15 Un montón de arena

Egwene abrió los ojos y miró al vacío. Durante un instante permaneció tendida en el catre, jugueteando ociosamente con el anillo de la Gran Serpiente ensartado en el cordón que llevaba al cuello. Lucirlo en la mano ocasionaba demasiadas miradas raras. Era más sencillo pasar por una estudiante de las Sabias si nadie la tomaba por una Aes Sedai. Cosa que no era, naturalmente, sino una Aceptada, aunque llevaba tanto tiempo fingiendo serlo que a veces casi olvidaba que no era una hermana de hecho.

Una leve claridad se coló por la solapa de la entrada, iluminando apenas el interior de la tienda. Se sentía como si hubiese pasado toda la noche en vela, y las sienes le dolían. Desde el día en que Lanfear había estado a punto de matarlas a Aviendha y a ella, el mismo en que la Renegada y Moraine se mataron la una a la otra, la cabeza le dolía cada vez que entraba en el Tel’aran’rhiod, aunque nunca con suficiente intensidad para considerarlo una verdadera molestia. En fin, Nynaeve le había enseñado algo sobre hierbas curativas, allá en casa, y se las había ingeniado para encontrar unas pocas de las indicadas allí, en Cairhien. La raíz de pasionaria la dejaría amodorrada, o puede que estando tan débil la hiciera dormir durante horas, pero al menos borraría todo vestigio de jaqueca.

Se levantó, estiró el arrugado y sudoroso camisón, y caminó sobre las alfombras hacia la palangana, un recipiente de cristal tallado que probablemente en otro tiempo había servido para el ponche de algún noble. En cualquier caso, resultó tan adecuado como una palangana para contener el agua que vertió de una jarra de vidrio azul, agua que apenas notó fresca cuando se mojó la cara con ella. Su mirada se encontró con sus propios ojos en el pequeño espejo de marco dorado, apoyado contra la lona de la tienda, y el rubor le tiñó las mejillas.

—Bueno, ¿qué pensabas que iba a pasar? —susurró. No lo habría creído posible, pero el reflejo de su rostro se tornó aun más colorado.

Sólo había sido un sueño, no como en el Tel’aran’rhiod, donde lo que ocurriese seguía siendo real al despertar. Pero lo recordaba todo, hasta el más pequeño detalle, como si hubiese sido verdad. Temió que sus mejillas echaran a arder. Sólo un sueño, y, además, uno de Gawyn. No tenía derecho a soñar con ella así.

—Todo fue cosa de él —dijo a su reflejo—. ¡No mía! ¡No tuve elección!

Cerró bruscamente la boca. Mira que intentar responsabilizar a un hombre por sus sueños. Y hablarle a un espejo como una imbécil.

Se paró ante la solapa de la entrada y echó una ojeada fuera. Su tienda se encontraba al borde del campamento Aiel. Las grises murallas de Cairhien se alzaban unos tres kilómetros al oeste de las peladas colinas, sin nada entre medias excepto el suelo carbonizado allí donde extramuros rodeaba anteriormente la ciudad. A juzgar por la escasa claridad, todavía debía de faltar un buen rato para que el sol saliera, pero los Aiel ya se movían afanosos entre las tiendas.

Esa mañana no madrugaría. Después de pasarse una noche entera fuera de su cuerpo… Sus mejillas se encendieron de nuevo; Luz, ¿es que iba a estar enrojeciendo toda la vida a costa de un sueño? Mucho se temía que sí. En fin, después de eso, podría dormir hasta la tarde. El olor de las gachas de avena no podía competir con la pesadez de sus párpados.

Débilmente regresó a las mantas y se derrumbó en ellas mientras se frotaba las sienes. Estaba demasiado cansada para preparar la raíz de pasionaria; claro que estando tan agotada, pensó, tampoco importaba mucho si no se tomaba la infusión. El sordo dolor siempre remitía al cabo de una hora más o menos, de modo que se le habría pasado cuando despertara.

Teniendo todo en cuenta, no fue de sorprender que Gawyn llenara sus sueños. A veces repetía uno de los de él, aunque no exactamente, por supuesto; en su versión, ciertos hechos embarazosos no ocurrían o, al menos, los pasaba por alto. Gawyn dedicaba mucho más tiempo a recitar poesías y a abrazarla mientras contemplaban amaneceres y puestas de sol. Y tampoco balbuceaba al decir que la amaba. Y estaba tan guapo como era realmente. Otros sueños eran suyos sólo. Tiernos besos que duraban eternamente. Él arrodillado mientras ella le cogía la cabeza entre las manos. Algunos no tenían sentido. En dos ocasiones consecutivas soñó que lo agarraba por los hombros e intentaba darle media vuelta para que la mirara en contra de su voluntad. Una de las veces él le retiraba las manos con brusquedad; en la otra, ella era de algún modo más fuerte que él. Ambos sueños se mezclaban borrosamente. En otro, Gawyn empezaba a cerrar una puerta que los separaba, y Egwene sabía que, si aquella estrecha franja de luz desaparecía, ella estaría muerta.

Los sueños se sucedían en su cabeza, no todos sobre él, y por lo general con tintes de pesadilla.

Perrin aparecía ante ella de pie, con un lobo tendido a sus pies y dos halcones, macho y hembra, posados en sus hombros y asestándose miradas desafiantes por encima de su cabeza. Aparentemente ajeno a ellos, el joven intentaba una y otra vez deshacerse de aquella extraña hacha suya hasta que, finalmente, echaba a correr con el hacha flotando en el aire, persiguiéndolo. Otra vez Perrin; le daba la espalda a un gitano y corría más y más deprisa aunque ella le gritaba que volviera. Mat pronunciaba palabras raras que ella casi llegaba a entender —la Antigua Lengua, suponía— y dos cuervos se posaban en sus hombros e hincaban las garras más y más profundamente hasta traspasar chaqueta y músculos. Al igual que Perrin, no parecía advertir la presencia de las aves, aunque una expresión desafiante asomó a su rostro fugazmente, seguida de inmediato por otra de aceptación. Otro: una mujer cuyo rostro quedaba oculto en las sombras le hacía señas para atraerla hacia un gran peligro; Egwene no sabía qué peligro, pero sí que era algo monstruoso. Varios estuvieron relacionados con Rand, no todos malos, pero sí extraños. Elayne, obligándolo a ponerse de rodillas con una mano. Elayne y Min y Aviendha, sentadas en un círculo silencioso a su alrededor, las tres tendiendo una mano para tocarlo. Él caminando hacia una montaña ardiente, y algo crujiendo bajo sus botas. Egwene se estremeció y gimió; las cosas que crujían eran los sellos de la prisión del Oscuro que se hacían pedazos con cada paso que daba Rand. Lo sabía. No hacía falta que los viera para saberlo.

