Rand había empezado a apretar con el pulgar el tabaco metido en la cazoleta de su pipa cuando Liah asomó la cabeza por la puerta. Antes de que tuviera ocasión de decir nada, un hombre de cara oronda, vestido con librea roja y blanca, la empujó para pasar y cayó de rodillas ante Rand, jadeando, mientras la Doncella lo miraba sin salir de su asombro.
—Mi señor Dragón —barbotó el tipo casi sin resuello—, unos Ogier han llegado a palacio. ¡Tres, nada menos! Se les ha ofrecido vino, pero insisten en que lo único que quieren es ver al lord Dragón.
Rand se obligó a dar un tono sosegado a su voz; no deseaba asustar al hombre.
—¿Cuánto hace que estás en palacio? —La librea correspondía a su talla y el hombre no era joven—. Me temo que no sé tu nombre.
El hombre arrodillado lo miró con ojos desorbitados.
—¿Mi nombre? Me llamo Bari, milord Dragón. Eh… Veintidós años en servicio, mi señor Dragón, en la próxima Noche de Invierno. Mi señor Dragón, los Ogier…
Rand había visitado un stedding Ogier en dos ocasiones, pero no estaba seguro del protocolo correcto. Los Ogier habían construido la mayoría de las grandes ciudades, sus zonas más antiguas, y seguían saliendo de sus steddings de vez en cuando para realizar reparaciones, aunque Rand dudaba que Bari se mostrara tan excitado con la llegada de alguien de menor categoría que un rey o unas Aes Sedai. Bueno, quizá por ellas no. Rand volvió a guardar la pipa y la bolsita del tabaco en un bolsillo.
—Condúceme hasta ellos.
Bari se incorporó rápidamente, casi saltando sobre las puntas de los pies. Rand supuso que había tomado la decisión correcta, ya que el hombre no mostraba sorpresa por que el lord Dragón acudiera a recibir a los Ogier en vez de ordenar que los llevara a su presencia. No cogió la espada ni el cetro; ninguna de las dos cosas impresionaría a los Ogier. Liah y Cassin lo acompañaron, por supuesto, y fue evidente que Bari habría regresado a la carrera de no verse obligado a mantener el paso marcado por Rand.
Los Ogier aguardaban en un patio en el que había una fuente, con el pilón lleno de nenúfares y peces de colores. Eran un varón y dos féminas; él tenía el pelo blanco y llevaba una larga levita cuyos vuelos caían sobre unas botas altas con la parte superior vuelta; una de las mujeres era mucho más joven que la otra, y las faldas de ambas lucían bordados de hojas y enredaderas, los de la mayor bastante más complejos. Las copas doradas, acordes al tamaño de humanos, parecían minúsculas en sus manos. Varios árboles conservaban hojas todavía y el propio palacio daba sombra. Los Ogier no estaban solos; cuando Rand apareció, Sulin y alrededor de tres docenas de Doncellas estaban arracimadas a su alrededor, y también Urien con cincuenta o más de sus hombres. Los Aiel tuvieron la delicadeza de guardar silencio al ver a Rand.
—Vuestro nombre canta en mis oídos, Rand al’Thor —dijo el Ogier con una voz semejante a un trueno lejano, e hizo las presentaciones con aire serio.
Él era Haman, hijo de Dal, nieto de Moral. La mujer de más edad era Covril, hija de Ela, nieta de Soong; y la más joven era Erith, hija de Iva, nieta de Alar. Rand recordaba haber visto a Erith una vez, en el stedding Tsofu, situado a dos días a caballo desde la ciudad de Cairhien. No se le ocurría qué los habría llevado a Caemlyn.
Los Ogier empequeñecían a los Aiel con su tamaño; hacían que el patio pareciera pequeño. Haman debía de ser unos noventa centímetros más alto que Rand, y su corpulencia estaba en consonancia con su talla; Covril era una cabeza más baja que su compañero —una cabeza Ogier, se entiende—, e incluso Erith sacaba cuarenta y cinco centímetros a Rand como poco. Empero, el tamaño era la diferencia menor entre Ogier y humanos. Los ojos de Haman eran tan grandes y redondos como tazas, su ancha nariz casi le tapaba la cara, y sus orejas sobresalían erguidas entre el cabello y estaban rematadas en las puntas por mechones. Lucía un largo y blanco bigote lacio y perilla, y las cejas le colgaban hasta las mejillas. Rand no habría sabido decir en qué se diferenciaban los rostros de ellas, excepto por la ausencia de barba y bigote, claro está, y porque las cejas no eran tan largas ni tan espesas. Pero de algún modo parecían más delicadas, bien que Covril mostraba un gesto severo en ese momento —por alguna razón le resultaba familiar a Rand—, y Erith parecía preocupada, con las orejas gachas.
