Cruzando Caemlyn a caballo, despacio, bajo un sol de justicia a media mañana, Min realmente vio muy poco de la ciudad. Apenas reparó en la gente y en las sillas de mano, carretas y carruajes que abarrotaban las calles salvo para guiar a su yegua castaña a fin de sortearlos. Siempre había soñado con vivir en una gran urbe y viajar a lugares exóticos, pero ese día las espectaculares torres cubiertas con tejas relucientes y las fascinantes vistas que surgían a medida que la calle rodeaba una colina casi le pasaron inadvertidas. Grupos de Aiel caminando entre la muchedumbre, que dejaba un hueco despejado a su alrededor, atrajeron algo más su atención, así como las patrullas de jinetes de nariz aguileña y a menudo con barba, pero sólo porque le recordaron los rumores que habían empezado a oír estando todavía en Murandy. Merana se había puesto furiosa a causa de esas historias y también por la evidencia, en forma de restos calcinados, de la presencia de seguidores del Dragón con que habían topado en dos ocasiones; sin embargo Min creía que algunas de las otras Aes Sedai estaban preocupadas. Cuanto menos hablaran de lo que pensaban sobre la amnistía de Rand, mejor.
Al borde de la plaza, frente al Palacio Real, sofrenó a Galabardera y se enjugó el sudor de la cara con un pañuelo orlado con puntilla que volvió a guardar en la manga de la chaqueta. Sólo había unas cuantas personas dispersas por el amplio espacio ovalado, tal vez debido a que los Aiel montaban guardia a las puertas principales del palacio. Más Aiel ocupaban balconadas de mármol o se desplazaban con gráciles movimientos por las altas pasarelas cubiertas con columnatas, como leopardos. El León Blanco de Andor ondeaba con la brisa sobre la cúpula más alta del palacio. Otra bandera carmesí tremolaba en una de las torres, un poco más abajo que la de la cúpula blanca, agitada por el leve soplo del aire justo lo suficiente para que se viese el antiguo símbolo de los Aes Sedai, blanco y negro.
Al ver a aquellos Aiel se alegró de haber rechazado la oferta de un par de Guardianes como escolta; sospechaba que entre unos y otros podían saltar chispas. En fin, no había sido precisamente una oferta y su modo de rehusar fue escabullándose una hora antes de la acordada, según el reloj que había sobre la repisa de la chimenea de la posada. Merana era de Caemlyn y cuando llegaron antes del amanecer los condujo directamente a la que, según sus palabras, era la más selecta posada de la Ciudad Nueva.
Sin embargo, no era la presencia de los Aiel el motivo de que Min permaneciera quieta en la silla. No del todo, aunque había oído todo tipo de historias terribles sobre los Aiel de rostro velado. Su chaqueta y sus calzas eran de la mejor y más fina lana que había podido encontrar en Salidar, en un tono rosa pálido, con minúsculas flores azules y blancas bordadas en solapas y puños, así como en los costados de las perneras. La camisa también era de corte masculino, pero de seda color cremoso. En Baerlon, después de que su padre muriese, sus tías habían intentado convertirla en lo que ellas llamaban una mujer como es debido, aunque quizá su tía Miren comprendió que después de diez años correteando por las minas vestida con ropas de chico tal vez fuera demasiado tarde para enfundarla en un vestido. Aun así, lo habían intentado, y ella se había resistido con la misma obstinación con que se había negado a aprender a utilizar una aguja de coser. Aparte de un episodio poco afortunado sirviendo mesas en El Reposo de los Mineros —un lugar bronco, pero en el que no había estado mucho tiempo; Rania, Jana y Miren se habían encargado del asunto con toda contundencia cuando se enteraron y dio igual que por entonces tuviese ya veinte años—, salvo esa vez nunca se había puesto un vestido por propia voluntad. Ahora estaba pensando que quizá tendría que haber encargado que le hiciesen uno en lugar de esta chaqueta y estas calzas. Un vestido de seda, con el corpiño muy ceñido y el escote bajo y…
«Tendrá que aceptarme como soy —pensó al tiempo que retorcía las riendas con irritación—. No pienso cambiar por ningún hombre». Sólo que hasta no hacía mucho tiempo sus ropas eran tan sencillas como las de cualquier granjero y su cabello no le había caído casi hasta los hombros en tirabuzones. Serás como quiera que creas que él desea que seas, susurró una vocecilla dentro de su cabeza y Min la expulsó con una imaginaria patada, más fuerte de lo que nunca había pateado a cualquier mozo de cuadra que había intentado ponerse agresivo con ella, y a continuación taconeó los flancos de Galabardera sólo un tantico más flojo. Odiaba la mera idea de que las mujeres fuesen débiles en lo tocante a hombres. Sólo había un problema: estaba bastante segura de que iba a descubrir lo que era eso a no mucho tardar.
Desmontó frente a las puertas de palacio, palmeó a la yegua como queriendo decirle que no había sido su intención taconearla al tiempo que miraba con incertidumbre a los Aiel. La mitad eran mujeres y todas, salvo una, bastante más altas que ella. Los hombres igualaban la talla de Rand en su mayoría y algunos la superaban incluso. Todos, desde el primero al último, la estaban observando —bueno, daba la impresión de que vigilaban todo, pero indudablemente a ella también— y, que la joven viera, sin parpadear una sola vez. Con esas lanzas y adargas, los arcos a la espalda, las aljabas en la cadera y los enormes cuchillos al cinturón parecían prestos a matar. Las tiras de tela negra que llevaban colgando sobre el pecho debían de ser los velos. Había oído decir que los Aiel no mataban sin antes taparse la cara. «Espero que sea cierto». Se dirigió a la mujer más baja. Enmarcado por un brillante cabello pelirrojo, tan corto como Min solía llevar antes, el tostado rostro podría haber sido una talla de madera; sin embargo, era incluso un poco más baja que ella.
—Vengo a ver a Rand al’Thor —dijo Min un tanto vacilante—. El Dragón Renacido. —¿Parpadearían alguna vez estas gentes?—. Me llamo Min. Me conoce y traigo un mensaje importante para él.
La mujer pelirroja se giró hacia los otros Aiel y gesticuló rápidamente con su mano libre. Las demás mujeres se echaron a reír mientras se volvía de nuevo hacia ella.