Alimentados por el terror, sus sueños se volvieron más terribles. Las dos mujeres desconocidas que había visto en el Tel’aran’rhiod la cogían y la arrastraban ante una mesa llena de mujeres encapuchadas, y cuando se retiraban las capuchas todas eran Liandrin, la hermana Negra que la había capturado en Tear. Una seanchan de rasgos duros le tendía un brazalete y un collar de plata unidos por una correa también de plata: un a’dam. Aquello la hizo gritar; los seanchan le habían puesto un a’dam en una ocasión. Moriría antes de permitir que aquello volviera a suceder. Rand saltaba por las calles de Cairhien, riendo mientras destrozaba edificios y gente con rayos y fuego, y otros hombres corrían con él, manejando el Poder como un arma; aquella espantosa amnistía suya se había anunciado en Cairhien, pero era inconcebible que ningún hombre escogiera voluntariamente encauzar. La Sabias la sorprendían en el Tel’aran’rhiod y la vendían como un animal en las tierras situadas más allá del Yermo de Aiel; eso era lo que se hacía con los cairhieninos que sorprendían en el Yermo. Permaneció fuera de sí misma, observando cómo su rostro se deshacía, su cráneo se partía y unas figuras entrevistas la pinchaban con palos. La pinchaban. La pinchaban…

Se incorporó bruscamente, jadeando, y Cowinde se sentó en los talones, junto a su cama, la cabeza inclinada bajo la capucha del blanco atuendo.

—Disculpa, Aes Sedai. Sólo quería despertarte para el desayuno.

—Para eso no era necesario que me hicieses un agujero en las costillas —rezongó Egwene, que lo lamentó al instante.

La irritación llameó en los ojos de Cowinde, de un azul profundo, pero enseguida quedó sofocada, oculta bajo la máscara gai’shain de dócil aceptación. Obligados bajo juramento a obedecer humildemente y no tocar un arma durante un año y un día, los gai’shain aceptaban todo, fuera lo que fuera, tanto una palabra grosera como un golpe o incluso una cuchillada en el corazón. Aunque matar a un gai’shain era lo mismo entre los Aiel que matar a un niño: no había excusa, y el autor sería abatido por su propio hermano o hermana. Empero, era una máscara, de eso estaba segura Egwene. Los gai’shain la mantenían obstinadamente, pero seguían siendo Aiel, el pueblo menos humilde que Egwene podía imaginar. Incluso alguien como Cowinde, que había rehusado quitarse el ropaje blanco cuando el año y el día de su servicio concluyó. Su negativa era un acto de obstinado orgullo y desafío igual al de un hombre que rehúsa retirarse ante diez enemigos. A enredos así conducía el ji’e’toh a los Aiel.

Ésta era una de las razones por las que Egwene tenía mucho cuidado en cómo hablaba con los gai’shain, sobre todo con aquellos como Cowinde. No tenían posibilidad de defenderse a menos que violaran todo aquello en lo que creían. Por otro lado, Cowinde había sido una Doncella Lancera, y volvería a serlo si se la llegaba a convencer alguna vez para que se quitara el ropaje blanco. Dejando a un lado el Poder, seguramente sería capaz de hacer un nudo a Egwene al mismo tiempo que afilaba la punta de una lanza.

—No me apetece comer nada —respondió Elayne—. Vete y déjame dormir.

—¿Que no quieres comer? —preguntó Amys, cuyos collares y brazaletes de marfil, plata y oro tintinearon cuando se agachó para entrar en la tienda. Al igual que el resto de los Aiel, no llevaba anillos; pero, en cuanto a lo demás, lucía joyas suficientes para que tres mujeres se adornaran, y todavía sobraría alguna—. Creí que al menos habías recuperado el apetito.

Bair y Melaine entraron tras ella, ambas engalanadas con joyas. Las tres pertenecían a distintos clanes, pero, mientras que la mayoría de las Sabias que habían cruzado la Pared del Dragón estaban instaladas cerca de sus septiares, las tiendas de éstas se alzaban juntas, a corta distancia de la de Egwene. Se acomodaron en coloridos cojines adornados con borlones, al pie del jergón, mientras se ajustaban los chales que las mujeres Aiel parecían llevar siempre encima; al menos las que no eran Far Dareis Mai. Amys tenía el cabello tan blanco como Bair, pero en tanto que el maternal semblante de esta última estaba surcado de arrugas, el de Amys tenía una chocante apariencia juvenil, tal vez por el contraste entre el rostro y el pelo. La Sabia decía que lo había tenido casi igual de pálido desde que era niña.

Por lo general eran Bair o Amys quienes estaban al mando del grupo, pero ese día Melaine, de cabello dorado y ojos verdes, habló primero:

—Si dejas de comer no te pondrás bien. Hemos considerado la posibilidad de dejarte venir a la próxima reunión con las otras Aes Sedai. Todas las veces nos preguntan cuándo vendrás…

—Y actúan como unas necias mujeres de las tierras húmedas en cada ocasión —intervino Amys con timbre áspero. No era su carácter, pero las Aes Sedai de Salidar parecían agriárselo. Quizá se debía sólo al hecho de reunirse con Aes Sedai. Por costumbre, las Sabias las evitaban, en especial las Sabias capaces de encauzar, como Amys y Melaine. Además, no les gustaba que las Aes Sedai hubiesen reemplazado a Nynaeve y a Elayne en los encuentros. Y tampoco le hacía gracia a Egwene. Sospechaba que las Sabias tenían la sensación de haber impresionado a las dos jóvenes con la seriedad del Tel’aran’rhiod; por el contrario, y a juzgar por los fragmentos que había oído sobre las reuniones actuales, las Aes Sedai no estaban impresionadas ni poco ni mucho. Muy pocas cosas impresionaban a las Aes Sedai.

—Pero podríamos planteárnoslo otra vez —prosiguió calmosamente Melaine. Había estado más quisquillosa que un arbusto espinoso antes de su reciente matrimonio, pero ahora casi nada rompía su compostura—. No debes regresar al sueño hasta que tu cuerpo haya recobrado toda su energía.

—Tienes mala cara —dijo Bair con preocupación, en esa voz atiplada tan acorde con su apariencia. En muchos aspectos, sin embargo, era la más dura de las tres—. ¿Has dormido mal?

—¿Cómo iba a dormir bien? —rezongó Amys—. Intenté mirar en sus sueños anoche tres veces y no encontré nada. Nadie puede dormir bien si no sueña.

En un instante a Egwene se le quedó seca la boca y su lengua pareció pegarse al paladar. Qué oportunas, tener que comprobarlo precisamente la noche en que no había vuelto a su cuerpo en varias horas.

Melaine frunció el ceño, pero no a Egwene, sino a Cowinde, que seguía arrodillada y con la cabeza gacha.

—Hay un montón de arena cerca de mi tienda —dijo en un tono muy cercano a su antigua aspereza—. Buscarás grano a grano hasta que des con uno rojo. Si no es el que busco, tendrás que empezar de nuevo. Ve. —Cowinde se limitó a hacer una reverencia hasta casi tocar la alfombra con la cara. Melaine miró a Egwene y sonrió agradablemente—. Pareces sorprendida. Si no hace lo que debe por propia iniciativa, tendré que convencerla para que lo haga. Puesto que se empeña en decir que sigue a mi servicio, todavía soy responsable de ella.

El largo cabello de Bair se meció cuando la Sabia sacudió la cabeza.

—No funcionará —dijo al tiempo que se ajustaba el chal a los huesudos hombros. Egwene estaba sudando a pesar de llevar sólo la camisola y de que el sol apenas estaba alto en el cielo, pero los Aiel estaban acostumbrados a un calor mucho más intenso—. He golpeado a Juric y a Beira hasta que se me ha cansado el brazo; pero, por mucho que les diga que se quiten la túnica blanca, vuelven a llevarla puesta antes del ocaso.

—Es una abominación —masculló Amys—. Desde que entramos en las tierras húmedas, más de una cuarta parte de los que han cumplido el plazo se han negado a regresar a sus septiares. Tergiversan el ji’e’toh más allá de su significado.

