52 Tejidos del Poder

Los hombres sentados alrededor de la mesa de la sala común de La Mujer Errante eran en su mayoría lugareños; se los distinguía por los largos chalecos de brillante seda, a menudo brocada, encima de camisas pálidas con mangas amplias. Granates o perlas adornaban los anillos; los pendientes de aro eran de oro, y en los pomos de los cuchillos curvos, metidos en los cinturones, relucían zafiros y opalescentes piedras de la luna. Varios hombres llevaban chaquetas de seda echadas sobre los hombros, con una cadena de plata o de oro ensartada entre las estrechas solapas, que lucían bordados de flores o animales. Eran unas prendas de aspecto extraño —demasiado pequeñas para ponérselas y se notaba que estaban pensadas para llevarlas a guisa de capa— pero quienes las vestían portaban espadas largas y finas además del cuchillo curvo, y parecían bien dispuestos a utilizar cualquiera de las dos armas ya fuese a causa de una palabra o incluso una mirada equivocadas o porque les apeteciese, simplemente.

En conjunto era una concurrencia variada. Había dos mercaderes murandianos, con bigotes enroscados y aquellas ridículas barbitas en el mentón; un domani, con el cabello largo hasta más abajo de los hombros y un fino bigotillo, que lucía un brazalete de oro, un collar ajustado también del mismo metal precioso y un pendiente con una perla enorme en la oreja izquierda; un atezado Atha’an Miere vestido con chaqueta de un vivo color verde, con las manos tatuadas y dos cuchillos metidos en el fajín rojo; un tarabonés con el velo transparente cubriéndole un espeso bigote que casi le tapaba la boca; además de varios forasteros que podían proceder de cualquier lugar. Sin embargo, todos ellos tenían un montón de monedas ante sí, bien que el tamaño variaba. Al encontrarse tan próxima al palacio de Tarasin, La Mujer Errante atraía a clientes con oro para gastar.

Tras agitar los cinco dados en el cubilete de cuero, Mat los lanzó sobre la mesa. Se detuvieron mostrando dos coronas, dos estrellas y una copa. Una tirada aceptable, pero no muy buena. Su suerte tenía altibajos y en aquel momento no era boyante, lo que significaba que ganaba, como mucho, la mitad de las tiradas. Hasta entonces se las había arreglado para perder diez seguidas, algo inusitado en él en cualquier momento. Los dados pasaron a un forastero de ojos azules, un tipo de rostro estrecho y aire rudo que parecía disponer de dinero de sobra para despilfarrar a pesar de su chaqueta marrón de aspecto sencillo.

Vanin se acercó a Mat y le susurró al oído:

—Han vuelto a salir. Thom dice que todavía no se explica cómo.

Mat le asestó una mirada al grueso hombre que lo hizo enderezarse con más rapidez de lo que cabría esperar de alguien así. Apurando de un trago su copa de ponche frío de melón, Mat dirigió la vista hacia la mesa. ¡Otra vez! El hombre de ojos azules había tirado y, tras rodar sobre el tablero, los dados se detuvieron mostrando tres coronas, una rosa y una vara. Alrededor de la mesa se alzaron murmullos ante la tirada ganadora.

—¡Rayos y centellas! —rezongó Mat—. Lo próximo será que la Hija de las Nueve Lunas entre aquí y me reclame. —El tipo de ojos azules, que celebraba la victoria bebiendo de su copa, se atragantó—. ¿Conocéis ese nombre? —inquirió Mat.

—El ponche se me ha ido por mal sitio —contestó el hombre con un acento suave, arrastrando las palabras, que Mat no reconoció—. ¿Qué nombre dijisteis?

Mat hizo un gesto pacificador; había visto empezar peleas por menos motivos. Guardó sus monedas de oro y plata en la bolsa, metió ésta en el bolsillo de la chaqueta y se levantó.

—Me marcho. Que la Luz brille sobre todos los presentes.

Los que estaban a la mesa respondieron de igual forma, incluso los forasteros. La gente era muy educada en Ebou Dar.

A pesar de que la mañana no estaba mediada, la sala común se encontraba bastante llena y otra partida de dados contribuía con sus risas y gruñidos a dar ambiente a la posada. Dos de los hijos más jóvenes de la señora Anan ayudaban a las camareras sirviendo desayunos tardíos. La propia posadera estaba sentada en la parte posterior de la estancia, cerca de la blanca escalera sin barandilla, vigilándolo todo con atención; la acompañaba una mujer joven y bonita cuyos grandes y negros ojos lucían con un brillo alegre, como si supiera un chiste que nadie más conocía. Su cara era un óvalo perfecto enmarcado por la lustrosa melena negra y el profundo escote a pico de su vestido gris, con cinturón rojo, mostraba una seductora vista. La expresión divertida de sus ojos se acentuó mientras sonreía a Mat.

—Con vuestra suerte, lord Cauthon —dijo la señora Anan—, mi esposo debería preguntaros hacia qué parte debe mandar sus barcos de pesca. —Por alguna razón, su tono sonaba seco.

Mat aceptó el título sin pestañear. En Ebou Dar, pocos desafiarían a un noble salvo otro noble; era un simple asunto de cálculo para él. Había muchos menos lores que plebeyos, lo que significaba menos oportunidades de que alguien intentara clavarle un cuchillo. Aun así, había tenido que partir tres cabezas en los últimos diez días.

—Me temo que mi suerte no funciona con ese tipo de cosas, señora.

Olver pareció surgir de repente a su lado.

—¿Vamos a las carreras de caballos, Mat? —pidió con ansiedad.

Frielle, la hija mediana de la señora Anan, se acercó casi corriendo para agarrar al chico por los hombros.

—Perdón, lord Cauthon —dijo con nerviosismo—. Se me escapó. La Luz sabe que lo hizo.

Casi en vísperas de casarse —de hecho, el ajustado collar para el cuchillo de esponsales ceñía ya su esbelta garganta— se había ofrecido voluntaria para cuidar de Olver mientras comentaba entre risas lo mucho que deseaba tener seis hijos propios. Mat sospechaba que la joven estaba empezando a soñar con tener hijas.

Nalesean, que bajaba la escalera, fue el destinatario de una intensa mirada de Mat, lo bastante dura para que el teariano se parara en los peldaños. Era él quien había apuntado a Viento en dos carreras con Olver como jinete —aquí eran los chicos los que montaban en las competiciones—, sin que él supiese una palabra de todo ello hasta después de que todo hubo acabado. El hecho de que Viento hubiese resultado ser tan veloz como su nombre había empeorado las cosas. Dos victorias habían despertado en Olver el deseo de más.