—Te conduciré hasta él, Min. Pero, si no te conoce, tardarás mucho menos en salir que en entrar. —Algunas de las Aiel también rieron por esto último—. Me llamo Enaila.
—Me conoce —repitió a la par que enrojecía. En las mangas de la chaqueta llevaba un par de cuchillos que Thom Merrilin le había enseñado cómo utilizar, pero tenía la impresión de que esta mujer se los quitaría y la despellejaría con ellos. Una imagen flotó de repente sobre la cabeza de Enaila y al punto desapareció; era una especie de corona o halo, pero Min no tenía ni idea de lo que significaba—. ¿Se supone que tengo que entrar también a mi yegua? No creo que Rand quiera verla. —Para su sorpresa, varios Aiel, hombres y mujeres, soltaron una risita y los labios de Enaila se curvaron levemente en las comisuras como si reprimiera las ganas de hacer lo mismo.
Un hombre se acercó para hacerse cargo de Galabardera —a Min le pareció que también era Aiel a pesar de la mirada gacha y el atuendo blanco— y ella siguió a Enaila, a través de las puertas y de un amplio patio, al interior del palacio propiamente dicho. Fue un cierto alivio ver sirvientes con libreas rojas y blancas recorriendo los pasillos jalonados de tapices y que miraban con precaución a los Aiel que también deambulaban por los corredores, pero no más de lo que habrían hecho con un perro desconocido. Min había llegado a pensar que encontraría el palacio ocupado únicamente por Aiel, con Rand rodeado por ellos y quizá vestido con una de esas chaquetas y calzas de tonalidades marrones, grises y verdes, mirándola sin parpadear.
Enaila se detuvo ante unas anchas y altas puertas adornadas con tallas de leones, que estaban abiertas, y gesticuló rápidamente con la mano a las Aiel que estaban de guardia. Todas eran mujeres. Una, con el cabello muy rubio y considerablemente más alta que la mayoría de los hombres, respondió del mismo modo.
—Espera aquí —le dijo Enaila, que a continuación entró.
Min dio un paso tras ella, pero una lanza se interpuso sin gestos bruscos en su camino, sostenida por la rubia mujer. O quizá no fue tan despreocupadamente, pero a Min no le importó. Podía ver a Rand.
Estaba sentado en un enorme trono dorado que parecía cubierto totalmente con dragones, vestía una chaqueta roja muy recargada con bordados dorados, y sostenía en las manos —¡quién lo habría imaginado!— un fragmento de lanza con borlones verdes y blancos. Otro trono se alzaba sobre un alto pedestal detrás de él, también dorado, pero con un león formado a base de gemas blancas sobre fondo rojo. El Trono del León, según los rumores que corrían. En ese momento, por ella Rand podría haber estado utilizándolo como escabel. Parecía cansado. Estaba tan guapo que a la joven se le encogió el corazón. Las imágenes danzaban a su alrededor de manera continua. Con las Aes Sedai y los Guardianes, esa avalancha era algo de lo que siempre procuraba evadirse; no sabía su significado más de lo que le ocurría con el resto de la gente, pero siempre estaban presentes. Con Rand, tenía que obligarse a mirarlas o, en caso contrario, no apartaría los ojos de su rostro. Una de aquellas imágenes la había vislumbrado cada vez que lo veía: millares, incontables lucecitas chispeantes, cual estrellas o luciérnagas, que se precipitaban hacia una inmensa negrura con el propósito de llenarla, entraban en ella y eran absorbidas. Parecía haber más luces de las que había visto anteriormente, pero la oscuridad también se las tragaba con mayor rapidez. Y había algo más, algo nuevo, un halo amarillo, marrón y púrpura cuya visión le provocó un nudo en el estómago.
Intentó visualizar algo en los nobles que estaban ante él —porque debían de ser eso sin duda, con aquellas levitas bellamente bordadas y aquellos vestidos de ricas sedas— pero no surgió ninguna imagen ni halo de ellos. Era lo normal con casi toda la gente y la mayoría del tiempo; y cuando sí veía, lo más frecuente era que no supiera lo que pronosticaban tales visiones. Aun así, estrechó los ojos, esforzándose con empeño. Si conseguía ver una imagen, un halo, a lo mejor podría servirle de alguna ayuda. A juzgar por los comentarios que había oído desde que habían entrado en territorio de Andor, le vendría bien toda la ayuda posible.
Suspiró profundamente y acabó dándose por vencida. Escrutar y esforzarse no servía de nada a menos que hubiese algo que ver.
De repente advirtió que los nobles se estaban retirando, que Rand se había incorporado y que Enaila le hacía señas con la mano para que entrara. Rand sonreía. Min creyó que el corazón le iba a estallar en el pecho. De modo que así era como se sentían todas esas mujeres de las que ella se había reído porque se echaban a los pies de un hombre. No. Ella no era una chiquilla atolondrada; era mayor que él, había dado su primer beso cuando él todavía pensaba que escaquearse de cuidar el rebaño de ovejas era lo más divertido del mundo, y que… «Luz, no permitas que me flaqueen las rodillas».
Rand soltó descuidadamente el Cetro del Dragón en el asiento del trono, descendió del estrado de un salto y cruzó el gran salón a la carrera. Tan pronto como llegó ante Min la levantó por las axilas a pulso y empezó a dar vueltas con ella cuando Dyelin y los demás no se habían marchado todavía. Varios nobles los miraron de hito en hito, aunque saltaba a la vista que a Rand le importaba un ardite; por él, podían seguir mirándolos.
—Luz, Min, qué alegría volver a verte la cara —rió. Y lo decía en serio; sobre todo después de tener que estar mirando el pétreo rostro de Dyelin o de Ellorien. Pero si Aemlyn, Arathelle, Pelivar, Luan y todos ellos, del primero al último, hubiesen proclamado su regocijo porque Elayne estuviese de camino a Caemlyn en lugar de contemplarlo fijamente, con desconfianza e incluso con el insulto «mentiroso» asomando a sus ojos, se habría sentido igual de contento de ver a Min.
Cuando la soltó en el suelo, la mujer se tambaleó contra él, agarrándole los brazos y respirando entrecortadamente.
—Lo siento —se disculpó—. No era mi intención hacer que te mareases. Pero es que me siento realmente feliz al verte.