—Si me disculpáis un momento —les dijo Rand.
Sulin no le dejó que pronunciara una sola palabra más.
—Hemos venido a hablar con los Hermanos del Árbol, Rand al’Thor —manifestó firmemente—. Has de saber que los Aiel han sido amigos de agua de los Hermanos del Árbol desde hace mucho tiempo. Acudimos a comerciar a sus steddings a menudo.
—Eso es muy cierto —murmuró Haman. Para un Ogier, fue un murmullo; para los demás, el retumbo de una avalancha en la lejanía.
—Estoy seguro de que los otros vinieron para hablar —le respondió Rand a Sulin. Podía distinguir a las Doncellas de su guardia a simple vista, hasta la última de ellas; Jalani se puso roja como la grana—. No me gustaría pensar que hace falta que les pida a Enaila y a Somara que te pongan a su mando. —El curtido semblante de Sulin se ensombreció de indignación, haciendo que la cicatriz que había recibido por seguirlo resaltara aun más—. Hablaré con ellos a solas. A solas —repitió, poniendo énfasis mientras miraba hacia Liah y Cassin—. A menos que creas que necesito que me protejáis de ellos.
Aquello la ofendió aun más y reunió a las Doncellas mediante rápidos signos de las manos en lo que cualquiera excepto un Aiel habría llamado una actitud airada. Algunos de los varones Aiel reían por lo bajo cuando se marcharon; Rand supuso que había hecho alguna clase de chiste.
Mientras los Aiel salían del patio, Haman se atusó la perilla.
—Los humanos no siempre nos han considerado tan pacíficos como para sentirse seguros cerca de nosotros ¿sabes? Ummm. Ummm. —El murmullo caviloso sonó como el zumbido de un gigantesco abejorro—. Está registrado en los antiguos anales. Muy antiguos. En realidad, sólo son fragmentos, pero que datan de justo después de…
—Mayor Haman —interrumpió educadamente Covril—, ¿podemos ceñirnos al asunto que nos ocupa?
Mayor Haman. ¿Dónde había oído eso Rand con anterioridad? Cada stedding contaba con su Consejo de Mayores.
—Está bien, Covril. —Haman suspiró profundamente—. Pero estás mostrando una premura impropia. Apenas nos diste tiempo para lavarnos antes de venir aquí. Juro que has empezado a ir corriendo de aquí para allí como un… —Aquellos enormes ojos lanzaron una fugaz mirada a Rand y luego el anciano Ogier soltó una tosecilla, tapándose la boca con una mano grande como un jamón. Los Ogier consideraban precipitados a los humanos, siempre intentando hacer ahora lo que indudablemente no era necesario hasta mañana. O hasta el próximo año; los Ogier contemplaban las cosas a largo plazo. También consideraban ofensivo recordar a los humanos que siempre tenían prisa.
»Éste ha sido un viaje de lo más excitante al exterior —continuó Haman, explicándoselo a Rand—, y una de las cosas más llamativas ha sido descubrir que los Aiel Shaido habían sitiado Al’cair’rahienallen, algo realmente extraordinario, y que vos estabais de hecho allí; pero entonces os marchasteis antes de que pudiéramos hablar con vos, y… No puedo evitar pensar que hemos sido impetuosos. No. No, tú insististe, Covril. Es por ti por quien dejé mis estudios y mis enseñanzas, para ir corriendo por todo el mundo. A estas alturas habrá un motín en mis clases.
Rand estuvo a punto de sonreír; considerando el modo en que los Ogier hacían las cosas, las clases de Haman tardarían medio año en decidir que se había marchado realmente y otro año más para discutir qué hacer al respecto.
—Una madre tiene derecho a sentirse inquieta —repuso Covril mientras sus orejas copetudas se agitaban. Parecía estar debatiéndose entre el respeto debido a un Mayor y una impaciencia por demás impropia de su raza. Cuando se volvió hacia Rand, se irguió, adelantó la barbilla y enderezó las orejas—. ¿Qué habéis hecho con mi hijo?
—¿Vuestro hijo? —Rand estaba boquiabierto.
—¡Loial! —Lo miraba como si se hubiese vuelto loco. Erith lo estaba observando anhelante, con las manos crispadas sobre el pecho.
