55 Los pozos de Dumai

Gawyn intentaba mantener ocupada su mente en el paisaje mientras cabalgaba a la cabeza de la columna. Este tipo de terreno suavemente ondulado, con las dispersas arboledas, era lo bastante llano para que uno creyera que la vista alcanzaba muy lejos, cuando en realidad algunas de aquellas lomas no eran tan bajas como aparentaban. El viento levantaba nubes de polvo ese día y también el polvo podía ocultar muchas cosas. Los pozos de Dumai, tres grandes brocales de piedra situados en una pequeña arboleda, se encontraban a corta distancia de la calzada, a la derecha; puede que los barriles de agua estuviesen casi a rebosar pero, como poco, había cuatro días de marcha hasta el siguiente punto de abastecimiento de agua si es que el manantial de Alianelle no se había secado. Sin embargo, Galina había ordenado no detenerse. Sí, Gawyn intentaba mantener la mente en donde debía tenerla, pero le resultaba imposible.

De vez en cuando se giraba sobre la silla y miraba hacia atrás, a la larga y sinuosa hilera de carretas que se extendía por la calzada, con Aes Sedai y Guardianes cabalgando a los lados y los sirvientes que no iban en las carretas, a pie. La mayoría de los Cachorros estaban en la retaguardia, donde Galina les había ordenado marchar. No alcanzaba a ver la carreta, situada en el centro de la columna, con seis Aes Sedai cabalgando de continuo al lado; ésa no tenía cubierta de lona. Habría matado a al’Thor de haber podido, pero el trato que le estaban dando lo ponía enfermo. Incluso Erian se había negado a tomar parte en ello después del segundo día y la Luz sabía que tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, Galina se había mostrado inflexible.

Volviendo con decisión la vista al frente, acarició el bolsillo de su chaqueta donde guardaba, cuidadosamente envuelta entre seda, la carta de Egwene. Sólo unas pocas palabras para decirle que lo amaba, que debía marcharse; nada más. La leía cinco o seis veces cada día. No mencionaba la promesa hecha por él. Bien, no había alzado una mano contra al’Thor. Se había quedado de piedra al enterarse de que lo tenían prisionero, y lo supo días después de que hubiese ocurrido. De algún modo tendría que hacérselo entender así a Egwene. Le había prometido no levantar la mano contra él, pero tampoco levantaría un dedo para ayudarlo. Egwene tenía que entenderlo. Luz, tenía que entenderlo.

El sudor le corría por la cara y se enjugó los ojos con la manga. Por Egwene no podía hacer nada salvo rezar. Pero sí podía hacer algo por Min. Debía hacer algo, lo que fuera. No merecía ser llevada a la Torre como prisionera; no podía creer lo contrario. Si los Guardianes relajasen aunque sólo fuera un poco su vigilancia sobre la muchacha, podría…

De repente Gawyn fue consciente de un caballo que se acercaba a galope hacia las carretas, calzada adelante, entre nubes de polvo y al parecer sin jinete.

—Jisao —ordenó— di a los conductores que paren las carretas. Hal, avisa a Ragar que alerte a los Cachorros.

Sus dos subordinados hicieron dar media vuelta a sus caballos sin pronunciar palabra. Gawyn esperó. Aquél era el castrado gris de Benji Dalfor y, a medida que se aproximaba, Gawyn distinguió a Benji doblado sobre la silla y aferrándose a las crines del animal. El caballo casi pasó de largo junto a Gawyn antes de que éste pudiera agarrar las riendas.

Benji giró la cabeza sin incorporarse y miró a Gawyn con ojos vidriosos. Tenía sangre alrededor de la boca y llevaba un brazo apretado sobre la cintura como si intentara mantenerse en una pieza.

—Aiel —balbució—. Miles. Por todas partes, creo. —De repente sonrió—. Un día fresco, ¿no te…? —La sangre le salió a borbotones por la boca y el joven se desplomó sobre la calzada, los ojos mirando sin ver el sol.

Gawyn hizo girar a su semental y galopó hacia las carretas. Ya habría tiempo después para pensar en Benji, si es que alguno de ellos seguía con vida.

Galina cabalgaba a su encuentro; el guardapolvo ondeaba a su espalda y los oscuros ojos ardían de ira en aquel rostro impasible. Había estado furiosa permanentemente desde el día siguiente en que al’Thor intentó escapar.

—¿Quién te crees que eres para ordenar que se detengan las carretas? —demandó.

—Hay miles de Aiel que vienen hacia nosotros, rodeándonos, Aes Sedai. —Se las ingenió para mantener un tono educado. Las carretas se habían parado al menos y los Cachorros estaban formando, pero los conductores manoseaban con nerviosismo las riendas y los sirvientes echaban ojeadas mientras se desplegaban, en tanto que las Aes Sedai charlaban con los Guardianes.