—No es culpa vuestra, señora —le contestó Mat a Frielle—. Metedlo en un barril si no tenéis más remedio y hacedlo con mis bendiciones.

Olver le asestó una mirada acusadora, pero al cabo de un momento giró rápidamente para dedicarle a Frielle una sonrisa insolente que había aprendido a saber dónde. El gesto resultaba chocante con sus grandes orejas y amplia boca; jamás llegaría a ser un jovencito atractivo.

—Me quedaré sentado, en silencio, si puedo miraros a los ojos. Tenéis unos ojos bellísimos —piropeó a la joven.

Frielle se parecía mucho a su madre, y no sólo en el físico. Se echó a reír dulcemente y le dio una afectuosa palmadita debajo de la barbilla, con lo que consiguió que el chico enrojeciera. La señora Anan y la mujer joven de grandes ojos sonrieron sin levantar la vista de la mesa.

Mat sacudió la cabeza y empezó a subir la escalera. Tenía que hablar con Olver. No podía sonreír de ese modo a todas las mujeres que veía. ¡Y decirle a una mujer que tenía unos ojos bellísimos! ¡A su edad! ¿Dónde habría aprendido esas cosas?

—Se han escabullido otra vez, ¿verdad? —dijo Nalesean cuando pasó a su lado. No era una pregunta y, cuando Mat asintió, el teariano se dio un tirón de la puntiaguda barba y maldijo entre dientes—. Reuniré a los hombres, Mat.

Nerim estaba trasteando en el cuarto de Mat, limpiando la mesa con un paño como si las criadas de la posada no hubiesen limpiado el polvo ya esa misma mañana. El sirviente compartía con Olver la habitación contigua, más pequeña, y rara vez se ausentaba de La Mujer Errante. En su opinión, Ebou Dar era un lugar disoluto e incivilizado.

—¿Milord va a salir? —preguntó lúgubremente al ver que Mat cogía el sombrero—. ¿Con esa chaqueta? Me temo que tiene en el hombro una mancha de vino de anoche. La habría limpiado si milord no se hubiese vestido con tanta prisa esta mañana. Y también le habría cosido el desgarrón de la manga, producido por un cuchillo, creo.

Mat dejó que sacara del armario una chaqueta gris con bordados plateados en los puños y en el cuello alto, y le entregó la verde con bordados dorados.

—Confío en que milord intente al menos no mancharla de sangre hoy. Las manchas de sangre son difíciles de quitar.

Era una especie de acuerdo que habían establecido: Mat soportaba el gesto taciturno y las observaciones pesimistas de Nerim y dejaba que el hombre recogiera, limpiara y le entregara en la mano cosas que él mismo podría haber cogido sin el menor problema; a cambio, Nerim había aceptado, a regañadientes, renunciar a sus intentos de vestirlo.

Tras comprobar las dagas escondidas en las bocamangas, debajo de la chaqueta y en el doblez de la parte superior de las botas, Mat dejó la lanza apoyada en un rincón, junto con el arco sin encordar, y bajó a la puerta principal. No había cogido la lanza porque el arma parecía atraer idiotas con ganas de gresca del mismo modo que la miel atraía a las moscas.

A despecho del sombrero, el sudor perló el rostro de Mat en el momento en que salió de la sombra y relativa frescura de la posada. El sol matinal tenía tanta fuerza como el de mediodía de pleno verano en circunstancias normales, pero la plaza de Mol Hara estaba abarrotada de gente. Al principio Mat se quedó parado, mirando fijamente el palacio de Tarasin. Con Juilin y Thom vigilando dentro del edificio y Vanin haciéndolo fuera, ¿cómo se las ingeniaban esas mujeres para escabullirse sin ser vistas? Salían casi a diario. Después de que esto sucediera tres veces, Mat había destacado centinelas en todas las salidas posibles del blanco edificio, donde se apostaban antes del alba. Eran más que suficientes, contando con Nalesean y con él. Ninguno de ellos les había visto el pelo, pero justo antes del mediodía Thom había salido para informar que las mujeres se habían marchado no se sabía cómo. El viejo juglar estaba fuera de sí, a punto de arrancarse el bigote a tirones. Mat sabía la razón de que las mujeres tuvieran ese comportamiento: lo hacían simplemente para fastidiarlo.

Nalesean y los demás aguardaban, formando un grupo cabizbajo y sudoroso. El teariano toqueteaba la empuñadura de su espada como si ansiara que se le presentase la oportunidad de utilizarla.

—Hoy miraremos al otro lado del río —anunció Mat.

Varios de los Brazos Rojos intercambiaron miradas inquietas; habían oído los comentarios sobre esa zona. Vanin cambió el peso de un pie a otro y sacudió la cabeza.

—Lady Elayne jamás se marcharía de ese modo. La Aiel tal vez, o Birgitte, pero no lady Elayne.

Mat cerró los ojos un instante. ¿Cómo se las habría ingeniado Elayne para echar a perder a un buen hombre en tan poco tiempo? No perdía la esperanza de que, estando apartado de ella y de su influencia el tiempo suficiente, Vanin volvería a la normalidad, pero lo cierto es que esa esperanza empezaba a flaquear. ¡Luz, cómo detestaba a las nobles!

—Bien, si no las localizamos hoy nos olvidaremos del Rahad. —En ese barrio destacaban como alondras entre una bandada de mirlos—. Sin embargo, tengo el propósito de dar con ellas aunque se escondan debajo de una cama en la Fosa de la Perdición. La búsqueda se hará en parejas, como siempre, y guardaos las espaldas el uno al otro. Ahora habrá que encontrar barqueros para que nos lleven al otro lado del río. Maldita sea, espero que no estén todos por ahí, vendiendo frutas a los barcos de los Marinos.


A Elayne la calle le parecía igual que en el Tel’aran’rhiod: edificios de ladrillos de cinco o seis plantas, cubiertos a trozos por parches de yeso desconchado, apiñados unos contra otros y alzándose sobre el irregular pavimento. Sólo a esta hora del día, con el dorado sol brillando en lo alto, las sombras desaparecían por completo en esos angostos callejones. Las moscas zumbaban por doquier. La única diferencia con el Mundo de los Sueños eran las ropas lavadas que estaban tendidas en las ventanas, las personas —en ese momento, por supuesto, no había muchas fuera— y el olor, un penetrante hedor a podredumbre que la inducía a respirar someramente. Por desgracia, todas las calles se parecían en el Rahad.