»Le prometisteis a la más anciana de los Mayores del stedding Tsofu que cuidaríais de él —prosiguió Covril—. Me lo contaron. Entonces no os hacíais llamar el Dragón, pero erais vos. ¿Cierto, Erith? ¿No dijo Alar que se llamaba Rand al’Thor? —Sólo le dio tiempo a la joven para que respondiera con un breve cabeceo. A medida que aumentaba la velocidad con que hablaba, Haman empezó a mostrar una expresión dolida—. Mi Loial es demasiado joven para estar en el exterior, demasiado joven para estar corriendo de un lado al otro del mundo, haciendo cosas que sin duda le habéis mandado hacer. La Mayor Alar me habló de vos. ¿Qué tiene que ver mi Loial con los Atajos y con trollocs y con el Cuerno de Valere? Me lo entregaréis ahora mismo, por favor, para que así pueda casarlo como es debido con Erith. Ella hará que siente la cabeza y se le quiten las ganas de vagabundear.
—Es muy apuesto —musitó tímidamente Erith, cuyas orejas se agitaban de tal modo por la turbación que los copetes se sacudían de un modo extraordinario—. Y también creo que es muy valiente.
A Rand le costó unos segundos recobrar el equilibrio mental. Una Ogier mostrándose firme se asemejaba mucho a una montaña derrumbándose. Y una Ogier mostrándose firme y hablando rápidamente…
Según el entender de los Ogier, Loial, con poco más de noventa años, era demasiado joven para salir solo del stedding. Los Ogier eran muy longevos. Desde el primer día en que Rand lo conoció, Loial, ansioso por conocer mundo, se había preocupado de lo que ocurriría cuando los Mayores se dieran cuenta de que se había escapado. Sobre todo le preocupaba que su madre saliera tras él llevando una novia a remolque. Había explicado que los hombres de su raza no tenían voz ni voto en ese asunto, y las mujeres elegidas poco más; todo lo acordaban entre las dos madres. No estaba fuera de lo posible que uno se encontrara casado con una mujer a la que no se conocía hasta el día en que su madre le presentaba a su futura esposa y a su suegra.
Loial parecía pensar que el matrimonio sería el final de todo para él, al menos de sus ansias de ver mundo, y tanto si era así como si no, Rand no entregaría a un amigo a aquello que temía. Estaba a punto de decir que ignoraba el paradero de Loial y sugerirles que regresaran al stedding y esperaran a que el joven Ogier volviera —de hecho ya había abierto la boca para hablar— cuando se le ocurrió una pregunta. Lo avergonzaba no recordar algo tan importante; al menos para Loial.
—¿Cuánto tiempo lleva fuera del stedding?
—Demasiado —respondió Haman, y su voz sonó como peñascos retumbando al rodar ladera abajo—. El chico nunca fue aplicado en sus tareas. Siempre estaba hablando de ver el exterior, como si hubiese cambiado realmente algo de lo que hay en los libros que debería haber estudiado. Ummm. ¿Qué cambio representa en realidad el que los humanos hayan variado las líneas de un mapa? La tierra sigue siendo…
—Ha permanecido fuera demasiado tiempo —intervino la madre de Loial con tanta firmeza como un poste que se clava en arcilla seca. Haman la miró ceñudo, y la mujer se las arregló para sostenerle la mirada con igual firmeza a pesar de que las orejas le temblaban de azoramiento.
—M… más de cinco años —puntualizó Erith. Durante un instante sus orejas se doblaron, pero acto seguido se alzaron brusca y obstinadamente. En una buena imitación de Covril, manifestó—: Quiero que sea mi esposo. Lo supe desde el primer momento en que lo vi. No dejaré que muera. Y menos por ser un necio.
Rand y Loial habían hablado de muchas cosas y una de ellas había sido la añoranza, aunque al joven Ogier no le gustaba hablar de ella. Cuando el Desmembramiento del Mundo obligó a los humanos a huir a cualquier lugar que les ofreciera seguridad, también llevó a los Ogier fuera de los steddings. Durante largos años los humanos erraron por un mundo que a veces cambiaba en el mismo día, persiguiendo la seguridad, y los Ogier erraron en busca de los steddings perdidos en la cambiante tierra. Fue entonces cuando los aquejó la Añoranza. Un Ogier alejado del stedding deseaba regresar. Un Ogier alejado largo tiempo del stedding necesitaba regresar. Un Ogier alejado demasiado tiempo del stedding moría.
—Loial me dijo que un Ogier podía permanecer fuera más tiempo que eso —repuso quedamente Rand—. Diez años, creo recordar.
Haman empezó a sacudir la inmensa cabeza antes de que Rand hubiese terminado de hablar.
