25 Como relámpago y lluvia

Por alguna razón, cuando Cowinde acudió a despertarla al día siguiente, antes del amanecer, Egwene se sentía vigorizada y con ánimos de ver qué podía descubrir en la ciudad. Soltó un enorme bostezo mientras se estiraba y al punto se puso de pie, tarareando entre dientes una canción mientras se lavaba y se vestía apresuradamente, apenas pasándose el peine por los cabellos. Se habría alejado del campamento sin perder tiempo en desayunar, pero Sorilea la vio y puso fin de manera tajante a semejante idea. Lo que, en realidad, resultó ser una suerte.

—No tendrías que haberte marchado de la tienda de vapor tan pronto —le dijo Amys, que cogió el cuenco de gachas de avena y fruta seca que le tendía Rodera. Casi dos docenas de Sabias se encontraban apiñadas en la tienda de Amys, y Rodera, Cowinde y un hombre con las ropas blancas llamado Doilan, otro Shaido, se afanaban para servirlas a todas—. Rhuarc tenía mucho que contar sobre tus hermanas. A lo mejor puedes añadir algo más.

Tras meses de simular ser Aes Sedai, a Egwene no le hizo falta pensar para saber que se refería a la delegación de la Torre.

—Os diré lo que pueda. ¿Qué contó Rhuarc?

Para empezar, había seis Aes Sedai, dos de ellas Rojas, no una —Egwene no daba crédito a la arrogancia de Elaida o quizás a su estupidez, cuando lo más sagaz habría sido no mandar a ninguna— pero al menos era una Gris la que tenía el mando de la delegación. Las Sabias, en su mayoría tendidas en un amplio círculo, como los radios de una rueda, volvieron la vista hacia Egwene tan pronto como se terminó de decir la lista de los nombres.

—Me temo que sólo conozco a dos de ellas —empezó, con cuidado—. Hay muchas Aes Sedai, después de todo, y no llevo mucho tiempo siendo hermana para conocerlas a todas. —Hubo asentimientos de cabeza, aceptando su explicación—. Nesune Bihara, una hermana Marrón, es una mujer imparcial que escucha a todas las partes antes de sacar una conclusión, pero es de las que pilla el más mínimo fallo en lo que una dice. Se fija en todo, lo recuerda todo; es capaz de echar una ojeada a una página y repetirla después palabra por palabra al cabo de un año, y lo mismo reza para una conversación que haya oído. A veces habla consigo misma, sin embargo, manifestando en voz alta lo que está pensando sin darse cuenta de ello.

—Rhuarc dice que se mostró interesada en la Biblioteca Real. —Bair removió sus gachas de avena, sin quitar ojo a Egwene—. Y que la oyó musitar algo sobre unos sellos.

Un rápido murmullo se alzó entre las otras mujeres, que Sorilea cortó al aclararse sonoramente la garganta.

Mientras cogía una cucharada de gachas, que tenían ciruelas secas cortadas en trocitos y algún tipo de bayas dulces, Egwene reflexionó sobre ello. Si Elaida había interrogado a Siuan antes de que la ejecutaran, entonces ahora sabía que había tres sellos rotos. Rand guardaba otros dos —Egwene habría querido saber dónde, pero él no parecía fiarse de nadie últimamente— y Nynaeve y Elayne habían hallado un sexto en Tanchico que habían llevado a Salidar, pero no había modo de que Elaida supiera el paradero de estos últimos. A menos, claro es, que tuviera espías en Salidar. No. Tal posibilidad era algo sobre lo que reflexionar en otro momento, no ahora. Elaida debía de estar buscando desesperadamente el resto. Enviar a Nesune a la segunda mayor biblioteca del mundo, después de la de la propia Torre Blanca, tenía sentido. Egwene se tragó unos trozos de ciruela seca y así se lo dijo a las Sabias.

—Es lo que yo dije anoche —gruñó Sorilea—. Aerin, Colinda, Edarra, vosotras tres id a la biblioteca. Tres Sabias deberían ser capaces de encontrar lo que haya que encontrar antes que una Aes Sedai. —Eso provocó tres caras largas; la Biblioteca Real era inmensa. Empero, Sorilea era Sorilea, y, aunque las mujeres nombradas suspiraron y rezongaron, soltaron los cuencos de gachas y partieron de inmediato—. Dijiste que conocías a dos —continuó Sorilea antes de que las tres Sabias hubiesen salido de la tienda—. Nesune Bihara ¿y quién más?

—Sarene Nemdahl —contestó Egwene—. Pero entended que no conozco muy bien a ninguna de las dos. Sarene es como casi todas las Blancas, lo razona todo mediante la lógica y a veces parece sorprenderse cuando alguien actúa impulsivamente, pero aun así tiene genio. La mayor parte del tiempo lo mantiene firmemente controlado, pero si uno mete la pata en el momento equivocado… se lo hace pagar caro en un abrir y cerrar de ojos. No obstante, escucha sus razones y admite que estaba equivocada, incluso después de tener un estallido de mal genio. En fin, al menos cuando vuelve a estar de mejor humor.

Egwene se metió una cucharada de gachas y bayas mientras procuraba observar la reacción de las Sabias sin que se notara; ninguna parecía haber advertido su vacilación. Había estado a punto de decir que Sarene la ponía a una a fregar suelos en un visto y no visto. Sólo conocía a las dos mujeres a través de lecciones recibidas de ellas siendo novicia. Nesune, una esbelta kandoresa de ojos penetrantes, era capaz de advertir cuando la atención de una novicia no estaba en el tema tratado aun encontrándose de espaldas; había dado varias clases a las que asistió Egwene. En cuanto a Sarene, sólo había asistido a dos clases impartidas por ella, relativas a la naturaleza de la realidad, pero no era fácil olvidar a una mujer que afirmaba con absoluta seriedad que la belleza y la fealdad eran simples ilusiones, cuando ella tenía una cara que atraería la mirada de cualquier hombre.

—Espero que recuerdes algo más —manifestó Bair mientras se reclinaba sobre un codo para acercarse más a ella—. Aparentemente eres nuestra única fuente de información.

Egwene tardó unos segundos en entender este último comentario. Sí, naturalmente. Bair y Amys debían de haber intentado mirar en los sueños de las Aes Sedai la noche anterior, pero las hermanas salvaguardaban los suyos. Ésa era una habilidad que la joven lamentaba profundamente no haber aprendido antes de abandonar la Torre.

