46 Al otro lado de las puertas

Perrin apenas prestó atención mientras Rand daba instrucciones a una Doncella.

—Dile a Sulin que prepare habitaciones para Perrin y Faile y que les obedezca como me obedecería a mí.

Las dos Aiel que estaban de guardia se tomaron aquello como si fuese un chiste de lo más divertido a juzgar por el modo en que se rieron mientras se palmeaban los muslos, pero Perrin estaba pendiente de un hombre delgado que se encontraba un poco más adelante del pasillo adornado con tapices. No le cupo la menor duda de que era Davram Bashere y no sólo porque se notaba su procedencia saldaenina, aunque no se parecía en nada a Faile, con aquel espeso y canoso bigote que le colgaba hasta casi taparle la boca. Tampoco era más alto que Faile —puede que incluso fuera un poco más bajo que ella—, pero su porte, con los brazos cruzados y aquella intensa mirada que le daba apariencia de un halcón contemplando un gallinero desde el aire, hizo que Perrin estuviera seguro de su identidad. El hombre también sabía quién era él, de eso tampoco cabía la menor duda.

Tras despedirse de Rand, Perrin inhaló profundamente y se encaminó pasillo adelante. Se sorprendió pensando que le gustaría tener su hacha a mano; Bashere llevaba la espada a la cadera.

—¿Lord Bashere? —Hizo una inclinación de cabeza que no fue correspondida. El hombre emitía una intensa peste a fría cólera—. Soy Perrin Aybara.

—Vamos a hablar —manifestó secamente Bashere, que giró sobre sus talones. A Perrin no le quedó más remedio que seguirlo; y, a pesar de sus largas piernas, tuvo que apretar el paso para no rezagarse.

Después de girar en dos intersecciones, Bashere entró en una pequeña sala de estar y cerró las puertas tras ellos. Los grandes ventanales dejaban entrar la luz a raudales y más calor de lo que soportaba la atmósfera del cuarto pese a su techo alto. Dos sillas con asientos mullidos y respaldos altos y tallados se habían colocado una frente a la otra. Una jarra de cuello fino y alargado y dos copas, las tres piezas de plata, se encontraban sobre una mesa adornada con incrustaciones de lapislázuli. Nada de ponche, en esta ocasión, sino vino fuerte a juzgar por el olor.

Bashere sirvió las copas y tendió una a Perrin con gesto brusco; a continuación señaló perentoriamente una de las sillas. Bajo el bigote esbozaba una sonrisa, pero el gesto y los ojos no parecían pertenecer a la misma persona. Estos últimos podrían haber remachado clavos.

—Supongo que Zarina te habló sobre mis posesiones antes de que te… casaras con ella. Me refiero a todo lo relativo a la Corona Rota. Es una chica muy parlanchina.

El hombre seguía de pie, así que Perrin hizo lo mismo. ¿La Corona Rota? Faile nunca había mencionado nada de eso.

—Primero me dijo que erais un mercader de pieles. O quizá lo primero fue comerciante de maderas y después lo de mercader de pieles. También vendíais cerecillas. —Bashere dio un respingo y repitió lo de «mercader de pieles» con tono incrédulo, en un susurro—. Su historia cambiaba de una vez para otra —continuó Perrin—, pero muy a menudo solía comentar algo que vos decíais sobre cómo debía actuar un general, de modo que le pregunté directamente y… —Bajó la vista a su copa de vino y después se obligó a buscar la mirada del otro hombre—. Cuando descubrí quién erais estuve a punto de cambiar de idea sobre casarme con ella, sólo que Faile ya lo había decidido y cuando se le ha metido algo en la cabeza hacerla cambiar de idea es como azuzar a una mula que ha resuelto sentarse. Además, la amaba. La amo.

—¿Faile? —espetó Bashere—. ¿Quién, en nombre del Abismo, es Faile? ¡Estamos hablando de mi hija Zarina y de lo que has hecho con ella!

—Faile es el nombre que adoptó cuando se convirtió en cazadora del Cuerno —explicó pacientemente Perrin. Tenía que causar buena impresión a este hombre; estar a malas con el suegro era casi tan malo como estarlo con la suegra—. Eso ocurrió antes de conocernos.

—¿Una cazadora del Cuerno? —El orgullo traslució en la voz del hombre, así como en su inopinada sonrisa. El olor a ira casi desapareció—. Esa pequeña descarada jamás me dijo una palabra sobre eso. He de admitir que Faile le va mejor que Zarina. Ponerle ese nombre fue idea de su madre y yo… —De repente se sacudió y asestó a Perrin una mirada de desconfianza. La cólera volvió a olerse en el aire—. No intentes cambiar de tema, muchacho. Estamos hablamos de ti y de mi hija y de ese supuesto matrimonio vuestro.

—¿Supuesto? —A Perrin siempre se le había dado bien controlar el genio; la señora Luhhan afirmaba que nunca había tenido un estallido de rabia. Cuando uno es más corpulento y más fuerte que los otros chicos con los que crece, se aprende a no perder la calma. Empero, en ese momento estaba teniendo cierta dificultad para conseguirlo—. La Zahorí celebró la ceremonia, un ritual con el que todo el mundo en Dos Ríos se ha casado desde tiempos inmemoriales.

—Muchacho, daría igual si la hubiese celebrado un Mayor Ogier con seis Aes Sedai como testigos. Zarina aún no tiene edad para casarse sin permiso de su madre, algo que nunca pidió ni, mucho menos, recibió. En este momento está con Deira y, si no convence a su madre de que es lo suficientemente adulta para casarse, será llevada a nuestro campamento, seguramente sirviendo a su madre como silla de montar. En cuanto a ti… —Los dedos de Bashere acariciaron la empuñadura de su espada aunque no pareció ser consciente de ello—. A ti tendré que matarte —dijo en un tono casi jovial.

—Faile es mía —gruñó Perrin. El vino le cayó en la muñeca y, al bajar la vista, miró con sorpresa la copa, aplastada en su puño. Puso la retorcida pieza de plata sobre la mesa con cuidado, junto a la jarra, pero no pudo hacer nada respecto a su voz—. Nadie me la quitará. ¡Nadie! Llevadla a vuestro campamento o a cualquier otra parte e iré por ella.

—Tengo nueve mil soldados conmigo —informó el otro hombre con un tono sorprendentemente suave.

—¿Acaso son más difíciles de matar que los trollocs? Intentad quitármela. ¡Intentadlo, y entonces lo comprobaremos! —Perrin se dio cuenta de que estaba temblando de rabia, con los puños tan apretados que le dolían. Le impresionó la intensidad de su ira; hacía tanto tiempo que no se había puesto furioso, verdaderamente furioso, que ya había olvidado lo que se sentía.

Bashere lo estudió de arriba abajo y luego sacudió la cabeza.

—Será una pena tener que matarte. Necesitamos sangre nueva en la familia, porque la de nuestra casa empieza a volverse débil. Mi abuelo solía decir que todos nos estábamos volviendo blandos y tenía razón. No soy ni la mitad de hombre que era él y, por mucho que me avergüence admitirlo, Zarina es terriblemente blanda. No débil, ojo… —Frunció el entrecejo un instante y asintió al ver que Perrin no iba a decir que Faile era débil—, pero blanda, a pesar de todo.