Detuvo a Birgitte poniéndole la mano en el brazo y examinó el destartalado montón de ladrillos que era un edificio de seis pisos, donde colgaba ropa tendida en la mitad de las ventanas; nadie habría dicho que aquellas prendas estaban lavadas. El débil llanto de un bebé se oía en alguna parte del interior de la casa. Era el número correcto de plantas, seis. Estaba segura de ello, aunque Nynaeve insistiera en que eran cinco.

—No creo conveniente que nos quedemos paradas observando fijamente —adujo en voz queda Birgitte—. La gente nos está mirando.

No era del todo cierto; simplemente, Birgitte se preocupaba por su seguridad. Hombres descamisados y con chalecos astrosos las más de las veces andaban por la calle pavoneándose; el sol se reflejaba en sus pendientes de aro de latón, así como en los anillos del mismo metal adornados con cristales de colores. Otros se escabullían como cualquier perro callejero de los que pueden enseñar los dientes o morder. En realidad, las mujeres se comportaban igual; éstas llevaban vestidos raídos y la acostumbrada bisutería de latón y cristal. Todos portaban un cuchillo curvo metido en el cinturón y con frecuencia también otro de hechura corriente.

A decir verdad, nadie les dirigió más de una mirada superficial a Birgitte y a ella, aunque el semblante de la arquera a menudo exhibía una expresión desafiante y ella misma era demasiado alta para la media de las mujeres ebudarianas. Porque eso era exactamente lo que la gente veía merced a un complejo tejido de Aire y Fuego que Elayne había invertido y atado. Cuando la heredera del trono miraba a Birgitte veía a una mujer entrada en años, con finas arrugas en los rabillos de unos negros ojos y algunas canas en el cabello del mismo color. Resultaba más fácil lograr los disfraces cuanto más se ajustaban a la realidad, de modo que a Birgitte el pelo le caía a la espalda recogido en cuatro sitios con ajados lazos verdes, aunque era bastante más largo de lo que las ebudarianas solían llevarlo; claro que tampoco ella se había cortado el suyo y a nadie parecía llamarle la atención. Era un disfraz perfecto, aunque habría deseado no tener que sudar. Con la adición de un tejido de Energía aun más complejo, que enmascaraba la habilidad de una mujer para encauzar, Elayne había pasado delante de Merilille esa misma mañana cuando se encaminaba a una puerta para salir de palacio. Todavía lo mantenía activo, porque habían visto a Vandene y a Adeleas a este lado del río en más de una ocasión.

Sus ropas no eran resultado de los tejidos del Poder, desde luego, sino unos raídos vestidos de lana con bordados deshilachados en las mangas y alrededor de los estrechos y bajos escotes. La ropa interior y las medias también eran de lana y las de Elayne, al menos, le picaban. Tylin les había proporcionado estas prendas, así como unos cuantos consejos y los cuchillos de esponsales con fundas blancas. Por lo visto era menos probable que se desafiara a mujeres casadas que a solteras y menos aun a viudas que rehusaban contraer nuevas nupcias. También aparentar más edad contribuía a ello. Nadie desafiaba a una abuela canosa, aunque el caso contrario sí podría darse.

—Creo que deberíamos entrar —dijo Elayne.

Birgitte se adelantó, con la mano sobre el cuchillo sujeto por el desgastado cinturón de lana marrón, para abrir la puerta sin pintar. Al otro lado había un pasillo oscuro flanqueado por puertas cochambrosas; al fondo se veía una estrecha escalera de baldosas desportilladas. Elayne respiró con cierto alivio, aunque no demasiado.

Ni con fundas blancas de cuchillos ni sin ellas, entrar en un edificio en el que no se vivía era un buen modo de dar pie a una lucha con armas blancas. Lo mismo ocurría con hacer preguntas o mostrar curiosidad. Tylin les había aconsejado que no hicieran tales cosas, pero durante el primer día habían visitado posadas, que se distinguían únicamente por tener las puertas pintadas de azul, planeando decir que estaban comprando cosas viejas descartadas y guardadas en trasteros que después restauraban y vendían. Habían decidido que Nynaeve fuera con Aviendha y Birgitte con ella para de ese modo cubrir más terreno. Las salas comunes de las posadas eran sitios oscuros y siniestros, y en dos ocasiones que entraron en sendos establecimientos Birgitte la había sacado a toda prisa, ambas con los cuchillos empuñados, justo antes de que se iniciaran serias reyertas. La segunda vez, Elayne no tuvo más remedio que encauzar brevemente para hacer tropezar y caer a dos mujeres que las persiguieron hasta la calle, y aun así Birgitte había estado segura de que alguien las había seguido el resto del día. Nynaeve y Aviendha tuvieron la misma clase de dificultades, excepto que nadie las siguió; de hecho, la antigua Zahorí había golpeado a una mujer con una banqueta. En consecuencia, quedó descartado hacer hasta las preguntas más inocuas; a partir de entonces todas esperaron fervientemente tener la suerte de no acabar con un cuchillo clavado al cruzar un umbral.

Birgitte precedió a Elayne escaleras arriba, bien que miraba hacia atrás con frecuencia. Los olores de comidas preparándose se mezclaban de un modo repugnante con el tufo generalizado del Rahad. El llanto del bebé cesó, pero en algún lugar del edificio una mujer empezó a gritar. En el tercer piso, un tipo de hombros anchos, sin llevar encima camisa ni chaleco, abrió una de las puertas en el momento en que las dos llegaban al descansillo. Birgitte lo miró ceñuda, y el hombre levantó las manos con las palmas hacia ellas y reculó al interior de la casa, cerrando la puerta con el pie mientras entraba. En el último piso, donde tendría que estar el trastero si éste era el edificio correcto, una mujer descarnada, vestida con una tosca camisola de lino, se hallaba sentada en una banqueta a la puerta de su vivienda, aprovechando el poco aire que corría mientras afilaba un cuchillo. Volvió la cabeza hacia ellas y la hoja dejó de deslizarse sobre la piedra de amolar. No les quitó ojo mientras las dos retrocedían lentamente escalera abajo, y el suave chirrido del acero sobre la piedra no se reanudó hasta que llegaron al descansillo del piso inferior. Sólo entonces Elayne soltó un suspiro de alivio.