—Si está en mi mano. ¿En qué ala de palacio tienen las habitaciones? —Si quería acercarse a Rand la próxima vez que viniese a Cairhien, sería conveniente estar advertida para no entrar por equivocación en los aposentos que estuviesen ocupando mientras lo buscaba a él. Sobre todo no quería topar con Nesune. Quizá Sarene no recordase el rostro de una novicia en particular, pero la hermana Marrón se acordaría sin lugar a dudas. Más aun, podría ocurrir que cualquiera de las otras que no conocía la identificase; se había hablado mucho de Egwene al’Vere cuando había estado en la Torre.

—Declinaron la oferta de sombra de Berelain incluso para una sola noche. —Amys frunció el entrecejo. Entre los Aiel una oferta de hospitalidad se aceptaba siempre; rehusar, incluso entre aquellos que tenían pleitos de sangre, era deshonroso—. Se albergan con una mujer llamada Arilyn, una noble de los Asesinos del Árbol. Rhuarc cree que Coiren Saeldain conocía de antes a esa tal Arilyn.

—Una de sus informadoras —declaró con certeza Egwene—. O una del Ajah Gris.

Varias de las Sabias rezongaron malhumoradas; Sorilea resopló con patente desagrado, en tanto que Amys soltó un sonoro y decepcionado suspiro. Otras tenían una opinión distinta. Corelna, una mujer de ojos verdes y rasgos aguileños, cuyo cabello rubísimo tenía bastantes hebras grises, sacudió la cabeza con gesto dubitativo, mientras que Tialin, una esbelta pelirroja de nariz afilada, dirigió a Egwene una mirada de incredulidad.

Espiar violaba el ji’e’toh, aunque cómo conciliar tal cosa con el que las caminantes de sueños se asomaran a los sueños de la gente siempre que querían era algo que Egwene todavía no había llegado a entender. Tampoco tenía ningún sentido comentarles que las Aes Sedai no seguían el ji’e’toh. Eso ya lo sabían; les costaba trabajo creer o entender que no lo hicieran, ya fueran Aes Sedai o cualquier otra persona.

Pensaran lo que pensasen, Egwene habría apostado todo cuanto tenía a que estaba en lo cierto. Galldrain, último rey de Cairhien, había tenido una consejera Aes Sedai. Niande Moorwyn había sido casi invisible antes incluso de que desapareciese nada más morir Galldrain, pero una cosa que había descubierto Egwene era que esa consejera había visitado esporádicamente los predios de lady Arilyn. Y Niande era una Gris.

—Al parecer han apostado un centenar de guardias bajo ese techo —apuntó Bair al cabo de un rato. Su voz se tornó muy desabrida cuando añadió—: Argumentan que la situación en la ciudad sigue siendo inestable, pero creo que lo que pasa es que temen a los Aiel.

Unas expresiones inquietantemente interesadas aparecieron en los rostros de varias Sabias.

—¡Un centenar! —exclamó Egwene—. ¿Es que han traído a cien hombres?

—No. —Amys sacudió la cabeza—. Cien, no. Más de quinientos. Los exploradores de Timolan encontraron a la mayoría acampados a medio día de camino al norte de la ciudad. Rhuarc se refirió a ello, y Coiren Saeldain dijo que eran una guardia de honor, pero que los habían dejado fuera de la ciudad para no «alarmarnos».

—Creen que escoltarán al Car’a’carn hasta Tar Valon. —La voz de Sorilea habría partido una piedra y su expresión hacía que, en contraste, ese tono pareciese suave. Egwene no les había ocultado el contenido de la carta de Elaida a Rand, y a las Sabias les gustaba menos cada vez que lo oían.

—Rand no es tan estúpido como para aceptar esa oferta —adujo Egwene, pero tenía la mente en otro asunto.

Quinientos hombres podían ser una guardia de honor. Cabía la posibilidad de que Elaida creyera que el Dragón Renacido no esperaría menos que eso e incluso que se sentiría halagado. Se le pasó por la cabeza un montón de sugerencias, pero tenía que ser prudente. Una palabra equivocada podía inducir a Amys y Bair —o, peor incluso, a Sorilea; esquivar a esta última era como intentar trepar a una peña que estuviera rodeada de zarzas— a darle unas órdenes que no estaba en su mano obedecer. Debía actuar con prudencia pero hacer cuanto podía. O lo que debía, al menos.

—Supongo que los jefes tienen vigilados a esos soldados acampados fuera de la ciudad ¿no? —preguntó.

A medio día de camino; más bien casi un día, ya que no eran Aiel. Demasiado lejos para resultar peligrosos, pero un poco de precaución no perjudicaba a nadie. Amys asintió; Sorilea miró a la joven como si hubiese preguntado si el sol estaba en lo alto del cielo a mediodía. Egwene se aclaró la garganta antes de responderse a sí misma.

—Sí, por supuesto. —Los jefes no iban a cometer esa clase de error—. Bien. Esto es lo que sugiero. Si cualquiera de esas Aes Sedai o más de una de ellas van a palacio, algunas de vosotras que encaucen deberían seguirlas y asegurarse de que no han colocado ninguna clase de trampa. —Las Sabias asintieron en conformidad. Dos tercios de ellas podían manejar el saidar, algunas en tan escasa medida como Sorilea, y otras como Amys, que era tan fuerte como cualquier Aes Sedai que Egwene conocía; el porcentaje era más o menos igual en todo el colectivo de Sabias. Sus habilidades diferían de las de las Aes Sedai (inferiores en ciertas cosas, superiores en unas pocas, pero por lo general eran distintas, simplemente), aunque a pesar de ello tenían que ser capaces de olerse cualquier regalito indeseado—. Y tenemos que asegurarnos de que son realmente sólo seis.

Tuvo que explicar el porqué. Habían leído libros de las tierras húmedas, pero hasta las mujeres que podían encauzar desconocían los rituales que se habían desarrollado en torno a las Aes Sedai que se enfrentaban con hombres que habían descubierto el contacto con el saidin. Entre los Aiel, un hombre que descubría su capacidad para encauzar creía que había sido elegido y se encaminaba hacia el norte, a la Llaga, para dar caza al Oscuro; ninguno había regresado jamás. A decir verdad, tampoco Egwene había sabido nada sobre esos rituales hasta que fue a la Torre; las historias que había oído antes rara vez guardaban parecido con la realidad.