Aquello dejó a Perrin tan pasmado que se sentó antes de darse cuenta de que se había movido hacia la silla. Casi olvidó que estaba furioso. ¿Es que este hombre estaba loco para que cambiara de tema así? ¿Que Faile era blanda? Su mujer podía mostrarse deliciosamente tierna a veces, cierto, pero cualquier hombre que creyera que era blanda en el sentido que apuntaba su padre lo más probable es que se quedara sin cabeza y que Faile se la sirviera en bandeja a su padre. Incluido él.

Bashere cogió la copa aplastada, la examinó, volvió a dejarla en la bandeja y se sentó en la otra silla.

—Zarina me habló bastante de ti antes de reunirse con su madre, todo sobre lord Perrin de Dos Ríos. Eso suena bien. Me gustan los hombres capaces de saber estar a la altura y aguantar el tipo cuando están ante un trolloc. Ahora quiero saber qué clase de hombres eres.

Esperó expectante, dando sorbos de vino. Perrin habría deseado tener un poco más del ponche de Rand o incluso su copa de vino intacta, porque la garganta se le quedó seca de golpe. Quería dar una buena impresión, pero tenía que empezar diciendo la verdad.

—El hecho es, señor, que no soy realmente un lord. Soy un herrero. Veréis, cuando los trollocs llegaron… —Enmudeció porque Bashere se había echado a reír y lo hacía con tantas ganas que tuvo que enjugarse los ojos.

—Muchacho, el Creador no hizo las casas nobles. Algunos lo olvidan, pero si retrocedes lo suficiente en cada una de ellas encontrarás a un plebeyo que dio muestras de un valor fuera de lo normal o que mantuvo la calma y tomó el mando cuando todos los demás corrían de un lado a otro como gansos desplumados. Pero, ojo, otra cosa que algunos prefieren olvidar es que el camino cuesta abajo es igualmente repentino. Tengo dos doncellas en Tyr que serían damas nobles si sus antepasados dos siglos atrás no hubiesen sido tan necios que ni siquiera los necios los seguirían. Y un leñador en Sidona que afirma que sus ancestros eran reyes y reinas anteriores a Artur Hawkwing. Puede que diga la verdad; es un buen leñador. Hay tantos caminos hacia abajo como hacia arriba, y los primeros son tan resbaladizos como los otros. —Bashere resopló tan fuerte que se le levantaron los pelos del bigote—. Un necio gime cuando la fortuna le da la espalda y lo hace descender, pero hace falta ser un completo estúpido para gemir y quejarse cuando la fortuna le sonríe a uno y lo empuja hacia arriba. Lo que quiero saber de ti no es quién eres ni lo que eres, sino cómo eres por dentro. Si mi esposa deja a Zarina sin despellejar y yo no te mato a ti, ¿sabes cómo tratar a una esposa? ¿Y bien?

Teniendo muy presente que quería causar buena impresión, Perrin decidió guardarse el comentario de que preferiría volver a ser un herrero.

—Trato a Faile lo mejor que sé —contestó con precaución.

—Lo mejor que sabes. —Bashere volvió a resoplar—. Más te vale que eso sea suficiente, muchacho, o te… Bueno, ya me has oído. Una esposa no es un soldado de caballería que sale corriendo cuando gritas. En cierto modo, una mujer es como una paloma. Se la coge con la mitad de fuerza que uno considera necesario o, en caso contrario, se le puede hacer daño. Y tú no quieres hacer daño a Zarina, ¿me explico? —De improviso, y sorprendentemente, sonrió y su voz casi sonó amistosa—. Podrías ser un buen yerno, Aybara, pero si la haces desgraciada… —De nuevo acarició la empuñadura de su espada.

—Intento hacerla feliz —dijo seriamente Perrin—. Causarle daño o infelicidad sería lo último que querría hacerle.

—Bien, porque sería lo último que harías, muchacho. —Pronunció esas palabras sonriendo también, pero Perrin no tenía duda alguna de que Bashere había dicho en serio todas y cada una de ellas—. Creo que es hora de que te lleve ante Deira. Si ella y Zarina no han terminado su conversación a estas alturas, será mejor que aparezcamos por allí antes de que una mate a la otra. Siempre se exaltan un poco cuando discuten, y Zarina ya es muy mayor ahora para que Deira ponga fin a la disputa dándole una zurra. —Bashere dejó su copa en la mesa y continuó hablando mientras se encaminaban a la puerta—. Hay una cosa de la que debes estar al tanto. Sólo porque una mujer diga que cree algo no quiere decir que sea verdad. Oh, sí lo cree, pero una cosa no es necesariamente cierta sólo porque una mujer lo crea. Tenlo siempre presente.

—Lo tendré. —Perrin creía entender a lo que se refería el hombre. A veces Faile sólo tenía un conocimiento somero de la verdad. Nunca con cosas importantes o, al menos, no con las que ella consideraba importantes, pero si prometía hacer algo que no deseaba hacer, siempre se las ingeniaba para dejarse un agujero por el que escabullirse y guardar la forma de la promesa saltándose el fondo y hacer exactamente su santa voluntad. Lo que no entendía era qué tenía que ver eso con conocer a la madre de Faile.

Fue una larga caminata por palacio, a lo largo de columnatas y subiendo tramos de escaleras. No parecía haber muchos saldaeninos por allí; pero sí había bastantes guerreros Aiel y Doncellas, por no mencionar los sirvientes con uniformes rojos y blancos que inclinaban la cabeza o hacían reverencias, y hombres y mujeres vestidos con ropajes blancos, igual que los que se habían ocupado de sus caballos en el patio. Estos últimos iban y venían presurosos llevando bandejas o montones de toallas, con la vista gacha y sin que aparentemente repararan en nadie. Perrin se llevó una sorpresa al advertir que algunos de ellos llevaban la misma cinta escarlata ciñéndoles las sienes que lucían muchos de los guerreros Aiel. Así pues, debían de ser Aiel también. Asimismo reparó en un pequeño detalle: la dichosa cinta la llevaban hombres y mujeres por igual, tanto los que vestían de blanco como los que llevaban chaquetas y polainas de apagados tonos pardos, pero no había visto a ninguna Doncella que la llevara. Gaul le había contado cosas sobre los Aiel, pero nunca había mencionado esas cintas de la cabeza.

Cuando Bashere y él entraron en un cuarto amueblado con sillas taraceadas de marfil y pequeñas mesas colocadas sobre alfombras de dibujos rojos, dorados y verdes, el agudo oído de Perrin alcanzó a escuchar el apagado sonido de unas voces femeninas en la sala interior. No entendió lo que decían a causa del grosor de la puerta, pero sí supo distinguir una de ellas como la de Faile. De repente sonó el chasquido de una bofetada, seguido casi de inmediato por otro, y el joven se encogió. Sólo un completo estúpido intervendría en una discusión entre su esposa y su suegra —por lo que había visto, generalmente las dos mujeres se volvían contra el pobre necio— y sabía muy bien que Faile sabía defenderse sola en circunstancias normales. Claro que conocía mujeres fuertes —madres o incluso abuelas— que permitían que sus propias madres las trataran como si fuesen niñas.

Irguió los hombros y se dirigió a la puerta que comunicaba con la sala interior, pero Bashere se adelantó y llamó con los nudillos, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Por supuesto, el saldaenino no podía oír lo que a Perrin le sonaba como dos gatas peleando dentro de un saco. Y gatas mojadas.