—Necio. —Los labios de Galina se fruncieron en un gesto despectivo—. Sin duda deben de ser los Shaido. Sevanna dijo que nos darían escolta; pero, si lo dudas, coge a tus Cachorros y compruébalo por ti mismo. Estas carretas seguirán avanzando hacia Tar Valon. Es hora de que te enteres de que soy yo quien da aquí las órdenes, no…

—¿Y si no son vuestros domesticados Aiel? —No era ésta la primera vez en los últimos días que le había sugerido que encabezara una patrulla él mismo; sospechaba que si lo hacía, encontraría Aiel y no domesticados—. Sean quienes sean, han matado a uno de mis hombres. —Al menos a uno; todavía quedaban seis exploradores de servicio—. Tal vez deberíais considerar la posibilidad de que éstos sean los Aiel de al’Thor que vienen a rescatarlo. Será demasiado tarde cuando estén a dos pasos de nosotros.

Sólo en ese momento fue consciente de que estaba gritando, pero de hecho la ira de Galina desapareció. La mujer miró hacia la calzada, donde Benji yacía tendido, y después asintió lentamente.

—Quizá no estaría de más ser precavidos por esta vez.


Rand se esforzaba por respirar; el aire dentro del arcón era denso y caliente. Afortunadamente, ya no lo olía. Lo enjuagaban con un balde de agua todas las noches, pero eso distaba mucho de ser un baño y durante un rato después de que cerraran la tapa sobre él cada mañana y echaran la llave, el hedor incrementado por otro día expuesto al implacable calor del sol inundaba sus fosas nasales. Mantener el vacío constituía todo un esfuerzo de voluntad. Su cuerpo se había convertido en una masa de verdugones; hasta el último centímetro de piel, desde los hombros hasta las rodillas, le ardía incluso antes de que el sudor lo tocara, y aquellas diez mil llamas titilaban al borde del vacío, amenazando con consumirlo. Sentía, distante, el doloroso pálpito de la herida del costado a medio curar, pero la nada que lo rodeaba se estremecía con cada latido. Alanna. Podía sentir a Alanna. Muy cerca. No. No podía perder tiempo pensando en ella; aun en el caso de que lo hubiese seguido, seis Aes Sedai no podrían liberarlo. Eso, si no decidían unirse a Galina. No fiarse. Nunca jamás confiaría en ninguna Aes Sedai. A lo mejor se lo estaba imaginando. A veces imaginaba cosas ahí dentro: el soplo de una fresca brisa, mientras caminaba. En ocasiones no tenía conciencia de nada más y vivía alucinaciones en que se veía caminando libremente. Sólo caminar. Horas perdidas que no había dedicado a lo que era importante. Boqueó para respirar y tanteó la barrera, lisa como el hielo, que lo separaba de la Fuente. Una y otra vez, toqueteando aquellos seis puntos blandos. Blandos. No debía dejarlo. Tantear era importante.

«Oscuridad —gimió Lews Therin en lo más recóndito de su mente—. No más oscuridad. Nunca más». Una y otra vez. Hacía tiempo que había dejado de resultarle incómodo. Rand se limitó a hacer caso omiso de él.

De repente dio un respingo; el arcón se movía y chirriaba sonoramente contra el fondo de la carreta. ¿Era ya de noche? La carne lacerada se encogió involuntariamente. Habría otra paliza antes de que lo alimentaran y lo mojaran con agua y lo ataran como a un animal para pasar la noche y dormir como buenamente pudiera. Pero al menos saldría del arcón. La oscuridad a su alrededor no era total, sino un profundo gris oscuro. La minúscula grieta alrededor de la tapa dejaba pasar una ínfima cantidad de luz, aunque no podía verla al tener la cabeza metida entre las rodillas, y sus ojos tardaban un poco más cada día en ver algo más que oscuridad al igual que su nariz se volvía más y más insensible. Aun así, tenía que ser de noche.

No pudo menos de gemir cuando levantaron el arcón; no había espacio para que resbalara dentro, pero se movió, añadiendo con ello más dolor a unos músculos lacerados hasta lo indecible. Su minúscula prisión se posó en el suelo con un brusco golpe. La tapa se abriría pronto. ¿Cuántos días llevaba bajo el implacable sol? ¿Cuántas noches de tortura? Había perdido la cuenta. ¿Cuál de ellas sería esta noche? Los rostros pasaron veloces en su mente. Había tomado nota de cada una de las mujeres cuando era su turno, pero ahora todo era un revoltijo en su cabeza y recordar a quién le había tocado cuándo estaba fuera de su alcance. Sin embargo sabía que Galina y Erian y Katerine lo habían golpeado más a menudo; eran las únicas que lo habían hecho más de una vez. Aquellos rostros brillaban en su mente como una luz infernal y salvaje. ¿Cuántas veces querían oírlo gritar?

De repente cayó en la cuenta de que la tapa del arcón tendría que haberse abierto ya. Se proponían dejarlo allí toda la noche y después vendría el sol de mañana y… A pesar de tener los músculos demasiado doloridos y lacerados para moverse, se las arregló para empujar con la espalda.

—¡Sacadme de aquí! —gritó roncamente. Los dedos rascaron dolorosa, fútilmente, a su espalda—. ¡Sacadme! —chilló. Le pareció oír la risa de una mujer.

