La gente bailando en las calles de Cairhien exasperaba a Perrin; abrirse paso era casi imposible. Una larga fila de danzarines pasó a su lado tras un tipo narigudo que tocaba la flauta y que no llevaba camisa; al final de la fila iba una mujer rechoncha y bajita que reía alegremente y que retiró una mano de la cintura del tipo al que iba agarrada en un intento de colocar a Perrin detrás de ella. Él sacudió la cabeza y, ya fuera porque sus amarillos ojos la asustaron o porque su rostro traslucía un estado de ánimo tan sombrío como se sentía, lo cierto es que se borró el gesto risueño de la mujer, que se dejó llevar por la fila de danzarines, echándole ojeadas por encima del hombro hasta que la multitud la tapó. Una mujer canosa pero todavía atractiva, con franjas de colores hasta la mitad de la pechera en su oscuro vestido de seda, enroscó los esbeltos brazos en torno al cuello de Perrin y acercó anhelante la boca a los labios de él. Pareció sobresaltada cuando Perrin la cogió en vilo por la cintura y la apartó de su camino. Un grupo de hombres y mujeres de su misma edad, brincando al son de tambores, se le echaron encima riendo alegremente y empezaron a darle tirones de la chaqueta para que se uniese a ellos. No hicieron caso de su gesto negativo con la cabeza hasta que finalmente Perrin apartó a uno de los hombres de un fuerte empujón y a los otros les dedicó un gruñido de lobo jefe de manada. Las risas cesaron para dar paso a expresiones de estupefacción durante unos segundos, pero enseguida reanudaron su algarabía tratando de imitar el gruñido hasta que se perdieron entre la muchedumbre.
Era el primer día de la Fiesta de las Luces, el día más corto —y el último— del año, y la ciudad lo celebraba de un modo que Perrin jamás habría imaginado. En Dos Ríos habría bailes, ¡pero esto! Los cairhieninos parecían decididos a resarcirse de todo un año de comportamiento circunspecto en los dos días que duraba la celebración. La corrección y el decoro se habían ido al garete y con ellos todas las barreras sociales que separaban a nobles de plebeyos, al menos en público. Mujeres sudorosas, vestidas con ropas de tosca lana, agarraban a señores sudorosos ataviados con atuendos de oscura seda llenos de bandas de colores y tiraban de ellos hacia los danzarines; hombres con chaquetas de carreteros o con chalecos de mozos de cuadra danzaban con damas cuyos vestidos lucían bandas de colores que a veces llegaban hasta la cintura. Tipos con el torso desnudo se vertían vino encima o sobre cualquier otro que estuviera lo bastante cerca. Aparentemente cualquier hombre podía besar a cualquier mujer y viceversa, y lo hacían con total despreocupación allí dondequiera que Perrin dirigiera la vista. Procuró no mirar con fijeza. Algunas de las nobles, con el cabello peinado en altos y complejos moños de bucles, iban desnudas hasta la cintura debajo de las ligeras chaquetas, las cuales no hacían demasiado esfuerzo por mantener cerradas. Entre los plebeyos, pocas mujeres que habían descartado las blusas se molestaban en ponerse otra cosa que las tapara salvo el cabello, que rara vez era lo bastante largo para servir de algo; también ellas se echaban vino encima y a cualquiera que tuvieran cerca con igual entusiasmo que los hombres. Estruendosas carcajadas competían con el sonido de un millar de músicas distintas de flautas, tambores, cuernos, cítaras, vihuelas y salterios.
El Círculo de Mujeres de Campo de Emond habría puesto el grito en el cielo y a los hombres del Consejo del Pueblo les habría dado un pasmo, pero para Perrin esa depravada conducta era sólo una pequeña molestia más que añadir a su irritación. Unas pocas horas, había dicho Nandera, pero ya hacía seis días que Rand faltaba. Y Min se había ido con él o se había quedado con los Aiel. Nadie parecía saber nada. Exceptuando a la tal Sorilea, las restantes Sabias se mostraban tan evasivas como cualquier Aes Sedai cuando Perrin se las ingeniaba para acorralar a alguna de ellas; Sorilea le dijo sin ambages que se ocupara de su esposa y que no metiera la nariz en asuntos que no eran incumbencia de las gentes de las tierras húmedas. No tenía la menor idea de cómo se había enterado Sorilea del problema que había entre Faile y él, pero le importaba un pimiento. Podía sentir la necesidad de Rand como una comezón bajo la piel en todo el cuerpo que se hacía más y más intensa cada día. Ahora regresaba de la escuela de Rand, un último recurso, pero allí todo el mundo estaba tan volcado en la bebida, el baile y el libertinaje como el resto de Cairhien. Le dijeron que una mujer llamada Idrien era la encargada de la escuela, pero después de encontrar y conseguir, con cierta dificultad y no poco azoramiento, interrumpir el beso que le estaba dando a un muchacho lo bastante joven para ser su hijo y durante el tiempo suficiente para hacerle la pregunta, lo único que pudo decirle fue que quizás un hombre llamado Fel a lo mejor sabía algo, y resultó que el tal Fel estaba bailando con tres muchachas que podrían haber sido sus nietas. Con las tres al tiempo. Fel casi no parecía capaz de recordar su propio nombre, cosa tal vez nada extraña considerando las circunstancias. ¡Maldito Rand! Se había marchado sin decir nada conociendo como conocía la visión de Min y que iba a necesitarlo a él desesperadamente. Incluso las Aes Sedai se habían enfadado, por lo visto. Esa misma mañana Perrin se había enterado de que hacía tres días que se habían puesto en camino de vuelta a Tar Valon tras comunicar que no tenía sentido continuar allí. ¿Qué se proponía Rand? Aquella picazón tenía a Perrin tan irritado que de buena gana se habría puesto a dar mordiscos.
Cuando llegó al Palacio del Sol todas las lámparas estaban encendidas y las velas ardían por doquier; los corredores brillaban como gemas al sol. En Dos Ríos también debían de estar iluminadas todas las casas con todas las lámparas y velas disponibles hasta el amanecer del segundo día. La mayoría de la servidumbre de palacio se encontraba en las calles, y los pocos que quedaban parecían estar riendo, bailando y cantando tanto como trabajando. Incluso allí algunas mujeres iban desnudas de cintura para arriba, tanto chiquillas con apenas edad suficiente para tejerse trenzas en Dos Ríos como abuelas canosas. Los Aiel que había en los corredores se mostraban asqueados cuando reparaban en ello, cosa que, en realidad, no parecía ocurrir muy a menudo. Las Doncellas en particular estaban furiosas, aunque Perrin sospechaba que no tenía nada que ver con que las cairhieninas mostraran sus encantos de ese modo; desde que Rand se había marchado las Doncellas se comportaban de una forma que cada vez se parecía más a la de unas gatas rabiosas sacudiendo las colas.