La llamada en la puerta de Bashere cortó los gruñidos como si fuese un afilado cuchillo.

—Adelante —respondió una voz serena.

Perrin tuvo que hacer un gran esfuerzo para no empujar a Bashere y pasar delante de él; una vez dentro, sus ojos observaron a Faile con ansiedad. Estaba sentada en un ancho sillón, justo en la zona donde la luz de las ventanas no daban de lleno. La alfombra en esa parte era roja en su mayoría y le hizo pensar en sangre; uno de los dos tapices representaba a una mujer a caballo matando a un leopardo con una lanza. El otro era una escena de una terrible batalla sostenida alrededor de una bandera del León Blanco. El olor que exhalaba Faile era una mezcolanza de emociones que Perrin fue incapaz de separar y la mejilla izquierda de su mujer tenía la marca roja de una mano, pero le sonrió, aunque débilmente.

La madre de Faile hizo que Perrin parpadeara. Con los comentarios de Bashere sobre palomas, había esperando encontrar una mujer frágil, pero lady Deira sacaba varios centímetros de altura a su marido y era… escultural. No corpulenta como la señora Luhhan, que era redonda, ni como Daise Congar, que parecía capaz de manejar el martillo de un herrero. Tenía un busto exuberante, algo que ciertamente un hombre no debería pensar de su suegra. Y ahora sabía de quién había heredado la belleza Faile. El rostro de su mujer era el de su madre, sin los mechones blancos que surcaban el oscuro cabello en las sienes. Si ése era el aspecto que Faile tendría cuando alcanzara esa edad, podía considerarse un hombre muy afortunado. Por otro lado, aquella firme nariz daba a lady Deira la apariencia de un águila, con esos oscuros y rasgados ojos clavados en él; un águila de mirada feroz, lista para hincar las garras en un conejo particularmente insolente. Olía a ira y a desprecio. La verdadera sorpresa, sin embargo, fue la marca roja de una mano en su mejilla.

—Padre, estábamos hablando de ti —dijo Faile con una sonrisa afectuosa mientras se acercaba al hombre y le cogía las manos. Lo besó en las mejillas, y Perrin sintió una repentina punzada de contrariedad; un padre no se merecía todo eso cuando había un marido plantado allí mismo con sólo una breve sonrisa como apoyo.

—Entonces ¿debo salir a galope y esconderme, Zarina? —rió Bashere. Oh, qué risa tan plena. ¡Por lo visto no se había dado cuenta de que esposa e hija se habían abofeteado!

—Prefiere Faile, Davram —dijo distraídamente lady Deira. Con los brazos cruzados bajo aquel opulento busto, observaba a Perrin de arriba abajo sin molestarse en hacerlo con disimulo.

—Ahora depende de él —oyó que Faile susurraba a su padre.

Perrin suponía que, en efecto, dependía de él, puesto que ella y su madre habían llegado a las manos. Irguió los hombros y se preparó para decirle a lady Deira que sería tan tierno con Faile como si fuese una gatita y que él sería tan sumiso como un cordero. Esto último sería mentira, desde luego —Faile escupiría a un hombre sumiso y lo asaría para la cena—, pero había que mantener la paz a toda costa. Además, era verdad que trataba de ser delicado con ella. Quizá lady Deira era la razón de que Bashere le hubiese hablado así sobre la delicadeza; no había hombre con arrestos suficientes para ser de otro modo con esa mujer.

—Los ojos amarillos no hacen al lobo —dijo la madre de Faile antes de que Perrin tuviese ocasión de hablar—. ¿Eres lo bastante fuerte para manejar a mi hija, joven? Por lo que me ha contado, eres un pelele que le consiente todos los caprichos y que deja que lo maneje a su antojo.

Perrin los miró de hito en hito. Bashere había ocupado el sillón en el que Faile había estado sentada y se dedicaba a examinar con aire complaciente sus botas, una apoyada en la puntera de la otra. Faile, sentada en el ancho reposabrazos del sillón ocupado por su padre, asestó una mirada ceñuda a su madre y después le sonrió a Perrin con la misma confianza que había mostrado cuando le dijo que plantara cara a Rand.

—Yo no creo que me maneje a su antojo —repuso cautelosamente. Faile lo intentaba, cierto, pero estaba convencido de que no se lo permitía. Excepto muy de vez en cuando, para complacerla.

El resoplido de lady Deira no pudo ser más explícito.

—Los calzonazos nunca lo creen. Una mujer quiere un hombre fuerte, más fuerte que ella, aquí. —Su índice se clavó en el pecho de Perrin con tanta fuerza que lo hizo gruñir—. Jamás olvidaré la primera vez que Davram me cogió por el pescuezo y me demostró que era el más fuerte de los dos. ¡Fue magnífico!

Perrin parpadeó; aquella imagen era algo que no le entraba en la cabeza.

—Si una mujer es más fuerte que su marido —prosiguió lady Deira—, acaba despreciándolo. Sólo le queda la opción de tiranizarlo o de rebajarse a sí misma para no hacerlo menos a él. Por el contrario, si el marido es lo bastante firme… —Volvió a darle con el índice, y esta vez con más brío—, ella puede mostrarse tan fuerte como es, tan fuerte como puede llegar a ser. Tendrás que demostrar a Faile tu firmeza. —Otro golpe con el dedo, aun más brusco—. Las mujeres de mi familia son leopardos. Si no puedes adiestrarla para que cace a tus órdenes, Faile te arrancará la piel a zarpazos como te mereces. ¿Eres lo bastante fuerte?

Esta vez, el golpe del índice de la mujer hizo que Perrin retrocediera un paso.

—¿Queréis dejar de hacer eso? —gruñó. Refrenó las ganas de frotarse el pecho. Faile no lo estaba ayudando en nada; se limitaba a sonreírle con expresión animosa. Bashere lo observaba con los labios fruncidos y una ceja enarcada—. Si la consiento de vez en cuando es porque me da la gana hacerlo. Me gusta verla sonreír. Y si lo que esperáis de mí es que la pisotee, ya podéis olvidarlo. —Quizás había perdido al decir eso. La madre de Faile lo estaba mirando de un modo muy peculiar y su olor era una mezcolanza que no podía interpretar, bien que todavía se distinguía la rabia y un frío desdén. Aun así, ni que quisiera causarles buena impresión ni que no, se había acabado eso de decir lo que Bashere y su mujer querían oír—. La amo y ella me ama y no hay más que hablar, en lo que a mí concierne.

—Me ha dicho —intervino Bashere, hablando lentamente— que si te llevas a nuestra hija irá por ella. Por lo visto piensa que nueve mil saldaeninos no tienen nada que hacer contra unos cuantos cientos de arqueros de Dos Ríos.

Su mujer dirigió a Perrin una mirada evaluativa y después recobró el control e irguió la cabeza.

—Todo eso está muy bien, pero cualquier hombre puede manejar una espada. Lo que quiero saber es si se siente capaz de domar a una voluntariosa, testaruda, desobediente…

—Basta ya, Deira —la interrumpió suavemente Bashere—. Puesto que, obviamente, has llegado a la conclusión de que Zarina… Faile, ya no es una niña, creo que Perrin se las apañará bastante bien.

Para sorpresa de Perrin, la esposa de Bashere inclinó dócilmente la cabeza.

—Lo que tú digas, corazón mío. —Entonces miró a Perrin, ni por asomo dócil, como queriendo decirle que ése era el modo en que un hombre debía manejar a una mujer.

