mapa había estado suspendido. No era realmente un mapa al final, sino algo más. ¿Qué era ese lugar? ¿Se debía a una simple casualidad el que hubiese acudido allí aquella noche en lugar del día anterior o el siguiente? ¿Sería uno de los tirones de ta’veren en el Entramado? Qué más daba. Egwene había accedido al emplazamiento humildemente, cosa que jamás habría hecho si la llamada viniese de la Torre y de Elaida. Ese Salidar tenía que ser el sitio donde sus misteriosas amigas se escondían. Donde estaba Elayne. Ellas mismas se le habían entregado.

Riendo, abrió un acceso al reflejo del palacio de Caemlyn en el Mundo de los Sueños.

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