Perrin recorrió los pasillos sin esconderse, para variar. Casi deseó que Berelain se hiciese la encontradiza. La imagen que pasó fugazmente por su cabeza fue la de él agarrándola de la nuca con los dientes y sacudiéndola hasta que estuviera presta a huir con el rabo entre las piernas. Tal vez fue una suerte que llegase a sus aposentos sin haberle visto el pelo a la Principal.
Faile estuvo a punto de levantar la vista del tablero de damas cuando él entró; Perrin estaba seguro de ello. Todavía exhalaba olor a celos, pero no era ése el más intenso; el de la ira lo superaba, aunque no demasiado, y el más fuerte era un apagado efluvio que identificó como decepción. ¿Por qué estaba decepcionada con él? ¿Por qué no le hablaba? Una sola palabra que simplemente insinuara una vuelta a lo que había sido antes, y él se pondría de rodillas dispuesto a aceptar la culpa de cualquier cosa que ella quisiera echarle encima. Pero ella se limitó a mover una ficha negra.
—Te toca, Loial —dijo—. ¡Loial!
Las orejas del Ogier se agitaron con nerviosismo, y sus largas cejas cayeron fláccidas sobre sus mejillas. Puede que Loial no tuviera el menor sentido del olfato —en fin, no mejor que el de Faile, por decirlo de algún modo— pero sí notaba el estado de ánimo de la gente en circunstancias en que ningún humano se apercibiría de nada. Cuando Faile y él estaban en la misma habitación, era como si Loial quisiera ponerse a gritar. Ahora se limitó a soltar un suspiro que semejaba una ráfaga de viento en una cueva, y movió una ficha blanca en una casilla donde empezaría a comerse la mayor parte de las fichas de Faile si ella no se daba cuenta de la maniobra. Probablemente lo haría; ella y el Ogier eran jugadores muy igualados, mucho mejores que Perrin.
Sulin entró y se dirigió a la puerta del dormitorio llevando una almohada en los brazos; miró con aire exasperado a Faile y a él. Sulin le recordaba a Perrin una loba que ya había llegado a su límite aguantando que los cachorros le mordieran la cola en sus juegos. También olía a preocupación. Y a miedo, curiosamente, si bien Perrin no entendía por qué tenía que parecerle extraño el hecho de que una sirvienta de cabello blanco oliera a miedo, aun tratándose de una mujer con el rostro curtido y marcado de cicatrices como Sulin.
Cogió un libro encuadernado en cuero y estampaciones doradas, se sentó en una silla y abrió el volumen. Sin embargo no leyó; ni siquiera veía el libro para saber cuál había cogido. Inhaló profundamente, desechando cualquier efluvio salvo los de Faile. Desilusión, cólera, celos y, debajo de eso, por debajo incluso del tenue y fresco aroma a hierbas del jabón que usaba, estaba el propio de ella. Perrin lo olió con ansia. Una palabra; era todo cuanto Faile tenía que decir.
Cuando sonó una llamada en la puerta, Sulin salió del dormitorio agitando las faldas del uniforme rojo y blanco y los miró, ceñuda, a Faile, a Loial y a él como preguntándose por qué no había contestado alguno de los tres. Puso un gesto de desprecio cuando vio a Dobraine —hacía eso a menudo desde que Rand se había marchado— pero después respiró hondo como si quisiera recobrar la compostura y obviamente se obligó a adoptar una sumisión casi exasperante. Su profunda reverencia habría sido adecuada para un rey que disfrutase siendo un tirano, y así permaneció, con la cara casi pegada al suelo. De repente empezó a temblar. El efluvio de su rabia se diluyó e incluso el de preocupación quedó arrollado por un olor punzante como miles de agujas. Perrin ya había olido en ella la vergüenza con anterioridad, pero esta vez habría jurado que la mujer se moriría por ello. Percibía el agridulce efluvio que las mujeres exudaban cuando lloraban por una intensa emoción.
Por supuesto, Dobraine ni siquiera la miró. En cambio sus hundidos ojos estudiaron a Perrin con gesto serio, incluso sombrío, bajo la afeitada y empolvada frente. El cairhienino no olía ni pizca a alcohol y no tenía aspecto de haber estado bailando. La única vez que Perrin había coincidido con él pensó que el hombre olía a recelo; no a miedo, sino como si fuera caminando entre la maleza enmarañada de un bosque lleno de serpientes venenosas. En ese momento dicho olor era diez veces más intenso.
—Que la gracia os sea propicia, lord Aybara —saludó Dobraine al tiempo que inclinaba la cabeza—. ¿Podría hablar con vos a solas?
Perrin dejó el libro en el suelo, junto a la silla, y señaló otra que había enfrente.
—Que la Luz os ilumine, lord Dobraine —respondió. Si el hombre quería andarse con formulismos él podía ser tan ceremonioso como el que más. Empero todo tenía un límite—. Lo que quiera que deseéis decirme, mi esposa puede oírlo. No tengo secretos para ella. Y Loial es mi amigo.
Sintió la mirada de Faile clavada en él. El repentino aroma a ella por poco lo marea de tan intenso. Por alguna razón, asociaba ese olor con el amor que su mujer le profesaba; en los instantes de mayor ternura o cuando sus besos eran más ardientes aquel efluvio casi lo abrumaba. Se le pasó por la cabeza decirle a Dobraine que se marchara —y también a Loial y a Sulin; si Faile olía así, sin duda podría arreglarlo todo de algún modo—, pero el cairhienino ya estaba tomando asiento.
—Un hombre que tiene una esposa en la que puede confiar, lord Aybara, ha sido favorecido por la gracia más allá de cualquier riqueza material. —Con todo, Dobraine la miró antes de continuar—. Cairhien ha sufrido hoy dos desgracias. Esta mañana, lord Maringil ha sido hallado muerto en su cama, al parecer envenenado. Y sólo un poco después el Gran Señor Meilan aparentemente ha caído víctima de la espada de un asaltante en la calle. Algo realmente inusitado durante la Fiesta de las Luces.
—¿Por qué me contáis esto? —inquirió lentamente Perrin.
—Sois amigo del lord Dragón —respondió Dobraine—, y él no está aquí. —Vaciló y, cuando continuó, dio la impresión de que se obligaba a pronunciar las palabras—. Anoche, Colavaere cenó con invitados de varias casas menores: Daganred, Chuliandred, Annallin, Osiellin y otros. Poco importantes individualmente, pero numerosos. El tema que se trató fue la alianza con la casa Saighan y el apoyo a Colavaere para ocupar el Trono del Sol. No se esforzó gran cosa en ocultar la reunión. —De nuevo hizo una pausa, sopesando a Perrin con la mirada. Viese lo que viese, aparentemente creyó necesario ampliar la explicación—. Esto es muy extraño porque tanto Maringil como Meilan deseaban el trono y cualquiera de ellos habría hecho que la asfixiaran con su propia almohada de haberse enterado de sus pretensiones.