—Bueno, pues has hecho que me maree, palurdo —rezongó contra su pecho. Se obligó a separarse de él y alzó la cara para mirarlo, iracunda, a través de las largas pestañas—. He cabalgado una larga distancia, he llegado en mitad de la noche y lo único que me faltaba es que me cogieras y me zarandearas como a un saco de patatas. ¿Es que nunca vas a aprender a tener modales?
—Palurdo —rió él suavemente—. Min, puedes acusarme de mentiroso pero te aseguro que he echado de menos oírte llamarme eso.
La joven no le dijo nada; se limitó a mirarlo intensamente, la expresión iracunda ausente por completo. De repente a Rand sus pestañas le parecieron más largas de lo que recordaba.
Cayendo en la cuenta de dónde estaban, la tomó de la mano. Un salón del trono no era lugar para reunirse con viejos amigos.
—Ven, Min, nos tomaremos un poco de ponche fresco en mi sala de estar. Somara, voy a mis aposentos, así que puedes mandar retirarse a todo el mundo, pues no os voy a necesitar.
A Somara no pareció gustarle mucho aquella orden, pero relevó de servicio a todos los Aiel salvo Enaila y ella misma. Ambas parecían algo hoscas, cosa que Rand no entendió. Había permitido a Somara reunir dentro de palacio a todos los guerreros que quisiera porque Dyelin y los otros se dirigían hacia allí. Bashere se hallaba en el campamento de sus jinetes al norte de la ciudad por el mismo motivo. Lo de las Doncellas porque sería un recordatorio, y la ausencia del general shienariano porque con él quizá fuesen demasiados recordatorios. Confiaba en que las dos Doncellas no estuvieran planeando comportarse en plan maternal. Rand tenía la impresión de que se alternaban en las guardias más a menudo de lo que en realidad les correspondía por turno, pero Nandera era tan inflexible como Sulin en lo tocante a que él dijese específicamente quién tenía que hacer qué. Podría dirigir a las Far Dareis Mai, pero, para empezar, no era una Doncella y lo otro no era asunto de su incumbencia.
Mientras la conducía de la mano corredor adelante, Rand advirtió que Min contemplaba los tapices, arcones y mesas taraceados, cuencos dorados y altos jarrones de porcelana de los Marinos colocados en hornacinas; y que examinaba a Enaila y a Somara de pies a cabeza, tres veces a cada una. Pero no lo miró a él una sola vez ni pronunció ninguna palabra. Su mano envolvía la de la mujer y sintió el pulso en su muñeca a un ritmo tan alocado como el de un caballo desbocado. Esperaba que Min no se hubiese enfadado de verdad por haberle dado vueltas en el aire.
Para gran alivio de Rand, Somara y Enaila tomaron posiciones a ambos lados de la puerta, aunque ambas le asestaron una mirada impasible cuando pidió ponche, y tuvo que repetirlo. Cuando entró en la sala de estar, se quitó la chaqueta y la echó sobre una silla.
—Siéntate, Min, siéntate. Ponte cómoda y relájate. Traerán el ponche enseguida. Tienes que contármelo todo. Dónde has estado, cómo has venido a parar aquí, por qué has llegado en plena noche. Es peligroso viajar cuando está oscuro, Min. Ahora más que nunca. Te daré las mejores habitaciones de palacio, es decir, las mejores en segundo lugar, porque éstas son las mejores. Y te proporcionaré una escolta Aiel para que te acompañe a donde quieras ir. Cualquier matasiete o bravucón se quitará el sombrero e inclinará la cabeza si es que no trepa por la pared de un edificio para quitarse de en medio.
Por un momento creyó que ella se echaría a reír, pero Min siguió plantada junto a la puerta, hizo una profunda inhalación y sacó una carta del bolsillo.
—No puedo decirte de dónde vengo porque lo prometí, Rand, pero Elayne está allí y…
—En Salidar —la interrumpió y sonrió al ver el modo en que abría los ojos de par en par—. Sé unas cuantas cosas, Min. Quizá más de lo que piensan algunas personas.
—Eh… ya lo veo —musitó con un hilo de voz. Le puso bruscamente la carta en las manos y luego volvió a retroceder. Su voz cobró firmeza al añadir—: Juré que lo primero que haría sería darte eso. Adelante, léelo.
Rand reconoció el sello, un lirio estampado en cera de color amarillo oscuro, así como la fluida escritura de Elayne con su nombre, y vaciló antes de abrir la carta. Los cortes radicales, por lo sano, eran lo mejor y él había hecho uno, pero con la carta en la mano todas sus resoluciones se fueron al traste. Leyó la misiva, tras lo cual se sentó encima de la chaqueta roja y volvió a leerla. Ciertamente era corta.
«Rand,
Creo haber expresado claramente mis sentimientos hacia ti. Ten presente que no han cambiado. Espero que sientas por mí lo que siento yo por ti. Min puede ayudarte, si le haces caso. La quiero como a una hermana y confío en que tú la quieras como yo».
Debía de estar acabándosele la tinta, porque las últimas palabras eran unos garabatos apresurados, muy distintos del trazo elegante del resto. Min había estado desplazándose furtivamente y torciendo la cabeza en un intento de leer la carta sin que resultara demasiado obvio, pero cuando Rand se incorporó para quitar la chaqueta sobre la que se había sentado —el ter’angreal del hombrecillo gordo estaba en un bolsillo y se le clavaba— volvió a recular.
—¿Es que todas las mujeres tratan de volver locos a los hombres? —masculló.
—¿Qué?
Él bajó la vista hacia la carta y dijo como si hablara consigo mismo:
—Elayne es tan hermosa que no puedo evitar quedarme embobado cuando la miro, pero la mitad del tiempo no sé si quiere que la bese o que me arrodille a sus pies. En honor a la verdad, a veces deseé arrodillarme… y adorarla, que la Luz me asista. Aquí dice que sé lo que siente por mí. Me ha escrito otras dos cartas antes que ésta, una rebosante de amor y la otra para decirme que no quería volver a verme nunca. Cuántas veces me he quedado sentado deseando que la primera fuera la de verdad y la segunda algún tipo de broma o error o… Y Aviendha. También es hermosa, pero cada día que he pasado a su lado ha sido una batalla. Nada de besos, ya no. Ni queda la más leve duda sobre los sentimientos que le inspiro. Se alegró más ella de alejarse de mí que yo de verla partir. Sólo que sigo esperando encontrarla cuando me doy media vuelta; pero no está y es como si me faltara una parte de mí. A decir verdad echo de menos esa brega y hay ocasiones en que me sorprendo pensado: «Todavía existen cosas por las que merece la pena luchar».