Se alegraba de que Nynaeve no hubiese aceptado su apuesta. Diez días. Había sido una estúpida optimista. Aquél era el undécimo día desde su fanfarronada; once días en los que a veces pensaba que estaba en la misma calle por la tarde que en la que había estado por la mañana; once días sin encontrar la menor pista que las condujera al cuenco. En ocasiones se habían quedado en palacio sólo para despejarse. ¡Todo era tan frustrante! Al menos Vandene y Adeleas tampoco estaban teniendo suerte. Por propia experiencia, Elayne sabía que nadie en el Rahad diría voluntariamente una sola palabra a unas Aes Sedai. La gente desaparecía tan pronto como se daba cuenta de quiénes eran; había visto a dos mujeres intentar apuñalar a Adeleas, sin duda para robar a la necia mujer que se aventuraba en el Rahad vestida con sedas, y para cuando la hermana Marrón levantó a las dos con flujos de Aire y las metió por una estrecha ventana dos pisos más arriba, no quedaba un alma en la calle. Bien, pues no estaba dispuesta a permitir que esas dos encontraran su cuenco y se lo arrebataran en las narices.

De vuelta en la calle, ocurrió algo que le recordó a Elayne que en el Rahad había cosas peores que la frustración. Justo enfrente de ella, un hombre delgado, con el torso lleno de sangre y un cuchillo empuñado en una mano, salió renqueando de un zaguán y giró rápidamente sobre sus talones para enfrentarse a otro hombre que lo seguía; el segundo era más alto y corpulento y sangraba de un tajo en la mejilla. Los dos giraron en círculo, las miradas trabadas, las armas centelleando al amagar puñaladas. Como si hubiese brotado del pavimento, se reunió una pequeña multitud para presenciar la lucha; nadie se acercó corriendo, pero tampoco ninguno de los espectadores pasó de largo.

Elayne y Birgitte se desplazaron hacia un lado de la calle, pero no se marcharon. En el Rahad, hacer tal cosa habría llamado la atención y eso era lo último que querían que pasara. Sumarse a los mirones significaba tener que presenciar la pelea, pero Elayne se las ingenió para enfocar la vista más allá de los dos contendientes, de manera que sólo percibía formas borrosas que se movían rápidamente; de repente la velocidad de los movimientos aminoró, y la joven se obligó a mirar. El hombre con el torso manchado de sangre se pavoneaba en mitad de la calle al tiempo que gesticulaba con el cuchillo, del que goteaba un fluido rojo. El hombre más corpulento yacía boca abajo en el pavimento, emitiendo unas toses secas y débiles, a menos de veinte pasos de ella.

Instintivamente, Elayne se adelantó; su reducida capacidad de Curación sería mejor que nada cuando un hombre se estaba desangrando y a punto de morir, y al infierno con lo que cualquiera de los presentes pensara sobre las Aes Sedai; sin embargo, antes de que hubiese dado el segundo paso, otra mujer se había arrodillado junto al moribundo. Era algo mayor que Nynaeve y llevaba un vestido azul con cinturón rojo que estaba en mejores condiciones que la mayoría de las ropas que se veían en el Rahad. Al principio Elayne creyó que era la pareja del hombre caído, sobre todo al advertir que el vencedor del duelo moderaba su actitud. Nadie hizo intención de marcharse y todos observaron en silencio mientras la mujer volvía al herido boca arriba.

Elayne dio un respingo cuando, en lugar de limpiar suavemente la sangre de los labios del hombre, la mujer sacó lo que parecía un puñado de hierbas de una bolsita y se las metió apresuradamente en la boca. Antes de que retirara la mano de la cara del individuo, el brillo del saidar la envolvió y empezó a tejer flujos de Curación con mayor destreza de lo que Elayne podría haber hecho. El hombre exhaló aire con bastante fuerza para expulsar gran parte de las hierbas, se estremeció y quedó inmóvil, con los ojos entreabiertos mirando sin ver el sol.

—Demasiado tarde, al parecer. —La mujer se incorporó y se volvió hacia el tipo delgado—. Debes decirle a la esposa de Masic que has matado a su marido, Baris.

—Sí, Asra —contestó sumisamente Baris.

Asra se dio media vuelta y echó a andar sin mirar de nuevo a ninguno de los dos hombres, y el grupo reunido se apartó a su paso. Cuando la mujer llegó a la altura de Elayne y Birgitte, a corta distancia, la heredera del trono advirtió dos cosas respecto a ella. Una fue su fuerza; Elayne buscó eso a propósito. Esperaba sentir bastante, pero a Asra probablemente nunca se le habría permitido acceder a la prueba para Aceptada. La Curación tenía que ser su Talento más fuerte —tal vez el único, ya que debía de tratarse de una espontánea— y muy afinado a costa de práctica. Tal vez incluso pensaba que el uso de aquellas hierbas era necesario. El otro detalle que advirtió Elayne fue el tono de la tez de la mujer. El color tostado no se debía al sol; indudablemente Asra era domani. ¿Qué demonios hacía una espontánea domani en el Rahad?

Elayne habría seguido a la mujer, pero Birgitte la condujo en dirección contraria.

—Conozco esa expresión en tus ojos, Elayne. —La arquera miró en derredor con desconfianza, como si sospechara que algunos de los transeúntes fueran espías—. No sé por qué quieres ir detrás de esa mujer, pero resulta evidente que se la respeta aquí. Acósala, y lo más seguro es que se nos lancen más puñales de los que podamos defendernos entre las dos.

Era la pura realidad; como indiscutible era el hecho de que no habían ido a Ebou Dar a encontrar espontáneas domani.

Elayne rozó el brazo de Birgitte al tiempo que hacía un gesto hacia dos hombres que acababan de girar en la esquina. Con su chaqueta azul de rayas satinadas, Nalesean era la viva imagen de un lord teariano; llevaba la prenda abotonada hasta arriba y su rostro sudoroso brillaba casi tanto como su barba untada. Clavaba una mirada feroz en cualquiera que osara posar la vista en él, hasta tal punto de que sin duda ya se habría visto envuelto en una pelea a estas alturas de no ser porque acariciaba la empuñadura de su espada como si fuese precisamente eso lo que estaba buscando y deseando. Mat, por otro lado, no mostraba la menor intranquilidad. Caminaba con aire arrogante y, salvo por cierto aire contrariado, habríase dicho que se estaba divirtiendo. Con la chaqueta desabrochada, el sombrero bien calado sobre los ojos y el pañuelo anudado al cuello, tenía el aspecto de haber pasado la noche yendo de taberna en taberna; algo que, dicho fuera de paso, podía ser cierto. Con gran sorpresa, Elayne cayó en la cuenta de que hacía días que no se había acordado de él. Tenía unas ganas tremendas de echarle mano al ter’angreal que llevaba el joven, pero la importancia del cuenco era infinitamente mayor.

—Nunca se me había ocurrido —murmuró Birgitte—, pero creo que Mat es el más peligroso de esos dos. Unos N’Shar en Mameris. Me pregunto qué están haciendo a este lado del Eldar.