Lloró durante un tiempo, pero después las lágrimas se secaron con el ardor de la cólera. «Ayúdame», gruñó a Lews Therin.

«Ayudadme —gimió el hombre—. La Luz me valga».

Mascullando sombríamente, Rand reanudó la palpación a ciegas de la tersa superficie hasta los seis puntos blandos. Antes o después lo sacarían del arcón. Antes o después bajarían la guardia. Y cuando lo hicieran… No fue consciente de empezar a reír ásperamente.


Arrastrándose cuerpo a tierra por la suave cuesta ascendente de la loma, Perrin se asomó al llegar a la cima y contempló una escena que parecía salida de un sueño del Oscuro. Los lobos le habían dado cierta idea de lo que podía esperar, pero cualquiera de esas imágenes transmitidas resultaban nimias comparadas con la realidad. A unos dos kilómetros del punto donde estaba tendido bajo el sol de mediodía, una ingente masa arremolinada de Shaido rodeaba por completo lo que parecía ser un círculo de carretas y hombres cuyo centro era una pequeña arboleda, a poca distancia de la calzada. Varias carretas se habían convertido en grandes hogueras llameantes. Bolas de fuego, tan pequeñas como un puño o tan grandes como peñascos, se descargaban entre los Aiel y al estallar en llamas convertían en antorchas a una docena o más a la vez; los rayos caían de un cielo despejado, lanzando al aire tierra y cuerpos vestidos con cadin’sor. Sin embargo, las azuladas descargas de los rayos también se precipitaban sobre las carretas, y de entre los Aiel salían disparadas bolas de fuego. Muchos de estos proyectiles se extinguían de repente o explotaban lejos de cualquier posible víctima y bastantes rayos desaparecían bruscamente antes de caer; pero, si la batalla parecía decantarse ligeramente a favor de las Aes Sedai, el ejército de los Shaido acabaría imponiéndose merced a su ingente número que superaba con creces a las tropas adversarias.

—Debe de haber doscientas o trescientas mujeres encauzando ahí abajo, si es que no son más —dijo Kiruna, tendida en el suelo junto a Perrin; su voz sonaba impresionada.

Sorilea, situada detrás de la hermana Verde, desde luego parecía estarlo. La Sabia olía a preocupación; no a miedo, pero sí a inquietud.

—Jamás había visto tantos tejidos a la vez —continuó la Aes Sedai—. Creo que por lo menos hay treinta hermanas en el campamento. Nos has traído a una caldera hirviendo, joven Aybara.

—Cuarenta mil Shaido —murmuró sombríamente Rhuarc, tendido al otro lado de Perrin. Incluso su olor era tétrico—. Cuarenta mil como poco, y descubrir la razón de que no enviaran más lanzas hacia el sur es una parca satisfacción.

—¿El lord Dragón se encuentra ahí abajo? —preguntó Dobraine mirando por encima de Rhuarc. Perrin asintió—. ¿Y queréis meteros allí y sacarlo? —Perrin volvió a asentir y Dobraine suspiró. Olía a resignación, no a miedo—. Pues nos meteremos, lord Aybara, pero dudo mucho que salgamos.

Esta vez fue Rhuarc el que asintió. Kiruna miró a los hombres.

—Os dais cuenta de que no somos suficientes Aes Sedai. Nueve. Incluso si vuestras Sabias pueden encauzar con ciertos resultados no somos bastantes para hacer frente a eso.

Sorilea resopló sonoramente, pero Kiruna no desvió la vista ni un milímetro.

—Entonces, dad media vuelta y regresad hacia el sur —le contestó Perrin—. No permitiré que Elaida se apodere de Rand.

—Estupendo —repuso, sonriente, Kiruna—, porque tampoco yo lo permitiré.

Perrin deseó que la sonrisa de la Aes Sedai no le pusiera la piel de gallina. Claro que si ella hubiese visto la mirada malévola que le asestó Sorilea a su espalda, quizá también se le habría puesto carne de gallina.

Perrin señaló a los que aguardaban al pie de la loma, y Sorilea y la Verde gatearon hacia abajo hasta que pudieron ponerse de pie y después corrieron en direcciones opuestas.

El plan que tenían no valía gran cosa como tal. Se reducía a llegar hasta Rand de un modo u otro, liberarlo de un modo u otro y después confiar en que no estuviese demasiado gravemente herido para que crease un acceso para todos los que fuera capaz y escapar antes de que los Shaido o las Aes Sedai del campamento se las arreglaran para matarlos. Pequeños problemas, sin duda, para un héroe ficticio de un relato de juglar, pero Perrin habría deseado disponer de más tiempo para elaborar un plan de verdad, no aquel proyecto suicida que había hilvanado precipitadamente con Dobraine y Rhuarc mientras el cairhienino y él cabalgaban a galope tendido y el jefe de clan corría tan deprisa como podía entre las monturas de ambos. Empero, tiempo era una de las muchas cosas que no tenían. Imposible saber si las Aes Sedai de la Torre serían capaces de contener a los Shaido siquiera una hora más.