—No es exacto. Que yo sepa, sólo cinco han permanecido fuera tanto tiempo y han vivido para regresar al stedding, y creo que yo lo sabría si hubiese habido más. Se habría escrito y hablado de una locura semejante. De los cinco, tres murieron antes de transcurrir un año desde su vuelta al hogar, el cuarto fue un inválido el resto de su vida, y la mejor parada fue la quinta, una mujer, que sólo necesitó un bastón para caminar. Pero siguió escribiendo. Ummm… Dalar tenía algunas cosas interesantes que contar referentes a…
Esta vez, cuando Covril abrió la boca, el Mayor giró la cabeza hacia ella y la miró, enarcando bruscamente las pobladas cejas. La Ogier empezó a alisarse los pliegues de la falda con gestos furiosos, pero le mantuvo la mirada sin vacilar.
—Cinco años es un corto espacio de tiempo, lo sé —siguió diciendo Haman a Rand, aunque sin dejar de mirar intensamente a Covril por el rabillo del ojo—, pero ahora estamos anclados al stedding. No hemos oído nada en la ciudad que nos indique que Loial está aquí, y a juzgar por el alboroto que nuestra presencia ha causado tendríamos que haber escuchado algún comentario, pero si nos decís dónde se encuentra le estaréis haciendo un gran favor.
—En Dos Ríos —informó Rand. Salvar la vida a un amigo no era traicionarlo—. La última vez que lo vi partía hacia allí en buena compañía, con amigos. Dos Ríos es un lugar tranquilo. Y seguro. —Volvía a serlo ahora, gracias a Perrin—. Y gozaba de buena salud hace unos pocos meses. —Bode se lo había dicho cuando las muchachas de la región le estuvieron contando lo ocurrido allí.
—Dos Ríos —murmuró Haman—. Ummm. Ummm. Sí, sé dónde está. Otra larga caminata. —Los Ogier montaban a caballo en muy contadas ocasiones, ya que había pocos animales que pudieran aguantar su peso; y, en cualquier caso, preferían confiar en sus propias piernas.
—Debemos ponernos en marcha inmediatamente —dijo Erith con un retumbo firme aunque ligero. Ligero comparado con el timbre de Haman, claro está.
Covril y Haman la miraron sorprendidos, escandalizados de que se hubiese atrevido a hablar de ese modo, y las orejas de Erith se doblaron por completo. Después de todo, era una jovencita que acompañaba a un Mayor y a una mujer que, según sospechaba Rand, debía de ser muy importante a juzgar por la forma en que le plantaba cara a Haman. A buen seguro que Erith no superaba en mucho los ochenta años.
Sonriendo ante esta idea —el patinazo era propio de una chiquilla, de modo que quizá sólo tenía setenta—, Rand ofreció:
—Por favor, aceptad mi hospitalidad en palacio. Unos pocos días de descanso contribuirán a que vuestro viaje sea más rápido, Mayor Haman. —¡Claro, ahora lo recordaba! Loial estaba hablando siempre de su maestro. Según él, el Mayor Haman lo sabía todo.
»Y quizá podáis prestarme ayuda. Necesito localizar las puertas a los Atajos. Todas ellas —añadió.
Los tres Ogier empezaron a hablar a la vez:
—¿Las puertas a los Atajos? —dijo Haman, alzando cejas y orejas bruscamente—. Los Atajos son muy peligrosos. Demasiado peligrosos.
—¿Unos pocos días? —protestó Erith—. Mi Loial podría estar muriéndose.
—¿Unos pocos días? —dijo Covril a la par de la joven—. Mi Loial podría… —Enmudeció y clavó los ojos en la chica, con los labios prietos y las orejas trémulas.
Haman les asestó una mirada ceñuda a ambas mientras se atusaba la perilla con un aire irritado.
—No sé por qué me dejé convencer para meterme en esto. Debería estar impartiendo conocimientos en mis clases, y hablando con los miembros del Tocón. Si no fueses una Oradora tan respetada, Covril…
—Querrás decir si no estuvieses casado con mi hermana —espetó categóricamente—. Voniel te dijo que cumplieses con tu deber, Haman. —Las cejas del Mayor se hundieron hasta que las largas puntas rozaron sus mejillas, y sus orejas parecieron perder gran parte de su tiesura—. Quería decir que te lo pidió —prosiguió Covril. No con precipitación exactamente, ni tampoco perdiendo el aplomo, pero, definitivamente, con presteza—. Por el Árbol y la quietud, no era mi intención ofenderte, Mayor Haman.