Eso era obra de Rand. Les había revelado a todos lo que sólo los jefes de clan y las Sabias sabían antes: que en tiempos los Aiel habían rehusado tocar cualquier arma o actuar con violencia. Ahora había quienes creían que todos deberían ser gai’shain, en tanto que otros se negaban a aceptar a Rand como el Car’a’carn por la misma razón, y cada día unos pocos seguían marchándose para reunirse con los Shaido en las montañas del norte. Algunos simplemente arrojaban sus armas y desaparecían y nadie sabía lo que era de ellos. Los Aiel lo llamaban estar afectados por el marasmo. Lo más raro de todo, desde el punto de vista de Egwene, era que ninguno culpaba de ello a Rand, excepto los Shaido. La Profecía de Rhuidean anunciaba que el Car’a’carn los llevaría de vuelta y los destruiría. De vuelta a qué o adónde nadie parecía estar seguro, pero que los destruiría de algún modo lo aceptaban con la misma calma que Cowinde había empezado una tarea que sabía irrealizable.

En ese momento a Egwene le habría importado un bledo si todos los Aiel de Cairhien se hubiesen puesto el ropaje blanco. Como las Sabias sospecharan lo que había estado haciendo… Rebuscaría de buena gana no ya en uno, sino en un centenar de montones de arena, pero dudaba mucho que tuviera tanta suerte. Su castigo sería mucho peor. Una vez Amys le había dicho que si dejaba de hacer exactamente lo que le mandaba —el Mundo de los Sueños era un lugar demasiado peligroso sin esa promesa— dejaría de instruirla. Sin duda las otras estarían de acuerdo con ella, y ése era el castigo que temía. Mejor un millar de montones de arena bajo el sol abrasador.

—Oh, vamos, no tiembles de ese modo —rió Bair—. Amys no está furiosa con todos los habitantes de las tierras húmedas, y menos contigo, que has venido a ser como una hija en nuestras tiendas. Es con tus hermanas Aes Sedai. La llamada Carlinya sugirió que tal vez te reteníamos contra tu voluntad.

—¿Que sugirió? —Las pálidas cejas de Amys se enarcaron de tal modo que casi llegaron al nacimiento del pelo—. ¡Esa mujer nos acusó directamente!

—Y aprendió a tener más cuidado con lo que dice —rió Bair, meciéndose en el cojín escarlata—. Apuesto a que sí. Cuando las dejamos, seguía chillando e intentando quitarse aquellas pufas escarlatas del vestido. Una pura escarlata —explicó la Sabia— se asemeja mucho a un coralillo si tu vista es tan poco aguda como la de las gentes de las tierras húmedas, pero no es venenosa. Aunque se retuerce cuando se cree acosada.

—Habrían desaparecido sólo con que hubiese pensado que no estaban —dijo Amys, resoplando con desdén—. Esa mujer no aprende nada. Las Aes Sedai a las que servíamos en la Era de Leyenda no habrían sido tan necias. —A pesar de sus palabras parecía apaciguada.

Melaine reía sin disimulo, y Egwene no pudo menos de soltar una risita queda. Algunas veces el sentido del humor Aiel escapaba a su comprensión, pero no en esta ocasión. Sólo había visto a Carlinya tres veces, pero la imagen de aquella estirada, fría y arrogante mujer dando saltos e intentando quitarse serpientes del vestido… Tuvo que hacer un esfuerzo para no prorrumpir en carcajadas.

—Al menos tu humor está eufórico —comentó Melaine—. ¿Se han repetido esos dolores de cabeza?

—Mi cabeza está estupendamente —mintió Egwene.

—Bien —asintió Bair—. Nos preocupó cuando no remitían. Siempre y cuando te refrenes de entrar en los sueños durante un poco más de tiempo, no te molestarán. No tengas miedo de que te queden secuelas; el cuerpo utiliza el dolor para avisarnos que debemos descansar.

Egwene estuvo a punto de echarse a reír otra vez, pero no con regocijo. Los Aiel pasaban por alto heridas abiertas y huesos rotos porque en ese momento no podían preocuparse de tales pequeñeces.

—¿Cuánto tiempo más tengo que mantenerme fuera? —preguntó. Detestaba mentirles, pero detestaba aun más no hacer nada. Los primeros diez días después de que Lanfear la hubo herido, con lo que quiera que lo hubiera hecho, fueron espantosos; luego había sido incapaz de pensar siquiera sin tener la impresión de que se le iba a romper la cabeza. Una vez que superó aquello, lo que su madre llamaba «la desazón de la inactividad» la había empujado al Tel’aran’rhiod a espaldas de las Sabias. No se aprendía nada descansando—. ¿Hasta el próximo encuentro, habéis dicho?

—Tal vez —contestó Melaine a la par que se encogía de hombros—. Ya veremos. Pero tienes que comer. Si se te ha quitado el apetito, es que algo que no sabemos va mal.

—Oh, pues claro que puedo comer. —Las gachas de avena que se cocinaban en el exterior olían bien—. Lo que pasa es que he estado perezosa, supongo. —Levantarse sin hacer una mueca de dolor resultó todo un esfuerzo; su cabeza no parecía muy conforme con que la moviera todavía—. Anoche se me ocurrieron algunas preguntas más.

Melaine puso los ojos en blanco, divertida.

—Desde que te hirieron, tus preguntas se han multiplicado por cinco.

Porque estaba intentando discernir cosas por sí misma, sin ayuda. Pero, naturalmente, eso no podía decirlo, de modo que sacó una camisola limpia de uno de los pequeños arcones alineados junto a la lona de la tienda y se quitó la sudada.

—Hacer preguntas es bueno —opinó Bair—. Adelante.

Egwene eligió las palabras con todo cuidado. Y siguió vistiéndose con aire despreocupado, poniéndose una blusa blanca de algode y una amplia falda de lana iguales a las que llevaban las Sabias:

—¿Es posible que lo arrastren a uno contra su voluntad hacia el sueño de otro?

—Pues claro que no —repuso Amys—, a menos que seas una manazas al rozarlo.

—Y a no ser —abundó Bair, como si eso fuera poco— que haya emociones intensas involucradas. Si intentas observar el sueño de alguien que te ama o te odia, te puede arrastrar hacia él. O si tú amas u odias a esa persona. Ésa es la razón de que no intentemos observar los sueños de Sevanna y ni siquiera hablar con las Sabias Shaido en sus sueños.

A Egwene no dejaba de sorprenderle que estas mujeres, así como las otras Sabias, siguieran viéndose y hablando con las Sabias Shaido. Se suponía que estas mujeres estaban por encima de batallas y conflictos entre clanes, pero a su modo de ver oponerse al Car’a’carn, jurar matarlo, situaba a las Shaido más allá de cualquier límite.

—Salir del sueño de alguien que te odia o te ama —continuó Bair— es como intentar trepar por un agujero profundo de paredes escarpadas.

—Exacto. —Amys pareció recobrar el buen humor de repente y lanzó una mirada de reojo a Melaine—. Por eso ninguna caminante de sueños jamás comete el error de intentar ver los sueños de su esposo. —Melaine mantenía la mirada prendida al frente, y su gesto se ensombreció—. Al menos, no comete el mismo error dos veces —añadió Amys.

Bair esbozó una sonrisa que marcó más sus arrugas y de manera ostentosa evitó mirar a Melaine.