Los primeros en moverse fueron los hombres de Dos Ríos y los soldados de la Guardia Alada, divididos en dos compañías, una rodeando a las Sabias que iban a pie y la otra a las Aes Sedai y los Guardianes montados a caballo. Se dirigieron a izquierda y a derecha para salvar la loma. Dannil había dejado que sus tropas volvieran a sacar el Águila Roja, además de la cabeza del lobo rojo. Rhuarc ni siquiera miró hacia donde Amys caminaba, no muy lejos del oscuro castrado de Kiruna, Perrin le oyó musitar:

—Que al alba estemos juntos para ver salir el sol, sombra de mi corazón.

Los mayenienses y los hombres de Dos Ríos tenían que ocuparse de cubrir la retirada de las Sabias y las Aes Sedai al final o tal vez ocurriera justo al contrario. En cualquier caso, a Bera y a Kiruna no parecía gustarles el plan; su deseo era estar allí donde se encontrase Rand.

—¿Estáis seguro de que no queréis ir montado, lord Aybara? —preguntó Dobraine desde su silla; para él, la idea de combatir a pie era anatema.

—Esto no sirve de mucho a lomos de un caballo —repuso Perrin mientras palmeaba el hacha colgada a la cadera. La verdad es que sí que servía, pero no quería conducir a Brioso ni a Recio a lo que les aguardaba allí delante. Los hombres podían decidir lanzarse o no en medio de una barahúnda de acero y muerte, pero él decidía por sus caballos y su decisión de hoy era que no—. Quizá queráis dejar que me agarre a uno de vuestros estribos cuando llegue el momento.

Dobraine parpadeó —los cairhieninos no tenían en mucho a los soldados de a pie— pero pareció comprender y asintió.

—Es hora de que los flautistas toquen la danza —dijo Rhuarc al tiempo que se levantaba el negro velo, a pesar de que en este día no habría flautistas tocando, algo que a algunos de los Aiel no les hacía gracia. Tampoco les gustó a muchas de las Doncellas tener que ponerse obligatoriamente tiras de tela roja atadas en los brazos para que la gente de las tierras húmedas pudiese distinguirlas de las Doncellas Shaido; parecían pensar que cualquiera debería saber algo así con una simple ojeada.

Doncellas y siswai’aman velados empezaron a ascender al trote la cuesta de la loma en una ancha columna, y Perrin se dirigió con Dobraine donde Loial estaba ya a la cabeza de las tropas cairhieninas, aferrando el hacha con las dos manos y con las orejas aplastadas hacia atrás. También estaba allí Aram, a pie y con la espada desenvainada; el antiguo Tuatha’an exhibía una sombría sonrisa de ansiedad. Dobraine dio la señal de avance, detrás de los estandartes de Rand, y las sillas de montar crujieron cuando quinientas lanzas subieron la cuesta junto a los Aiel.

No había habido cambios en la batalla, cosa que sorprendió a Perrin hasta que se dio cuenta de que sólo habían transcurrido unos cuantos minutos desde la última ojeada que había echado. Tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo. La ingente masa de Shaido seguía presionando hacia adentro; las carretas continuaban ardiendo, quizá con más fuerza que antes; los rayos aún caían del cielo y las bolas de fuego todavía estallaban en violentas llamaradas.

Los hombres de Dos Ríos ya casi habían alcanzado su posición, con los mayenienses y las Aes Sedai y las Sabias, desplazándose sin prisa aparente por la ondulada llanura. Perrin habría preferido que se situaran más lejos del conflicto para que tuviesen mayor oportunidad de escapar cuando llegase el momento de hacerlo, pero Dannil había insistido en que tenían que acercarse a trescientos pasos como mínimo para que el alcance de sus arcos resultara efectivo; Nurelle se había mostrado igualmente reacio a quedarse atrás. Hasta las Aes Sedai habían insistido en avanzar, a pesar de que Perrin estaba seguro de que para lo único que tenían que estar cerca era para ver a Rand, no para luchar. Ninguno de los Shaido había mirado aún hacia atrás. Al menos, nadie señalaba a la amenaza que se aproximaba lentamente a sus espaldas y nadie se daba media vuelta para hacerle frente. Todos parecían volcados en arremeter contra el círculo de carretas, retrocediendo cuando caían bolas de fuego y rayos y luego reanudando la arremetida de inmediato. Con que sólo uno de ellos mirase hacia atrás advertiría el peligro, pero el infierno desatado al frente acaparaba toda su atención.

Ochocientos pasos. Setecientos. Los hombres de Dos Ríos desmontaron y asieron sus arcos. Seiscientos. Quinientos. Cuatrocientos.

Dobraine desenvaino su espada y levantó el brazo.

—¡Por el lord Dragón, Taborwin y la victoria! —bramó y el grito fue repetido por quinientas gargantas mientras las lanzas se ponían en ristre.