Bashere masculló algo entre dientes acerca de nietos y de volver a fortalecer el linaje con sangre nueva. ¿Y Faile? Ella le sonrió con una expresión que, definitivamente, lo hizo sentirse incómodo. Con las manos entrelazadas, las piernas cruzadas por los tobillos y la cabeza ladeada, se las ingenió para aparentar un aire… sumiso. ¡Faile! A lo mejor se había emparentado con una familia en la que todos estaban locos de remate.


Tras cerrar la puerta al marcharse Perrin, Rand apuró la copa de ponche y luego se repantigó en un sillón, pensativo. Confiaba en que Perrin hiciese migas con Bashere. Claro que si saltaban chispas, a lo mejor Perrin se mostraría más dispuesto a viajar a Tear. Necesitaba a Perrin o a Mat allí para convencer a Sammael de que aquél era el verdadero ataque. La idea provocó en él una queda y amarga risa. Luz, qué manera de pensar en un amigo. Lews Therin reía bajito y mascullaba algo ininteligible sobre amigos y traiciones. Rand deseó poder dormir durante un año entero.

Min entró sin llamar a la puerta ni ser anunciada, claro es. Las Doncellas la miraban de un modo raro a veces; pero, fuera lo que fuera lo que Sulin o quizá Melaine había dicho, ahora Min se encontraba en la corta lista de personas que pasaban libremente a sus aposentos, estuviese él haciendo lo que estuviese haciendo. También ella abusaba de ese privilegio; ya en una ocasión había insistido en acercar una banqueta a la bañera mientras él se aseaba y charlar como si aquello fuera de lo más normal. Ahora la joven hizo una pausa sólo para servirse una copa de ponche antes de sentarse en su regazo. Una fina película de transpiración brillaba en su cara. Ni siquiera había intentado aprender cómo hacer caso omiso del calor; en lugar de ello había comentado entre risas que no era Aes Sedai ni tenía pensado serlo. Por lo visto, Rand se había convertido en su asiento preferido durante estas visitas, pero él estaba convencido de que si se limitaba a no darse por aludido, antes o después la joven dejaría este jueguecito. Ésa era la razón de que hubiese procurado esconderse lo mejor posible bajo el agua de la bañera en lugar de vendarle los ojos con Aire. Si descubría que lo afectaba ya no dejaría la dichosa broma. Además, aunque le avergonzaba admitirlo tratándose de Min, tener a una chica sentada en las rodillas resultaba muy placentero. No era de piedra.

—¿Tuviste una charla agradable con Faile?

—No duró mucho. Su padre vino a buscarla y estaba demasiado ocupada rodeándole el cuello con los brazos para acordarse de mí. Estuve dando un paseo.

—¿No te cae bien? —preguntó y los ojos de Min se abrieron de par en par, de manera que las pestañas los hicieron parecer aun más grandes. Las mujeres nunca esperaban que un hombre advirtiera o se percatara de algo de lo que ellas no querían que se diera cuenta.

—No es que no me guste exactamente —contestó, aunque a regañadientes—. Sólo que… En fin, que quiere lo que quiere cuando quiere y no aceptará un «no» como respuesta. Compadezco al pobre Perrin, casado con ella. ¿Sabes lo que quería de mí? Asegurarse de que no tenía ningún plan respecto a su precioso marido. Puede que no te hayas dado cuenta, porque los hombres nunca se fijan en esas cosas…

Enmudeció y alzó la vista hacia él con desconfianza, observándolo tras aquellas largas pestañas. Rand había demostrado que sí advertía algunas cosas, después de todo. Una vez que se convenció de que él no pensaba echarse a reír ni sacar a relucir ese tema, continuó:

—Con sólo mirarlo una vez comprendí que el muy tonto está loco por ella. Y ella está loca por él, si es que le sirve de algo tal cosa. Dudo que ni siquiera haya mirado con interés a ninguna otra mujer, pero ella no se fía, sobre todo si la otra mujer lo mira a él. Perrin ha encontrado a su halcón y no me sorprendería que ella lo matara cuando aparezca el azor. —Calló de golpe y miró de reojo a Rand antes de beber un trago de vino, como queriendo esconder la cara en la copa.

Si le preguntaba qué había querido decir, ella le respondería. Rand recordaba haberle oído manifestar que no le contaría nada de sus visiones a menos que le concernieran; pero, si era así, había cambiado de opinión por alguna razón. Ahora estaba dispuesta a buscar imágenes en cualquier persona que él le indicara y a contarle todo cuanto viera. Empero, hacer tal cosa la incomodaba.

«¡Cállate! —le gritó a Lews Therin, que había reanudado su runrún—. ¡Vete! ¡Estás muerto!» No surtió efecto; era algo que últimamente ocurría con frecuencia. Aquella voz continuó mascullando algo sobre ser traicionado por amigos o quizá sobre traicionarlos a ellos.

—¿Has visto algo que me concierna? —preguntó.

Con una sonrisa agradecida, Min se acurrucó amigablemente contra su pecho —bueno, probablemente su gesto era amistoso; aunque a lo mejor no lo era— y empezó a hablar entre sorbo y sorbo de ponche:

—Cuando estabais juntos vi esas luciérnagas y la oscuridad más fuerte que nunca. Mmmm, me gusta el ponche de melón. Pero cuando os encontrabais juntos en la misma habitación las luciérnagas aguantaban en lugar de ser devoradas con mayor rapidez de lo que podían apiñarse en un enjambre, como ocurre cuando te encuentras solo. Y vi algo más cuando estabais juntos: dos veces él va a tener que estar allí o tú… —Bajó la vista a la copa para que él no le viera la cara—. Si no está, algo malo va a pasarte. —Habló con un hilo de voz y parecía asustada—. Algo muy malo.

Por mucho que Rand deseara saber más, como cuándo, dónde y qué, sin duda la joven ya le había dicho cuanto sabía.

—Entonces, tendré que mantenerlo cerca de mí —comentó con el tono más animoso de que fue capaz. No le gustaba que Min estuviera asustada.

—Ignoro si eso será suficiente —farfulló al haberse llevado la copa a los labios—. Ocurrirá si él no está allí, pero nada de lo que he visto confirma que no ocurrirá porque esté. Será muy malo, Rand. Sólo con pensar en esa visión me…

Él la cogió de la barbilla y la obligó a levantar la cara. Se sorprendió al ver sus ojos rebosantes de lágrimas.

—Min, no sabía que estas visiones podían hacerte sufrir —musitó suavemente—. Lo lamento.

—¡Qué vas tú a saber, palurdo! —rezongó. Sacó un pañuelo rematado con puntillas y se enjugó los ojos—. Me había entrado polvo. Por lo visto no haces que Sulin limpie aquí dentro lo bastante a menudo. —El pañuelo desapareció bajo la manga con un floreo—. He de regresar a La Corona de Rosas. Sólo quería decirte lo que había visto sobre Perrin.

—Min, ten cuidado. Tal vez no deberías venir tan a menudo. No creo que Merana sea indulgente contigo si descubre lo que estás haciendo.

La sonrisa que esbozó le hizo recordar a la Min de antaño, y sus ojos traslucían una expresión divertida aunque todavía brillaban por las lágrimas.