Algo en el silencio de Min le hizo alzar la cabeza. Lo miraba fijamente, con el semblante tan inexpresivo como el de una Aes Sedai.
—¿Nunca te ha dicho nadie que es una falta de educación hablar a una mujer de otra? —Su tono era totalmente impávido—. Y mucho menos hablarle de dos mujeres.
—Min, eres una amiga —protestó—. No pienso en ti como una mujer. —Era lo peor que podía haber dicho y lo supo en el momento en que las palabras salieron de su boca.
—¿De veras?
La joven se echó la chaqueta hacia atrás y plantó las manos en las caderas, pero no con la pose enfadada que él conocía tan bien. Sus muñecas estaban giradas de manera que los dedos apuntaban hacia arriba y, de algún modo, aquello lo cambiaba todo. Y tenía doblada una rodilla y eso… Por primera vez la vio realmente; no sólo a Min, sino su aspecto. No el habitual atuendo de chaqueta y pantalones marrones, sino de un tono rosa y con bordados. No el habitual cabello corto que apenas le tapaba las orejas, sino tirabuzones que le rozaban los hombros.
—¿Te parezco un chico?
—Min, yo…
—¿Tengo aspecto de hombre? ¿De caballo? —En una rápida zancada se plantó a su lado y se dejó caer sobre su regazo.
—Min —dijo, pasmado—. ¿Qué estás haciendo?
—Convenciéndote de que soy una mujer, palurdo. ¿Es que no parezco una mujer? ¿Es que no huelo como una mujer? —Ahora que Rand se fijaba, la envolvía un tenue aroma a flores—. ¿Es que no siento como…? Bueno, ya es suficiente. Responde a la pregunta, pastor.
El hecho de dirigirse a él con los términos «palurdo» y «pastor» fue lo que acalló su sensación de alarma. Lo cierto es que estaba realmente guapa sentada en sus rodillas. Pero era Min, que lo tenía por un pueblerino con pelo de dehesa y muy poco sentido común.
—Luz, Min, sé que eres una mujer. No era mi intención insultarte. Pero también eres una amiga y me siento a gusto a tu lado. Estando contigo puedo hacer el tonto, puedo decirte cosas que no le diría a nadie, ni siquiera a Mat o a Perrin. Cuando te tengo cerca, es como si todas las tensiones que me agobian y todas las contracturas que me agarrotan los hombros y que ni siquiera había notado que tenía desapareciesen. ¿No te das cuenta, Min? Me gusta estar cerca de ti. Te he echado de menos.
Ella se cruzó de brazos y lo miró de reojo, frunciendo el entrecejo. Una de sus piernas se movió repetidamente; de haber tenido el pie apoyado en el suelo habría estado dando golpecitos con él.
—Todo eso que has dicho sobre Elayne. Y la tal… Aviendha. Por cierto, ¿quién es? Me suena como si las amases a las dos. Oh, deja de rebullir y estáte quieto de una vez. Me debes una explicación. Habráse visto, decir que no soy… En fin, respóndeme. ¿Amas a las dos?
—Tal vez sí —contestó lentamente—. La Luz me asista, creo que quizá sí. ¿Significa eso que soy un libertino o simplemente un necio ansioso?
Min abrió la boca pero la cerró al punto; sacudió la cabeza con irritación y apretó los labios. Rand se apresuró a continuar antes de que le contestara en cuál de las dos categorías consideraba que encajaba mejor; realmente no quería oírlo en boca de ella.
—Ahora ya no importa, de todos modos. Se acabó. Mandé lejos a Aviendha y no dejaré que regrese. Y yo no me permitiré acercarme a ninguna de las dos a menos de un kilómetro o de diez si de mí depende.
—¡Por amor de…! ¿Por qué, Rand? ¿Qué derecho tienes a hacer esa elección por ellas?
—¿Es que no te das cuenta, Min? Soy una diana y cualquier mujer a la que ame se convierte también en un blanco. Aun en el caso de que la flecha apunte hacia mí podría darle a ella. Y también es posible que el tiro esté dirigido a esa mujer. —Respirando agitadamente, Rand se recostó, con los brazos apoyados en los del sillón. Min se giró un poco y lo estudió con una expresión tan seria como él no había visto nunca en su rostro. La muchacha siempre estaba sonriente, como si le hiciera gracia cuanto la rodeaba. Mejor que no fuera así en este momento, porque él hablaba muy en serio—. Lan me dijo que él y yo somos iguales en ciertos aspectos y tiene razón. Dijo que hay hombres que irradian muerte. Él mismo. Yo. Cuando un hombre así se enamora, el mejor regalo que puede hacer a esa mujer es poner la mayor distancia posible entre ambos y cuanto antes. Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo que entiendo… —Enmudeció y guardó silencio un momento—. Está bien. Soy tu amiga y me alegra que lo sepas, pero no pierdas el tiempo pensando que voy a darme por vencida. Te convenceré de que no soy ni un hombre ni un caballo.
—Min, ya te he dicho que…
—Oh, no, pastor. Eso no basta. —Se retorció en su regazo de un modo que lo hizo carraspear y plantó el índice en su pecho—. Quiero ver lágrimas en tus ojos cuando lo digas. Quiero que se te caiga la baba y que la voz te salga entrecortada. No creas que vas a salir de rositas de este apuro porque pienso hacértelo pagar.
Rand se echó a reír sin poder evitarlo.
—Min, de verdad es estupendo tenerte aquí. Sólo me ves como un patán de Dos Ríos, ¿a que sí?
La actitud de ella cambió de manera relampagueante.
—Te veo a ti, Rand —musitó muy quedo—. A ti. —Se aclaró la voz y se colocó remilgadamente, con las manos sobre las rodillas y un aire formal. Si es que era posible hacer algo así encontrándose sentada como estaba—. Será mejor que siga hablando del motivo de mi viaje. Al parecer estás enterado de lo de Salidar. Eso va a provocar que se arqueen muchas cejas, te lo advierto. Lo que probablemente no sepas es que no he venido sola. Hay una embajada de Salidar en Caemlyn, para verte.
El rezongo de Lews Therin sonó como un trueno lejano dentro de su cabeza. La mención de Aes Sedai siempre lo alteraba desde lo de Alanna y la vinculación, si bien no tanto como cuando Taim estaba cerca.