—Rand es capaz de dominar a dos mujeres a la vez —terminó. Eso lo sabía por propia experiencia—. Puede que incluso pueda dominar a seis, pero si son más de las que se han presentado abiertamente entonces significará que, como mínimo, han faltado a la verdad, aunque sólo sea por omitir esa información. —Faltó poco para que Egwene se encogiera al verlas fruncir el entrecejo; si uno mentía, incurría en toh con aquella persona a la que engañaba. En su caso, sin embargo, era preciso hacerlo. ¡Lo era!

El resto del tiempo del desayuno discurrió mientras las Sabias decidían quién iría ese día a palacio y a qué jefes debía confiarse la tarea de elegir hombres y Doncellas para descubrir si había más Aes Sedai. Algunos podrían mostrarse reacios a actuar en contra de las Aes Sedai en cualquier circunstancia; las Sabias no lo dijeron así de claro, pero era obvio por lo que sí dijeron, y a menudo con acritud. Otros podrían opinar que el mejor modo de acabar con cualquier amenaza para el Car’a’carn, aun viniendo de unas Aes Sedai, era con la lanza. Unas pocas de las Sabias parecían inclinarse también por esa solución; Sorilea acabó de manera tajante con más de una indirecta sugiriendo que el problema se resolvería si las Aes Sedai dejaran de estar allí, simplemente. Al final, Rhuarc y Mandelain de los Daryne fueron los dos únicos en los que todas estuvieron de acuerdo en delegar el encargo.

—Aseguraos de que no escogen a ningún siswai’aman —dijo Egwene.

Ciertamente, aquellos Aiel recurrirían a la lanza al menor asomo de amenaza. El comentario le acarreó muchas miradas intensas con todo tipo de expresiones, desde las impasibles hasta las furibundas. Las Sabias no eran unas necias. Había algo, no obstante, que inquietaba a la joven. Ninguna de ellas había mencionado lo que salía a relucir casi siempre que se hablaba de Aes Sedai: que los Aiel les habían fallado en una ocasión y que serían destruidos si volvían a fallarles.

Después del último comentario, Egwene no intervino más en la conversación, dedicándose exclusivamente a ingerir otro plato de gachas de avena, esta vez con peras secas además de ciruelas, y con ello se ganó un gesto de aprobación por parte de Sorilea. Sin embargo, no era la aprobación de la anciana Sabia lo que Egwene buscaba en realidad; tenía hambre, sí, pero principalmente lo hizo con la esperanza de que olvidaran que estaba allí. Por lo visto, su pequeña estratagema funcionó.

Terminado el desayuno y la conversación, la joven se dirigió a su tienda, pero se quedó acuclillada debajo de la solapa de la entrada, observando desde allí al reducido grupo de Sabias que se encaminaba hacia la ciudad, encabezadas por Amys. Cuando desaparecieron por las puertas de la muralla más cercanas, Egwene volvió a salir de la tienda. Había Aiel por todas partes, tanto gai’shain como otros, pero no se veía a ninguna Sabia y nadie la miró con interés cuando echó a andar en dirección a la ciudad, sin apretar el paso. Si alguien se fijaba en ella, creería que había salido para hacer sus ejercicios matutinos. Se había levantado un fuerte viento, y las ráfagas arremolinaban nubes de polvo y vieja ceniza de extramuros, pero la animosa joven mantuvo un paso regular. Sólo había salido para hacer ejercicio.

Ya en la ciudad, a la primera persona que preguntó, una desgarbada mujer que vendía manzanas arrugadas en una carretilla a un precio desorbitado, no supo indicarle la dirección del palacio de lady Arilyn, como tampoco supo decírselo una regordeta modista que abrió los ojos como platos al ver entrar en su establecimiento a la que tomó por una mujer Aiel; ni un cuchillero calvo, que pensó que estaría mucho más interesada en sus mercancías. Finalmente, una orfebre de ojos entrecerrados que la observó de hito en hito todo el tiempo que permaneció en su tienda le dio la información que buscaba. Mientras se abría paso entre la multitud, Egwene sacudió la cabeza. A veces olvidaba lo grande que era una urbe como Cairhien, que no todo el mundo sabía dónde estaba todo.

De hecho, se extravió en tres ocasiones y tuvo que preguntar el camino dos veces más antes de encontrarse pegada contra la pared lateral de un establo público, asomándose a la esquina cautelosamente, para desde allí examinar un edificio cuadrado de oscura piedra que había al otro lado de la calle, con todas las ventanas estrechas, los balcones angulares y las torres escalonadas. Para ser un palacio, la construcción no era grande, aunque sí enorme para una casa; Arilyn ocupaba un rango algo más alto que la nobleza media de Cairhien, si Egwene no recordaba mal. Soldados uniformados en verde, con petos y yelmos, hacían guardia en la amplia escalinata principal, así como en todas las puertas que alcanzaba a ver, e incluso en los balcones. Cosa extraña, todos aquellos hombres parecían jóvenes. Aun así, eso no era lo que le interesaba realmente. Había mujeres encauzando dentro del edificio y para que ella lo notara desde la calle de forma tan contundente tenía que ser grande la cantidad de Poder que se estaba manejando. La intensidad decreció de manera repentina, pero con todo siguió siendo bastante considerable.

Egwene se mordisqueó el labio. Imposible saber lo que estaban haciendo mientras no viera los flujos. Sin embargo, del mismo modo, también ellas tenían que verlos para tejerlos. Aunque estuviesen encauzando desde una ventana, cualesquiera flujos proyectados fuera de la mansión, puesto que ella no los veía, tendrían que estar dirigidos hacia el sur, lejos del Palacio del Sol; lejos de todo. ¿Qué demonios estaban haciendo?

Las hojas de unas puertas se abrieron y permanecieron así el tiempo suficiente para que saliera por ellas un tronco de seis caballos castaños que tiraban de un carruaje negro, cerrado, con un emblema pintado en la puerta: dos estrellas plateadas sobre un campo de franjas rojas y verdes. Se encaminó hacia el norte a través de la multitud, con el cochero uniformado haciendo restallar un largo látigo tanto para hacer que la gente se apartara de su camino como para azuzar a los animales. ¿Lady Arilyn iba a alguna parte o era alguna de las componentes de la delegación?