Perrin lo entendió por fin, aunque no la razón de que el hombre necesitara andarse con tantos rodeos. Ojalá Faile interviniera en la conversación; ella era mucho mejor en este tipo de cosas que él. La veía por el rabillo del ojo, con la cabeza inclinada sobre el tablero y observándolo de reojo.
—Si creéis que Colavaere ha perpetrado algún crimen, deberíais acudir a… A Rhuarc. —Había estado a punto de decir que recurriera a Berelain, pero aunque rectificó a tiempo el tufillo a celos se incrementó ligeramente en el olor de Faile.
—¿A ese salvaje Aiel? —resopló con sorna Dobraine—. Mejor sería Berelain y no demasiado. Admito que esa mujerzuela mayeniense sabe cómo dirigir una ciudad, pero piensa que todos los días se celebra la Fiesta de las Luces. Colavaere la hará trocear y cocinar con pimientos. Sois amigo del Dragón Renacido. Colavaere… —Esta vez enmudeció porque finalmente se había dado cuenta de que Berelain había entrado en la habitación sin llamar, con algo largo y estrecho, envuelto en una manta, apoyado en los brazos.
Perrin había oído el suave chasquido de la manilla de la puerta y, al ver a la Principal, con el bajo escote mostrando los senos hasta la mitad, la ira lo embargó de tal modo que borró todo lo demás. ¿Esa mujer venía allí, trayendo sus coqueteos delante de su esposa? La rabia hizo que se incorporara bruscamente y sus manos dieron una palmada que sonó como un trueno.
—¡Fuera! ¡Marchaos de aquí, mujer! ¡Fuera ahora mismo! ¡Fuera u os sacaré a empujones yo mismo y os mandaré tan lejos que rebotaréis en el suelo!
Berelain dio tal respingo con el primer grito que dejó caer el bulto que llevaba y retrocedió un paso, con los ojos desorbitados, aunque no se marchó. Cuando acababa de pronunciar la última palabra Perrin se dio cuenta de que todos lo miraban. El semblante de Dobraine parecía impasible, pero su efluvio era de absoluta estupefacción, tan marcado como una aguja pétrea en medio de una llanura. Las orejas de Loial estaban tan erguidas como esa misma aguja, y su boca no podía abrirse más. Y Faile, esbozando aquella fría sonrisa… Perrin no entendía nada. Había esperado las oleadas de celos con Berelain allí delante, pero ¿por qué exudaba un olor igualmente intenso a sentirse dolida?
De repente Perrin reparó en el bulto que Berelain había soltado. La manta se había abierto y había dejado a la vista la espada de Rand y el cinturón con la hebilla del dragón. ¿Cómo se iba a dejar eso Rand? A Perrin le gustaba reflexionar las cosas con calma; cuando se actuaba de manera precipitada uno podía hacer daño a otros sin querer. Pero aquella espada tirada en el suelo fue como el impacto de un rayo. Trabajar en la forja con prisas era una estupidez y un descuido, pero Perrin sintió que el vello de la nuca se le erizaba y un sordo gruñido resonó en su garganta.
—¡Se lo han llevado! —gimió de repente, inopinadamente, Sulin. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados prietamente soltó un gemido; el sonido de su voz bastó para hacer temblar a Perrin—. ¡Las Aes Sedai se han llevado a mi primer hermano! —Las lágrimas se deslizaron, brillantes, por sus mejillas.
—Tranquilízate, buena mujer —ordenó firmemente Berelain—. Ve al dormitorio y cálmate. —Luego se volvió hacia Perrin y Dobraine—. No podemos permitir que haga correr la voz de…
—No me reconoces —la interrumpió salvajemente Sulin—, con este vestido y el pelo más largo. Habla de mí otra vez como si no estuviese presente y te daré un poco de la misma medicina que según he oído te hizo tragar Rhuarc en la Ciudadela de Piedra y que tendría que haber seguido administrándote desde entonces.
Perrin intercambió una mirada desconcertada con Dobraine y Loial, incluso con Faile antes de que su mujer eludiera los ojos. Berelain, por otro lado, se puso pálida y colorada alternativamente; su olor era de pura vergüenza, sintiéndose rebajada e insignificante.
Sulin se dirigió hacia la puerta en cuatro zancadas y la abrió bruscamente antes de que nadie pudiera hacer un solo movimiento; Dobraine hizo intención de ir tras ella, pero entonces una joven Doncella de cabello rubio que pasaba por el corredor vio a Sulin y esbozó una sonrisa divertida.
—¡Más te vale que borres ese gesto idiota de tu cara! —espetó Sulin. Sus manos parecían estar moviéndose, tapadas por el cuerpo para quienes estaban dentro de la habitación. La sonrisita de Luaine se borró de inmediato—. Dile a Nandera que venga aquí enseguida. Y a Rhuarc. Y tráeme un cadin’sor y tijeras para cortarme el pelo como es debido. ¡Corre, mujer! ¿Eres Far Dareis Mai o un Shae’en M’taal?
La rubia Doncella salió disparada, y Sulin regresó al interior de la sala al tiempo que asentía con aire satisfecho y cerraba de un portazo. Faile estaba boquiabierta.
—La gracia nos ha sido propicia —gruñó Dobraine—. No le ha dicho nada a la Aiel. Debe de estar loca. Podemos decidir qué contarles después de que la hayamos atado y amordazado. —Se movió como si se dispusiera a hacerlo e incluso sacó un pañuelo verde del bolsillo de la chaqueta, pero Perrin lo sujetó del brazo.
—Ella es Aiel, Dobraine —explicó Berelain—. Una Doncella Lancera. No entiendo lo del uniforme.
Sorprendentemente, ahora fue Berelain la que recibió una mirada de advertencia de Sulin.
Perrin exhaló lentamente. ¡Y pensar que había querido proteger a la mujer de pelo blanco de Dobraine! El cairhienino lo miró con gesto inquisitivo y levantó un poco la mano en la que tenía el pañuelo verde; por lo visto todavía era partidario de amordazarla y atarla. Perrin se interpuso entre los dos y recogió la espada de Rand.