A pesar del refunfuño de Lews Therin, Rand estuvo a punto de sonreír. Había sospechado algo así tan pronto como Min le entregó la carta de Elayne. La confirmación era casi la prueba de que estaban asustadas, como había imaginado. ¿Cómo iban a estar si no, siendo rebeldes que se habían visto obligadas a esconderse en los aledaños del poder de los Capas Blancas? También era más que probable que estuviesen deseosas de hallar el modo de volver a la Torre Blanca, mordiéndose las uñas mientras discurrían cómo reanudar las buenas relaciones con Elaida. Por lo que él sabía de esa mujer, tenían muy pocas posibilidades de lograrlo y ellas debían de saberlo mejor que él. Si habían enviado una embajada al Dragón Renacido, a un hombre capaz de encauzar, entonces es que tenían que estar más que dispuestas a aceptar su protección. Esto no se parecía en nada a la propuesta de Elaida quien, por lo visto, creía que podía comprarlo y seguramente meterlo en una jaula como a un pájaro canoro. Las vagas promesas de Egwene sobre Aes Sedai que lo respaldarían estaban a punto de hacerse realidad.
—¿Quién ha venido contigo? —preguntó—. A lo mejor la conozco. —En realidad no conocía a ninguna Aes Sedai salvo a Moraine, que estaba muerta, pero sí había tenido encuentros con algunas. Si era una de ellas, quizá complicase las cosas. En esos días era realmente el joven campesino al que aludía Min y que se encogía cada vez que una Aes Sedai lo miraba.
—Hay más de una, Rand. De hecho, son nueve. —Él dio un respingo, y Min continuó apresuradamente—. Es para honrarte, Rand. El triple de hermanas que envían a un rey o una reina. Merana, que es la que tiene el mando, es del Ajah Gris y vendrá a palacio esta tarde, sola. Y sólo se acercarán a ti de una en una cada vez si no te sientes a gusto habiendo más. Han tomado habitaciones en La Corona de Rosas, en la Ciudad Nueva. Prácticamente la han ocupado, con todos los Guardianes y la servidumbre. Merana me envió primero porque te conozco, para allanar el camino. No buscan hacerte ningún daño, Rand. Estoy segura.
—¿Es eso una visión, Min, o una opinión tuya? —Qué extraño resultaba estar manteniendo una conversación seria con una mujer sentada en sus rodillas, pero, al fin y a la postre, era Min. Eso lo cambiaba todo. Sólo que tenía que estar recordándoselo a sí mismo continuamente.
—Una opinión mía —admitió de mala gana—. Rand, veo sus auras a diario, desde que salimos de Salidar. Si tuvieran intención de perjudicarte, tendría que haber visto algo. No puedo creer que no surgiera ninguna imagen de ello durante todo ese tiempo. —Rebulló y le dirigió una mirada preocupada que enseguida dio paso a una firme determinación—. Y, a propósito, creo que debería decirte algo. Vi un halo a tu alrededor en el salón del trono. Unas Aes Sedai van a hacerte daño. O mujeres que pueden encauzar, en cualquier caso. Era muy confuso y no estoy segura respecto a lo de las Aes Sedai. Pero podría suceder más de una vez. Creo que ésa es la razón de que todo esté tan embrollado. —Él la miró en silencio y sonrió—. Eso es lo que me gusta de ti, Rand. Aceptas lo que puedo hacer y lo que no. No me preguntas si estoy segura o cuándo va a ocurrir. Nunca pides más de lo que sé.
—Bueno, pues voy a hacerte una pregunta, Min. ¿Puedes asegurar que esas Aes Sedai de tu visión no son las que han venido contigo?
—No —admitió, lisa y llanamente.
Ésa era una cosa que a Rand le gustaba de ella: nunca intentaba salirse por la tangente.
«He de tener cuidado —susurró con resolución Lews Therin—. Hasta estas chicas medio entrenadas pueden ser peligrosas habiendo nueve. Tengo que…»
«Soy yo el que tiene que», pensó firmemente Rand. Hubo un instante de desconcierto por parte de Lews Therin y después regresó a su recóndito rincón. Siempre lo hacía cuando Rand le hablaba. El único problema era que Lews Therin parecía ver y oír más de manera progresiva y se proponía actuar en consecuencia. No se había producido ningún otro intento por su parte de aferrar el saidin, pero ahora Rand estaba alerta. El hombre quería el cuerpo y la mente de Rand para sí aunque no le pertenecían, y si alguna vez conseguía hacerse con el control Rand no estaba seguro de recuperarlo. Lews Therin Telamon hablando y caminando mientras Rand al’Thor se convertía en una voz dentro de su cabeza.
—Rand —llamó Min con inquietud—, no me mires así. Estoy de tu parte, si se trata de tomar partido por unos o por otros. Quizás haya algo de eso. Creen que les contaré todo lo que me digas, pero no lo haré, Rand. Sólo quieren saber cómo tratar contigo, qué pueden esperar, pero no les diré ni una palabra que tú no quieras que les diga. Y si me pides que mienta, lo haré. Ignoran lo de mis visiones. Ese don es para ti, Rand. Sabes que observaré a todo aquel que me digas, incluidas Merana y las demás.
Rand se obligó a esbozar una mueca y se aseguró de que su voz sonase suave:
—Tranquilízate, Min. Sé que estás de mi parte. —Ésa era la pura verdad. Desconfiar de Min sería como desconfiar de sí mismo. De Lews Therin ya se había ocupado de momento; ahora tenía que ocuparse de la tal Merana y su embajada—. Diles que pueden venir de tres en tres. —Era lo que Lews Therin había aconsejado en Cairhien: no más de tres a la vez. Por lo visto el hombre creía que podía manejar a tres Aes Sedai; mostraba un obvio desdén hacia las que ahora se hacían llamar Aes Sedai. Empero, lo que en Cairhien había sido un límite era diferente allí. Merana quería que estuviese tranquilo y con buena disposición antes de que una sola Aes Sedai se le acercara. Que rumiara su invitación a que acudiesen tres y lo que ello podría significar—. Aparte de eso, ninguna de ellas puede entrar en la Ciudad Interior sin mi permiso. Y que no intenten encauzar estando conmigo. Díselo así, Min. Me daré cuenta en el instante en que abracen la Fuente y eso no me agradará. Díselo.