Éste carraspeó sonoramente —lo que en un Ogier significaba muy sonoramente— y se volvió hacia Rand al tiempo que se tiraba de la chaqueta como si la tuviera descolocada.
—Los Engendros de la Sombra están utilizando los Atajos —se le adelantó Rand antes de que Haman pudiera hablar—. He apostado guardias en las pocas puertas a las que tenemos acceso. —Eso incluía la que se encontraba a las afueras del stedding Tsofu, tras su última y fútil visita allí, obviamente después de que los tres hubiesen partido, o no habrían hecho este viaje—. Apenas un puñado. Todas ellas tienen que estar vigiladas o en caso contrario Myrddraal y trollocs podrían aparecer en enjambres de repente, como salidos de la nada, en lo que concierne a todos aquellos sobre los que podrían caer por sorpresa. Pero ni siquiera sé dónde están ubicadas todas.
Eso no solucionaría lo de los accesos, por supuesto. A veces se preguntaba por qué los Renegados no hacían llegar unos pocos miles de trollocs a través de uno. O diez o veinte mil. No le resultaría fácil contener un ataque semejante; si es que podía. En el mejor de los casos tendría lugar una matanza. En fin, no había nada que hacer respecto a los accesos si no estaba presente en el lugar, y en el momento, en que se abriera uno, pero sí podía hacer algo con las puertas a los Atajos.
Haman intercambió una mirada con Covril. Los dos hicieron un aparte y hablaron en susurros que, sorprendentemente, fueron lo bastantes quedos para que Rand sólo consiguiera captar un zumbido semejante al de un enjambre sobre el tejado. Debía de estar acertado en su suposición de que la Ogier era alguien importante. Una Oradora; había advertido que era una especie de título. Consideró la posibilidad de aferrar el saidin —de ese modo podría escucharlos— pero rechazó la idea con desagrado. Todavía no había caído tan bajo como para ponerse a escuchar a escondidas. Erith repartió su atención entre sus mayores y Rand, sin dejar un solo momento de alisarse la falda con movimientos inconscientes.
Rand confiaba en que no le plantearan por qué no había hecho su petición al Consejo de Mayores del stedding Tsofu. Alar, la más anciana de los Mayores de allí, había sido muy categórica; el Tocón estaba reunido, y nada tan peculiar —tanto que ni siquiera se había pensado la posibilidad— como era entregar a un humano el control de las puertas a los Atajos podía hacerse a menos que el Tocón estuviera de acuerdo. Quién era él parecía importarle tan poco a la anciana Ogier como a estos tres.
Finalmente Haman regresó; tenía fruncido el entrecejo y se asía con fuerza las solapas de la chaqueta. También Covril estaba ceñuda.
—Todo esto es precipitado, muy precipitado —manifestó Haman en un tono bajo que recordaba un deslizamiento de grava—. Ojalá pudiera discutirlo con… En fin, no puedo. ¿Engendros de la Sombra, decís? Ummm. Ummm. De acuerdo, si hay que actuar con prisa, se actúa con prisa. Que no se diga que los Ogier son incapaces de reaccionar rápidamente cuando es preciso, y quizás ése es el caso ahora. Tenéis que entender que el Consejo de Mayores de cualquier stedding podría deciros que no, al igual que el Tocón.
—¡Mapas! —gritó Rand tan fuerte que los tres Ogier dieron un brinco—. ¡Necesito mapas!
Giró sobre sus talones buscando con la vista a alguno de los sirvientes que siempre parecían estar por los alrededores, a un gai’shain, o a cualquiera. Sulin asomó la cabeza por una de las puertas que daban al patio. Tenía que estar cerca, después de todo lo que le había dicho.
—Mapas —bramó a la Doncella—. Quiero todos los mapas que hay en palacio. Y una pluma y tintero. ¡Ya! ¡Deprisa!
La Doncella lo miró casi despectivamente —los Aiel no utilizaban mapas y, naturalmente, se vanagloriaban de no necesitarlos— y se dio media vuelta.
—¡Corre, Far Dareis Mai! —espetó Rand.
Ella miró hacia atrás… y echó a correr. Rand deseó saber cuál era el aspecto de su semblante porque así podría recordarlo para utilizarlo de nuevo.
Haman daba la impresión de que habría estado retorciéndose las manos si su dignidad se lo hubiese permitido.