—Quiero estar seguro. —De repente cayó en la cuenta de que sus pasos lo habían llevado muy cerca de Berelain. Ésta miró a Sulin con inquietud y se desplazó más hacia él, como si buscase protección, pero su efluvio era decidido, no intranquilo; olía como un cazador—. No me gusta sacar conclusiones precipitadas —agregó, dando unos pasos hasta situarse junto a la silla de Faile. No se movió deprisa; simplemente era un hombre que se quedaba de pie al lado de su mujer—. Esta espada no prueba realmente nada.
Faile se levantó y rodeó la mesa para asomarse al tablero de juego sobre el hombro de Loial; en fin, más bien era por detrás del codo. También Berelain se desplazó… hacia Perrin. Todavía echaba ojeadas temerosas a Sulin sin emitir el menor asomo de olor a miedo, y alzó una mano como si tuviese intención de cogerse de su brazo. Perrin se movió en pos de Faile, tratando de hacer que pareciese algo casual.
—Rand dijo que tres Aes Sedai no podían hacerle daño si estaba atento —continuó. Faile se deslizó alrededor de la mesa, por el otro lado, hasta volver a la silla—. Tengo entendido que en ningún momento permitió que se le acercasen más. —Berelain lo siguió, con miradas lastimeras dirigidas a él y otras temerosas destinadas a Sulin—. Me han dicho que acudieron únicamente tres el día que Rand se marchó.
Fue en pos de Faile, esta vez un poco más deprisa. Ella volvió a levantarse de la silla y regresó junto a Loial. El Ogier tenía la cabeza apoyada en las manos y gemía suavemente; suavemente, se entiende, para alguien de su raza. Berelain lo siguió; sus ojos, ya de por sí grandes, estaban muy abiertos, ofreciendo la viva imagen de una mujer que busca protección. ¡Luz, cómo olía a determinación!
Perrin giró sobre sus talones y se plantó frente a ella; puso los tensos dedos sobre el pecho de la mujer y empujó con bastante fuerza para hacerle soltar un corto chillido.
—¡Quieta ahí, no os mováis ni un centímetro! —De repente se dio cuenta de dónde tenía puestos los dedos y retiró la mano como si se hubiese quemado. Sin embargo, se las arregló para mantener la voz firme—. ¡Quedaos ahí!
Se retiró de la mujer asestándole una mirada tan dura que habría podido hender un muro de piedra con ella. Entendía que el olor a celos de Faile fuera como un humo llenándole la nariz, pero ¿por qué, por qué, por qué olía a sentirse dolida aun más que antes?
—Pocos hombres pueden hacerme obedecer, pero tú eres uno de ellos —rió quedamente Berelain. Su semblante, su tono y, lo que era más importante, su olor, se habían tornado serios—. Fui a registrar los aposentos del lord Dragón porque estaba asustada. Todos sabíamos que las Aes Sedai habían venido para escoltarlo a Tar Valon y no lograba entender por qué habían renunciado a ello. Yo misma recibí no menos de diez visitas de diversas hermanas, advirtiéndome de lo que debería hacer cuando él regresara a la Torre con ellas. Parecían muy seguras. —Vaciló y, aunque no miró a Faile, Perrin tuvo la sensación de que estaba planteándose si decir algo delante de ella. Y delante de Dobraine también, pero principalmente de Faile. El olor a cazador volvió—. Me dio la clara impresión de que debería regresar a Mayene porque de lo contrario podría ser escoltada hasta allí.
Sulin masculló algo entre dientes, pero el fino oído de Perrin captó sus palabras: «Rhuarc es un necio. Si fuese su hija no le quedaría tiempo para hacer otra cosa aparte de azotarla».
—¿Diez? —exclamó Dobraine—. A mí sólo me visitó una. Supuse que se habían desanimado cuando dejé bien claro que había jurado lealtad al lord Dragón. Pero, ya fuesen una o diez, Colavaere es la clave. Ella sabe tan bien como los demás que el lord Dragón piensa entregar el Trono del Sol a Elayne Trakand. —Hizo una mueca—. Elayne Damodred, debería ser. Taringail debió haber insistido en que Morgase adoptase el nombre de Damodred al casarse, en lugar de tomar él el de Trakand; lo necesitaba lo suficiente para acceder a ello. En fin, Elayne Trakand o Elayne Damodred tiene tanto derecho como cualquiera a reclamar el trono, bastante más que Colavaere, pero estoy convencido de que ésta mandó asesinar a Maringil y a Meilan para allanar de trabas y peligros su camino al solio. Jamás se habría atrevido a tanto si hubiese pensado que el lord Dragón regresaría.
—Así que ése era el motivo. —Un ligero y ofendido ceño frunció la frente de Berelain—. Tengo pruebas de que ordenó a un sirviente echar veneno en el vino de Maringil; fue muy descuidada y yo traje conmigo a dos buenos rastreadores. Sin embargo, ignoraba el móvil. —Inclinó levemente la cabeza, aceptando la admiración que asomaba a los ojos de Dobraine—. Será ahorcada por eso. Si es que hay algún modo de conseguir que el lord Dragón vuelva. Si no, me temo que todos nosotros tendremos que buscar un modo de seguir con vida.
Los dedos de Perrin se ciñeron prietamente sobre la vaina de piel de cerdo.
—Lo traeré de vuelta —gruñó. Dannil y el resto de los hombres de Dos Ríos debían de estar todavía a mitad de camino de Cairhien, retrasados por las carretas, pero quedaban los lobos—. Aunque tenga que ir solo, lo traeré de vuelta.
—Solo no —dijo Loial con un tono severo—. Solo nunca mientras yo esté aquí, Perrin. —De repente sus orejas se agitaron en un gesto de azoramiento; siempre parecía sentirse azorado cuando alguien lo veía actuar con arrojo—. Después de todo, mi libro no tendría un buen final si Rand es hecho prisionero en la Torre. Y difícilmente puedo escribir sobre su rescate si no me encuentro allí.
—No iréis solos, Ogier —manifestó Dobraine—. Puedo tener quinientos hombres de confianza a mis órdenes mañana. Ignoro si tendremos alguna oportunidad contra seis Aes Sedai, pero siempre hago honor a mis juramentos. —Miró a Sulin mientras toqueteaba el pañuelo que todavía sostenía en la mano—. Empero ¿hasta qué punto podemos fiarnos de los salvajes?
—¿Hasta qué punto podemos fiarnos de los Asesinos del Árbol? —demandó Sulin en un tono tan seco y duro como ella misma mientras entraba sin llamar. Rhuarc, que olía a sombría determinación, venía con ella. Y también Amys, con aquel rostro juvenil y tan frío como cualquier Aes Sedai enmarcado incongruentemente por el pelo blanco; y Nandera, que apestaba a mortífera cólera y que traía un bulto de ropas pardas y verdes.
—¿Lo sabéis? —pregunto Perrin con incredulidad.