—Puede ser muy conmocionante —dijo—. Sobre todo si está enfadado contigo, si, por poner un ejemplo, el ji’e’toh lo obliga a alejarse de ti, y tú, como una chiquilla tonta, fueras lo bastante necia para decirle que no se iría si te amara de verdad.

—Esto se está apartando mucho de la pregunta de la muchacha —adujo Melaine, muy estirada y colorada hasta la raíz del pelo.

Bair se echó a reír sin rebozo. Egwene, denotando un gran sentido común, contuvo la curiosidad y el regocijo.

—¿Y puede ocurrir aunque uno no intente meterse en su sueño? —inquirió, haciendo que su voz sonara con absoluta indiferencia.

Melaine le dedicó una mirada agradecida y la joven sintió un cierto remordimiento, aunque no lo bastante para que más adelante no quisiera enterarse de la historia completa. Si Melaine se había puesto tan colorada la cosa tenía que ser muy divertida.

—Me hablaron de ello cuando era joven y empezaba a aprender —contestó Bair—. Mora, la Sabia del dominio Colrada, me instruía, y dijo que si el sentimiento era muy intenso, un amor o un odio tan fuerte que no dejaba lugar para nada más, uno podía ser arrastrado simplemente siendo consciente del sueño de la otra persona.

—Nunca había oído tal cosa —adujo Melaine. Por su parte, Amys parecía dubitativa, simplemente.

—Ni yo, salvo la vez que me lo dijo Mora —respondió Bair—, pero era una mujer excepcional. Me contaron que se acercaba a los trescientos años cuando murió a causa de una mordedura de cobra sanguina, y sin embargo parecía tan joven como cualquiera de vosotras. Yo sólo era una chiquilla, pero la recuerdo muy bien. Sabía muchas cosas y podía encauzar con gran fuerza. Venían Sabias de todos los clanes para aprender de ella. Creo que un amor tan grande, o un odio tan fuerte, no es corriente, pero ella me contó que esto le había ocurrido en dos ocasiones, una vez con el primer hombre que se casó, y otra con una rival en el interés de su tercer marido.

—¿Trescientos años? —exclamó Egwene, que se paró a medio atar una de las suaves botas. Seguramente ni siquiera las Aes Sedai tenían una vida tan longeva.

—He dicho que me lo contaron —repuso Bair, sonriendo—. Algunas mujeres envejecen más despacio que otras, como por ejemplo Amys; y, cuando se trata de una mujer como Mora, empiezan a correr historias. Algún día te contaré la referente a cómo movió Mora una montaña. Supuestamente, al menos.

—En otro momento, ¿vale? —opinó Melaine con un tono un poco demasiado amable. Saltaba a la vista que todavía la mortificaba lo que quiera que hubiese ocurrido en el sueño de Bael, así como el hecho de que las otras lo supieran—. Escuché todas las historias sobre Mora siendo niña; creo que las sé de memoria. Si Egwene acaba de vestirse de una vez, tenemos que asegurarnos de que coma algo. —Un brillo en sus verdes ojos reveló que se proponía ver cada bocado que tragara; obviamente no había desechado sus sospechas respecto a la salud de la muchacha—. Y responder a todas sus preguntas.

Egwene trató desesperadamente de pensar en otra. Por lo general tenía muchas que hacerles, pero los acontecimientos de la noche pasada le habían dejado vacía la mente de preguntas salvo ésa. Si lo dejaba así, podían empezar a preguntarse si no se le había ocurrido por haber estado espiando el sueño de alguien en contra de sus instrucciones. Tenía que hacer otra pregunta… que no estuviera relacionada con sus extraños sueños. Algunos de ellos seguramente tenían un significado, si es que era capaz de descubrirlo. Anaiya sostenía que Egwene era una Soñadora, capaz de predecir el curso de acontecimientos futuros, y estas tres mujeres pensaban que era posible, pero decían que sólo ella podía encontrar la certeza dentro de sí. Además, no estaba segura de querer discutir sus sueños con nadie. Estas mujeres sabían más de lo que sería de su agrado sobre lo que pasaba dentro de su mente.

—Eh… ¿Y las caminantes de sueños que no son Sabias? Quiero decir que si habéis visto otras mujeres en el Tel’aran’rhiod.

—A veces —contestó Amys—, pero no a menudo. Sin una guía para enseñarle, una mujer podría no darse cuenta de que tiene algo más que sueños muy vívidos.

—Y, por supuesto —abundó Bair—, al no saber nada, el sueño podría matarla antes de que se entere…

Habiendo conseguido desviar la conversación hacia otros temas más seguros, Egwene se relajó. Había recibido una respuesta más clara de lo que esperaba. Ya sabía que amaba a Gawyn —«Así que lo sabías, ¿no?», susurró una vocecilla en su cabeza. «¿Y estabas dispuesta a admitirlo?»— y los sueños de él indicaban que su amor era correspondido. Aunque, naturalmente, si los hombres eran capaces de decir cosas que no sentían estando despiertos, muy probablemente podían hacer lo mismo soñando. Sin embargo, verlo confirmado por las Sabias, saber que la amaba con tanta intensidad como para superar cualquier cosa que ella…

No. Éste era un tema para meditarlo después. No tenía la menor idea de dónde se encontraba Gawyn. Lo importante ahora era que sabía el peligro. La próxima vez sería capaz de reconocer los sueños de Gawyn y evitarlos. «Si es que es eso lo que realmente quieres hacer», susurró la vocecilla en su cabeza. Confió en que las Sabias tomaran el rubor de sus mejillas como un tono saludable. Ojalá supiera qué significaban sus sueños. Si es que tenían algún significado.


Bostezando, Elayne se encaramó a una piedra para poder ver por encima de las cabezas del gentío. Ese día no había soldados en Salidar, pero las personas abarrotaban la calle y se asomaban a las ventanas. El rebullir inquieto de los pies y alguna que otra tos causada por el polvo eran los únicos sonidos. A pesar del tremendo calor matinal, la gente apenas se movía aparte de agitar un abanico o un sombrero para darse un poco de aire.

Leane estaba en el hueco que había entre dos casas de techo de bálago, del brazo de un hombre de rasgos duros que Elayne no había visto nunca. Muy, muy del brazo del hombre. Sin duda era uno de los espías de Leane. La mayoría de los informadores de las Aes Sedai eran mujeres, pero parecía que todos los de Leane eran hombres. Mayormente los mantenía fuera de la vista de los demás, pero Elayne la había visto una o dos veces dando palmaditas en una mejilla desconocida y mirando sonriente un par de ojos extraños. No tenía ni idea de cómo lo conseguía Leane. Elayne estaba segura de que, si utilizaba esos trucos de domani, el tipo pensaría que le había prometido mucho más de lo que tenía intención de dar, pero estos hombres aceptaban la palmadita y la sonrisa de Leane y se alejaban tan contentos como si le hubiesen regalado un arcón lleno de oro.

Entre la multitud, en otra dirección, Elayne localizó a Birgitte, que muy juiciosamente se mantenía lejos de ella aquella mañana. La noche había sido más que ajetreada, y Elayne no se había ido a la cama hasta que el cielo empezó a adquirir una tonalidad gris. En realidad, no se habría ido a acostar si Birgitte no le hubiese dicho que Ashmanaille pensaba que parecía agotada. No es que eso importara, claro es, pero el vínculo con un Guardián era a la recíproca. ¿Y qué, si estaba un poco cansada? Había trabajo de sobra y todavía podía encauzar más fuerte que la mitad de las Aes Sedai de Salidar. ¡Ese vínculo, no la arquera, le reveló que Birgitte no había dormido todavía! ¡Mandándola a ella a la cama como una novicia mientras que Birgitte se pasaba toda la noche transportando heridos y despejando la calle de restos y escombros!