Perrin tuvo el tiempo justo de agarrarse a un estribo de la montura de Dobraine antes de que los cairhieninos salieran a galope tendido. Las largas piernas de Loial sostenían sin esfuerzo el paso de los caballos. A saltos, dejando que el ímpetu del caballo lo llevara a grandes zancadas, Perrin dejó la mente en blanco y envió un mensaje: «Venid».

El terreno cubierto de hierba marchita, aparentemente desierto, de repente se llenó de miles de lobos que parecieron brotar del suelo; lobos marrones y esbeltos de las llanuras y algunos de sus parientes más oscuros y corpulentos del bosque corrieron agazapados y se abalanzaron sobre las espaldas de los Shaido; sus chasqueantes dentelladas se produjeron en el mismo momento en que la primera andanada de flechas de los largos arcos de Dos Ríos se precipitaba más adelante. Una segunda andanada surcaba ya el cielo. Nuevos rayos cayeron junto con las flechas y estallaron nuevas bolas de fuego. Los velados Shaido que se habían girado para luchar contra los lobos sólo dispusieron de unos segundos para advertir que los salvajes animales no eran la única amenaza antes de que las sólidas lanzas Aiel arremetieran contra ellos junto con la demoledora embestida de los lanceros cairhieninos.

Perrin empuñó el hacha y la descargó sobre un Shaido que estaba en su camino, y saltó por encima de él cuando éste cayó. Tenían que llegar hasta Rand; todo dependía de eso. A su lado, la enorme hacha de Loial subía y bajaba y se desplazaba de izquierda a derecha, abriendo un paso. Aram parecía estar bailando con su espada, riendo mientras acuchillaba a todo aquel que tenía delante. No había tiempo para pensar en nadie más. Perrin manejaba el hacha de manera metódica; estaba cortando leña, no carne humana; trató de no ver la sangre que brotaba con cada tajo, incluso cuando le salpicaba la cara. Tenía que llegar hasta Rand. Estaba abriendo un paso a través de zarzas.

Mantenía la vista enfocada exclusivamente en el hombre que tenía delante —pensaba en esas figuras en cadin’sor y rostros velados como hombres aun cuando la estatura indicaba que podía ser una Doncella; no estaba seguro de ser capaz de utilizar aquella hoja en forma de media luna que chorreaba sangre si se permitía pensar que era una mujer contra quien la descargaba. Enfocaba los ojos en su inmediato adversario, pero lo demás se deslizaba al borde de su campo visual mientras despejaba el camino para seguir avanzando. Un rayo plateado cayó sobre figuras vestidas con cadin’sor y las lanzó al aire, algunas de las cuales llevaban la cinta escarlata y otras no. Otra descarga derribó a Dobraine del caballo; el cairhienino se incorporó trabajosamente, arremetiendo con su espada a diestro y siniestro. El fuego envolvió a un puñado de cairhieninos y de Aiel, y hombres y caballos se convirtieron en aullantes antorchas; los que todavía podían gritar.

Estas cosas pasaron ante sus ojos, pero no se permitió verlas. Sólo existían los hombres que había delante de él, las zarzas, que había que cortar con su hacha, la de Loial y la espada de Aram para despejar el camino. Entonces vio algo que rompió su concentración: un caballo encabritado cuyo jinete fue arrancado de la silla ensartado por lanzas Aiel. Un jinete con peto rojo. Y había otro de los soldados de la Guardia Alada, y un grupo de ellos arremetiendo con sus lanzas, en medio de los cuales la pluma de Nurelle ondeaba sobre su yelmo. Un instante después vio a Kiruna, su rostro una máscara de serena despreocupación, caminando como una reina de las batallas por el camino despejado para ella por tres Guardianes y las bolas de fuego que salían de sus propias manos. Y ahí estaba Bera, y un poco más allá Faeldrin y Masuri y… ¿Qué demonios estaban haciendo allí? ¿Qué estaba haciendo cualquiera de ellos? ¡Se suponía que debían encontrarse detrás, con las Sabias!

De algún lugar, allá al frente, llegó el ensordecedor estampido de una explosión, como un trueno imponiéndose al estruendo de gritos y chillidos. Al cabo de un momento, una franja luminosa apareció a menos de veinte pasos de Perrin, cortando como una cuchilla a varios hombres y a un caballo a medida que se abría el acceso. Un hombre con chaqueta negra y empuñando una espada saltó a través de él y cayó con la lanza de un Shaido hincada en el vientre, pero un instante después ocho o nueve más surgieron por la abertura y, mientras el acceso se cerraba, despejaron un círculo alrededor del hombre caído utilizando sus espadas. Y algo más que sus espadas. Algunos de los Shaido que se abalanzaron contra ellos cayeron bajo el filo de una cuchilla, pero la mayoría estalló en llamas. Las cabezas de otros reventaron como melones maduros que se dejaran caer sobre una roca desde cierta altura. A unos cien pasos detrás de ellos, Perrin creyó divisar otro círculo de hombres con chaquetas negras, rodeados de fuego y muerte, pero no tenía tiempo para pensar ni hacer cábalas. Los Shaido también cerraban el cerco a su alrededor.