Bueno, no había acudido allí sólo para mirar. Se echó hacia atrás poco a poco, de manera que sólo asomaba un ojo por la esquina, lo suficiente para tener la gran casa a la vista, y sacó una pequeña piedra roja de la bolsita del cinturón; respiró hondo y empezó a encauzar. Si una de ellas estaba mirando por alguna ventana de este lado vería los flujos, pero no a ella. A pesar de todo, tenía que correr el riesgo.

La suave piedra sólo era eso, un canto pulido de un arroyo, pero Egwene había aprendido este truco de Moraine, y Moraine utilizaba una piedra como foco del Poder —en realidad usaba una gema, pero el tipo de mineral no importaba— de modo que Egwene hacía lo mismo. En su mayor parte era Aire lo que tejió, con un toque de Fuego. Ello permitía escuchar a escondidas. Espiar, como dirían las Sabias. A Egwene le importaba poco si se lo llamaba de una u otra forma siempre y cuando se enterara de algo respecto a lo que se proponían las Aes Sedai de la Torre.

Su tejido rozó cuidadosamente la abertura de una ventana, con gran delicadeza, y a continuación otra, y otra. Silencio. De pronto…

—… y le dije —oyó una voz en su oído—, si quieres que haga las camas, será mejor que dejes de hacerme cosquillas en la mejilla, Alwin Rael.

—Oh, cómo fuiste capaz de hacer eso —rió otra mujer.

Egwene torció el gesto. Eran doncellas.

Una mujer robusta que llevaba un cesto de pan cargado en el hombro miró a Egwene con estupor cuando pasó a su lado. Y con razón, ya que se oían las voces de dos mujeres cuando sólo estaba ella plantada en la esquina y sus labios no se movían. La joven solucionó el problema de la mejor y más rápida forma que sabía: asestó una mirada tan furibunda a la mujer que ésta soltó un chillido y a punto estuvo de dejar caer el cesto al salir corriendo para perderse entre la multitud.

De mala gana, Egwene disminuyó la potencia del tejido; puede que así no oyese igual de bien, pero eso era mejor que atraer a más mirones. En las circunstancias actuales, ya había gente más que de sobra echando ojeadas a una supuesta Aiel que estaba pegada contra la pared, aunque ninguno más aflojó el paso; nadie quería tener problemas con los Aiel. La joven se olvidó de los transeúntes y movió el tejido de ventana en ventana; sudaba copiosamente, y no sólo debido al calor crecientemente intenso. Con que sólo una Aes Sedai viera sus flujos y aunque no reconociera qué eran sabría que alguien estaba encauzando hacia ellas. Lógicamente sospecharían cuál era el propósito. Egwene empezó a retirarse más, centímetro a centímetro, hasta que sólo asomó la mitad del ojo.

Silencio. Silencio. Un apagado roce. ¿Alguien moviéndose? ¿El susurro de unos escarpines sobre una alfombra? Ni una sola palabra, sin embargo. Silencio. Los rezongos de un hombre que, al parecer, vaciaba las bacinillas con evidente desagrado; aguzando al máximo el oído, la joven prosiguió el registro aceleradamente. Silencio. Silencio. Silencio.

—¿… de verdad lo crees necesario? —A pesar de llegarle como un susurro, la voz de la mujer rebosaba firmeza y engreimiento.

—Debemos estar preparadas para cualquier eventualidad, Coiren —respondió otra mujer con un timbre férreo—. He oído un rumor perturbador…

Una puerta se cerró de golpe, cortando el resto de la frase. Egwene se derrumbó contra la pared de piedra del establo. Habría querido gritar de frustración. Era la hermana Gris que estaba al mando de la delegación, y la otra tenía que ser una de las otras Aes Sedai o de otro modo no habría hablado así a Coiren. Estaban discutiendo lo que quería oír y habían tenido que marcharse. ¿A qué rumor perturbador se referiría? Haciendo otra profunda inhalación, Egwene empezó de nuevo, obstinadamente.

A medida que el sol ascendía, la joven escuchó muchos ruidos por lo general indeterminables y bastante chismorreo y charlas entre sirvientes. Alguien llamada Ceri iba a tener otro niño; las Aes Sedai tomarían vino de Arindrim, fuera lo que fuera eso, con el almuerzo. La noticia más interesante fue que, efectivamente, era Arilyn quien había salido en el carruaje para reunirse con su esposo en el campo. Si es que saber tal cosa servía de algo. Toda una mañana perdida.

Las puertas principales de la mansión se abrieron de par en par y unos sirvientes uniformados se inclinaron haciendo una reverencia. Los soldados no se pusieron firmes, pero sí parecieron estar más atentos. Nesune Bihara salió, seguida por un hombre joven que parecía extraído de una roca.

Egwene soltó el tejido precipitadamente y cortó el contacto con el saidar. Respiró hondo y despacio; no era el mejor momento para dejarse llevar por el pánico. Nesune y su Guardián conferenciaron y después la morena hermana Marrón escudriñó la calle, primero a un lado y luego a otro. Definitivamente estaba buscando algo.

Egwene decidió que quizá sí era un buen momento para asustarse, después de todo. Retirándose muy lentamente a fin de no llamar la atención de la Aes Sedai con un brusco movimiento, giró sobre sí misma tan pronto como estuvo fuera del alcance de la vista de la mujer, se recogió las faldas y echó a correr abriéndose paso a empujones entre la multitud. O, mejor dicho, dio tres zancadas y entonces chocó contra una pared, rebotó y cayó de nalgas en la calle con tanta fuerza que volvió a rebotar en los adoquines.

Atontada, alzó la vista y el aturdimiento dio paso a la estupefacción. La pared contra la que había chocado era Gawyn, que la contemplaba de hito en hito, tan atónito como ella. Sus ojos, tan azules, brillaban; y esos rizos dorado rojizos. La joven deseó enredar los dedos en ellos de nuevo. Notó que se ponía roja como la grana. «Nunca hiciste eso —se increpó firmemente—. ¡Solamente fue un sueño!»

—¿Te he hecho daño? —preguntó él, anhelante, mientras empezaba a arrodillarse a su lado.