—Deja que sea yo quien se preocupe por mi seguridad, pastor. Creen que estoy pasmada visitando Caemlyn como cualquier bobalicona palurda. Si no viniese a diario, ¿cómo ibas a saber que se están reuniendo con los nobles? —Aquello lo había descubierto por casualidad el día anterior en su camino a palacio. Merana apareció fugazmente en la ventana de un palacete que, según las indagaciones de Min, pertenecía a lord Pelivar. Era tan poco probable que Pelivar y su invitada fueran los únicos que se habían reunido como que Merana hubiese acudido allí para limpiarle el sumidero.

—Ten cuidado —insistió firmemente—. No quiero que te ocurra nada, Min.

Ella lo estudió unos instantes en silencio y después se incorporó lo suficiente para besarlo suavemente en los labios. En fin, había sido un ligero beso, pero esto se había convertido en un ritual diario cuando la joven se marchaba, y Rand tenía la sensación de que quizás esos besos iban haciéndose menos leves de un día para otro. A despecho de habérselo prometido a sí mismo, no pudo menos de decir:

—Preferiría que no hicieses eso. —Dejarla sentarse en sus rodillas era una cosa, pero lo de besarlo era llevar la broma demasiado lejos.

—Todavía no hay lágrimas de pesar y arrepentimiento en tus ojos, chico de campo —replicó, sonriente—. Ni balbuceos pidiendo perdón.

Le revolvió el pelo como si fuera un crío de diez años y se dirigió a la puerta, moviéndose con un grácil contoneo que tal vez no provocaba lágrimas ni balbuceos, pero que sí atraía sus ojos como un imán por mucho que él se empeñara en no mirarla. Sus ojos se desplazaron rápidamente al rostro de la joven cuando ésta se dio media vuelta.

—Caramba, pastor, tienes la cara ardiendo. Creía que el calor ya no te afectaba. Bueno, no tiene importancia. Sólo quería decirte que tendré cuidado. Hasta mañana. Y asegúrate de ponerte calcetines limpios.

Rand soltó la respiración contenida una vez que la puerta se hubo cerrado tras ella. ¿Calcetines limpios? ¡Se los cambiaba a diario! Sólo había dos opciones: podía seguir fingiendo que sus bromas no surtían efecto en él hasta que se diese por vencida o podía claudicar y resignarse a balbucir. O incluso a suplicar; a lo mejor dejaba de chincharlo si se lo suplicaba; claro que entonces tendría algo con lo que tomarle el pelo, y a Min le encantaba hacer eso. La otra opción que quedaba —acortar el tiempo que pasaban juntos y mostrarse frío y distante— estaba descartada. Era una amiga; no podía ser frío con ella como no podría serlo con… Los nombres que le vinieron a la cabeza fueron Aviendha y Elayne, y no encajaban en la situación. Como no podría serlo con Mat o Perrin. Lo único que aún no entendía era por qué se sentía tan a gusto con ella. No debería, pinchándolo como lo pinchaba, pero así era.

Los rezongos de Lews Therin habían cobrado fuerza desde el momento en que se mencionó a las Aes Sedai y ahora manifestó con toda claridad:

«Si están conspirando con los nobles tendré que hacer algo respecto a ellas».

«Vete», ordenó Rand.

«Nueve son demasiado peligrosas, incluso estando poco adiestradas. Demasiado peligrosas. No puedo permitírselo. No. Oh, no».

«¡Vete, Lews Therin!»

«¡No estoy muerto! —aulló la voz—. ¡Merezco morir, pero estoy vivo! ¡Vivo! ¡Vivo!»

«¡Estás muerto! —replicó a gritos Rand, dentro de su cabeza—. ¡Estás muerto, Lews Therin!»

La voz se fue desvaneciendo en la distancia, todavía gritando «¡Vivo!» cuando dejó de oírse.

Tembloroso, Rand se puso de pie, llenó su copa de nuevo, y apuró el ponche en un solo trago. El sudor le resbalaba por la cara y tenía la camisa pegada al cuerpo. Encontrar otra vez la concentración necesaria exigió todo un esfuerzo. Lews Therin se volvía más y más persistente. Una cosa era segura: si Merana estaba conspirando con los nobles, en especial aquellos dispuestos a declararse en rebelión si no conseguía traer a Elayne lo bastante pronto para complacerlos, entonces tendría que tomar cartas en el asunto. Por desgracia, no se le ocurría cómo.

«Matarlas —susurró Lews Therin—. Nueve son demasiado peligrosas, pero si mato algunas, si las hago huir… Matarlas… Hacer que me tengan miedo… No moriré otra vez… Merezco la muerte, pero deseo vivir…» Empezó a llorar, pero sus quedas divagaciones no cesaron.

Rand llenó de nuevo su copa y trató de no oírlo.


Cuando la puerta de Origan, en la Ciudad Interior, apareció a la vista, Demira Eriff aminoró el paso. Varios hombres entre el gentío que abarrotaba la calle la miraron encandilados mientras pasaban junto a ella y, quizá por enésima vez, tomó nota mentalmente de dejar de llevar vestidos de su país de origen, Arad Doman; y también por enésima vez lo olvidó de inmediato. Los vestidos apenas tenían importancia —se había hecho confeccionar los mismos seis modelos durante años— y si un hombre que no se daba cuenta de que era Aes Sedai se volvía demasiado imprudente, no tenía más que dejarle claro con quién se estaba propasando. Con eso bastaba para quitárselo de encima con sorprendente rapidez; tan deprisa, generalmente, como el tipo era capaz de correr.

En ese momento, lo único que le interesaba era la puerta de Origan, un enorme arco de mármol blanco en la luminosa muralla del mismo color, y el río de gente y vehículos que pasaban por él, bajo la vigilante mirada de una docena de Aiel; Demira sospechaba que su actitud indolente era mera apariencia. Sin duda eran capaces de reconocer una Aes Sedai a simple vista. A veces lo hacía gente por demás sorprendente. Además, la estaban siguiendo desde que había salido de La Corona de Rosas; aquellas chaquetas y polainas hechas para fundirse con un paisaje de rocas y arbustos resaltaban en las calles de una ciudad. De modo que, aun en el caso de que hubiese querido entrar en la Ciudad Interior, aunque hubiese estado dispuesta a correr el riesgo de afrontar la ira de Merana por adentrarse allí sin antes pedir permiso a al’Thor, no lo habría hecho. ¡Oh, qué irritante resultaba tener que pedir permiso a un hombre! Lo único que quería era ver a Milam Harnder, segundo bibliotecario del Palacio Real y su informador durante casi treinta años.

La biblioteca del palacio de Caemlyn no podía compararse con la de la Torre Blanca o con la Biblioteca Real de Cairhien o la Biblioteca Terhana de Bandar Eban, pero tenía tantas posibilidades de acceder a una de ésas como de poder volar. Empero, si su mensaje le había llegado a Milam, éste habría empezado a buscarle los libros que quería. Era muy posible que la biblioteca de palacio guardara alguna información sobre los Sellos de la prisión del Oscuro, puede que incluso un registro de volúmenes catalogados, aunque tal cosa sería mucho esperar. En su mayoría, las bibliotecas tenían tomos amontonados en cualquier sitio y que deberían haber sido registrados mucho tiempo atrás pero que, de algún modo, habían quedado arrinconados durante cien o quinientos e incluso a veces más años. Casi todas las bibliotecas poseían tesoros cuya existencia los bibliotecarios ni siquiera sospechaban.