Se colocó espalda contra espalda con Loial y Aram y descargó hachazos desesperadamente. Ahora ya no había avance y todas sus energías las dedicaba a continuar de pie. La sangre le latía dolorosamente en los oídos y se escuchó a sí mismo jadeando para respirar; oía a Loial resollar como un enorme fuelle. Desvió una lanza con su hacha y descargó un golpe a otro Aiel con el pincho de contrapeso, agarró una lanza con la mano haciendo caso omiso del sangriento corte que le hizo, y partió de un tajo un rostro velado. No creía que pudiera aguantar mucho más. Todo su ser estaba centrado en permanecer vivo un instante más. Casi todo su ser. Un rincón de su mente guardaba la imagen de Faile y la triste idea de que no podría disculparse por no regresar junto a ella.


Doblado dolorosamente dentro del arcón, jadeando, Rand tanteó el escudo que lo separaba de la Fuente. Su gemido le llegó a través del vacío, por el que se filtraba una rabia sorda y un ardiente miedo; ya no sabía distinguir cuál de esas sensaciones era suya y cuál de Lews Therin. De repente se quedó sin respiración. Seis puntos, pero uno estaba duro ahora. Duro, no blando, Y entonces, fue un segundo. Y un tercero. Una risa áspera llenó sus oídos; era su risa, comprendió al cabo de un momento. Un cuarto nudo se tornó duro. Aguardó mientras intentaba sofocar lo que sonaba, desagradablemente, como una risita trastornada. Los últimos dos puntos permanecieron blandos. Las sofocadas risas cesaron.

«Lo notarán —gimió desesperadamente Lews Therin—. Lo notarán y llamarán a las otras para que vuelvan».

Rand se pasó por los agrietados labios la lengua casi igual de reseca; toda la humedad de su cuerpo parecía haberse perdido en el sudor que lo empapaba a él y provocaba escozor en los verdugones. Si lo intentaba y fracasaba, no volvería a tener otra oportunidad. No podía esperar. En cualquier caso puede que no volviera a haber otra oportunidad.

Con cautela, a ciegas, rozó los cuatro puntos duros. No había nada allí, del mismo modo que el escudo en sí no era nada que él pudiese ver o tocar, pero de algún modo podía tantear alrededor de esa nada, notar una forma en ella. Como nudos. Siempre había huecos entre cuerdas atadas, por muy fuertes que se hiciesen los nudos; brechas más finas que un cabello, donde sólo podía llegar el aire. Lenta, muy lentamente, tanteó en una de esas brechas, colándose a través de espacios infinitesimales, entre lo que parecía no existir en absoluto. Lentamente. ¿De cuánto tiempo disponía hasta que las otras volviesen? Si regresaban antes de que hubiese encontrado el camino en ese tortuoso laberinto… Lentamente. Y de repente pudo sentir la fuente, como si la rozase con una uña; con el mero borde de la uña. El saidin aún estaba fuera de su alcance —el escudo continuaba allí— pero sintió que la esperanza renacía en Lews Therin. La esperanza y el pavor. Dos Aes Sedai continuaban sosteniendo su parte de la barrera, todavía conscientes de lo que mantenían.

Rand no habría sabido describir lo que hizo a continuación, bien que Lews Therin había explicado cómo, aunque lo hizo a trancas y barrancas, entre ensimismamientos en sus propias enajenaciones, entre arrebatos de ira desmesurada y sollozos por su perdida Ilyena, entre balbuceos de que merecía la muerte y gritos de que no permitiría que lo seccionaran. Fue como si doblara lo que había extendido entre el nudo, con toda la fuerza que pudo. El nudo resistió. Tembló. Y entonces se rompió. Sólo quedaban cinco. La barrera se tornó más fina. Rand podía sentir cómo se debilitaba. Un muro invisible de sólo cinco ladrillos de grosor en lugar de seis. Las dos Aes Sedai también debían de haberlo notado, aunque quizá no comprendieran exactamente lo que había ocurrido o cómo. «Por favor, Luz, ahora no. Todavía no».

Rápida, casi frenéticamente, atacó los restantes nudos por turno. Se rompió un segundo; el escudo perdió grosor. Era más rápido ahora, más con cada uno de ellos, como si Rand estuviese aprendiendo el camino para atravesarlo, aunque era diferente en cada ocasión. El tercer nudo desapareció. Y de pronto, junto a los dos nudos blandos, apareció un tercero; puede que las Aes Sedai no supieran lo que estaba haciendo, pero no se iban a quedar de brazos cruzados mientras el escudo se tornaba más y más fino. Con total frenesí, Rand se lanzó contra el cuarto nudo. Tenía que deshacerlo antes de que una cuarta hermana acudiera a reforzar la barrera; posiblemente cuatro podrían retenerlo hiciese lo que hiciese. Casi sollozando, se debatió entre las complejas vueltas y revueltas, deslizándose entre la nada. Febrilmente, dobló y rompió el nudo. El escudo permaneció, pero ahora sólo lo mantenían tres. Únicamente necesitaba actuar con la suficiente rapidez.