Nandera lanzó el bulto a Sulin.
—Ya era hora de que dieras por cumplido tu plazo de toh —le dijo a la otra Doncella—. Casi seis semanas, todo un mes y medio. Incluso los gai’shain opinan que tu orgullo es demasiado fuerte.
Las dos mujeres desaparecieron en el dormitorio.
Un tufillo irritado emanó de Faile no bien Perrin hubo hablado. «Lenguaje de señas de las Doncellas», musitó en voz tan baja que sólo él pudo oírla. Perrin le dedicó una mirada de agradecimiento, pero su mujer parecía concentrada en el tablero de juego. ¿Por qué no participaba en la conversación? Daba buenos consejos y él le agradecería cualquiera que tuviera a bien ofrecerle. Faile movió una ficha y lanzó una mirada ceñuda a Loial, que estaba pendiente de Perrin y de los demás. Perrin contuvo un suspiro.
—Me importa poco quién se fía de quién —manifestó fríamente—. Rhuarc, ¿estás dispuesto a enviar a tus Aiel contra unas Aes Sedai? Son seis. Sin embargo, cien mil Aiel les darían que pensar. —La cifra que salió de su boca lo hizo parpadear; un ejército de diez mil hombres no era nada desdeñable, pero Rand había hablado de cien mil y lo que Perrin había visto del campamento Aiel en las colinas parecía confirmarlo. Para su sorpresa, Rhuarc emitió un efluvio a indecisión.
—Tantos es imposible —contestó lentamente el jefe de clan, que hizo una pausa antes de proseguir—. Esta mañana llegaron corredores. Los Shaido se están moviendo hacia el sur desde la Daga del Verdugo de la Humanidad en gran número. Tal vez tenga suficientes para detenerlos, porque al parecer no vienen todos, pero si prescindo de tantas lanzas todo lo que se ha hecho hasta ahora aquí habrá sido en vano. Como poco, los Shaido habrán saqueado la ciudad mucho antes de que hayamos regresado. ¿Quién sabe hasta dónde podrían llegar, incluso en otros países, y a cuántas personas se llevarían afirmando que son gai’shain?
Un intenso tufo a desprecio emergió del jefe de clan al decir esto último, pero Perrin no lo entendió. ¿Qué importaba cuántas tierras habría que reconquistar o incluso cuántas personas podrían morir —esa idea acudió a su mente dolorosa, renuentemente— contra el alcance de que a Rand, el Dragón Renacido, se lo llevaran prisionero a Tar Valon?
Sorilea había estado observando a Perrin. Los ojos de las Sabias a menudo obraban en él el mismo efecto que los de las Aes Sedai: ser consciente de que estaban sopesándolo hasta el último gramo y midiéndolo hasta el último centímetro. Sorilea lo hizo sentirse como un arado roto que se hubiera desmontado, cada pieza separada y examinada para ver si había que repararla o reemplazarla.
—Cuéntale todo, Rhuarc —instó la Sabia en tono cortante.
Amys puso una mano en el brazo del jefe de clan.
—Tiene derecho a saberlo, sombra de mi corazón. Es medio hermano de Rand al’Thor. —Su voz sonaba suave. Su olor denotaba firmeza; mucha firmeza.
Rhuarc asestó una mirada dura a las Sabias y a Dobraine otra despectiva. Finalmente se puso muy erguido.
—Sólo puedo disponer de Doncellas y siswai’aman. —A juzgar por su tono y su olor habría preferido perder un brazo que pronunciar aquellas palabras—. Demasiados de los demás no danzarán las lanzas con Aes Sedai.
Dobraine frunció los labios en un gesto desdeñoso.
—¿Cuántos cairhieninos lucharían contra Aes Sedai? —preguntó Perrin sin alzar la voz—. Contra seis Aes Sedai. Y todo cuanto tenemos para combatirlas es acero. —¿Cuántas Doncellas y de esos «sis lo que fuera» podría reunir Rhuarc? Qué más daba; siempre quedaban los lobos. ¿Cuántos lobos morirían?
La mueca desdeñosa se borró de los labios de Dobraine.
—Yo lo haré, lord Aybara —respondió, envarado—. Yo y mis quinientos hombres, aunque en lugar de seis fueran sesenta Aes Sedai.
Hasta la risa de Sorilea sonaba como una piel curtida al estrujarla entre los dedos.
—No temas a las Aes Sedai, Asesino del Árbol —le dijo. De repente, sorprendentemente, una minúscula llama titiló en el aire ante ella. ¡Podía encauzar!
La Sabia hizo desaparecer la llamita cuando empezaron a elaborar planes, pero permaneció muy presente en la mente de Perrin. Pequeña, titilante, débil, pero de algún modo había parecido una declaración de guerra más fuerte que el toque de trompetas; una guerra a muerte.
—Si cooperas —dijo coloquialmente Galina—, la vida será mucho más agradable para ti.
La muchacha le sostuvo la mirada con aire obstinado y rebulló en la banqueta, todavía un tanto dolorida. Estaba sudando a mares a pesar de tener quitada la chaqueta. Debía de hacer mucho calor en la tienda; a veces Galina se olvidaba por completo de la temperatura. No por primera vez, se preguntó sobre esta Min o Elmindreda o como quiera que se llamase. La primera vez que Galina la había visto la chica vestía como un hombre e iba en compañía de Nynaeve al’Meara y Egwene al’Vere. Y también Elayne Trakand; pero las dos primeras estaban vinculadas con al’Thor. La segunda vez, Elmindreda había sido el tipo de mujer que Galina detestaba, luciendo vestidos recargados, llenos de volantes y puntillas, suspirando con coquetería y literalmente bajo la protección de Siuan Sanche. Galina no entendía cómo Elaida había sido tan necia de dejarla marchar de la Torre. ¿Qué conocimientos se escondían en la mente de esa chica? A lo mejor Elaida no se ocupaba de ella de inmediato; utilizada adecuadamente, la chica podría permitirle a Galina echar la red a Elaida como si fuese un pájaro. Creyera lo que creyese Alviarin, Elaida se había convertido en una de esas Amyrlin firmes y capaces que aferraban las riendas de todo con mano de hierro; atraparla seguramente debilitaría también a la Guardiana. Utilizada adecuadamente ahora mismo…
Un cambio en los flujos que había estado percibiendo hizo que Galina se sentara erguida.
—Volveremos a hablar cuando hayas tenido tiempo de pensar un poco las cosas, Min. Plantéate seriamente cuántas lágrimas se merece un hombre.
Una vez fuera de la tienda, Galina se dirigió bruscamente al fornido Gaidin que estaba de guardia:
—Vigílala bien esta vez.