—Tampoco les va agradar mucho a ellas, pastor —repuso secamente—. Pero se lo comunicaré.
Un estruendo hizo que Rand girara bruscamente la cabeza.
Sulin estaba en el umbral de la puerta, con el uniforme rojo y blanco y la cara tan arrebolada que la cicatriz de la mejilla resaltaba más pálida que nunca. Su cabello blanco había crecido desde que se había puesto el uniforme, pero seguía siendo bastante más corto que el de cualquiera de las sirvientas. La señora Harfor la había obligado a peinárselo con rizos, cosa que Sulin detestaba enormemente. A sus pies había una bandeja de plata orlada con oro, con copas trabajadas también con ambos metales caídas a los lados. La jarra de vino se tambaleó una última vez mientras Rand miraba y, milagrosamente, se quedó de pie, aunque aparentemente había tanto ponche derramado sobre la bandeja y el suelo como dentro del recipiente.
Min hizo intención de levantarse, pero Rand la agarró por la cintura y la hizo sentarse de nuevo. Ya iba siendo hora de darles a entender que había terminado con Aviendha, y a Min no le importaría ayudarlo. De hecho, tras resistirse un momento, la joven se recostó contra él y apoyó la cabeza en su pecho.
—Sulin, una buena sirvienta no va tirando bandejas por ahí. Recógelo y haz lo que se supone que es tu obligación —le dijo.
La mirada que le asestó Sulin era funesta.
La solución que Rand había buscado para permitir que la mujer cumpliera con su toh y al tiempo aliviarla en parte de las duras tareas no había sido una idea brillante con respecto a ella. Sulin se ocupaba ahora de sus aposentos y estaba únicamente a su servicio. Ella detestaba que fuera así, naturalmente, sobre todo que él la viera haciéndolo cada día, pero ya no se rompía la espalda fregando suelos por todo el palacio ni acarreando incontables cubos de agua para los lavaderos. Rand sospechaba que Sulin habría preferido que todos los Aiel a este lado de la Pared del Dragón vieran su vergüenza en vez de que la viera él, pero de ese modo había aliviado notablemente sus tareas y, al tiempo, aliviado su cargo de conciencia un tanto; además, si trabajar para él la hacía decidir que cumpliría antes con su toh, miel sobre hojuelas. Sulin debía vestir el cadin’sor y empuñar las lanzas, no llevar uniforme y doblar ropa blanca.
La Aiel recogió la bandeja y cruzó la habitación para dejarla, bruscamente, sobre una mesa taraceada con marfil. Cuando se daba media vuelta para dirigirse hacia la puerta, la voz de Rand la detuvo:
—Ésta es Min, Sulin. Es mi amiga. No conoce las costumbres Aiel y me tomaría muy a mal si le ocurre algo. —Se le acababa de ocurrir que las Doncellas podrían tener su propio punto de vista respecto a que hubiese mandado lejos a Aviendha y tuviese sentada en sus rodillas a otra mujer nada más haberse ido ella. Su propio punto de vista y su propia forma de ocuparse de ello—. De hecho, si sufre el menor daño, será como si se me hubiese infligido personalmente a mí.
—¿Y por qué nadie querría hacerle daño a esta mujer, excepto Aviendha? —replicó en tono grave—. Dedicó demasiado tiempo a soñar despierta contigo en lugar de enseñarte lo que tendrías que saber. —Sacudió la cabeza y masculló—: Mi señor Dragón.
Rand supuso que esto último debería haber sido un murmullo que él no tendría que haber oído. Después, la Aiel estuvo a punto de caerse de bruces dos veces al hacer la reverencia; se irguió enseguida y al salir cerró con un fuerte portazo.
Min giró la cabeza para mirarlo.
—No creo haber visto nunca a una doncella igual… ¡Rand, creo que si hubiese tenido un cuchillo te lo habría clavado!
—Una patada, tal vez —rió él—, pero nunca una cuchillada. Me cree su hermano perdido mucho tiempo atrás. —El desconcierto se reflejó en el semblante de Min, y Rand adivinó en sus ojos un centenar de preguntas—. Es una larga historia. Te la contaré en otro momento.
Una parte al menos. Nadie sabría jamás lo que tenía que aguantar de Enaila, Somara y unas cuantas otras. Es decir, las Doncellas ya lo sabían, pero nadie más.
Melaine entró al estilo Aiel, es decir, que asomó la cabeza por la puerta, miró en derredor, y a continuación pasó. Rand nunca había discernido qué hacía que un Aiel decidiese entrar o no. Los jefes, las Sabias y las Doncellas se habían metido en la habitación pillándolo en paños menores, en la cama, en el baño. La Sabia de cabello dorado se acercó y se sentó, cruzada de piernas, sobre la alfombra, a pocos pasos enfrente de donde estaba él y con mucho tintineo de brazaletes mientras se arreglaba la falda con cuidado a su alrededor. Los verdes ojos contemplaban a Min inexpresivamente.
Esta vez, Min no hizo la menor intención de levantarse. De hecho, por el modo en que se recostaba contra él, con la cabeza apoyada sobre su pecho y respirando pausadamente, Rand se preguntó si no se habría quedado dormida. Después de todo, le había dicho que había llegado a Caemlyn de noche. De repente fue plenamente consciente de su mano ceñida en torno a su cintura y la retiró prestamente para ponerla sobre el brazo del sillón. Ella suspiró casi con pesar y se acurrucó contra él. Se había dormido, no cabía duda.
—Tengo noticias que darte —anunció Melaine—, y no sé bien cuál de ellas es la más importante. Egwene se ha marchado de las tiendas. Va a un sitio llamado Salidar, donde hay Aes Sedai. Esas Aes Sedai son las que podrían respaldarte. A petición de Egwene no te hablamos antes de ellas, pero ahora te diré que son obstinadas, indisciplinadas, discutidoras y engreídas hasta lo indecible. —Su tono de voz sonaba acalorado al final de la parrafada y su cabeza estaba echada hacia adelante.