Cuando tanteó hacia el saidin la barrera invisible continuaba allí, pero ya no parecía de piedra ni de ladrillo. Cedió al empujar él, se dobló bajo su presión, se dobló, se dobló. De repente se desgarró ante él como un trozo de tela podrida. El Poder lo hinchió y, en el mismo instante, Rand aferró aquellos tres puntos suaves y los aplastó brutalmente entre puños de Energía. Aparte de eso, sólo podía encauzar hacia lo que veía, y lo único que podía ver, vagamente, era el interior del arcón, la parte que podía atisbar al tener la cabeza metida a la fuerza entre las rodillas. Antes incluso de acabar con los puños de Energía, encauzó Aire. El arcón explotó hacia afuera con un sonoro estampido.

«Libre», exclamó Lews Therin, y fue un eco del propio pensamiento de Rand: «Libre». O tal vez fue al revés.

«Lo pagarán —gruñó Lews Therin—. Soy el Señor de la Mañana».

Rand sabía que en ese momento tenía que actuar con más rapidez aun; con mayor rapidez y violencia, pero al principio bregó para poder hacer el más leve movimiento. Los músculos castigados dos veces al día durante no sabía cuánto tiempo, agarrotados en el interior del arcón diariamente, protestaron desgarradoramente cuando Rand apretó los dientes y empujó lentamente para incorporarse a gatas. Fue un grito distante, el dolor del cuerpo de otra persona, pero no podía hacer que su cuerpo se moviese más deprisa por muy fuerte que se sintiese merced al saidin. El vacío amortiguaba las emociones, pero algo muy parecido al pánico intentó deslizarse en la nada que lo envolvía.

Estaba en una amplia arboleda, con los rayos del sol colándose entre las ramas casi desnudas; se quedó estupefacto al comprender que todavía era de día, quizás incluso mediodía. Tenía que moverse; acudirían más Aes Sedai. Dos de ellas yacían tendidas en el suelo cerca de él, aparentemente inconscientes, una con un feo tajo sanguinolento cruzándole la frente. La tercera, una mujer de rasgos angulosos, estaba de rodillas mirando a la nada, aferrándose la cabeza con las dos manos y gritando. No parecía que la hubiesen tocado las astillas y trozos del arcón. Rand no reconoció a ninguna de ellas. Hubo un fugaz instante en el que lamentó que no fuese Galina o Erian a quien había neutralizado —tampoco estaba seguro de que hubiese intentado hacer eso; Lews Therin se había despachado largo y tendido durante todo ese tiempo sobre cómo pretendía seccionar a todas las que lo habían tenido prisionero; Rand confiaba en que esa idea fuera suya, por muy precipitada que fuese—, un instante, y entonces vio otra figura tendida en el suelo, debajo de trozos de arcón. Estaba vestida con chaqueta y polainas rosas.

La mujer de rasgos angulosos no lo miró ni dejó de chillar ni siquiera cuando la lanzó de un empujón contra el brocal de piedra de un pozo al pasar gateando junto a ella. Se preguntó por qué nadie acudía a sus gritos. Había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de Min cuando fue consciente de los rayos que zigzagueaban en el cielo y las bolas de fuego que explotaban en lo alto. Percibió el olor a madera quemada, oyó gritar y chillar a hombres, el estruendo de metal chocando contra metal, la batahola de la batalla. Le importaba poco si era el Tarmon Gai’don. Si había matado a Min… Suavemente, con todo cuidado, le dio la vuelta.

Los grandes y oscuros ojos de la joven lo miraron.

—Rand —exclamó—. Estás vivo. Tenía miedo de mirar. Hubo un estallido espantoso y volaron trozos de madera por todas partes y reconocí algunos del arcón y… —Las lágrimas se desbordaron y corrieron por sus mejillas—. Pensé que te habían… Tenía miedo de que estuvieses… —Se limpió la cara con las manos atadas e inhaló profundamente. También tenía atados los tobillos—. ¿Quieres desatarme, pastor, y hacer uno de tus accesos para largarnos de aquí? O, mejor aún, no te molestes en desatarme. Me cargas al hombro y nos vamos.

Hábilmente tejió Fuego y rompió las cuerdas que la sujetaban.

—No es así de sencillo, Min.

No conocía ese lugar en absoluto; un acceso abierto desde allí podría conducirlos a ninguna parte, si es que se abría. Si es que él era capaz de abrir uno. El dolor y el agotamiento quedaban retenidos al borde del vacío, pero amenazaban con superarlo. No sabía cuánto Poder era capaz de absorber. De repente cayó en la cuenta de que percibía el saidin encauzado en todas las direcciones. A través de los árboles, más allá de las carretas incendiadas, veía Aiel luchando contra Guardianes, y los soldados vestidos con chaquetas verdes de Gawyn obligados a retroceder por fuego y rayos de Aes Sedai, pero volviendo a la carga. De algún modo, Taim lo había encontrado y había llevado consigo soldados Asha’man y Aiel.

—No puedo marcharme aún —continuó—. Creo que algunos amigos han venido a rescatarme. No te preocupes; yo te protegeré.