Miró de nuevo hacia donde se encontraba Leane y vio que estaba sola y se abría paso empujando entre la multitud para hallar un buen sitio. No había señales del hombre alto.

Nynaeve, bostezando y con los ojos embotados, se encaramó al lado de Elayne asestando una mirada iracunda al leñador vestido con chaleco de cuero que había intentado adelantarse para coger el sitio. Mascullando entre dientes, el tipo volvió a meterse entre la multitud a empellones. Elayne quería que su amiga no hiciera eso. Lo de bostezar, no lo de la mirada feroz. Sin poder remediarlo, su boca se abrió, imitando el gesto. Birgitte tenía cierta excusa, pero no Nynaeve. Theodrin no podía esperar que permaneciera despierta después de lo ocurrido la noche anterior, y Elayne había oído a Anaiya decirle que se fuera a la cama, pero allí estaba cuando Elayne llegó al cuarto, tambaleándose en la banqueta a pesar de la pata ahora torcida, dando cabezadas cada dos minutos y mascullando entre dientes algo de demostrárselo a Theodrin y a todo el mundo.

El brazalete del a’dam le transmitía miedo a Elayne, por supuesto, pero también algo que podría ser regocijo. Moghedien se había pasado la noche metida debajo de la cama, y al permanecer bien escondida no había levantado ni una astilla de los destrozos causados. Incluso había disfrutado de un buen descanso una vez que la primera conmoción pasó. Al parecer el viejo dicho sobre la suerte del Oscuro se cumplía a veces.

Nynaeve empezó a bostezar otra vez, y Elayne miró bruscamente a otra parte. Aun así, tuvo que llevarse el puño a la boca en un intento, con poco éxito, de no hacer lo mismo. El arrastrar de pies y las toses adquirieron un aire de impaciencia.

Las Asentadas seguían todavía en la Torre Chica con Tarna, pero el castrado ruano de la Roja ya estaba en la calle, a la puerta de la antigua posada, y una docena de Guardianes sostenían las riendas de sus caballos, con sus capas de colores cambiantes que hacían imprecisas sus formas; era una escolta de honor para los primeros kilómetros del viaje de vuelta de Tarna a Tar Valon. La multitud aguardaba para algo más que presenciar la partida de la emisaria de la Torre, aunque en su mayoría parecían tan agotados como se sentía Elayne.

—¿Crees que estaba… estaba…? —Nynaeve abrió la boca, tapada con la mano.

—Oh, rayos y centellas —rezongó Elayne, o más bien lo intentó, porque todo lo que venía después de «oh» sonó como un gruñido estrangulado detrás del puño metido en la boca. Lini decía que ese tipo de frases era señal de un cerebro embotado, justo como se estaba antes de lavarse los dientes, pero a veces no había otro comentario que expresara en unas pocas palabras cómo se sentía uno. Habría dicho más, pero no tuvo ocasión.

—¿Por qué no le hacen también un desfile? —gruñó Nynaeve—. No entiendo a santo de qué se arma tanto jaleo por esta mujer.

Y volvió a bostezar. ¡Otra vez!

—Porque es una Aes Sedai, dormilona —dijo Siuan, que se unió a ellas—. Dos dormilonas —añadió tras echar una ojeada a Elayne—. Vais a acabar atrapando alevines si seguís abriendo la boca así.

Elayne cerró la suya de golpe y asestó a la mujer una de sus más frías miradas. Como siempre, a Siuan le resbaló como lluvia sobre unas tejas vidriadas.

—Tarna es Aes Sedai, pequeñas —continuó Siuan al tiempo que miraba hacia los caballos que esperaban. O quizá fuera el carro limpio que había sido traído delante del edificio lo que atrajo su atención—. Una Aes Sedai es una Aes Sedai, y nada cambia eso.

Nynaeve le asestó una mirada que la mujer no advirtió. Elayne se alegró de que su amiga contuviera la lengua, porque la réplica habría sido sin duda muy dura.

—¿Qué pérdidas tuvimos anoche?

—Siete muertos aquí en el pueblo. —Siuan contestó sin quitar los ojos del lugar por donde aparecería Tarna—. Casi un centenar en los campamentos de los soldados. Y todas esas espadas y hachas y cosas por el estilo moviéndose sin que hubiese nadie para que las detuviera encauzando. Hay algunas hermanas allí ahora, curando.

—¿Y lord Gareth? —preguntó Elayne con un leve timbre de ansiedad. El hombre actuaría con frialdad hacia ella ahora, pero hubo un tiempo en que siempre tenía una cálida sonrisa para una chiquilla y un bolsillo en el que siempre guardaba dulces. Siuan resopló con tanta fuerza que la gente de alrededor se volvió a mirar.

—Ése —rezongó—. Una escorpina se rompería los dientes al morder a ese hombre.

—Pareces tener un excelente humor esta mañana —dijo Nynaeve—. ¿Te has enterado por fin de cuál es el mensaje de la Torre? ¿O es que Gareth Bryne te ha pedido que te cases con él? ¿Se ha muerto alguien y te ha nombrado su…?

Elayne intentó no mirar a su amiga, pero hasta el sonido del bostezo hizo que su boca se abriera.

Siuan lanzó una mirada intensa a Nynaeve, pero, por una vez, ésta se la sostuvo con idéntica intensidad, aunque con los ojos un tanto llorosos.

—Si te has enterado de algo, dínoslo —intervino Elayne antes de que se tumbaran con las miradas la una a la otra.

—Una mujer que se hace pasar por Aes Sedai sin serlo —murmuró Siuan como si manifestara en voz alta una idea peregrina— está con el agua hasta el cuello, sí; pero, si además se ha arrogado un Ajah, ese Ajah tiene prioridad para pedirle cuentas. ¿Os ha contado Myrelle lo de la mujer que sorprendió en Chachin afirmando que era una Verde? Era una antigua novicia que no superó la prueba para ascender a Aceptada. Pedidle que os lo cuente, cuando disponga de una o dos horas libres, porque tardará ese tiempo en relatarlo. La estúpida chica probablemente deseó que la neutralizaran antes de que Myrelle hubiese acabado con ella. Neutralizada y también decapitada.

Por alguna razón, la amenaza no tuvo más efecto en Nynaeve que la mirada; ni siquiera el menor estremecimiento. Quizá las dos estaban demasiado cansadas.

—Dime lo que sepas —pidió Elayne en voz baja—, o la próxima vez que estemos solas te enseñaré a sentarte bien derecha, y luego puedes ir corriendo a llorarle a Sheriam si quieres.

Siuan estrechó los ojos y, de repente, Elayne soltó un chillido y se llevó la mano a la cadera.

Siuan retiró la mano con la que la había pellizcado sin intentar siquiera disimular.

—No acepto muy bien las amenazas, muchacha. Sabes tan bien como yo lo que Elaida ha dicho. Lo viste antes que nadie de aquí.

—¿Que regresemos y que todo está perdonado? —inquirió Nynaeve con incredulidad.