Carilo no estaba de servicio cuando había ocurrido el incidente de la noche anterior, pero había muchos niños mimados entre los Guardianes. Si no quedaba más remedio que existieran, al menos había que tratarlos como soldados y nada más.
Haciendo caso omiso de la reverencia de él, se alejó de la tienda buscando a Gawyn. Ese joven había estado encerrado en sí mismo y muy callado desde la captura de al’Thor. Galina no estaba dispuesta a que lo echara todo a perder por querer vengar a su madre. Localizó a Gawyn montado en su caballo al borde del campamento, hablando con un puñado de esos chicos que se hacían llamar los Cachorros.
Aquella jornada habían parado pronto por necesidad, y el sol de la tarde alargaba las sombras de tiendas y carretas junto a la calzada. Un terreno de ondulada llanura y suaves colinas rodeaba el campamento; la única vegetación que se veía eran algunas arboledas dispersas, en su mayoría pequeñas y poco densas. Treinta y tres Aes Sedai con su servidumbre —y Guardianes; nueve eran Verdes, sólo trece Rojas y el resto Blancas, el Ajah al que Alviarin había pertenecido— formaban un campamento de tamaño considerable aun sin contar a Gawyn y sus soldados. Varias hermanas se encontraban de pie fuera de las tiendas observando atentamente, ya que debían de haber sentido lo mismo que Galina. El foco de atención eran siete Aes Sedai, seis de ellas sentadas en banquetas alrededor de un arcón forrado de latón que se había colocado en un punto donde le estaría dando el sol hasta que éste se metiera. La séptima era Erian; no se había alejado mucho del arcón desde que habían vuelto a meter a al’Thor en él la noche anterior. Se le había permitido salir una vez que dejaron atrás Cairhien, pero Galina sospechaba que Erian iba a hacer que ese hombre deseara pasar el resto del viaje metido en la caja.
La Verde se volvió hacia ella tan pronto como se acercó. Erian era muy hermosa normalmente, su rostro un exquisito óvalo pálido, pero ahora sus mejillas estaban sofocadas como lo habían estado casi de manera constante desde la noche anterior, y sus bellos ojos oscuros tenían un cerco rojizo.
—Intentó romper el escudo otra vez, Galina. —La cólera mezclada con el desprecio por la estupidez del hombre hacía su voz áspera y pastosa—. Hay que castigarlo de nuevo y quiero ser yo quien lo haga.
Galina vaciló. Sería mucho mejor castigar a Min; eso sí que acabaría con la resistencia de al’Thor. Desde luego se había enfurecido mucho cuando vio que se la castigaba por su estallido de rabia de la noche anterior, que a su vez se había producido al ver que se lo castigaba a él. Todo el incidente había empezado porque al’Thor descubrió que Min estaba en el campamento, después de que uno de los Guardianes dejara que la chica saliera a pasear en la oscuridad en lugar de mantenerla confinada en su tienda. ¿Quién habría imaginado que al’Thor, escudado y rodeado, se habría puesto tan furioso? No sólo había tratado de romper el escudo, sino que había matado a un Guardián sin más armas que sus propias manos y herido gravemente a otro con la espada del hombre muerto, hasta el punto de que el segundo expiró durante la Curación. Y todo ello en los breves segundos que las hermanas necesitaron para salir de la estupefacción e inmovilizarlo con el Poder.
Si hubiera sido por ella, Galina habría reunido a las otras hermanas Rojas y habría amansado a al’Thor hacía días. Puesto que eso lo tenían prohibido, lo entregaría en la Torre indemne siempre y cuando se mostrara razonablemente civilizado. Incluso ahora, la eficiencia era lo que le interesaba y lo eficaz sería llevar a Min allí y dejar que él la oyese aullar y llorar otra vez, que supiera que era la causa de su dolor. Pero la casualidad había querido que los dos Guardianes pertenecieran a Erian. La mayoría de las hermanas pensarían que tenía todo el derecho. Y Galina quería que la Verde illiana con aspecto de muñeca descargara la ira y recobrara la calma cuanto antes. Era mucho mejor hacer el resto del viaje contemplando aquel rostro de porcelana sereno.
Galina asintió.
Rand parpadeó cuando de repente la luz inundó el interior del arcón. No pudo evitar hacer una mueca y encogerse; sabía lo que le esperaba. Lews Therin se quedó callado y quieto. Rand mantenía el vacío por los pelos, pero aun así sintió cómo todos sus músculos se contraían, agarrotados, cuando lo pusieron de pie. Apretó los dientes y trató de no cerrar los ojos con fuerza ante lo que parecía la luz más brillante de un mediodía. El aire le resultó maravillosamente fresco; su camisa empapada se le pegaba al cuerpo, que chorreaba sudor. Ninguna cuerda lo inmovilizaba, pero ni siquiera habría podido dar un paso aunque en ello le fuera la vida. Hasta que no vio lo bajo que estaba el sol no comprendió cuánto tiempo había pasado dentro del arcón, con la cabeza entre las rodillas, en un charco de su propio sudor.
Sin embargo, el sol sólo mereció su atención brevemente. De manera involuntaria sus ojos fueron hacia Erian incluso antes de que la mujer se plantara delante de él. La baja y esbelta hermana alzó la vista hacia su rostro, los oscuros ojos rebosantes de furia, y faltó poco para que Rand se encogiera otra vez. A diferencia de la noche anterior, esta vez no dijo una palabra y se limitó a empezar.
El primer golpe invisible se descargó sobre sus hombros; el segundo, en el pecho; el tercero, en la parte posterior de los muslos. El vacío se tambaleó. Aire. Sólo Aire. Así sonaba menos. Cada impacto era como un latigazo, no obstante, manejado por un brazo más fuerte que el de cualquier hombre. Antes de que la Aes Sedai iniciara el castigo, Rand ya tenía el cuerpo cubierto de verdugones desde los hombros hasta las rodillas. Había sido consciente de ellos y no tan débilmente como hubiese deseado; incluso dentro del vacío habría deseado romper a llorar. Después de que el vacío se desmoronó, quiso aullar.
En lugar de ello, apretó los dientes. A veces se le escapaba un gruñido y, cuando tal cosa ocurría, Erian redoblaba sus esfuerzos como si quisiera oír más. Rand rehusó rendirse. No podía evitar sufrir una sacudida con cada golpe del invisible látigo, pero no iba a darle ninguna otra satisfacción a esa mujer. Clavó sus ojos en los de ella, negándose a desviar la mirada, a parpadear.
«Maté a mi Ilyena», gemía Lews Therin cada vez que se descargaba uno de los golpes.