Egwene se puso de pie rápidamente y se sacudió el polvo de la falda; si le hubiesen concedido un deseo en ese instante, habría pedido no ponerse colorada nunca más. Ya habían atraído la atención de varios mirones, así que la joven enlazó su brazo en el de él y lo condujo calle abajo, en la misma dirección hacia donde había echado a correr. Una ojeada por encima del hombro le confirmó que no había nada fuera de lo normal entre la apiñada multitud. Aunque Nesune viniera por esa misma esquina, no vería nada más. Con todo, Egwene no aflojó el paso; la gente se apartaba ante una mujer Aiel y un hombre lo bastante alto para ser también Aiel de no haber llevado una espada. El modo en que se movía ponía de manifiesto que sabía cómo utilizar el arma; Egwene lo comparó con un Guardián.

Al cabo de una docena de pasos, soltó su brazo del de él, aunque de mala gana. Gawyn la tomó de la mano antes de que se apartara, sin embargo, y Egwene dejó que la llevara cogida así mientras caminaban.

—Supongo —musitó él al cabo de un momento— que he de pasar por alto el que vayas vestida como una Aiel. La última vez que supe algo de ti fue que estabas en Illian. Y supongo que tampoco tengo que hacer ningún comentario respecto al hecho de que te alejaras corriendo de un palacio donde se albergan seis Aes Sedai. Qué conducta tan extraña en una Aceptada.

—Nunca he estado en Illian —dijo Egwene, que echó una rápida ojeada en derredor para ver si había cerca algún Aiel que pudiera escucharla. Varios miraban en su dirección, pero todos estaban muy lejos para poder oír. De repente, lo que Gawyn había dicho se abrió paso en su cerebro. Reparó en la chaqueta verde, del mismo tono que las de los soldados.

—Estás con ellas. Con las Aes Sedai de la Torre. —Luz, qué necia era por no haberse dado cuenta en el momento en que lo vio.

La expresión de Gawyn se suavizó; durante un instante se había tornado muy dura.

—Estoy al mando de la guardia de honor que las Aes Sedai han traído para escoltar al Dragón Renacido hasta Tar Valon. —En su voz se advertía una curiosa mezcla entre ironía, cólera y agotamiento—. Es decir, si decide ir. Y si estuviese aquí. Tengo entendido que… aparece y desaparece. Coiren está enojada.

Egwene tenía el corazón en la garganta.

—Yo… He de pedirte un favor, Gawyn.

—Cualquier cosa salvo hacer daño o perjudicar a Elayne o a Andor, o convertirme en seguidor del Dragón. Todo lo demás que esté en mi mano, es tuyo.

Las cabezas se volvían hacia ellos. Cualquier mención a los seguidores del Dragón despertaba el interés. Cuatro hombres malcarados, con látigos de carreteros enrollados al hombro, lanzaron una mirada feroz a Gawyn al tiempo que hacían chascar los nudillos como hacen los hombres antes de luchar. Gawyn se limitó a clavar los ojos en ellos. No eran tipos pequeños, pero su beligerancia desapareció bajo la intensidad de su mirada. De hecho, dos de ellos se llevaron la mano a la frente en una especie de saludo antes de desaparecer entre el gentío. Pero seguía habiendo demasiados ojos prendidos en ellos, demasiadas personas haciendo como si no estuviesen escuchando. Vestida con esas ropas, Egwene llamaba la atención incluso sin hablar. Si a ello se añadía la compañía de un hombre de cabello rubio rojizo, con su más de metro ochenta de estatura y aspecto de Guardián, la combinación no podía menos de llamar la atención.

—He de hablar contigo en privado —dijo Egwene. «Si alguna mujer ha vinculado a Gawyn como Guardián, la…» Curiosamente, no había acaloramiento en la idea.

Sin decir palabra, Gawyn la condujo hacia una posada que había cerca, El Hombre Largo, donde una corona de oro lanzada a la oronda posadera les procuró una exagerada reverencia y un pequeño comedor reservado, forrado con oscuros paneles de madera, amueblado con una mesa y sillas muy lustradas y con unas flores secas en un jarrón azul encima de la repisa de la chimenea. Gawyn cerró la puerta y de repente una fuerte sensación de embarazo se adueñó de los dos al encontrarse a solas, frente a frente. Luz, qué guapo era, tanto como Galad; y ese modo en que su cabello se ensortijaba alrededor de sus orejas…

Gawyn se aclaró la garganta.

—Parece que el calor es peor cada día. —Sacó un pañuelo y se enjugó la cara; luego se lo ofreció a ella. De pronto cayó en la cuenta de que estaba usado y volvió a carraspear—. Creo que tengo otro.

Egwene sacó el suyo mientras el joven rebuscaba en los bolsillos.

—Gawyn, ¿cómo puedes servir a Elaida después de lo que hizo?

—Los Cachorros sirven a la Torre —replicó, envarado, pero ladeó la cabeza en un gesto de incomodidad—. Lo hacemos mientras que… Siuan Sanche… —Durante un momento sus ojos se tornaron gélidos. Sólo un instante—. Egwene, mi madre solía decir: «Hasta una reina debe obedecer la ley que dicta, o no es ley». —Sacudió la cabeza con irritación—. No debería sorprenderme encontrarte aquí. Tenías que estar donde estuviese al’Thor.

—¿Por qué lo odias? —Estaba segura de que lo que denotaba su voz era odio—. Gawyn, es realmente el Dragón Renacido. Tienes que haber oído lo que ocurrió en Tear. Él…

—Me importa poco si es el mismísimo Creador encarnado —replicó, prietos los dientes—. ¡Al’Thor mató a mi madre!

A Egwene casi se le salieron los ojos de las cuencas.

—¡Gawyn, no! ¡Él no lo hizo!

—¿Puedes jurarlo? ¿Estabas allí cuando ella murió? Lo dice todo el mundo. El Dragón Renacido tomó Caemlyn y mató a Morgase. Y probablemente también mató a Elayne. No he conseguido saber nada de ella. —Toda la ira pareció abandonarlo repentinamente y se vino abajo, la cabeza agachada, los puños prietos, los ojos cerrados—. No he sabido nada de ella —musitó.

—Elayne está ilesa —dijo Egwene, sorprendida de encontrarse delante de él, muy cerca. Alzó la mano y volvió a sorprenderse al pasar los dedos por el cabello del joven. Su tacto era tal como lo recordaba. Retiró la mano como si se hubiese quemado. Estaba segura de que sus mejillas arderían por el sofoco, pero… Gawyn se puso colorado. Por supuesto. También él lo recordaba, sólo que como si fuera únicamente su propio sueño. Eso tendría que haberle puesto la cara roja como la grana, pero en cambio tuvo el efecto contrario. El rubor de Gawyn le calmó el nerviosismo e incluso la hizo sonreír—. Elayne está sana y salva, Gawyn, eso sí puedo jurártelo.