—Más o menos. Con un montón de esa mierda sobre que la Torre tiene que estar unida, ahora más que nunca, y un poquito de unte pringoso respecto a que nadie debe temer nada excepto quienes «se han declarado en abierta rebeldía». La Luz sabrá lo que significa eso, porque yo no.

—¿Y por qué lo mantienen en secreto? —demandó Elayne—. Es imposible que crean que nadie va a volver con Elaida. Sólo tienen que sacar a relucir a Logain.

Siuan no dijo nada y se limitó a mirar ceñuda a los Guardianes.

—Sigo sin entender por qué piden más tiempo para pensarlo —rezongó Nynaeve—. Saben lo que tienen que hacer. —Siuan siguió callada, pero Nynaeve enarcó las cejas poco a poco—. No sabías lo que habían respondido.

—Ahora sí. —Siuan masticó las palabras y masculló entre dientes algo sobre «necias pusilánimes», con lo que Elayne estuvo de acuerdo.

De pronto la puerta principal de la antigua posada se abrió y media docena de Asentadas salió con sus chales de flecos, una de cada Ajah, y después apareció Tarna, seguida por las demás. Si el gentío reunido había esperado algún tipo de ceremonia, sufrió una gran desilusión. Tarna montó en su caballo y su mirada recorrió lentamente a las Asentadas y pasó sobre la muchedumbre, manteniendo un gesto indescifrable, y después taconeó al castrado y se puso en marcha. La escolta de Guardianes avanzó con ella. Un murmullo preocupado, semejante al zumbido de una colmena zarandeada, se levantó entre los espectadores mientras se apartaban para dejar paso.

El murmullo duró hasta que Tarna se perdió de vista, fuera del pueblo, y Romanda se encaramó al carro y se colocó suavemente su chal de flecos amarillos. Se hizo un profundo silencio. Según era tradición, la Asentada de más edad hacía los pronunciamientos de la Antecámara. Romanda no se movía como una mujer mayor, naturalmente, y su rostro era tan intemporal como cualquiera, aunque hasta unos mechones canosos señalaban una edad considerable en una Aes Sedai, y el moño recogido en la nuca de la Amarilla era totalmente gris pálido, sin la menor traza de otro color. Elayne se preguntó qué edad tendría, pero preguntarle la edad a una Aes Sedai era lo más grosero que uno podía imaginar.

Romanda realizó un sencillo tejido de flujos de Aire para que su voz de soprano llegara a todos; Elayne la oyó como si la mujer estuviese delante de ella:

—Muchos de vosotros habéis estado preocupados estos últimos días, pero no había razón para ello. Si Tarna Sedai no hubiese venido aquí, nosotras habríamos enviado misivas a la Torre Blanca. Después de todo, no puede decirse que estemos escondiéndonos precisamente. —Hizo una pausa como para dar lugar a que la multitud riera, pero la gente se limitó a mirarla fijamente, y la Aes Sedai se ajustó el chal—. Nuestro propósito no ha cambiado. Buscamos la verdad y la justicia, hacer lo que es correcto…

—¿Lo correcto para quién? —murmuró Nynaeve.

—… y no flaquearemos ni fracasaremos. Seguid realizando vuestro trabajo como habéis venido haciendo, seguros de que continuaréis protegidos bajo nuestra tutela, ahora y después de nuestro seguro regreso a los lugares que nos corresponden en la Torre Blanca. Que la Luz os ilumine a todos. Que nos ilumine a todos.

El murmullo se levantó de nuevo, y la muchedumbre empezó a dispersarse lentamente mientras Romanda bajaba del carro. El rostro de Siuan parecía tallado en piedra; sus labios estaban exangües. Elayne deseaba hacer preguntas, pero Nynaeve se bajó de un salto de la piedra y empezó a dar codazos para abrirse paso hacia el edificio de tres pisos. Elayne la siguió rápidamente. La noche anterior Nynaeve había estado a punto de revelar lo que habían descubierto sin más ni más; había que hacerlo con cuidado y eso si es que consideraban que servía de algún modo para influir en la decisión de la Antecámara, cosa que, desde luego, parecía que era necesario. El anuncio de Romanda había sido un carretón de nada. E indudablemente había alterado a Siuan.

Metiéndose entre dos tipos fornidos que estaban asestando una mirada feroz a la espalda de Nynaeve, que no había parado mientes en pisarlos con tal de pasar, Elayne miró hacia atrás y vio a Siuan observándolas a Nynaeve y a ella. Sólo fue un instante, hasta que la mujer se dio cuenta de que la había visto, y entonces fingió que había localizado a alguien en la multitud y saltó de la piedra para reunirse con quien fuera. Elayne frunció el entrecejo y siguió adelante con paso rápido. ¿Estaba Siuan molesta o no? ¿Hasta qué punto la irritación y la ignorancia que había demostrado eran simuladas? La idea de Nynaeve de huir a Caemlyn —Elayne no sabía si su amiga había renunciado o no a ese plan— era sin duda una solemne estupidez, pero ella consideraba el viaje a Ebou Dar con ansiedad, deseosa de hacer algo verdaderamente útil. Todo este enredo de secretos y sospechas no iban con su forma de ser. Ojalá Nynaeve no metiera la pata.

Alcanzó a su amiga en el momento en que ésta llegaba junto a Sheriam, cerca del carro en el que se había subido Romanda para hablar. Morvrin también estaba allí, así como Carlinya, las tres con los chales puestos. Todas las Aes Sedai los llevaban esa mañana. El cabello corto de Carlinya, reducido a unos rizos oscuros que le cubrían la cabeza, era la única señal de la experiencia vivida en el Tel’aran’rhiod que casi había acabado en desastre.

—Necesitamos hablar con las tres a solas —le dijo Nynaeve a Sheriam—. En privado.

Elayne suspiró. No era el mejor modo de empezar, pero tampoco el peor.

Sheriam las observó un instante a las dos y después volvió la mirada hacia Morvrin y Carlinya.

—De acuerdo. Vamos dentro.

Cuando se volvieron, Romanda se encontraba entre ellas y la puerta; la mujer, de ojos oscuros, poseía un atractivo que emanaba de su constitución robusta, y llevaba el chal de flecos amarillos, todo bordado con flores y enredaderas a excepción de la Llama de Tar Valon, bien ajustado a los hombros. Hizo caso omiso de Nynaeve y sonrió afablemente a Elayne; una de esas sonrisas que la joven había llegado a esperar, y a temer, de las Aes Sedai. En cambio, para Sheriam, Carlinya y Morvrin su gesto fue totalmente distinto. Se quedó mirándolas fijamente, impasible, la cabeza erguida, hasta que ellas hicieron una ligera reverencia y murmuraron un «con tu permiso, hermana». Sólo entonces se apartó, bien que aspiró sonoramente el aire por la nariz.

La gente corriente que había alrededor no lo advirtió, claro está, pero Elayne había oído fragmentos de conversaciones entre Aes Sedai respecto a Sheriam y su pequeño consejo. Algunas pensaban que sólo se preocupaban por el discurrir cotidiano de Salidar, descargando de esa función a la Antecámara para que pudiera ocuparse de asuntos más importantes. Otras sabían que tenían influencia en la Antecámara, pero la magnitud de ésta dependía de quién lo decía. Romanda era de las que pensaban que tenían demasiada; y, lo que era peor, que en su grupo había dos Azules y ninguna Amarilla. Elayne sintió los ojos de la Aes Sedai en la espalda mientras cruzaba la puerta detrás de las otras.