Elayne la miró de hito en hito. ¿Unos qué en dónde?

—Seguramente han acabado con todas las reservas de vino de la otra orilla. Vamos, Birgitte, me gustaría que te concentraras en el asunto que nos ocupa. —Esta vez no iba a preguntarle.

Una vez que Mat y Nalesean pasaron junto a ellas y se alejaron en dirección opuesta, Elayne se olvidó de ellos y observó la calle. Sería maravilloso encontrar el cuenco ese día. Y no era la razón menos importante el hecho de que la próxima vez que acudieran estaría emparejada con Aviendha. Empezaba a apreciar a esa mujer a despecho de las ideas extremadamente peculiares —¡extremadamente!— con respecto a Rand y a ellas, pero parecía tener cierta tendencia a animar a mujeres aparentemente dispuestas a sacar el cuchillo. Aviendha parecía incluso desilusionada cuando los hombres agachaban los ojos fijamente, en vez de desenvainar el puñal como lo haría cualquier mujer, si ella los miraba desafiante.

—Aquélla —dijo Elayne, señalando otra casa. Era imposible que Nynaeve tuviese razón respecto a los cinco pisos. ¿O sí? Esperaba fervientemente que Egwene hubiese encontrado una solución.


Egwene aguardó pacientemente mientras Logain bebía un poco de agua. La tienda del hombre no era tan espaciosa como la casa que había ocupado en Salidar, aunque seguía siendo más amplia que la mayoría del campamento. Tenía que haber espacio para las seis hermanas sentadas en banquetas y manteniendo el escudo sobre él. La sugerencia de Egwene de que se atara el tejido había sido recibida con reacciones casi escandalizadas y que rozaban el desdén; ninguna estaba dispuesta a aceptarlo, y menos estando tan reciente su decisión de ascender a Aes Sedai a cuatro mujeres sin que se sometieran a la prueba ni la Vara Juratoria; puede que no lo hicieran nunca. Siuan había dicho que no lo harían. La costumbre marcaba seis hermanas para esa tarea, aun en el caso de que el hombre hubiese estado tan limitado como Siuan y Leane y que hubieran bastado tres Aes Sedai con poder reducido, y también marcaba que el escudo se mantuviera, no que se atara. La luz titilante de una única lámpara alumbraba el interior; Logain y ella estaban sentados en mantas que hacían las veces de alfombras.

—A ver si lo entiendo —dijo Logain cuando retiró la copa de peltre de sus labios—. ¿Queréis saber lo que opino de la amnistía de al’Thor?

Algunas de las hermanas rebulleron en sus banquetas, tal vez porque había omitido llamarla «madre», pero lo más seguro es que se debiera a que ese tema les repugnaba.

—Sí, quiero saber vuestra opinión. A buen seguro tendréis formada alguna. En Caemlyn, con él, sin duda ocuparíais un lugar de honor. Aquí es posible que volváis a ser amansado cualquier día de éstos. O ahora. Habéis eludido la locura durante seis años, según vos. A vuestro modo de ver, ¿qué oportunidades hay de que cualquier hombre que acuda junto a él haga lo mismo?

—¿De verdad se proponen amansarme de nuevo? —Habló en voz baja, con un tono injuriado y furioso—. Me he unido a vosotras sin reservas, he hecho cuanto me habéis pedido. Me he ofrecido a hacer cualquier juramento que queráis.

—La Antecámara tomará una decisión pronto. Algunas preferirían que estuvieseis muerto; se sienten comprometidas. Las Aes Sedai han contado vuestra historia y todo el mundo sabe que no pueden mentir. Sin embargo no creo que debáis albergar temor alguno en ese sentido. Nos habéis prestado una gran ayuda para que permita que se os haga daño. Y ocurra lo que ocurra podríais seguir sirviendo y ver que el Ajah Rojo recibe el castigo merecido, como deseáis.

Logain se incorporó sobre las rodillas, gruñendo, y Egwene abrazó el saidar y lo envolvió en flujos de Aire en un instante. Las hermanas que mantenían el escudo tenían toda su fuerza volcada en esa tarea —otra costumbre; había que utilizar hasta la última brizna de la fuerza en el Poder para aislar a un hombre— pero varias de ellas podían dividir sus fluidos y dirigir una parte hacia Logain si creían que podría hacerle daño. Egwene no quería arriesgarse a que lo hirieran.

Los flujos lo mantuvieron inmovilizado de rodillas, pero el hombre actuó como si no ocurriese nada.

—¿Queréis saber lo que opino de la amnistía de al’Thor? ¡Ojalá estuviese con él ahora! ¡Al infierno con vosotras! ¡He hecho cuanto me habéis pedido! ¡Así la Luz os consuma a todas!

—Calmaos, maese Logain. —Egwene estaba sorprendida de que su voz sonara tan firme, porque el corazón le latía como un caballo desbocado, aunque ciertamente no por miedo al hombre—. Os juro que nunca os haré daño ni permitiré que os lo haga nadie de quienes me siguen si yo puedo evitarlo, a no ser que os volváis contra nosotras. —La rabia había desaparecido del semblante de Logain, reemplazada por una absoluta inexpresividad. ¿Estaría escuchándola?—. Pero la Antecámara es libre de tomar decisiones. ¿Os habéis tranquilizado ya?

Él asintió débilmente y Egwene retiró los flujos. Logain se sentó de nuevo en el suelo, eludiendo los ojos de la joven.

—Hablaré con vos sobre la amnistía cuando estéis más sereno, quizá dentro de un par de días —añadió Egwene, a lo que el hombre asintió de nuevo, bruscamente, todavía sin mirarla.

Cuando salió a la oscuridad del exterior, los dos Guardianes que montaban guardia le hicieron una reverencia. Al menos a los Gaidin no les importaba que tuviera dieciocho años y que fuera una Aceptada que había ascendido a Aes Sedai sólo porque la habían nombrado Amyrlin. Para los Guardianes, una Aes Sedai era una Aes Sedai y la Amyrlin era la Amyrlin. Con todo, la joven no se permitió soltar un suspiro hasta que estuvo a suficiente distancia de ellos para que no la oyeran.

El campamento era bastante extenso, con tiendas para cientos de Aes Sedai repartidas entre el bosque, para Aceptadas y novicias y sirvientes, y carros y carretas y caballos repartidos por todas partes. El olor de cenas cocinándose impregnaba el aire. Alrededor se extendían las lumbres del ejército de Gareth Bryne; allí la mayoría de los hombres dormirían al raso, no en tiendas. La llamada Compañía de la Mano Roja estaba acampada unos quince kilómetros al sur; Talmanes había mantenido como mucho esa distancia entre ambas fuerzas, de día y de noche, durante una marcha de más de trescientos kilómetros. Ya había servido en parte a su propósito, como habían sugerido Siuan y Leane.