—A decir verdad, es muy poco lo que podemos deciros que ya no sepáis. Cada stedding tiene una justo al borde del perímetro. —Las primeras puertas a los Atajos no se habían hecho dentro debido a la imposibilidad de encauzar, al estar bloqueada la conexión con la Fuente por el propio stedding; cuando se les dio el Talismán del Nacimiento a los Ogier y pudieron hacer por sí mismos que los Atajos crecieran hasta una nueva puerta, el Poder seguía involucrado en la creación, pero no encauzándolo—. Y en todas vuestras urbes que tenían arboledas Ogier. Aunque parece que aquí la ciudad ha crecido encima de la arboleda. Y en Al’cair’rahienallen… —Dejó la frase en el aire y sacudió la cabeza.
El propio nombre era un resumen del problema. Tres mil años antes, más o menos, había existido una ciudad llamada Al’cair’rahienallen, construida por los Ogier. Hoy en día era Cairhien, y la arboleda que los constructores Ogier habían plantado para que les recordara a sus steddings era parte de una finca perteneciente a la misma familia Barthanes cuyo palacio albergaba ahora la escuela de Rand. Pero nadie, con excepción de los Ogier y quizás algunas Aes Sedai, recordaba Al’cair’rahienallen. Ni siquiera los cairhieninos.
Aunque Haman pensara lo contrario, en tres mil años podían producirse muchos cambios. Grandes urbes creadas por los Ogier ya no existían, y de algunas ni siquiera quedaba el nombre. Se habían levantado otras ciudades importantes en cuya construcción los Ogier no habían tenido parte. Amador, iniciada tras la Guerra de los Trollocs, era una, o así se lo había dicho Moraine; y Chachin, en Kandor; y Shol Arbela, en Arafel; y Fal Moran, en Shienar. En Arad Doman, Bandar Eban se había construido sobre las ruinas de una ciudad destruida en la Guerra de los Cien Años, una urbe de la que Moraine conocía tres nombres supuestos, y ésta a su vez se había levantado sobre las ruinas de una ciudad sin nombre que había desaparecido en la Guerra de los Trollocs. Rand conocía la existencia de una puerta a los Atajos en Shienar, en la campiña cercana a una ciudad de tamaño moderado que había conservado parte del nombre de una gran urbe arrasada por los trollocs; y de otra ubicada dentro de la Llaga, en la Malkier destruida por la Sombra. En otros lugares se habían trasladado o la población había crecido encima, como el propio Haman había señalado. La puerta a los Atajos de aquí, en Caemlyn, se encontraba ahora en un sótano. Un sótano fuertemente vigilado. Rand sabía que había una puerta a los Atajos en Tear, en la gran pradera donde los Grandes Señores criaban sus famosas caballadas. Tenía que haber otra en alguna parte de las Montañas de la Niebla, donde antaño se levantaba Manetheren. En lo referente a los steddings, sólo sabía dónde estaba el stedding Tsofu. Moraine no había considerado una parte vital de su educación los steddings ni los Ogier.
—¿Que no sabéis dónde están los steddings? —preguntó Haman con incredulidad una vez que Rand acabó de explicarse—. ¿Es esto un chiste Aiel? Nunca he llegado a entender vuestro sentido del humor.
—Para los Ogier —adujo suavemente Rand—, ha pasado mucho tiempo desde que se crearon los Atajos. Para los humanos es como si hubiese transcurrido una eternidad.
—¿Pero es que no recordáis siquiera Mafal Dadaranell o Ancohima o Londaren Cor o…?
Covril posó una mano en el hombro de Haman, pero la compasión reflejada en sus ojos estaba dirigida a Rand.
—No se acuerda —dijo suavemente—. Sus recuerdos se han borrado. —Lo dijo de un modo que sonaba como la mayor pérdida imaginable.
Erith, con las manos sobre la boca, parecía a punto de llorar. Sulin regresó, obviamente sin correr de manera deliberada, seguida por un nutrido grupo de gai’shain cargados hasta los topes con mapas enrollados de todos los tamaños, algunos lo bastante largos para que arrastraran por el pavimento del patio. Un varón gai’shain llevaba una escribanía trabajada con incrustaciones de marfil.
—He puesto a otros gai’shain a buscar más —informó, envarada, la Doncella—. Y también a algunos de los habitantes de las tierras húmedas.
—Gracias —le dijo Rand. La tirantez del rostro de la mujer se suavizó un poco.
Rand se puso en cuclillas y empezó a extender mapas allí mismo, sobre el pavimento, haciendo una selección. Algunos eran de la ciudad, y muchos de regiones de Andor. Enseguida encontró uno que mostraba toda la extensión de las Tierras Fronterizas, y la Luz sabría qué haría eso allí, en Caemlyn. Algunos eran tan antiguos que estaban hechos jirones, y marcaban unas fronteras que ya no estaban vigentes o tenían escritos nombres de países que habían desaparecido cientos de años atrás.