Sheriam las condujo a una de las estancias privadas, anexas a la sala principal, con los paneles horadados por la carcoma y una mesa llena de papeles pegada a una de las paredes. La Aes Sedai enarcó las cejas cuando Nynaeve le pidió que tejieran una salvaguarda para evitar ser escuchadas, pero protegió el cuarto con una sin hacer comentarios. Recordando la excursión de Nynaeve, Elayne comprobó que ambas ventanas estuviesen bien cerradas.

—Espero que se trate de algo tan importante como que Rand al’Thor está de camino hacia aquí —espetó secamente Morvrin. Las otras dos Aes Sedai intercambiaron una rápida mirada. Elayne refrenó la indignación; en verdad creían que estaban reteniendo información sobre Rand. ¡Qué obsesión con los secretos!

—No tiene nada que ver con eso —repuso Nynaeve—, pero sí es algo igualmente importante, aunque en otro sentido.

Y se lanzó a relatar la historia de su viaje a Ebou Dar y el hallazgo del cuenco ter’angreal. No siguió el orden correcto ni mencionó la Torre, pero todos los detalles esenciales estaban allí.

—¿Estáis seguras de que ese cuenco es un ter’angreal? —preguntó Sheriam una vez que Nynaeve concluyó el relato—. ¿Que puede afectar al tiempo?

—Sí, Aes Sedai —respondió lisa y llanamente Elayne.

Morvrin gruñó; esa mujer dudaba de todo. Sheriam asintió y se ajustó el chal.

—Entonces habéis hecho bien en contarlo. Enviaremos una carta a Merilille. —Merilille Ceandevin era la hermana Gris que habían enviado para convencer a la reina de Ebou Dar de que apoyara a Salidar—. Tendréis que darnos todos los detalles.

—Nunca lo encontrará —barbotó Nynaeve antes de que Elayne tuviera ocasión de abrir la boca—. Pero Elayne y yo sí que podremos.

Los ojos de las Aes Sedai adquirieron una expresión gélida.

—Probablemente a ella le será imposible —se apresuró a intervenir Elayne—. Nosotras vimos dónde está el cuenco, e incluso así no nos resultará sencillo. Pero al menos sabemos lo que vimos. Dar una descripción por carta no será igual.

—Ebou Dar no es un lugar para Aceptadas —adujo fríamente Carlinya.

—Todas debemos hacer aquello para lo que estamos más preparadas, pequeñas —abundó Morvrin con un tono algo más amable, pero aun así reprobador—. ¿Creéis que Edesina o Afara o Guisin querían ir a Tarabon? ¿Qué pueden hacer ellas para poner orden en esa tierra agitada? Pero teníamos que intentarlo, así que fueron allí. Kiruna y Bera probablemente están en este momento en la Columna Vertebral del Mundo, de camino al Yelmo de Aiel a buscar a Rand al’Thor porque pensábamos, sólo pensábamos, que podría estar allí cuando las enviamos. Que tuviésemos razón no hace menos fútil su viaje ahora, que él ha salido del Yermo. Todas hacemos lo que podemos, lo que debemos. Vosotras sois Aceptadas, y las Aceptadas no salen corriendo hacia Ebou Dar o a ningún otro sitio. Lo que las dos podéis y debéis hacer es quedaros aquí y estudiar. Incluso si fueseis hermanas de hecho seguiría sin daros permiso para marcharos. Nadie ha hecho la clase de descubrimientos que vosotras habéis conseguido, tantos en tan corto espacio de tiempo, desde hace un siglo.

Siendo como era, Nynaeve hizo caso omiso de lo que no quería oír y clavó la mirada en Carlinya.

—Pues no lo hemos hecho nada mal valiéndonos por nosotras mismas, gracias —dijo—. Dudo que Ebou Dar sea tan peligrosa como Tanchico.

Elayne no creía que su amiga fuera consciente de que se estaba aferrando la trenza con todas sus fuerzas. ¿Es que nunca iba a aprender que con simple cortesía a veces se conseguía lo que con franqueza no se lograba?

—Comprendo vuestra preocupación, Aes Sedai —intervino la heredera del trono—, pero aunque peque de inmodestia lo cierto es que soy la persona más cualificada de Salidar para localizar un ter’angreal. Y Nynaeve y yo sabemos mejor dónde buscar de lo que podríamos indicar dando datos en una carta. Si nos enviáis con Merilille Sedai, estoy convencida de que, bajo su guía, podríamos localizarlo en poco tiempo. Sólo serían unos cuantos días de viaje en un barco fluvial hasta Ebou Dar y otros cuantos de regreso, con unos pocos allí bajo la vigilancia de Merilille Sedai. —Le costó un gran esfuerzo no pararse para coger aire—. Entre tanto, podríais enviar un mensaje a una de las informadoras de Siuan en Caemlyn, de modo que ya estará allí cuando Merana Sedai y la delegación lleguen a la ciudad.

—¿Y por qué íbamos a hacer semejante cosa? —rezongó Morvrin.

—Pensé que Nynaeve os lo había dicho, Aes Sedai. No estoy segura, pero creo que es necesaria la participación de un varón para que el cuenco funcione.

Aquello, ni que decir tiene, ocasionó una pequeña conmoción. Carlinya dio un respingo, Morvrin masculló entre dientes, y Sheriam se quedó boquiabierta. También Nynaeve se sorprendió, pero sólo un instante; Elayne estaba segura de que su amiga lo disimuló antes de que las otras mujeres se dieran cuenta. Estaban demasiado pasmadas para advertirlo. Era una mentira, pura y simplemente. Tan simple como la clave. Supuestamente los grandes logros de la Era de Leyenda se habían llevado a cabo por hombres y mujeres encauzando a la par, probablemente coligados. Casi con toda probabilidad lo ejecutaban con ter’angreal que requerían la colaboración de un varón para que funcionasen. En cualquier caso, si ella era incapaz de hacer funcionar el cuenco sola, indudablemente nadie más en Salidar podría hacerlo. Excepto tal vez Nynaeve. Si requería el concurso de Rand, no podían dejar pasar la oportunidad de hacer algo con el tiempo, y para cuando ella «descubriera» que un círculo de mujeres podía manejar el cuenco, las Aes Sedai de Salidar estarían tan comprometidas con Rand que no les sería posible desligarse de él.

—Todo eso está muy bien —dijo finalmente Sheriam—, pero no cambia el hecho de que sois Aceptadas. Enviaremos una carta a Merilille. Ya hay quien habla de vosotras y…

—¡Hablar! —espetó Nynaeve—. ¡Eso es todo lo que hacéis, vosotras y la Antecámara! ¡Hablar! Elayne y yo podemos encontrar ese ter’angreal, pero preferís poneros a cacarear como gallinas en un corral. —Las palabras se atropellaban para salir de su boca. La antigua Zahorí se tiraba de la trenza con tanta fuerza que Elayne casi esperaba ver que se la arrancaba de cuajo—. Os sentáis aquí, esperando a que Thom y Juilin y los demás regresen y os digan que los Capas Blancas no van a caer sobre nosotras como el tejado de una casa en ruinas, cuando es posible que vuelvan con los Capas Blancas pisándoles los talones. Os sentáis, hurgando en el problema de Elaida en lugar de hacer lo que dijisteis que haríais, titubeando respecto a Rand. ¿Sabéis ya cuál es vuestra postura hacia él? ¿Lo sabéis, con vuestra delegación de camino a Caemlyn? ¿Y sabéis por qué os sentáis y habláis? ¡Yo sí! Tenéis miedo. Miedo de que la Torre esté dividida, miedo de Rand, de los Renegados, del Ajah Negro. Anoche Anaiya dejó escapar que teníais un plan previsto en caso de que uno de los Renegados atacara. Todos esos círculos coligándose, justo encima de una burbuja maligna, porque imagino que ya creeréis que era eso, pero todos desiguales y en su mayoría formados por más novicias que Aes Sedai. ¿Por qué? Porque sólo unas pocas Aes Sedai lo sabían de antemano. Creéis que el Ajah Negro está aquí mismo, en Salidar. Teníais miedo de que se informara a Sammael o a uno de los otros de vuestro plan. No os fiáis entre vosotras mismas. ¡No confiáis en nadie! ¿Es por eso por lo que no queréis enviarnos a Ebou Dar? ¿Pensáis acaso que somos del Ajah Negro o que iremos corriendo a reunirnos con Rand, o… o…?