El ejército de Gareth Bryne había aumentado su número en los dieciséis días transcurridos desde la partida de Salidar. Dos ejércitos marchando lentamente hacia el norte llamaban la atención. Los nobles habían acudido con sus fuerzas para unirse al más fuerte de los dos. Cierto que ninguno de aquellos lores o ladys habrían prestado los juramentos que hicieron si hubiesen sabido que no habría grandes batallas en sus propias tierras. Cierto que, de haberles dado a elegir, hasta el último de ellos se habría marchado cuando supieron que el verdadero objetivo de Egwene era Tar Valon, no un ejército de seguidores del Dragón. Pero habían prestado juramento a una Amyrlin y en presencia de Aes Sedai que se autodenominaban la Asamblea de la Torre, y con cientos más de testigos. Romper un juramento así se pagaba caro. Además, aunque la cabeza de Egwene acabara clavada en una pica en la Torre Blanca, ni uno solo de ellos creía que Elaida olvidara nunca que habían prestado juramento a su adversaria. Estaban atrapados por su alianza y por cierta lealtad, pero serían sus más fervientes partidarios ya que el único modo de escapar de la trampa con el cuello intacto era conseguir que Egwene llevara la estola en Tar Valon.

Siuan y Leane estaban ansiosas por que llegara ese momento. Egwene no sabía con certeza lo que sentía al respecto. Si hubiese habido algún modo de destituir a Elaida sin derramar una gota de sangre, se habría agarrado a ello como a un clavo ardiendo. Empero, no creía que lo hubiese.

Después de tomar un poco de guisado de carne de cabra, nabos y algo más que no se esforzó por identificar, Egwene se retiró a su tienda. No era la más grande del campamento, pero sí la mayor que estuviese ocupada por una sola persona. Chesa estaba allí, esperando para ayudarla a desvestirse mientras parloteaba sin parar contándole que había adquirido una pieza de lino de lo más fino que se pudiera imaginar a la doncella de una lady altaranesa, un tejido casi traslúcido con el que se confeccionaría la ropa interior más fresca que se pudiera imaginar. A menudo Egwene permitía que Chesa durmiese en la tienda con ella para tener compañía, aunque un jergón de mantas no podía compararse con la propia cama de Chesa. Aquella noche despidió a la mujer después de estar preparada para acostarse. Ser Amyrlin conllevaba algunos privilegios, como por ejemplo que su doncella dispusiera de una tienda para ella. O como dormir sola las noches que era necesario.

Egwene no estaba lo bastante cansada para dormirse ya, pero eso no significaba ningún problema. Quedarse dormida era cosa sencilla; había sido entrenada por caminantes de sueños Aiel. Entró en el Tel’aran’rhiod

… y se halló de pie en la habitación que había sido su estudio en la Torre Chica durante un tiempo muy breve. La mesa y las sillas continuaban allí, por supuesto. Los muebles no eran algo que uno se llevara cuando se partía a la cabeza de un ejército. Cualquier sitio parecía vacío en el Mundo de los Sueños, pero en algunos la sensación era más acentuada que en la mayoría. La Torre Chica tenía un aspecto… hueco.

De repente, se dio cuenta de que llevaba la estola de Amyrlin echada alrededor de los hombros. La hizo desaparecer justo a tiempo. Un momento después Nynaeve y Elayne se encontraban ante ella, la antigua Zahorí con una apariencia tan sólida como la suya, pero Elayne parecía borrosa. Siuan se había mostrado reacia a desprenderse del anillo original ter’angreal, y había hecho falta una orden firme para recuperarlo. Elayne llevaba un vestido verde con puños de encaje cayéndole sobre las manos y bordeando un escote estrecho, pero sorprendentemente bajo, que dejaba ver un pequeño cuchillo colgando de una cadena de oro ceñida al cuello; la empuñadura, un abigarrado conjunto de perlas y gotas de fuego, descansaba entre sus senos. Elayne tenía tendencia a adoptar de inmediato la moda local donde quiera que fuese. Nynaeve, como era de esperar, iba vestida con un atuendo de buena lana de Dos Ríos, oscuro y sencillo.

—¿Algún éxito? —preguntó, esperanzada, Egwene.

—Aún no, pero lo tendremos. —Elayne se mostraba tan optimista que Egwene se quedó mirándola fijamente; en verdad tenía que estar intentando dar esa impresión.

—Estoy segura de que ya no tardaremos mucho —abundó Nynaeve, con un aire aun más positivo.

Debían de estar dándose de cabeza contra una pared. Egwene suspiró.

—Tal vez deberíais reuniros conmigo. Estoy convencida de que podríais encontrar el cuenco en unos cuantos días, pero no dejo de dar vueltas a todas las historias que se cuentan de esa ciudad. —Sabía que eran capaces de cuidar de sí mismas; sí, sería una buena reflexión para hacer al pie de sus tumbas. Siuan afirmaba que ninguno de los comentarios que había oído eran exageraciones.

—Oh, no, Egwene —protestó Nynaeve—. El cuenco es demasiado importante. Sabes que sí. El mundo acabará cociéndose en su propio jugo si no damos con ese objeto.

—Además —añadió Elayne—, ¿en qué problema podríamos meternos? Te recuerdo que dormimos todas las noches en el palacio de Tarasin, por si lo has olvidado, y si Tylin no nos arropa personalmente sí que está allí para charlar.

Su vestido había cambiado; el escote seguía igual, pero la tela era tosca y ajada. Nynaeve llevaba otro que era casi una copia, excepto porque la empuñadura de su cuchillo sólo tenía nueve o diez cuentas de cristal. Unas ropas muy poco apropiadas para un palacio. Peor aún, estaba tratando de asumir una expresión inocente y eso era algo en lo que la antigua Zahorí no tenía mucha práctica.

Egwene lo dejó estar. El cuenco era en verdad importante, sus amigas sabían cuidarse y ella estaba enterada de que la búsqueda no se llevaba a cabo en palacio. En fin, casi lo dejó estar.

—Estáis utilizando a Mat, ¿verdad?

—Eh… —De repente Elayne reparó en su vestido y dio un respingo. Por alguna razón, sin embargo, lo que realmente pareció sobresaltarla fue el cuchillo. Con los ojos desorbitados, aferró la empuñadura, cuajada de cuentas blancas y rojas, y se sofocó hasta la raíz del pelo. Un instante después llevaba un vestido andoreño de cuello alto, en seda verde.