Las fronteras y los nombres bastaban para organizar los mapas por antigüedad. En los más viejos, Hardan limitaba con Cairhien al norte; después Hardan ya no estaba y las fronteras cairhieninas se desplazaban a mitad de camino de Shienar, antes de retroceder de nuevo como prueba palpable de que el Trono del Sol no podía dominar tal extensión de tierra. Maredo aparecía entre Tear e Illian, y a continuación Maredo desaparecía, y la frontera de Tear e Illian se situaba en los llanos de Maredo, retrocediendo lentamente por la misma razón que Cairhien. Habían desaparecido Caralain, Almoth, Mosara, Irenvelle y otras, a veces absorbidas por otras naciones y más frecuentemente convertidas en territorios deshabitados y agrestes que nadie reclamaba como suyos. Esos mapas relataban una historia de decadencia desde el desmoronamiento del imperio de Hawkwing, de una humanidad en lento retroceso. Un segundo mapa de las Tierras Fronterizas mostraba sólo Saldaea y parte de Arafel, pero también situaba la frontera de la Llaga ochenta kilómetros más al norte. La humanidad retrocediendo y la Sombra avanzando.
Un hombre muy delgado y calvo, vestido con una librea de palacio que le quedaba grande, entró en el patio con otro montón de mapas; Rand suspiró y prosiguió con la tarea de seleccionar y descartar.
Haman examinó seriamente la escribanía que le había entregado el gai’shain y después sacó una casi igual de grande, aunque muy sencilla, de un bolsillo muy amplio de su chaqueta. La pluma que cogió era de madera pulida, bastante más gruesa que el pulgar de Rand y lo bastante larga para resultar esbelta. Encajaba a la perfección en los dedos del Ogier, gordos como salchichas. A continuación se puso a gatas y repasó los mapas seleccionados por Rand, mojando de vez en cuando la pluma en el tintero sostenido por el gai’shain y haciendo anotaciones en una letra que parecía demasiado grande hasta que uno caía en la cuenta de que para él debía de resultar muy pequeña. Covril lo seguía, asomándose sobre su hombro aun después de que Haman le hubo preguntado por segunda vez si creía realmente que podía cometer un error.
Fue una sesión instructiva para Rand, empezando con siete steddings repartidos por las Tierras Fronterizas. Claro que a los trollocs los atemorizaba entrar en un stedding, e incluso los Myrddraal necesitaban de un motivo imperioso para inducirlos a entrar en ellos. En la Columna Vertebral del Mundo, o la Pared del Dragón, había trece, incluido uno en la Daga del Verdugo de la Humanidad, desde el stedding Shangtai, al sur, hasta el stedding Qichen y el stedding Sanshen al norte, distantes sólo unos cuantos kilómetros entre sí.
—El mundo cambió realmente en el Desmembramiento —explicó Haman cuando Rand hizo un comentario, pero siguió haciendo apuntes rápidamente; o, al menos, rápidamente tratándose de un Ogier—. Territorios secos pasaron a ser mares y viceversa, pero también la tierra se plegó. En ocasiones, lo que estaba lejos acabó encontrándose cerca, y al contrario. Aunque, naturalmente, nadie sabía si Qichen y Sanshen habían estado distantes o no.
—Has olvidado Cantoine —manifestó Covril, provocando que otro sirviente uniformado dejara caer otro montón de mapas que traía, al sufrir un sobresalto.
Haman le echó una mirada y luego escribió el nombre justo encima del río Iralell, un poco al norte de Haddon Mirk. En la franja occidental de la Pared del Dragón, desde la frontera meridional de Shienar hasta el Mar de las Tormentas, sólo había cuatro, todos ellos nuevos según la estimación del Ogier, lo que significaba que el más reciente, Tsofu, estaba habitado por su raza desde hacía seiscientos años y ninguno de los otros durante más de mil. Algunas de las ubicaciones resultaron ser una sorpresa tan grande como las de las Tierras Fronterizas, tales como en las Montañas de la Niebla, que contaban con seis, y en la Costa de las Sombras. Las Colinas Negras estaban incluidas, así como los bosques por encima del río Ivo y las montañas situadas más arriba del río Dhagon, justo al norte de Arad Doman.
Más triste fue la lista de los steddings abandonados, debido a que el número de habitantes se había reducido en exceso. La Columna Vertebral del Mundo, las Montañas de la Niebla y la Costa de las Sombras también estaban en esa lista, al igual que un stedding ubicado en el interior del llano de Almoth, cerca de la gran foresta llamada Paerish Swar, y otro en los montes que se alzaban a lo largo de Punta Toman, por el norte, orientados al Océano Aricio. Quizá más triste era el señalado al mismo borde de la Llaga, en Arafel; los Myrddraal serían reacios a entrar en los steddings, pero a medida que la Llaga ganaba terreno hacia el sur año tras año barría todo a su paso. Haman hizo una pausa.