El resto de la frase se redujo a palabras farfulladas por la ira y la falta de resuello. Casi no había respirado a lo largo de toda la diatriba.

El primer impulso de Elayne fue intentar suavizarlo de algún modo, aunque cómo no tenía la más ligera idea. Habría sido tan fácil como intentar calmar una montaña en erupción. Fueron las propias Aes Sedai quienes hicieron que dejara de preocuparse de si Nynaeve había echado todo a perder. Aquellos semblantes inexpresivos, aquellos ojos que parecían capaces de traspasar las piedras, no tendrían que haber dejado traslucir nada en absoluto. Pero, para ella, sí transmitían algo. No era la fría cólera que debería haber fluido hacia alguien tan estúpido como para despotricar contra unas Aes Sedai. Esas expresiones eran unas máscaras, y lo único que ocultaban era la verdad, una verdad que no querían admitir ni ellas mismas: estaban asustadas.

—¿Has terminado ya? —preguntó Carlinya con una voz que tendría que haber congelado el sol.

Elayne estornudó y se golpeó la cabeza con un costado del caldero volcado de lado. El olor a sopa quemada le impregnaba la nariz. El sol de media mañana había calentado el interior de enorme perol en el que estaba metida hasta dar la impresión de que seguía puesto al fuego; el sudor le corría por el cuerpo. No; le chorreaba. Soltó la áspera piedra pómez, salió gateando hacia atrás y asestó una mirada feroz a la mujer que estaba a su lado. O, más bien, a la mitad de la mujer que asomaba por la boca de otro caldero ligeramente más pequeño, tumbado también de lado. Le dio un pellizco a Nynaeve en la cadera y esbozó una sombría sonrisa cuando escuchó el golpe de una cabeza contra el hierro y un chillido. Nynaeve salió del perol con una expresión torva que no ocultó en absoluto el bostezo que la mujer sofocó con una mano mugrienta. Elayne no le dio ocasión de hablar:


—Tenías que explotar, ¿verdad? No podías contener tu genio durante cinco minutos. Lo teníamos todo en nuestras manos y tuviste que darnos una patada en los tobillos.

—De todos modos no nos habrían permitido ir a Ebou Dar —rezongó Nynaeve—. Y no fui yo la única que asestó patadas en los tobillos. —Alzó la barbilla en un gesto tan ridículo que tuvo que mirar hacia la punta de la nariz para ver a Elayne—. «Las Aes Sedai dominan el miedo» —declamó con un tono adecuado para reprender a un borracho haragán que se pusiera en el camino del caballo de uno—, «no dejan que las domine a ellas. Dirigidnos y os seguiremos de buen grado, pero debéis dirigir, no acobardaros, confiando en que algo haga desaparecer vuestros problemas».

El rubor tiñó las mejillas de Elayne. Ella no había adoptado una actitud tan orgullosa ni mucho menos; y desde luego tampoco había empleado ese tono.

—Vale, quizá las dos nos excedimos y olvidamos el sentido común, pero… —Se interrumpió al oír el ruido de unos pasos.

—De modo que las niñas mimadas de las Aes Sedai han decidido tomarse un descanso, ¿no? —La sonrisa de Faolain distaba mucho de ser amistosa—. No estoy aquí porque me divierta, ¿sabéis? Tenía intención de pasar el día trabajando en algo mío, algo que no es terriblemente inferior a lo que vosotras, las niñas mimadas, habéis hecho, creo. En cambio, he de vigilar que unas Aceptadas frieguen ollas como castigo a sus faltas. Vigilar para que no os escabulláis como el par de despreciables novicias que deberíais ser. Y, ahora, volved al trabajo. No puedo marcharme hasta que hayáis terminado, y no tengo intención de pasarme aquí todo el día.

La mujer de tez atezada y cabello rizado era como Theodrin, algo más que una Aceptada, pero menos que una Aes Sedai. Como lo habrían sido ella y Nynaeve, si ésta no se hubiera comportado como una gata a la que han pisado la cola. Las dos, rectificó Elayne de mala gana. Sheriam se lo había dicho mientras les informaba cuántas de sus horas «libres» pasarían en las cocinas, realizando el trabajo más sucio que las cocineras pudieran encontrar. Pero nada de Ebou Dar, en cualquier caso; también eso lo había dejado muy claro. Una carta iría de camino a Merilille a mediodía, si es que no había salido ya.

—Lo… lamento —dijo Nynaeve, y Elayne la miró parpadeando. Una disculpa de Nynaeve era como una nevada en pleno verano.

—Yo también lo siento.

—Oh, sí, lo lamentáis las dos —les dijo Faolain—. Tanto como haya podido ver en mi vida a alguien. ¡Y, ahora, volved al trabajo antes de que encuentre una razón para enviaros a Tiana cuando hayáis acabado aquí!

Elayne echó una mirada compungida a Nynaeve y a continuación volvió a meterse en el caldero, atacando la sopa pegada con la piedra pómez como si fuera a Faolain. Saltaron fragmentos menudos de la piedra y trozos de comida chamuscada. No, no a Faolain. A las Aes Sedai, que se quedaban cruzadas de brazos cuando tendrían que estar actuando. Iba a ir a Ebou Dar, iba a encontrar el ter’angreal, e iba a utilizarlo para atar a Sheriam y a las demás a Rand. ¡De rodillas! Soltó tal estornudo que casi se sale de los zapatos.


Sheriam se volvió del punto desde el que había estado observando a las jóvenes, a través de una grieta de la valla, y echó a andar por el angosto callejón, en el que crecían unas ridículas matas de hierba agostada y rastrojo.

—Lamento esto. —Considerando las palabras de Nynaeve y su tono, ¡y las de Elayne, la maldita chica!, añadió—: Hasta cierto punto.

Carlinya resopló con desdén; era muy buena en eso.

—¿Es que quieres contar a unas Aceptadas lo que poco más de dos docenas de Aes Sedai saben? —Cerró la boca de golpe al advertir la penetrante mirada que le asestó Sheriam.

—Hay oídos donde menos se espera —advirtió en voz baja.

—Esas chicas tienen razón en una cosa —intervino Morvrin—. Al’Thor me da tanto miedo que se me retuercen las entrañas. ¿Qué opciones nos quedan con respecto a él?

Sheriam no sabía con certeza si no se habrían quedado sin opciones hacía mucho.

Las tres Aes Sedai siguieron caminando en silencio.

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