Aguardó con impaciencia mientras la multitud pasaba a su lado, atenta únicamente a las personas que salían por la puerta, pero no vislumbró la calva cabeza y la cara redonda de Milam. Transcurrido un buen rato, suspiró; obviamente su informador no había recibido el mensaje porque, de haber sido así, habría acudido a la cita poniendo cualquier excusa para ausentarse. Así las cosas, no le iba a quedar más remedio que esperar a que llegase su turno de acompañar a Merana al palacio y confiar en que el joven al’Thor le diera permiso —¡otra vez lo del permiso!— para buscar en la biblioteca.

Cuando daba la espalda a la puerta de la muralla, la casualidad quiso que sus ojos se encontraran con los de un tipo alto, de rostro descarnado y vestido con un chaleco de carretero, que la miraba con descarada admiración. Y cuando sus miradas se encontraron ¡le guiñó un ojo!

No estaba dispuesta a aguantar algo así todo el camino de vuelta; lo despistaría. «Realmente he de acordarme de encargar algún vestido sencillo», pensó mientras se preguntaba por qué no lo había hecho nunca. Por suerte ya había estado en Caemlyn antes, hacía unos años, y Stevan estaba aguardándola en La Corona de Rosas; su vínculo la guiaría hasta allí si se desorientaba. Se metió furtivamente en un estrecho pasaje que había entre la tienda de un cuchillero y una taberna.

La última vez que había visitado Caemlyn los angostos callejones estaban embarrados pero, aun encontrándose ahora secos, cuanto más penetraba en éste, más desagradable era el olor. Las paredes eran lisas, sin ventanas, y en contados casos con portezuelas muy estrechas que tenían el aspecto de no haberse abierto en mucho tiempo. Gatos escuálidos la observaban desde lo alto de barriles y muros traseros, y perros vagabundos, con las costillas muy marcadas, echaban las orejas hacia atrás e incluso en algunos casos le gruñían antes de correr a esconderse en una travesía, o corredera, como llamaban en Caemlyn a los callejones. No le preocupaba que la arañasen o mordieran; parecía como si los gatos percibiesen algo con las Aes Sedai; Demira no sabía de ningún caso de una Aes Sedai que hubiese sido arañada ni siquiera por el gato más salvaje. Los perros se mostraban hostiles, cierto, casi como si creyeran que las Aes Sedai eran gatos, pero por lo general se escabullían después de hacer una pequeña exhibición.

Había muchos más gatos y perros en las correderas de lo que Demira recordaba, aunque más escuálidos, y bastantes menos personas. De hecho no vio a nadie hasta que, al doblar una esquina, se encontró con cinco o seis Aiel que venían en dirección opuesta, riendo y charlando entre ellos. Parecieron sobresaltarse al verla.

—Perdón, Aes Sedai —farfulló uno de ellos, y todos se apartaron pegándose a un lado del pasaje a pesar de que había sitio de sobra.

Preguntándose si serían los mismos que la habían estado siguiendo —uno de aquellos rostros le resultaba familiar, el de un tipo achaparrado, con ojos malvados— Demira respondió con una leve inclinación de cabeza y dio las gracias en un susurro mientras empezaba a pasar a su lado.

La lanza que se clavó en su costado fue una impresión tal que ni siquiera gritó. Buscó contacto con el saidar frenéticamente, pero algo más le atravesó el costado y se desplomó en el suelo. Aquel rostro medio recordado se acercó al suyo, con una expresión burlona en los negros ojos, al tiempo que gruñía algo que no entendió mientras intentaba tocar el saidar, mientras trataba de… La oscuridad se cerró sobre ella.


Cuando Perrin y Faile salieron finalmente de la interminable reunión con los padres de ella, aquella extraña criada, Sulin, los estaba aguardando en el pasillo. Perrin estaba sudando a mares, hasta el punto de tener manchas oscuras en la chaqueta; se sentía como si hubiese corrido quince kilómetros mientras lo aporreaban a cada zancada. Faile, por su parte, se mostraba radiante, guapísima y tan enorgullecida como cuando había llevado a los hombres de Colina del Vigía justo en el momento en que los trollocs estaban a punto de invadir Campo de Emond. Sulin les hacía una reverencia cada vez que la miraban, y de un modo tan exagerado que en cada ocasión estaba a punto de irse de bruces al suelo; su curtida cara, cruzada por una cicatriz, mostraba una sonrisa obsequiosa en un gesto tan forzado que daba la impresión de que el rostro se le haría añicos con que respirara un poco más fuerte. Cuando pasaban ante Doncellas éstas movían las manos rápidamente con el lenguaje de señas, y Sulin también les hacía reverencias, aunque rechinando los dientes con fuerza suficiente para que Perrin lo oyera claramente. Hasta Faile empezó a observarla con prevención.

Una vez que la mujer los hubo conducido a sus aposentos, compuestos por una sala de estar y un dormitorio en el que había un lecho con dosel lo bastante grande para diez personas, así como un balcón que daba a un patio con una fuente, Sulin insistió en explicarles o mostrarles todo, hasta lo que era evidente. Les explicó que sus caballos estaban instalados en los establos y se los había almohazado. Habían sacado el equipaje de sus alforjas y lo habían guardado en el armario, junto con el cinturón del hacha de Perrin, si bien la mayoría del escaso contenido se hallaba colocado pulcramente en los cajones de una cómoda; el hacha de Perrin estaba apoyada contra el hogar de mármol gris, como si fuera para trocear leña. Había dos jarras de plata, la superficie cubierta de gotitas condensadas; una de ellas contenía té frío aromatizado con menta y la otra, ponche de ciruelas. La mujer señaló dos espejos con marco dorado, colgados en la pared; otro sobre una mesa en la que también descansaban el peine y el cepillo de marfil de Faile; y uno enorme de cuerpo entero con los soportes de madera tallada que no habría pasado inadvertido ni a un ciego.

Mientras Sulin seguía explicando que se había traído agua para bañarse en las tinas de cobre, Perrin le puso una corona de oro en la callosa palma de la mano.

—Gracias —le dijo—, pero si eres tan amable de dejarnos a solas…

Por un momento creyó que la mujer iba a arrojarle a la cara la pesada moneda, pero en lugar de eso volvió a hacer una torpe reverencia y se marchó dando un portazo.

—Supongo que la persona encargada de enseñar a la servidumbre no realiza bien su trabajo —comentó Faile—. Eso estuvo muy bien, por cierto. Con educación pero mostrando firmeza. Ojalá actuaras igual con nuestros sirvientes. —Se volvió de espaldas a él y pidió en un susurro—: ¿Me desabrochas, por favor?

Perrin se sentía siempre muy torpe al hacerlo y tenía la sensación de que sus dedos eran demasiado gruesos para aquellos pequeños botones y que iba a arrancarlos o a romperle el vestido. Por otro lado, disfrutaba mucho desnudando a su esposa. Por lo general Faile hacía que una criada la ayudara en esos menesteres; Perrin estaba convencido de que lo hacía porque se perdían muchos botones.

—¿Hablabas en serio cuando le dijiste todas esas tonterías a tu madre? —preguntó.

—¿Acaso no es verdad, esposo mío, que me has domado y me has enseñado a posarme en tu muñeca cuando me llamas? —respondió ella sin mirarlo—. ¿Es que no corro a complacerte? ¿No obedezco hasta tu menor gesto?