Así que una de las caminantes de sueños de Cairhien había hablado con Melaine en sus sueños. Eso era lo más que Rand sabía respecto a las habilidades de las caminantes de sueños y, a pesar de que podría serle muy útil, rara vez se mostraban dispuestas a poner ese talento a su disposición. Lo nuevo para él era eso de obstinadas y todo lo demás. La mayoría de los Aiel actuaban como si pensaran que las Aes Sedai podrían golpearlos, creían que se lo tenían merecido si tal cosa ocurriese e intentarían aceptar el golpe sin encogerse. Hasta las Sabias hablaban respetuosamente de las Aes Sedai las contadas veces que se referían a ellas. Obviamente algunas cosas habían cambiado.
—Lo sé —fue cuanto contestó, sin embargo. Si Melaine tenía intención de explicarle por qué, lo haría sin que él se lo preguntara. Y, si no era su intención, preguntar no le serviría de nada—. Respecto a Egwene y a Salidar también. Hay nueve de Salidar en Caemlyn ahora mismo. Min vino con ellas.
La joven rebulló contra su pecho y murmuró algo. Lews Therin estaba rezongando otra vez, demasiado bajo para entender lo que decía, pero Rand se alegró de esa distracción. Sentir a Min era… agradable. Se pondría hecha una furia si lo supiera. Aunque, teniendo en cuenta lo que había dicho de hacérselo pagar, a lo mejor se echaba a reír. A lo mejor. A veces sus cambios de humor eran bruscos e imprevisibles.
Melaine no pareció sorprendida de que lo supiera, ni siquiera se ajustó el chal. Desde que se había casado con Bael parecía haberse… «Calmado» no era el término correcto; resultaba excesivamente plácido refiriéndose a Melaine. Más bien, su irritabilidad era menos acusada.
—Ésa era mi segunda noticia. Debes tener cuidado con ellas, Rand al’Thor, y mostrar mano firme. No respetarán nada más.
Definitivamente, las cosas habían cambiado.
—Tendrás dos hijas —musitó Min—. Gemelas como dos gotas de agua.
Si Melaine no había demostrado sorpresa antes, ahora lo compensó. Abrió los ojos como platos y dio un respingo que casi la levantó de suelo.
—¿Cómo puedes…? —empezó con incredulidad, pero calló al punto para recobrar la compostura. Aun así, cuando volvió a hablar parecía faltarle resuello—. Yo misma no tenía la seguridad de que estaba embarazada hasta esta misma mañana. ¿Cómo puedes saberlo tú?
Min se levantó entonces y le dirigió una mirada que Rand conocía muy bien. Por alguna razón, la culpa era de él. Aunque las faltas de Min fueran pequeñas, tampoco estaba libre de ellas. La muchacha toqueteó nerviosamente su chaqueta mientras miraba a todas partes excepto hacia Melaine y cuando por fin sus ojos se detuvieron de nuevo sobre Rand la mirada era una simple variación de la primera. Él la había metido en este apuro, de modo que era su obligación sacarla de él.
—No te preocupes, Min —dijo—. Es una Sabia e imagino que saben cosas que te pondrían el pelo de punta. —Lástima, porque ahora estaba muy bonita con esos rizos. ¿Cómo harían eso las mujeres?—. Estoy convencido de que prometerá guardar tu secreto y te aseguro que puedes confiar en su palabra.
A Melaine casi se le enredó la lengua en su premura por pronunciar la promesa. Aun así, Rand recibió otra mirada —ésta quizá de reproche— antes de que Min se sentara junto a Melaine. ¿Y cómo demonios esperaba que la sacase del atolladero? Melaine no olvidaría lo que había dicho porque él se lo pidiera, pero sí cumpliría una promesa de guardarlo en secreto. Bastantes había mantenido hacia él.
A pesar de su reticencia, una vez que Min empezó a hablar ofreció una explicación mucho más amplia de las que jamás le había dado a él de un solo tirón, tal vez debido igualmente a las constantes preguntas de la otra mujer, así como al cambio de actitud de la Aiel. Era como si Melaine empezara a sentir que la habilidad de Min la convertía en una igual, en cierto sentido, en absoluto una habitante de las tierras húmedas.
—Es increíble —dijo la Sabia finalmente—. Cómo interpretar los sueños sin soñar. ¿Dos, dices? ¿Niñas? Bael estará encantado. Dorindha le ha dado tres hijos varones, pero las dos sabemos que le gustaría tener una hija.
Min parpadeó y sacudió la cabeza con fuerza. Claro; no sabía nada sobre las hermanas conyugales.
A partir de ese momento, las dos mujeres pasaron de inmediato a hablar sobre el parto en sí. Ninguna había dado a luz, pero ambas habían ayudado a parteras.
Rand carraspeó sonoramente. No porque le incomodara ninguno de los detalles, por supuesto. Había ayudado a ovejas a parir corderos, a las yeguas, potros, y a las vacas, terneros. Lo que lo irritaba era que estuviesen sentadas allí, juntas las cabezas, como si él no existiera. Ninguna de las dos alzó la vista hacia él hasta que carraspeó por segunda vez, y tan fuerte que se preguntó si no se habría dañado las cuerdas vocales.
Melaine se acercó más a Min y habló en un susurro que se habría escuchado en la habitación contigua:
—Los hombres siempre se desmayan.
—Y siempre en el peor momento —abundó Min en el mismo tono.
¿Qué pensarían si lo hubiesen visto en el establo del padre de Mat, pringado de sangre y líquido amniótico hasta los codos y con tres costillas rotas donde la yegua le había dado una coz porque nunca había parido y estaba asustada? Había sido un potro precioso y la yegua ya no coceó la vez siguiente.
—Antes de que me desmaye —dijo con sorna mientras se reunía con ellas en la alfombra—, ¿os importaría a alguna de las dos contarme algo más sobre las Aes Sedai? —Habría estado de pie o sentado en el suelo con anterioridad si no hubiese tenido ocupadas las rodillas. Entre los Aiel, sólo los jefes tenían sillas y éstos sólo las utilizaban para asuntos como dar veredictos o recibir la sumisión de un enemigo.
Las dos mujeres mostraron el debido azoramiento por la indirecta. Ninguna de ellas dijo nada, pero hubo mucho ajustarse el chal y la chaqueta sin mirarlo a la cara. Todo aquello desapareció como por ensalmo en cuanto reanudaron la conversación. Min sostenía porfiadamente que las Aes Sedai de Salidar no querían hacer daño a Rand y sí podrían prestarle ayuda, manejando adecuadamente la situación, lo que significaba que ella lo tendría informado de cuanto llegara a sus oídos y de lo que hablasen, tanto en público como en privado.