Rand entonaba su propia letanía a cada golpe. El látigo cruzando su pecho: «Esto me ocurre por fiarme de unas Aes Sedai». El fuego desgarrando su espalda: «Nunca jamás; ni un ápice; ni un pelo». Como el tajo de una afilada cuchilla: «Esto ocurre por confiar en Aes Sedai».
Creían que podían doblegarlo. ¡Creían que podían forzarlo a que se arrastrara ante Elaida! Se obligó a hacer lo más difícil que había hecho en su vida: sonrió. Ni que decir tiene que el gesto sólo estaba en sus labios, pero miró a Erian a los ojos y sonrió. Los de ella se abrieron desmesuradamente y luego la Aes Sedai siseó. Los azotes empezaron a caer por todos los lados a la vez.
El mundo se redujo a dolor y a fuego. Rand no veía, sólo sentía. Dolor agónico e infierno. Por alguna razón fue consciente de que sus manos temblaban incontrolablemente bajo las invisibles ataduras, pero se concentró en mantener prietos los dientes. «Esto ocurre por… ¡No gritaré! ¡No grita…! ¡Nunca más, ni en un millón de…! ¡Ni un milímetro, ni un cabello! ¡Nunca jam…! ¡No lo haré! ¡Nunca ja…! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡NUNCA!»
Lo primero fue percibir la respiración. El aire penetró a bocanadas por las aletas de su nariz. Era un montón de carne doliente, abrasada por el fuego, pero los golpes habían cesado. La idea se abrió paso en su mente casi como una sacudida: el final de algo que una parte de él había dado por hecho que jamás acabaría. Percibió sabor a sangre en la boca y entonces se dio cuenta de que las mandíbulas le dolían tanto como el resto del cuerpo. Bien. No había gritado. Los músculos faciales estaban agarrotados en un nudo de crispación; sería todo un esfuerzo abrir la boca aun en el caso de que quisiera hacerlo.
La vista fue el último sentido que recuperó y, cuando ocurrió, se preguntó si el dolor le estaba haciendo ver alucinaciones. Entre las Aes Sedai se hallaba un grupo de Sabias, ajustándose los chales y contemplando a las hermanas con toda la arrogancia que podían mostrar. Cuando decidió que eran reales —a menos que estuviera sumido en una de sus fantasías, inducido por Galina— la primera idea que le vino a la mente fue el rescate. De algún modo las Sabias habían… Era imposible, pero de algún modo lo… Entonces reconoció a la mujer que hablaba con Galina.
Sevanna caminó hacia él, su boca llena y ansiosa esbozando una sonrisa. Aquellos ojos, verde pálido, enmarcados por el cabello que semejaba oro hilado. Rand habría preferido mirar la cara de un lobo rabioso. Había algo extraño en la postura de la mujer, inclinada ligeramente hacia adelante y los hombros echados hacia atrás. Lo estaba mirando a los ojos. De repente, y a pesar del dolor que lo martirizaba, sintió ganas de reír; lo habría hecho si hubiese estado seguro de que sería ése el sonido que habría salido de su boca al abrirla. Aquí estaba, prisionero, azotado hasta el borde de la muerte, con los verdugones ardiendo y el sudor escociéndole, y una mujer que sin duda lo odiaba, que probablemente lo culpaba por la muerte de su amante, ¡trataba de comprobar si él bajaría la vista al escote de su blusa!
Lentamente, ella le pasó una uña por la garganta —de hecho, alrededor del cuello, hasta donde llegaba— como imaginando que le cortaba la cabeza. Muy adecuado, considerando el final de Couladin.
—Lo he visto —manifestó ella con un tono satisfecho y un leve estremecimiento de placer—. Habéis cumplido vuestra parte del trato y yo he cumplido la mía.
Entonces las Aes Sedai volvieron a doblarlo y lo empujaron de vuelta al interior del arcón, con la cabeza entre las rodillas, hecho un ovillo sobre el charco de sudor del fondo. La tapa se cerró y la oscuridad lo envolvió.
Sólo entonces movió las mandíbulas hasta que pudo abrir la boca y soltó un largo y trémulo suspiro. Ni siquiera había tenido la seguridad de ser capaz de contener los gemidos en ese momento. ¡Luz, se sentía como si estuviese envuelto en llamas!
¿Qué estaría haciendo allí Sevanna? ¿A qué trato se había referido? No. Estaba bien saber que existía alguna clase de acuerdo entre la Torre y los Shaido, pero preocuparse por ello debía dejarlo para más adelante. Ahora debía preocuparse por Min. Tenía que liberarse. Habían hecho daño a Min. Aquella idea era tan sombría que casi amortiguó el dolor. Casi.
Sumergirse de nuevo en el vacío fue un ímprobo esfuerzo, un vadear en un pantano de dolor indescriptible, pero finalmente se halló envuelto en la nada, tanteando en busca del saidin… sólo para encontrar allí a Lews Therin en el mismo instante, como dos pares de manos alargándose hacia algo que sólo él podía coger.
«¡Maldito seas! —gruñó Rand para sus adentros—. ¡Maldito seas! ¡Aunque sólo fuera por una vez podrías colaborar conmigo en lugar de actuar contra mí!»
«¡Eres tú quien colabora conmigo!», espetó Lews Therin.
La impresión fue tal que por poco Rand pierde el control del vacío. Esta vez no cabía duda, no podía ser una equivocación; Lews Therin lo había oído y había contestado. «Podríamos trabajar juntos, Lews Therin». Él no quería tal cosa; lo que deseaba era que el hombre saliera de su cabeza. Pero estaba Min. Y a saber cuántos días más hasta Tar Valon. De algún modo estaba convencido de que si lo llevaban hasta allí ya no habría más oportunidades para él. Nunca.
Una risa incierta, aprensiva, le respondió. Y después:
«Juntos, sí. Quienquiera que seas». Y la voz y la presencia se desvanecieron.
Rand se estremeció. Doblado sobre sí mismo allí dentro, con la cabeza apoyada en el charco de sudor que seguía creciendo, tiritó.
Poco a poco tendió las manos hacia el saidin… Y, naturalmente, de nuevo topó con el escudo. De todos modos, era eso exactamente lo que había buscado. Lentamente, con mucho tiento, tanteó a lo largo del escudo hasta donde el duro plano de repente se tornaba en seis suaves puntos.
«Blandos —dijo, jadeante, Lews Therin—. Porque ellas están ahí. Nutriendo la barrera. Duros cuando se atan. Nada que hacer mientras están blandos, pero puedo deshacer la red si la anudan. Disponiendo de tiempo». Permaneció callado tanto rato que Rand pensó que había vuelto a marcharse, pero luego susurró: «¿Eres real?». Y entonces desapareció de verdad.