—¿Dónde se encuentra? —Había angustia en su voz—. ¿Dónde ha estado? Su puesto está en Caemlyn ahora. Bueno, no en Caemlyn mientras al’Thor siga allí, pero sí en Andor. ¿Dónde está, Egwene?

—Yo… No puedo decírtelo. No puedo, Gawyn.

Él estudió su rostro, con gesto inexpresivo, y luego suspiró.

—Cada vez que te veo eres más Aes Sedai. —Soltó una risa que sonó forzada—. ¿Sabes que solía pensar en ser tu Guardián? ¿No te parece una gran necedad?

—Serás mi Guardián. —La joven no se dio cuenta de que las palabras salían de su boca hasta que las hubo pronunciado, pero después de dichas supo que eran verdad. Ese sueño. Gawyn arrodillado para que ella le pusiera las manos en la cabeza. Podía significar cientos de cosas o ninguna, pero estaba convencida de lo que decía.

Él sonrió. ¡El muy tonto creía que estaba bromeando!

—No seré yo, a buen seguro. Creo que será Galad. Aunque para ello tendrás que espantar con un palo a otras Aes Sedai. Aes Sedai, sirvientas, reinas, camareras, mercaderes, granjeras… He visto a todas mirándolo. No te molestes en afirmar que es…

El modo más sencillo de hacerlo callar era poner una mano sobre sus labios.

—No amo a Galad. Te amo a ti.

Gawyn siguió intentando fingir que era una broma, sonriendo bajo sus dedos.

—No puedo ser un Guardián. Seré el Primer Príncipe de la Espada de Elayne.

—Si la reina de Andor puede ser Aes Sedai, un Primer Príncipe también puede ser Guardián. Y tú serás el mío. Que eso te entre de una vez en tu dura cabeza. Lo digo en serio. Y te amo.

Se quedó mirándola fijamente. Al menos había dejado de sonreír. Pero no pronunció palabra; sólo la miraba. Egwene retiró la mano de su boca.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Es que no vas a decir nada?

—Cuando se desea durante tanto tiempo escuchar algo —musitó lentamente—, y entonces, de repente, sin previo aviso, se oye, es como la descarga de un rayo y la lluvia sobre un suelo reseco a la vez. Uno se queda atónito, pero lo que ha oído no basta: desea escucharlo una y otra vez.

—Te amo, te amo, te amo —repitió, sonriendo—. ¿Es suficiente?

Por toda respuesta, la tomó en sus brazos, levantándola en vilo, y la besó. Era exactamente igual que en el sueño, hasta el último detalle. No, era mejor. Era… Cuando por fin la soltó en el suelo, Egwene siguió agarrada a él porque sentía las piernas como si fuesen de goma.

—Milady Aiel Egwene Aes Sedai —dijo él—. Te amo y ardo en deseos de que me vincules. —Deshaciéndose de la fingida formalidad, añadió en un susurró—: Te amo, Egwene al’Vere. Dijiste que querías un favor. ¿Qué es? ¿La luna en un collar? Tendré a un orfebre trabajando en ello antes de una hora. ¿Quieres las estrellas para entretejerlas en tu pelo? Haré que…

—No le digas a Coiren ni a las otras que estoy aquí. Ni siquiera me menciones ante ellas.

Esperaba alguna vacilación, pero Gawyn se limitó a responder:

—No lo sabrán por mí. O por nadie, si puedo evitarlo. —Hizo una breve pausa y después la agarró de los hombros—. Egwene, no preguntaré por qué estás aquí. No, escucha. Sé que Siuan te enredó en sus maquinaciones, y comprendo que sientas lealtad por un hombre que es de tu pueblo. Eso no importa. Deberías estar en la Torre, estudiando. Recuerdo que todas decían que algún día serías una poderosa Aes Sedai. ¿Tienes algún plan para regresar sin… consecuencias? —Ella respondió sacudiendo la cabeza y el joven se apresuró a añadir—: Quizá se me ocurra algo, si no se te ocurre a ti antes. Sé que no tenías otra opción que obedecer a Siuan, pero dudo que eso cuente demasiado para Elaida; hasta el hecho de pronunciar el nombre de Siuan Sanche en su presencia puede costarte la cabeza. Pero encontraré la solución de algún modo. Lo juro. Sin embargo, prométeme que hasta entonces no… No harás ninguna tontería. —Sus manos apretaron los hombros de la joven hasta el punto de hacerle casi daño—. Prométeme que tendrás cuidado.

Luz, menudo lío. No podía decirle que no tenía la menor intención de regresar a la Torre mientras Elaida se sentara en la Sede Amyrlin. Y lo de hacer una tontería sin duda estaba relacionado con Rand. Qué preocupado parecía. Preocupado por ella.

—Tendré cuidado, Gawyn, lo prometo. —«Todo el cuidado que pueda», rectificó para sus adentros; la posibilidad era mínima, pero de algún modo le puso más difícil lo que iba a decirle a continuación—. Tengo que pedirte otro favor. Rand no mató a tu madre. —¿Cómo plantearle esto para causarle la menor tensión posible? Fuera como fuese, debía decirlo—. Prométeme que no levantarás una mano contra Rand hasta que pueda probarte que no lo hizo.

—Lo juro.

Tampoco hubo ahora la menor vacilación, pero el timbre de su voz era áspero y sus dedos apretaron de nuevo con mayor fuerza que antes. Egwene no dejó traslucir que le hacía daño; ese pequeño dolor era el justo pago por el que ella le estaba causando.

—Tiene que ser así, Gawyn. Él no lo hizo, pero tardaré tiempo en poder demostrarlo. —¿Cómo demonios iba a lograrlo? La palabra de Rand no bastaría. Qué horrible enredo. Debía concentrarse en una sola cosa a la vez. ¿Qué se proponían esas Aes Sedai?

Gawyn la sorprendió al inhalar de manera entrecortada, con dificultad.