Olía a estar divertida y, desde luego, su tono lo era. Lo único es que parecía estar hablando en serio, igual que cuando le había dicho a su madre prácticamente lo mismo, con la cabeza alta y mostrándose tan orgullosa como era posible. Las mujeres eran raras y no había más explicación. ¡Y su madre…! ¡Por no hablar de su padre!

Tal vez lo mejor sería cambiar de tema. ¿Qué era aquello que había dicho Bashere?

—Faile, ¿qué es una corona rota? —Estaba seguro de que ésas habían sido sus palabras.

Su mujer hizo un ruido de irritación y de repente empezó a desprender olor que denotaba que estaba disgustada.

—Rand se ha ido de palacio, Perrin.

—¿Y qué? —Se agachó para ver más de cerca uno de los minúsculos botones de nácar; frunció el entrecejo a su espalda—. ¿Cómo lo sabes?

—Por las Doncellas. Bain y Chiad me han enseñado un poco de ese lenguaje de señas. Que no se te escape una palabra, Perrin. Por el modo en que esas dos actuaron cuando se enteraron de que aquí había Aiel, creo que tal vez no deberían haberlo hecho. Además, podría ser conveniente entender lo que las Doncellas se dicen sin que ellas lo sepan. Parecen que están a partir un piñón con Rand. —Se giró para lanzarle una mirada pícara y le acarició la barba—. Esas primeras Doncellas que vimos en la entrada pensaban que tenías unos buenos hombros, pero no tenían muy buena opinión de esto. Las Aiel no saben reconocer una buena barba cuando la ven.

Perrin sacudió la cabeza y esperó a que ella se volviera de nuevo de espaldas para guardarse en un bolsillo el botoncito que había arrancado sin querer cuando ella se giró hacia él. A lo mejor no se daba cuenta; él había llevado la chaqueta sin un botón durante toda una semana y no lo advirtió hasta que Faile se lo hizo notar. En lo referente a las barbas, por lo que Gaul había dicho, los Aiel siempre se afeitaban; Bain y Chiad habían encontrado un motivo de raras chanzas con la suya. Había pensado más de una vez afeitársela con este calor, pero a Faile le gustaba.

—¿Y qué pasa con Rand? ¿Por qué tendría que importar que se haya ido de palacio?

—Porque tú deberías saber qué está haciendo a tu espalda. Obviamente ignorabas que se iba. Recuerda que es el Dragón Renacido. Eso es muy parecido a ser rey, un rey de reyes, y los monarcas utilizan a veces incluso a sus amigos, ya sea por casualidad o a propósito.

—Rand no haría algo así. ¿Qué es lo que estás sugiriendo, en cualquier caso? ¿Que lo espíe?

Lo dijo en broma, pero ella respondió:

—Tú personalmente no, amor mío. Espiar es trabajo de la esposa.

—¡Faile! —Se irguió tan bruscamente que por poco no arranca otro botón; la cogió por los hombros y la giró de cara a él—. No vas a espiar a Rand, ¿me oyes? —Ella puso una expresión obstinada, con las comisuras de los labios torcidas hacia abajo y los ojos entrecerrados; prácticamente, apestaba a terquedad. No obstante, también él podía ser muy testarudo—. Faile, quiero ver un poco de esa obediencia de la que hacías alarde. —A su modo de entender, su esposa hacía lo que decía él cuando estaba de buenas y complaciente, pero si no, no, sin importarle si él tenía razón o no—. Lo digo en serio, Faile. Quiero que me lo prometas. No tomaré parte en ningu…

—Lo prometo, corazón mío —repuso mientras le ponía los dedos sobre los labios—. Prometo que no espiaré a Rand. ¿Ves? Obedezco a mi señor esposo. ¿Recuerdas cuántos nietos dijo mi madre que esperaba tener?

El repentino cambio de conversación lo hizo parpadear. Pero Faile lo había prometido y eso era lo importante.

—Seis, creo. Perdí la cuenta cuando empezó a explicarnos cuáles deberían ser niños y cuáles niñas.

Lady Deira les había dado ciertos consejos, embarazosamente francos, sobre cómo lograrlo; menos mal que él se había perdido la mayor parte al estar planteándose la conveniencia de salir de la habitación. Faile se había limitado a asentir como si aquello fuese lo más natural del mundo, estando allí su padre y su marido.

—Al menos seis —dijo Faile con una sonrisa verdaderamente maliciosa—. Perrin, la vamos a tener pegada a los talones a menos que pueda decirle que puede esperar la llegada del primero pronto, y se me ha ocurrido que, si por fin eres capaz de acabar de desabrochar el resto de los botones… —Después de meses de matrimonio, todavía se ponía colorada, pero no perdió la sonrisa maliciosa—. La presencia de una verdadera cama tras muchas semanas me ha vuelto tan descarada como una muchacha de campo durante la recolección.

A veces Perrin no podía menos de preguntarse sobre esas chicas de campo saldaeninas que Faile sacaba a relucir siempre. Con sonrojos o sin ellos, si eran tan atrevidas como su mujer cuando los dos estaban solos, en Saldaea no debía de recogerse ni una sola cosecha. Le arrancó otros dos botones antes de acabar de desabrocharle el vestido, y a ella no le importó un ápice. De hecho, le desgarró la camisa al quitársela.


Demira se sorprendió de abrir los ojos, de encontrarse tumbada en la cama de su habitación en La Corona de Rosas. Esperaba estar muerta, no desvestida y bien arropada bajo la sábana de lino. Stevan se hallaba sentado en una banqueta a los pies del lecho, arreglándoselas para traslucir una expresión aliviada, preocupada y severa a la vez. Su esbelto Guardián cairhienino era un palmo más bajo que ella y casi veinte años más joven a pesar de las canas que lucía en las sienes, pero a veces trataba de comportarse como un padre, pensando, aunque no lo dijera, que ella no podía cuidar de sí misma y que necesitaba que él la llevara cogida de la mano. Mucho se temía que este incidente iba a servirle de motivo para ganar terreno durante muchos meses en la pugna que sostenían al respecto. Merana se encontraba a un lado de la cama, con expresión seria, y Berenicia estaba al otro. La rellenita hermana Amarilla siempre tenía un gesto serio, pero ahora la expresión de su rostro era realmente sombría.

—¿Cómo me…? —fue todo cuanto consiguió decir Demira. Luz, qué débil se sentía. Era el efecto de la Curación, pero el simple gesto de sacar los brazos de debajo de la sábana fue todo un esfuerzo. Debía de haber estado muy cerca de la muerte. La Curación no dejaba cicatrices, pero los recuerdos y la debilidad eran más que suficiente para darse cuenta de ello.

—Un hombre entró en la sala común —contestó Stevan—, diciendo que quería una cerveza. Habló de que había visto Aiel siguiendo a una Aes Sedai, y os describió con exactitud, y alardeando de que iban a matarla. No bien había hablado cuando sentí… —Un fugaz gesto de dolor se reflejó en su semblante.

—Stevan me pidió que lo acompañara —intervino Berenicia—, o más bien casi me sacó a rastras de la posada. Fuimos corriendo todo el tiempo. A fuer de ser sincera, no estaba segura de que hubiésemos llegado a tiempo hasta que has abierto los ojos ahora.