Cautelosamente, Rand tanteó el escudo hasta los puntos blandos. Hasta seis Aes Sedai. ¿Disponiendo de tiempo? Si lo ataban, cosa que no habían hecho hasta ahora, desde… ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Seis días? ¿Siete? ¿Ocho? Qué más daba. No podía permitirse el lujo de esperar tanto. Cada día que pasaba lo acercaba más a Tar Valon. Mañana intentaría de nuevo romper la barrera; había sido igual que golpear con los puños contra un muro de piedra, pero lo había hecho con todas sus fuerzas. Mañana, cuando Erian lo flagelara —estaba seguro de que sería ella— volvería a sonreír a la mujer y, cuando el dolor llegara a cotas insoportables, dejaría escapar sus gritos. Al día siguiente sólo rozaría el escudo, tal vez lo suficientemente fuerte para que ellas lo notaran, pero sólo eso, y ya no volvería a hacerlo después, tanto si lo castigaban como si no; a lo mejor incluso suplicaba un poco de agua. Le habían dado un poco al amanecer, pero estaba sediento; incluso si le daban de beber más de una vez al día, suplicar serviría. Si para entonces seguía metido en el arcón, tal vez también suplicaría que lo dejaran salir. Creía que lo harían; no era probable que le permitiesen salir mucho tiempo hasta que estuviesen seguras de que había aprendido la lección. Sus músculos agarrotados se estremecieron con la mera idea de pasar allí dentro dos o tres días más. No había espacio para mover ni un dedo, pero su cuerpo lo intentaba. Dos o tres días y se convencerían de que lo habían doblegado. Se mostraría temeroso y evitaría los ojos de cualquiera. Sería un pobre diablo al que podrían dejar salir del arcón sin correr peligro. Más importante aún: un infeliz al que no precisaban seguir vigilando tan estrechamente. Y entonces, tal vez, decidiesen que no hacía falta que hubiera seis hermanas manteniendo el escudo o que podían atar el tejido o… O algo. Necesitaba una brecha. ¡Cualquier cosa!
Era una idea desesperada; entonces se dio cuenta de que estaba riéndose y que no podía parar. Tampoco podía dejar de tantear la barrera, cual un ciego deslizando los dedos desesperadamente sobre un liso y suave cristal.
Galina frunció el entrecejo al seguir con la mirada a las Aiel mientras éstas se marchaban, hasta que coronaron una elevación y desaparecieron por el otro lado. Todas esas mujeres excepto Sevanna eran capaces de encauzar y varias de ellas con mucha fuerza. Sin duda Sevanna habría pensado que estaría más segura rodeada por una docena de espontáneas. Qué idea tan divertida. Estas salvajes eran una pandilla de desconfiadas. Dentro de pocos días volvería a utilizarlas, en la segunda parte del «trato» con Sevanna: la lamentable muerte de Gawyn Trakand y gran parte de sus Cachorros.
Regresó al centro del campamento y allí encontró a Erian todavía plantada junto al arcón en el que estaba metido al’Thor.
—Está llorando, Galina —dijo fieramente—. ¿Lo oyes? Está… —De repente las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Erian y la mujer se quedó inmóvil, sollozando quedamente mientras sus manos apretujaban, crispadas, la falda.
—Ven a mi tienda —susurró Galina—. Tengo un estupendo té de arándanos y te pondré un paño frío y húmedo en la frente.
Erian sonrió a través de las lágrimas.
—Gracias, Galina, pero me es imposible. Rashan y Bartol me estarán esperando. Me temo que ellos lo están pasando peor que yo. No sólo sienten mi dolor, sino que sufren porque saben mi padecimiento. He de confortarlos.
Tras apretarle afectuosamente la mano, Galina se alejó. La hermana Roja miró, fruncido el entrecejo, el arcón. Era cierto que al’Thor parecía estar llorando; o eso o es que se estaba riendo, y dudaba mucho que fuera esto último. Siguió con la mirada a Erian, que en ese momento desaparecía en el interior de la tienda de sus Guardianes. Sí, al’Thor lloraría. Todavía faltaban un par de semanas o más hasta que llegasen a Tar Valon y a la entrada triunfal planeada por Elaida; sí, por lo menos otros veinte días más. De ahora en adelante, tanto si Erian quería como si no, se lo iba a castigar a diario, al amanecer y al ocaso. Cuando lo entregara en la Torre Blanca, le besaría el anillo a Elaida, hablaría cuando se dirigieran a él y se arrodillaría en un rincón cuando no se lo necesitara. Reafirmándose en su propósito, se dirigió a su tienda para tomar el té de arándanos.
Cuando entraron en la arboleda más amplia, Sevanna se volvió hacia las otras mujeres pensando lo extraordinario que era que pensara en los árboles con tanta indiferencia. Antes de cruzar la Pared del Dragón nunca había visto tantos juntos.
—¿Visteis todas los medios que utilizan para dominarlo? —preguntó, arreglándoselas para que sonara como si hubiese dicho «también» en lugar de «todas».
Therava miró a las otras, que asintieron.
—Podemos tejer todo lo que ellas han hecho —respondió la Sabia.
Sevanna asintió al tiempo que manoseaba el pequeño cubo de piedra, con sus intrincados dibujos cincelados, que guardaba en un bolsillo. El extraño hombre de las tierras húmedas que se lo había dado había dicho que tenía que utilizarlo en ese momento, cuando al’Thor estuviese cautivo. Antes de ver a éste tenía intención de hacerlo así, pero ahora había decidido deshacerse del cubo. Era la viuda de un jefe que había estado en Rhuidean y de un hombre que se había hecho llamar jefe sin hacer aquella visita requerida. Ahora iba a ser la esposa del mismísimo Car’a’carn. Todas y cada una de las lanzas de los Aiel se doblegarían ante ella. En su dedo todavía permanecía la sensación del tacto del cuello de al’Thor, cuando había trazado la línea del dogal que le pondría.
—Ha llegado tu hora, Desaine —dijo.
Por supuesto, Desaine parpadeó con sorpresa y después sólo tuvo tiempo para gritar antes de que las demás empezaran su trabajo. Desaine se había contentado con rezongar sobre la posición de Sevanna, y ésta había aplazado su muerte para el momento en que pudiera sacar mejor provecho de ella. A excepción de Desaine, todas las mujeres presentes la apoyaban firmemente; y había más.
Sevanna contempló con interés lo que las otras Sabias hacían; el Poder Único la fascinaba, todas esas cosas realizadas de manera tan milagrosa, sin esfuerzo. Además, era muy importante que pareciese que lo que se le había hecho a Desaine sólo podía realizarse mediante el Poder. Le pareció en verdad sorprendente que un cuerpo humano descuartizado derramase tan poca sangre.