—A Sherandu se lo tragó la Gran Llaga hace mil ochocientos cuarenta y tres años —dijo tristemente—. Y a Chandar hace novecientos sesenta y ocho.
—Que su recuerdo florezca y alcance la plenitud en la Luz —musitaron al unísono Covril y Erith.
—Conozco uno que no habéis marcado —apuntó Rand. Perrin le había contado que se había refugiado en él en una ocasión. Acercó un mapa de Andor al este del río Arinelle y señaló un punto bastante por encima de la calzada que iba de Caemlyn a Puente Blanco. Una ubicación bastante aproximada, esperaba.
Haman hizo una mueca que casi era un gruñido.
—Donde tenía que levantarse la ciudad de Hawkwing. Aquél no se reclamó nunca. Fueron varios los steddings encontrados que nunca ocupamos. Tratamos de mantenernos todo lo lejos posible de las tierras de los humanos.
En efecto, todas las marcas se hallaban en montañas abruptas, en lugares a los que los humanos no les era fácil acceder o, en unos pocos casos, a cierta distancia de núcleos habitados. El stedding Tsofu se encontraba bastante más cerca de una población que cualquier otro, y a pesar de ello Rand sabía que había un día de distancia con el pueblo más próximo.
—Éste sería un buen tema para discutir, pero en otro momento —adujo Covril; aunque le habló a Rand, las miradas de reojo de la Ogier dejaban claro que sus palabras iban dirigidas a Haman—. Quiero emprender camino hacia el oeste y recorrer la mayor distancia posible antes de que caiga la noche.
Haman soltó un sonoro suspiro.
—Supuse que os quedaríais un tiempo —protestó Rand—. Debéis de estar exhaustos tras recorrer a pie todo el camino desde Cairhien.
—Las mujeres no se agotan, sólo agotan a los demás —dijo Haman—. Es un viejo dicho entre nosotros.
Covril y Erith aspiraron ruidosamente el aire por la nariz en perfecta sincronización. Mascullando entre dientes, Haman continuó con la lista, pero ahora se trataba de ciudades que los Ogier habían construido, urbes donde había habido arboledas, cada una de ellas con su correspondiente puerta a los Atajos a fin de facilitar los desplazamientos de los Ogier desde los steddings y hacia ellos sin necesidad de pasar a través de las tierras de los humanos, tan a menudo envueltas en conflictos.
Marcó, naturalmente, Caemlyn; y Tar Valon, Tear, Illian, Cairhien, Maradon y Ebou Dar. Eso completaba la lista en lo referente a ciudades que todavía existían, y en el caso de la última, Ebou Dar, la apuntó como Barashta. Quizá Barashta perteneciera, en cierto modo, más a las otras, a esos puntos marcados en lugares de los mapas donde no aparecía nada o, como mucho, un pueblo: Mafal Dadaranell, Ancohima y Londaren Cor; y, por supuesto, Manetheren, Aren Mador, Aridhol, Shaemal, Deranbar, Braem, Condaris, Hai Ecorimon, Iman… A medida que la lista crecía, Rand empezó a ver puntos húmedos en cada mapa que Haman le pasaba cuando había terminado. Le costó un momento comprender que el Mayor Ogier estaba llorando en silencio, y que sus lágrimas caían mientras señalaba las ciudades muertas y olvidadas. Tal vez lloraba por la gente o tal vez por los recuerdos. Lo que sí entendió Rand es que las lágrimas no eran por las ciudades en sí ni por las obras perdidas de los albañiles Ogier. Para ellos, la construcción era sólo algo que habían llevado a cabo durante el Exilio y ¿qué trabajo en piedra podía compararse con la majestuosidad de los árboles?
Unos de aquellos nombres despertó algo más que recuerdos en Rand, así como la localización, al este de Baerlon, a varios días de camino al norte de Puente Blanco, en el Arinelle.
—¿Había una arboleda aquí? —inquirió, apuntando con el dedo.
—¿En Aridhol? Sí —respondió Haman—. Sí, la había. Un caso triste, ése.
—En Shadar Logoth —corrigió Rand sin levantar la cabeza—. Un caso muy triste, sí. ¿Podríais…? ¿Querríais mostrarme esa puerta a los Atajos si os llevo allí?