—Ni que decir tiene que todo era parte de la misma trampa, de la misma advertencia —dijo Merana con voz inexpresiva—. Los Aiel y el hombre. Una lástima que lo dejáramos escapar, pero estábamos tan preocupados contigo que se las ingenió para escabullirse antes de que a nadie se le ocurriera retenerlo.

Demira estaba pensando en Milam y en cómo afectaría esto a la búsqueda en la biblioteca, en cuánto tiempo tardaría Stevan en calmarse, y el comentario de Merana no cobró sentido en su mente hasta el último momento.

—¿Retenerlo? ¿Advertencia? ¿De qué estás hablando, Merana?

Berenicia masculló algo sobre que lo entendería si se lo enseñaban escrito en un libro; en ocasiones, Berenicia tenía una lengua realmente viperina.

—¿Acaso has visto a alguien entrar en la posada para tomar una cerveza desde que estamos aquí, Demira? —inquirió pacientemente Merana.

Era verdad; no había venido nadie. Una o incluso dos Aes Sedai no representaban una gran diferencia entre los clientes de una posada en Caemlyn, pero nueve era harina de otro costal. Últimamente la señora Cinchonine había hecho comentarios al respecto en voz alta.

—Entonces de lo que se trataba era de que pensarais que me habían matado unos Aiel. O quizá de que me encontraseis antes de que hubiese muerto. —Acababa de recordar lo que aquel tipo malcarado le había susurrado—. Uno de ellos me dijo que os advirtiera que no os acercaseis a al’Thor. Sus palabras exactas fueron: «Diles a las otras brujas que no se acerquen al Dragón Renacido». Difícilmente habría podido transmitir ese mensaje si hubiera muerto, ¿no? ¿En qué parte tenía las heridas?

Stevan rebulló en su banqueta y le lanzó una mirada dolida.

—Ninguna de las dos tocó órganos que habrían causado vuestra muerte inmediata, pero con la cantidad de sangre que perdisteis…

—¿Qué vamos a hacer ahora? —lo interrumpió Demira, que dirigió la pregunta a Merana antes de que el Guardián empezara a decirle lo necia que había sido al dejarse sorprender así.

—Mi opinión es que encontremos a los Aiel responsables —intervino con firmeza Berenicia—. Y hacer de ellos un escarmiento que sirva de ejemplo. —Era oriunda de las Marcas Fronterizas de Shienar y los ataques de los Aiel habían constituido un acontecimiento que había marcado su infancia y adolescencia—. Seonid está de acuerdo conmigo.

—¡Oh, no! —protestó Demira—. No permitiré que nadie eche a perder la primera ocasión que se me presenta de estudiar a los Aiel, con el trabajo que cuesta sacarles más de dos palabras. Después de todo, la atacada fui yo. Además, a menos que el hombre que os advirtió fuese también Aiel, parece evidente que actuaron siguiendo órdenes y creo que sólo hay un hombre en Caemlyn que tiene mando sobre los Aiel.

—El resto de nosotras —dijo Merana mientras asestaba una mirada firme a Berenicia— coincidimos contigo, Demira. No quiero oír hablar más de perder tiempo y energía encontrando a una jauría de perros de presa entre otros cientos más, mientras que el hombre que los envió a cazar va por ahí sonriendo satisfecho.

Berenicia se encrespó un poco antes de agachar la cabeza, pero siempre lo hacía.

—Al menos debemos demostrar a al’Thor que no puede tratar de ese modo a unas Aes Sedai —manifestó Berenicia con voz cortante. Una mirada de Merana moderó su tono, aunque no parecía muy satisfecha—. Bien que no con tanta firmeza como para que se vaya al traste lo que hemos planeado, claro está.

Demira unió los dedos de las manos por las puntas y los apoyó sobre sus labios. Suspiró. Luz, se sentía realmente débil.

—Se me ha ocurrido una idea. Si lo acusamos abiertamente de lo que ha hecho, lo negará, por supuesto, y no tenemos pruebas con las que rebatirlo. Y no sólo eso. Podría ser perjudicial dejar que se supiera que es libre de dar caza a las Aes Sedai como si fuesen conejos.

Merana y Berenicia intercambiaron miradas y asintieron con gesto firme. El pobre Stevan estaba furioso; jamás había permitido que nadie que le hubiese hecho daño escapara a su castigo.

—¿No sería mejor no decir nada? —prosiguió Demira—. Indudablemente eso le dará qué pensar y lo hará sudar. ¿Por qué no hemos dicho nada? ¿Qué vamos a hacer? No sé si podríamos hacer poco o mucho, pero al menos conseguiremos que se ponga nervioso y no deje de echar ojeadas hacia atrás.

—Bien pensado —manifestó Verin desde la puerta—. Al’Thor tiene que respetar a las Aes Sedai o no habrá colaboración con él. —Hizo una seña a Stevan para que saliera del cuarto; el Guardián esperó hasta que Demira asintió con la cabeza, claro está. Verin ocupó la banqueta que había dejado libre el hombre—. Pensé que, puesto que se te eligió como blanco… —Lanzó una mirada ceñuda a Merana y Berenicia—. ¿Queréis hacer el favor de sentaros? No me seduce sufrir tortícolis por tener que estar con el cuello doblado hacia arriba para veros. —Mientras las dos mujeres acercaban la única silla que había en el cuarto y una segunda banqueta, Verin prosiguió—: Puesto que fuiste quien sufrió el ataque, Demira, he pensado que deberías colaborar a decidir qué tipo de lección hay que dar a maese al’Thor. Y por lo visto ya has empezado a discurrir una.

—Yo opino… —comenzó Merana, pero Verin la interrumpió.

—Dentro de un momento, Merana. Demira tiene derecho a ser la primera en hacer sugerencias.

Demira contuvo la respiración, esperando el estallido. Merana siempre parecía desear que Verin aprobara sus decisiones, lo que era bastante normal considerando las circunstancias, aunque no por ello dejaba de resultar chocante, pero ésta era la primera vez que Verin se había puesto al mando, abiertamente. Al menos, era la primera vez delante de terceras personas. Sin embargo, lo único que Merana hizo fue mirar fijamente a Verin un instante, con los labios apretados, y después inclinó la cabeza. Demira se preguntó si eso significaba que Merana pensaba transferir la dirección de la embajada a Verin; ahora no parecía que pudiera hacer otra cosa, después de lo ocurrido. Los ojos de las tres se volvieron hacia Demira, esperando. Los de Verin eran particularmente penetrantes.

—Si queremos que le preocupe la incertidumbre de qué vamos a hacer, sugiero que nadie acuda hoy a palacio. Quizá sin dar siquiera una explicación o, si eso es demasiado fuerte, con una que le dé a entender lo que pasa. —Merana asintió. Y más importante, teniendo en cuenta el rumbo que estaban tomando las cosas, Verin también asintió. Demira decidió aventurarse un poco más—. Tal vez tendríamos que faltar a la cita durante varios días y dejar que se cueza en su propia salsa. Estoy segura de que con sólo observar a Min, sabremos cuándo está a punto de ebullición y…

Fuera lo que fuese lo que decidieran hacer, deseaba tomar parte en ello. Después de todo, la sangre derramada había sido la suya, y sólo la Luz sabía hasta cuándo tendría que retrasar ahora sus pesquisas en la biblioteca. Esto último era un motivo tan importante para dar una lección a al’Thor como el hecho de que hubiese olvidado quiénes eran las Aes Sedai.

Загрузка...