—Renunciaré a todo, traicionaré a todos por ti. Ven conmigo, Egwene. Dejemos atrás todo. Tengo un pequeño predio al sur de Puente Blanco, con viñedos y un pueblo, un lugar tan aislado, tan atrasado, que el sol sale con dos días de retraso. El mundo no nos alcanzará allí. Podríamos casarnos en el camino. No sé cuánto tiempo tendremos, con al’Thor y el Tarmon Gai’don. No lo sé, pero lo viviremos juntos.

Egwene lo miró sin salir de su asombro. Entonces se dio cuenta de que había expresado en voz alta su última idea —¿qué se proponían esas Aes Sedai?— y la palabra clave, «traicionar», encajó en su sitio. Gawyn creía que le pedía que las espiara. Y lo haría. Aunque buscase desesperadamente una salida para evitarlo, lo haría si ella se lo pedía. Cualquiera cosa, le había prometido, y lo había dicho totalmente en serio, le costara lo que le costase. Entonces se hizo una promesa a sí misma; en realidad se la hizo a él, pero no era la clase de promesa que se pronunciaba en voz alta. Si se le escapaba algo que ella pudiera utilizar, lo aprovecharía —no le quedaba otro remedio— pero no hurgaría, no presionaría para sacarle ninguna información. Costara lo que costase. Sarene Nemdahl jamás lo entendería, pero era la única forma que tenía de igualar lo que él había puesto a sus pies.

—No puedo —musitó—. Nunca imaginarías lo mucho que lo deseo, pero no puedo. —Se echó a reír inopinadamente, sintiendo el calor de las lágrimas en los ojos—. Y tú, ¿traicionar? Gawyn Trakand, esa palabra encaja contigo tanto como la oscuridad encaja con el sol. —Lo de las promesas sin darles voz estaba muy bien, pero Egwene sabía que no podía dejarlo así. Utilizaría aquello que le diera, lo usaría en contra de lo que él creía. Así pues, también debía ofrecerle alguna compensación—. Duermo en las tiendas, pero todas las mañanas vengo a la ciudad. Entro por la puerta del Muro del Dragón, un poco después de amanecer.

Él lo entendió, claro está. Su demostración de confianza en la palabra de él, el servirle en bandeja su libertad. Gawyn tomó sus manos entre las suyas y se las giró hacia arriba para besarle suavemente las palmas.

—Me has confiado algo muy preciado. Si voy a la puerta del Muro del Dragón todas las mañanas, sin duda alguien se dará cuenta y también es posible que no pueda acudir a diario, pero no te sorprendas si aparezco a tu lado poco después de que hayas entrado en la ciudad la mayoría de los días.

Cuando Egwene salió de la posada finalmente, el sol había recorrido un buen trecho en el cielo, entrando en las horas más calurosas de la tarde, de manera que no había tanta gente en la calle. Habían tardado en despedirse más de lo que habría imaginado; besar a Gawyn no sería la clase de ejercicio que las Sabias esperaban que hiciese, pero el corazón todavía le latía desbocado, como si hubiese estado corriendo.

Lo apartó de su mente con firmeza —bueno, lo dejó en un rinconcito, no sin un gran esfuerzo; apartarlo por completo parecía fuera de su alcance— y regresó a su puesto de observación junto al establo. Alguien seguía encauzando dentro de la mansión; seguramente más de una mujer, a no ser que estuviese tejiendo algo grande; la sensación era menos intensa que antes, pero aun así resultaba fuerte. En ese momento, una mujer de cabello oscuro entraba en la casa y, a pesar de que Egwene no la conocía, la intemporalidad de su rostro la delataba. La joven no intentó de nuevo escuchar a través del Poder y tampoco se quedó mucho —si estaban entrando y saliendo había muchas posibilidades de que la vieran y la reconocieran a pesar de sus ropas— pero mientras se encaminaba a las afueras de la ciudad a paso vivo una pregunta no dejaba de martillear en su mente: ¿qué se proponían?


—Nos proponemos ofrecerle escolta hasta Tar Valon —dijo Katerine Alruddin al tiempo que rebullía ligeramente. Nunca había sido capaz de concretar si las sillas cairhieninas eran realmente incómodas como aparentaban o es que uno creía que lo eran precisamente por tener un aspecto tan incómodo—. Una vez que parta de Cairhien hacia Tar Valon, se producirá un… vacío aquí.

Sin sonreír lo más mínimo, sentada en otra silla dorada frente a ella, lady Colavaere se inclinó ligeramente hacia adelante.

—Habéis despertado mi interés, Katerine Sedai. Salid —ordenó bruscamente a los sirvientes.

Katerine sonrió.


—Nos proponemos ofrecerle escolta hasta Tar Valon —dijo Nesune con tono preciso, bien que sintió un fugaz destello de irritación. A despecho de su semblante impasible, el teariano no dejaba de mover los pies, nervioso en presencia de una Aes Sedai, tal vez por la aprensión de que fuera a encauzar. Sólo un amadiciense habría sido peor interlocutor—. Cuando parta hacia Tar Valon, va a hacer falta una mano fuerte en Cairhien.

El Gran Señor Meilan se lamió los labios.

—¿Por qué me contáis esto?

La sonrisa de Nesune podría significar cualquier cosa.


Cuando Sarene entró en la sala de estar sólo encontró en ella a Coiren y a Erian, tomando té. Y a un criado para servir las tazas, claro está. Sarene le hizo un ademán indicándole que se marchara.

—Berelain puede plantear dificultades —dijo una vez que la puerta se hubo cerrado tras el sirviente—. Ignoro qué funcionaría mejor con ella, si la manzana o la fusta. Se supone que mañana he de reunirme con Aracome, ¿no es así? Pero creo que hará falta más tiempo con Berelain.

—Manzana o fusta —repitió Erian con timbre tenso—. Lo que sea preciso. —Su semblante podría haber sido una pálida talla de mármol enmarcada con las alas de un cuervo.

La afición secreta de Sarene era la poesía, aunque jamás habría permitido que nadie supiera su debilidad por algo tan… emotivo. Se moriría de vergüenza si Vitalien, su Guardián, descubriese alguna vez que había escrito unos versos en los que lo comparaba con un leopardo, entre otros animales gráciles, fuertes y peligrosos.

—Recobra la compostura, Erian. —Como era habitual en ella, Coiren habló como si estuviese haciendo un discurso—. Lo que le preocupa, Sarene, es un rumor que Galina ha oído. Un rumor respecto a que una hermana Verde estuvo en Tear con el joven Rand al’Thor y que ahora está aquí, en Cairhien. —Siempre lo llamaba «el joven Rand al’Thor», como queriendo recordar a quienes la escuchaban que era un hombre joven y, por ende, inexperto.