Lo divertido fue que Nynaeve se percató de su vestimenta un momento después y reaccionó exactamente igual que Elayne. Exactamente. Salvo, quizá, que si Elayne se había puesto colorada Nynaeve lo estaba el doble. Y la buena lana de Dos Ríos reapareció antes incluso de que Elayne cambiara de vestimenta. La heredera del trono se aclaró la garganta.

—Mat es muy útil, estoy segura —dijo con la voz entrecortada—. Pero no podemos permitirle que meta la nariz en nuestros asuntos, Egwene. Ya lo conoces. Aun así, ten por seguro que si hacemos algo peligroso los tendremos a él y a sus soldados pegados a nosotras.

Nynaeve guardaba silencio y su gesto era avinagrado. Quizá recordaba la amenaza de Mat.

—Nynaeve, no presionarás demasiado a Mat, ¿verdad?

—Oh, Egwene, pero si no lo está presionando en absoluto —rió Elayne.

—Es la pura verdad —corroboró la antigua Zahorí con presteza—. No he cruzado una palabra con él desde que llegamos a Ebou Dar.

Egwene asintió con aire dubitativo. Sabía que podía llegar al fondo de todo este asunto, pero tardaría… Bajó un momento la vista para comprobar que la estola no había reaparecido sobre sus hombros y sólo atisbó una fugaz imagen que ni siquiera ella pudo identificar.

—Egwene, ¿has podido comunicarte ya con las caminantes de sueños? —preguntó Elayne.

—Sí, dinos —agregó Nynaeve—. ¿Saben ellas cuál es el problema?

—Sí, he hablado con ellas —repuso—, pero no lo saben realmente.

Había sido una extraña reunión, unos pocos días antes, que se inició buscando los sueños de Bair. Ésta y Melaine se encontraron con ella en la Ciudadela de Tear; Amys había dicho que no enseñaría más a Egwene, de modo que ella no acudió. Al principio, Egwene se sintió algo violenta. Era incapaz de decirles que era Aes Sedai y, mucho menos, la Amyrlin por miedo a que pensaran que se trataba de otra mentira. Entonces no había habido la menor dificultad con la aparición de la estola. Y todavía tenía pendiente su toh con Melaine. Sacó el tema a relucir al tiempo que pensaba en las muchas horas que tendría que pasar en la silla de montar al día siguiente, pero Melaine estaba tan complacida con la noticia de que iba a tener dos hijas —habló con entusiasmo de la visión de Min— que no sólo anunció de inmediato que Egwene no tenía toh con ella sino que iba a poner a una de las niñas el nombre de Egwene. Aquélla había sido una pequeña satisfacción en una noche repleta de futilidad e irritación.

—Lo que dijeron —continuó explicando a sus amigas— fue que no sabían de nadie que hubiese intentado volver a encontrar algo mediante la necesidad después de haberlo hallado ya. Bair opinó que quizás era como intentar comerse la misma… manzana dos veces. —La misma motai era lo que la Sabia había dicho exactamente; una motai era una especie de larva que había en el Yermo. Bastante dulce y crujiente… hasta que Egwene se había enterado de qué se estaba comiendo.

—¿Quieres decir que no podemos volver al desván? —exclamó Elayne—. Albergaba la esperanza de que estuviéramos haciendo algo mal. En fin, lo encontraremos de todos modos. —Vaciló y su vestido volvió a cambiar, aunque ella no pareció darse cuenta. Seguía siendo de estilo andoreño, pero en color rojo, con bordados del León Blanco de Andor a lo largo de las mangas y sobre el corpiño. Un atuendo de reina, incluso sin la Corona de la Rosa que descansaba sobre sus bucles rubiorrojizos. Empero, era un vestido de reina con un corpiño muy ajustado y con un escote que quizá mostraba más sus senos de lo que haría una soberana andoreña—. Egwene, ¿dijeron algo sobre Rand?

—Está en Cairhien, holgazaneando en el Palacio del Sol, por lo visto.

Egwene se las ingenió para no denotar inquietud. Ni Bair ni Melaine se habían mostrado muy comunicativas, pero Melaine había rezongado sombríamente sobre las Aes Sedai en tanto que Bair decía que a todas ellas debería azotárselas a intervalos regulares y que, dijera lo que dijera Sorilea, unos cuantos azotes deberían bastar. Egwene tenía miedo de que Merana hubiese metido la pata con respecto a Rand. Al menos él estaba dando largas a las emisarias de Elaida; Egwene dudaba mucho que supiera cómo manejarlas, ni de lejos, lo bien que él creía que lo hacía.

—Perrin está con él. ¡Y la esposa de Perrin! ¡Se ha casado con Faile!

Aquello provocó exclamaciones; Nynaeve comentó que Faile era demasiado buena para él, pero lo dijo sonriendo de oreja a oreja; Elayne manifestó que esperaba que fueran felices, pero por alguna razón no parecía convencida.

—También está Loial. Y Min. Sólo faltamos Mat y nosotras tres.

Elayne se mordió el labio.

—Egwene, ¿querrás transmitir un… mensaje a las Sabias para Min? Que le digan… —Vaciló y volvió a morderse el labio con gesto pensativo—. Que le digan que espero que pueda llegar a apreciar a Aviendha tanto como a mí. Sé que suena raro —añadió, riendo—. Es un asunto privado entre nosotras.

Nynaeve miraba a Elayne con tanta extrañeza como sabía que estaba haciendo ella misma.

—Pues claro que se lo transmitiré. Sin embargo, no tengo previsto reunirme con ellas durante un tiempo. —No tenía mucho sentido hacerlo si se mostraban tan reservadas respecto a Rand como lo habían hecho. Y hostiles hacia las Aes Sedai.

—Oh, da lo mismo —se apresuró a contestar Elayne—. En realidad no es importante. Bien, pues si no podemos recurrir a la necesidad, entonces tendremos que seguir pateando las calles de Ebou Dar y te aseguro que ahora mismo tengo dolor de pies. Si no te importa, regresaré a mi cuerpo y dormiré un poco.

—Adelántate tú —dijo Nynaeve—. Voy a quedarme un poco más.

Cuando Elayne desapareció, la antigua Zahorí se volvió hacia Egwene. También su vestido había cambiado, y Egwene creía saber muy bien el motivo. Era de color azul y tenía escote bajo. Llevaba flores en el cabello y cintas tejidas con la trenza, como lo llevaba una novia el día de la boda allá, en Dos Ríos. A Egwene se le puso el corazón en un puño.

—¿Has tenido alguna noticia de Lan? —preguntó quedamente Nynaeve.