—No soy una traidora por hacer eso. Lo entiendes, ¿verdad, Melaine? Conocí a Rand antes que a cualquier Aes Sedai excepto a Moraine y lo cierto es que él se ganó mi lealtad mucho antes de que ella muriese.
Melaine no consideraba a Min una traidora, todo lo contrario; y parecía que su opinión sobre ella era aun mejor. Las Sabias tenían su propia versión respecto a la idea de los Aiel sobre los espías. Sin embargo argumentó que, salvo contadas excepciones, las Aes Sedai eran tan poco merecedoras como los Shaido de la confianza de nadie, lo que significaba que no merecían ninguna hasta que se los había capturado y hecho gai’shain. No es que sugiriese exactamente confinar a las Aes Sedai en La Corona de Rosas, pero no le anduvo lejos.
—¿Cómo puedes fiarte de ellas, Rand al’Thor? Creo que no tienen honor, excepto Egwene al’Vere, y ella… —Melaine volvió a ajustar bruscamente su chal—. Cuando una Aes Sedai me demuestre que tiene tanto honor como Egwene, confiaré en ella y no antes.
Por su parte, Rand escuchó más que habló y, sin pronunciar más de una docena de palabras, se enteró de mucho. Para refutar los argumentos de Melaine, Min hizo una relación de las componentes de la embajada, nombre por nombre, indicando lo que cada una de ellas había dicho respecto a apoyar a Rand y admitiendo que, en honor a la verdad, no todo era halagüeño.
Tanto Merana Ambrey como Kairen Stang, una Azul, eran andoreñas y, a pesar de que supuestamente las Aes Sedai renunciaban a toda lealtad excepto a la Torre Blanca, tal vez debido a estar separadas de ella les preocupaba que Rand se instalara en Caemlyn y que hubiese asesinado a Morgase. Rafela Cindal, también del Ajah Azul, parecía satisfecha de los cambios efectuados por Rand en Tear, donde antes estaba prohibido encauzar y cuando se descubría a una chica que podía hacerlo se la sacaba a toda prisa del país, pero apenas hablaba y también le preocupaba lo de Morgase. Seonid Traighan, una Verde, rumiaba todos los rumores que llegaban de Cairhien, su tierra natal, y se reservaba su opinión. Y Faeldrin Harella, la otra hermana Gris, a veces comparaba las atrocidades cometidas por los seguidores del Dragón en Altara y Murandy a lo que los seguidores del Dragón habían hecho en Tarabon, negándose incluso a hablar del hecho de que la guerra civil había destrozado su país antes de que el primer hombre jurara lealtad al Dragón allí.
Por más que presionó Melaine, sin embargo, Min insistió en que todas y cada una de esas Aes Sedai reconocían a Rand como el Dragón Renacido y que, a lo largo de todo el viaje desde Salidar, le habían preguntado insistentemente cómo era él y cuál sería el mejor modo de abordarlo sin ofenderlo ni asustarlo.
Rand gruñó al escuchar esto último —que les preocupaba asustarlo— pero Melaine siguió machacando con que si la mayoría de las mujeres que componían la embajada tenían tantos motivos para estar en contra de Rand, entonces se podía confiar en la delegación en conjunto para que se encargara de recoger estiércol para las lumbres y nada más. Min le dedicó a Rand una mirada de disculpa y se apresuró a seguir con su planteamiento. En Arad Doman había habido tantos seguidores del Dragón como en Tarabon, además de su guerra civil, pero Demira Eriff, del Ajah Marrón, sólo hablaba de dos temas: conocer a Rand y el rumor de que éste había abierto una especie de escuela en Cairhien; en opinión de Demira, ningún hombre que estableciese cualquier tipo de centro educativo podía ser enteramente malo. Berenicia Morsad, una hermana Amarilla de Shienar, había oído de boca de shienarianos en Salidar que Rand había sido recibido en Fal Dara por el capitán general lord Agelmar Jagad, un honor que parecía contar mucho para ella; lord Agelmar jamás recibiría a un rufián, un necio o un bribón. También era un factor de peso para Masuri Sokawa, una Marrón de Arafel, país fronterizo con Shienar. Por último estaba Valinde Nathenos, quien según Min mostraba una vehemencia impropia del Ajah Blanco en conseguir que Rand expulsara a Sammael de Illian; una promesa de llevar a cabo eso, incluso de intentarlo, y a Min no le sorprendería ver a Valinde ofrecerle juramento de lealtad. Melaine expresó sus dudas al respecto, incluso puso los ojos en blanco. No había visto a una sola Aes Sedai con suficiente sentido común para hacer algo así, una postura que a Rand sorprendió sobremanera, considerando que la Sabia seguramente se reiría en sus narices si él le pidiera un juramento así. Sin embargo, Min mantuvo que era cierto, dijese lo que dijese la otra mujer.
—Me mostraré tan respetuoso con ellas como me sea posible sin arrodillarme —le dijo Rand a Min cuando la joven hubo acabado. Luego se dirigió a Melaine y añadió—: Y hasta que no den prueba de su buena voluntad, no confiaré en ellas ni un ápice. —Creía que así complacería a ambas ya que cada cual conseguía lo que quería, pero a juzgar por los ceños que pusieron como respuesta, comprendió que no contentaba ni a la una ni a la otra.
Después de esa discusión, casi esperaba que las mujeres anduvieran a la greña, pero por lo visto el embarazo de Melaine y la visión de Min había creado una especie de vínculo. Cuando se pusieron de pie, se abrazaron, todo sonrisas.
—Creía que no me ibas a gustar, Min —dijo Melaine—, pero me equivoqué. Pondré tu nombre a una de las niñas, ya que fuiste la primera en conocer su existencia. He de ir a contárselo a Bael, no vaya a ser que se ponga celoso porque Rand al’Thor se enteró antes que él. Que siempre encuentres agua y sombra, Min. —Luego se volvió hacia Rand—. Vigila atentamente a esas Aes Sedai, Rand al’Thor, y da tu protección a Min cuando la necesite. Le harán daño si se enteran de que te es leal.
Ni que decir tiene que se marchó con tan poca ceremonia como había llegado, limitándose a despedirse con un breve movimiento de cabeza.
Y con su marcha volvió a dejarlo solo con Min, cosa que, por alguna razón, lo hacía sentirse violento.