—Así que Moraine y una Verde —musitó Sarene. Eso, desde luego, podía apuntar problemas. Elaida insistía en que Moraine y Siuan habían actuado solas en dejar que al’Thor actuara sin guía, pero si había otra Aes Sedai involucrada podía significar que había más, y ése era un hilo que tal vez conducía hasta algunas, tal vez muchas, de las que habían huido de la Torre cuando habían depuesto a Siuan—. Sin embargo, es sólo un rumor.

—Quizá no lo sea —intervino Galina, que entró en ese momento en la sala—. ¿Es que no lo sabéis? Alguien ha estado encauzando hacia nosotras esta misma mañana. Ignoro con qué propósito lo hizo, pero no creo que sea difícil imaginarlo.

Las cuentas entretejidas en las menudas y oscuras trenzas de Sarene tintinearon cuando la mujer sacudió la cabeza.

—Eso no prueba la existencia de una Verde, Galina. Ni siquiera es prueba de que se trate de una Aes Sedai. He oído comentar que algunas mujeres Aiel pueden encauzar, las que llaman Sabias. O podría tratarse de alguna infeliz expulsada de la Torre por fallar la prueba de Aceptada.

Galina sonrió enseñando los dientes; una mueca chocante en contraste con la severidad de sus negros ojos.

—Pues yo creo que es la prueba de que Moraine está aquí. Me contaron que conoce un truco para escuchar a escondidas y no doy crédito a esa historia respecto a su muerte, una coincidencia por demás conveniente, sin que se viera su cadáver y sin que nadie pueda dar detalles.

Eso también inquietaba a Sarene. En parte porque Moraine le caía bien —habían sido amigas en su época de novicias y de Aceptadas a pesar de que la hermana Azul iba un año por delante, y esa amistad continuó durante los escasos encuentros que tuvieron en los años posteriores— y en parte porque ciertamente era una historia demasiado vaga y demasiado conveniente el que Moraine muriera, más bien que desapareciera, cuando una orden de arresto pendía sobre ella. Moraine era muy capaz de fingir su propia muerte en tales circunstancias.

—De modo que crees que tenemos que vérnoslas con Moraine y una hermana Verde cuyo nombre ignoramos, ¿no es eso? Sigue siendo simple especulación, Galina.

La sonrisa de la hermana Roja no se alteró, pero en sus ojos hubo un destello. Era demasiado rígida para la lógica —creía lo que creía a pesar de las evidencias—, pero Sarene siempre había sido de la opinión que dentro de Galina, en algún recóndito rincón de su ser, ardía un fuego abrasador.

—Lo que creo —dijo la hermana Roja— es que Moraine es la tal hermana Verde. ¿Qué mejor modo de escapar a un arresto que morir y reaparecer como una persona distinta o de otro Ajah? Incluso he oído que esa Verde es baja, y todas sabemos lo lejos que está Moraine de ser una mujer alta. —Erian se había sentado muy tiesa y la ira hacía que sus castaños ojos reluciesen como ascuas—. Cuando le pongamos las manos encima a esa «hermana Verde» —le dijo Galina—, propongo que la dejemos a tu cargo en el viaje de regreso a la Torre.

Erian se limitó a hacer un brusco gesto de asentimiento, pero el brillo enardecido de sus ojos no menguó.

Sarene estaba estupefacta. ¿Moraine? ¿Hacerse pasar por hermana de un Ajah que no era el suyo? Imposible. Sarene nunca se había casado —era ilógico creer que dos personas podían ser compatibles durante toda la vida— pero con lo único que podía comparar eso era con acostarse con el marido de otra mujer. Sin embargo, lo que la tenía asombrada era el cargo, no la posibilidad de que fuese verdad. Estaba a punto de decir que había muchas mujeres bajas en el mundo y que una apreciación así era muy relativa, cuando Coiren habló con aquella voz engreída:

—Sarene, debes hacer tu turno otra vez. Hay que estar preparadas, ocurra lo que ocurra.

—No me gusta —adujo firmemente Erian—. Es como prepararse para el fracaso.

—Sólo es una medida lógica —le respondió Sarene—. Si se divide el tiempo en los menores incrementos posibles, hace imposible afirmar con alguna certeza qué ocurrirá entre uno y el siguiente. Puesto que seguir a al’Thor hasta Caemlyn podría significar que al llegar nos encontráramos con que ha vuelto a Cairhien, nos quedaremos aquí con la certeza de que finalmente acabará regresando, aunque tal cosa podría suceder mañana o dentro de un mes. Cualquier suceso ocurrido durante una hora de esa espera o cualquier combinación de acontecimientos podría dejarnos sin alternativas. En consecuencia, estar preparadas es lógico.

—Muy bien expuesto —repuso secamente Erian.

No, no tenía cabeza para la lógica; a veces Sarene pensaba que las mujeres bellas no la tenían, bien que tampoco veía lógica en tal conexión.

—Tenemos todo el tiempo que necesitamos —manifestó Coiren. Cuando no estaba dando un discurso, hacía declaraciones—. Beldeine llegó hoy y ha tomado una habitación cerca del río, pero Mayam tardará otros dos días. Debemos tener cuidado, y eso nos da tiempo.

—Sigue sin gustarme el que nos preparemos para un fracaso —rezongó Erian, que se llevó la taza a los labios.

—Yo daré por bien empleado el tiempo y el esfuerzo —dijo Galina— si dedicamos una parte a prender a Moraine y llevarla a juicio. Hemos esperado largo tiempo, y no hay necesidad de apresurarse con al’Thor.

Sarene suspiró. Eran buenas en lo que hacían, pero ella no lo entendía; ninguna de ellas tenía pizca de lógica.

Subió la escalera y se retiró a su cuarto; una vez allí, tomó asiento delante de la apagada chimenea y empezó a encauzar. ¿Habría redescubierto el tal al’Thor el Talento del Viaje? Resultaba increíble, pero era la única explicación. ¿Qué clase de hombre era? Eso lo descubriría cuando lo conociera, no antes. Henchida con el saidar hasta el punto en que la dulzura se tornaba dolor, empezó a repasar ejercicios de novicia. Era un método tan bueno como cualquier otro. Estar preparadas era lógico, ni más ni menos.

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