—No, no he sabido nada de él. Lo lamento; ojalá pudiera decirte otra cosa. Sé que está vivo, Nynaeve. Y sé que te ama tanto como tú lo amas a él.

—Pues claro que está vivo —manifestó firmemente la otra mujer—. Yo no permitiría que fuese de otro modo. Me propongo hacerlo mío. Es mío y no dejaré que muera.

Cuando Egwene despertó, Siuan estaba sentada junto a su camastro, en medio de la penumbra.

—¿Se ha hecho? —preguntó Egwene.

El brillo del saidar rodeó a Siuan mientras ésta tejía en torno a las dos una pequeña salvaguardia contra oídos curiosos.

—De las seis hermanas que están de servicio a partir de media noche sólo tres tienen Guardianes y esos Gaidin estarán de guardia fuera. Se les llevará té con un ingrediente añadido que no advertirán en el sabor.

Egwene cerró los ojos un momento.

—¿Estoy haciendo lo correcto?

—¿Me lo preguntáis a mí? —replicó Siuan como si se le atragantaran las palabras—. Hice lo que se me ordenó, madre. Si de mí dependiera, antes me tiraría a un banco de cazones que ayudar a ese hombre a escapar.

—Lo amansarán, Siuan. —Egwene ya había discutido este asunto con ella, pero necesitaba volver a lo mismo una y otra vez para convencerse de que no estaba cometiendo un error—. Ni siquiera Sheriam le hace caso ya a Carlinya. Y Lelaine y Romanda están presionando para conseguirlo. O eso o alguien hará lo que Delana ha estado insinuando. ¡No permitiré un asesinato! Si no podemos juzgar a un hombre y ejecutarlo, no tenemos derecho a sugerir que debería morir. No permitiré que lo maten y tampoco que lo amansen. Si resulta que Merana ha puesto a Rand a la defensiva de algún modo, eso sería echar más leña al fuego. Pero ojalá tuviera la seguridad de que irá con Rand y se unirá a él en vez de huir sabe la Luz adónde y haciendo sabe la Luz qué. Al menos así habría algún modo de controlar lo que hace.

Oyó rebullir a Siuan en la oscuridad.

—Siempre pensé que la estola pesaba tanto como tres hombres corpulentos —susurró Siuan—. Son pocas las decisiones fáciles que una Amyrlin tiene que tomar y aun menos aquellas en las que está segura. Hace lo que debe hacer y paga el precio si se equivoca. A veces también lo paga aunque la decisión sea acertada.

Egwene rió suavemente.

—Tengo la impresión de haber oído ya eso mismo con anterioridad. —Al cabo de un momento su jocosidad cesó—. Asegúrate de que no hiera a nadie cuando se marche, Siuan.

—Como ordenéis, madre.


—Esto es terrible —murmuró Nisao—. Si llega a saberse, la condena podría significar tu exilio, Myrelle. Y también el mío. Tal vez hace cuatrocientos años fuera algo común que se hiciese con frecuencia, pero nadie lo verá así en la actualidad. Habrá quien lo denomine delito.

Myrelle se alegró de que la luna se hubiese metido ya porque así podía ocultar su mueca. Ella habría podido ocuparse de la Curación, pero Nisao había estado estudiando cómo tratar enfermedades de la mente, cosas que el Poder no podía tocar. Ignoraba si este caso podía contarse como una enfermedad, pero estaba dispuesta a recurrir a cualquier cosa que pudiera funcionar. Por mucho que Nisao protestara, Myrelle sabía que antes se cortaría una mano que dejar pasar por alto esta oportunidad de ampliar sus estudios.

Podía sentirlo ahí fuera en la noche, acercándose más y más. Se encontraban a bastante distancia de las tiendas, del perímetro de centinelas, rodeadas únicamente por algunos árboles desperdigados. Lo había sentido desde el mismo momento en que su vínculo había pasado a ella, y ése era el delito que inquietaba a Nisao: el vínculo de un Guardián había pasado de una Aes Sedai a otra sin el consentimiento por parte de él. Nisao tenía razón en una cosa: debían guardar este secreto el mayor tiempo posible. Myrelle percibía sus heridas, algunas casi curadas y otras muy recientes, varias de ellas muy infectadas. Él nunca se habría apartado del camino para buscar batallas; tenía que acudir a ella, tan indefectiblemente como un peñasco que rueda montaña abajo tiene que llegar al pie de la ladera. Pero tampoco habría movido un dedo para evitar un combate. Había sentido su viaje en la distancia y la sangre; en la sangre de él. A través de Cairhien y de Andor, de Murandy y ahora de Altara, por territorios infectados de rebeldes y ladrones, de bandidos y seguidores del Dragón, enfocado en ella como una flecha volando directamente a la diana, abriéndose paso ante cualquier hombre armado que se interpusiera en su camino. Ni siquiera él podía hacer algo así sin salir herido. Myrelle hizo recuento de sus heridas y se maravilló de que aún siguiese vivo.

El sonido de los cascos de un corcel, al paso, fue lo primero que oyó y sólo entonces distinguió al alto caballo de batalla en la noche; también su jinete parecía la noche misma. Debía de llevar puesta su capa. El caballo se detuvo a unos cincuenta pasos de las Aes Sedai.

—No debisteis enviar a Nuhel y a Croi a buscarme —manifestó el indistinguible jinete en voz áspera—. Casi los maté antes de darme cuenta de quiénes eran. Avar, también tú podrías salir de detrás de ese árbol.

A la derecha, la noche pareció moverse; también Avar llevaba la capa puesta y jamás habría imaginado que alguien lo viera.

—Esto es una locura —murmuró Nisao.

—Cállate —siseó Myrelle. Luego, en voz más alta, dijo—: Acércate a mí.

El caballo no se movió. Un perro lobo en duelo por su ama muerta no acudía de buen grado a la llamada de su nueva dueña. Con delicadeza, Myrelle tejió Energía y tocó esa parte de él en la que se albergaba su vínculo; había que hacerlo con gran mesura o se daría cuenta y sólo el Creador sabía qué reacción explosiva podría tener.

—Acércate a mí.

En esta ocasión el caballo se adelantó y el hombre desmontó para caminar los últimos metros; era alto, y el juego de luces y sombras de la luna convertía su rostro anguloso en una talla de piedra. Entonces estuvo ante ella, erguido, mientras Myrelle alzaba la vista hacia los fríos ojos azules de Lan Mandragoran y veía en ellos la muerte. Que la Luz la ayudara. ¿Cómo iba a mantenerlo vivo el tiempo suficiente?

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