Una descarga plateada y zigzagueante partió un árbol al borde del soto, lo bastante cerca para que a Rand se le erizase el pelo. Min dio un respingo.

—Amigos —rezongó la joven mientras se frotaba las muñecas.

Rand le indicó con una seña que se quedara donde estaba —salvo por este último rayo errabundo, la arboleda parecía seguir intacta— pero cuando se puso de pie, allí estaba ella, sosteniéndolo por un costado. Mientras se dirigía con pasos inseguros hacia la rala línea de árboles agradeció su ayuda, pero se obligó a enderezar el cuerpo y a no recostarse en ella. ¿Cómo iba a creer Min que la protegería si necesitaba que lo sostuviera para no caer de bruces al suelo? Apoyar una mano en el árbol desgajado por el rayo le sirvió de ayuda. Del tronco salían volutas de humo, pero no se había prendido fuego.

Las carretas formaban un gran círculo alrededor de los árboles. Algunos de los sirvientes parecían estar intentando mantener juntos a los caballos —los animales de tiro seguían con los arneses puestos— pero la mayoría estaban acurrucados en cualquier hueco que habían encontrado con la esperanza de escapar de la lluvia mortífera que venía del cielo. En realidad, salvo por ese rayo, todo parecía dirigido a las carretas y a los hombres que combatían. Tal vez también contra las Aes Sedai. Todas estaban a caballo, un poco retiradas detrás del tumulto de lanzas y espadas y llamas, pero no demasiado; en ocasiones se alzaban sobre los estribos para ver mejor.

Rand localizó enseguida a Erian —cuerpo esbelto y pelo oscuro— a lomos de una yegua gris. Lews Therin gruñó y Rand atacó casi sin pensarlo. Percibió la decepción del otro hombre cuando lo hizo. Energía para aislarla de la Fuente, con la ligera resistencia que marcaba la diferencia con el corte definitivo de la conexión con el saidar, y, antes incluso de que eso estuviese atado, un garrote de Aire para desmontarla y dejarla inconsciente. Si decidía neutralizarla, quería que la mujer supiera quién lo hacía y por qué. Una de las Aes Sedai gritó a alguien que se ocupase de Erian, pero nadie miró hacia los árboles. Nadie allí fuera podía percibir el saidin; creían que había sido derribada por algo venido del exterior de las carretas.

Los ojos de Rand buscaron entre las otras mujeres montadas y se detuvieron en Katerine, que hacía girar a su castrado castaño de largas patas hacia adelante y hacia atrás, mientras el fuego estallaba entre los Aiel allí dondequiera que mirara. Energía y Aire, y la mujer se desplomó inconsciente, con un pie enganchado en el estribo.

«Sí —rió Lews Therin—. Y ahora por Galina. A ella la quiero especialmente».

Rand cerró los ojos, apretando los párpados con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Era Lews Therin quien deseaba de tal modo vengarse de esas tres que no pensaba en nada más. Rand también quería resarcirse por lo que le habían hecho, pero en ese momento se estaba librando una batalla y los hombres morían mientras él daba caza a unas Aes Sedai en particular. Y también estarían muriendo Doncellas, sin lugar a dudas.

Derribó con Energía y Aire a otra Aes Sedai situada veinte pasos a la izquierda de Katerine y después se trasladó a otro árbol y se ocupó de Nemdahl, dejándola inconsciente en el suelo y aislada por un escudo. Lentamente se fue desplazando a lo largo del borde de la arboleda, atacando una y otra vez con el sigilo y la rapidez de un cortabolsas. Min dejó de intentar sostenerlo, aunque sus manos estaban extendidas, prestas para agarrarlo si era preciso.

—Van a vernos —murmuró—. Una de ellas va a mirar atrás y nos va a ver.

«Galina —gruñó Lews Therin—. ¿Dónde está?»

Rand hizo caso omiso de él y de Min. Coiren cayó, y otras dos más cuyo nombre ignoraba. Tenía que hacer lo que estaba en su mano.

Las Aes Sedai no sabían qué estaba pasando. A un ritmo constante, a lo largo del círculo de carretas, las hermanas se desplomaban de sus caballos. Las que todavía seguían conscientes ampliaron la distancia entre sí para cubrir el perímetro; de repente se advertía cierta ansiedad en ellas por el modo en que conducían a sus monturas, en la redoblada furia con que el fuego estallaba entre los Aiel y los rayos se descargaban desde el cielo. Tenía que ser algo de fuera, pero las Aes Sedai seguían cayendo y no sabían cómo ni por qué.

Su contingente disminuía y las consecuencias empezaron a notarse. Un número cada vez menor de rayos se apagaron repentinamente en el aire y más comenzaron a precipitarse sobre Guardianes y soldados. También menguó el número de bolas de fuego que desaparecían de repente o explotaban antes de llegar a las carretas. Los Aiel empezaron a presionar en las brechas abiertas entre las carretas. En cuestión de segundos había Aiel con el rostro velado por todas partes. Y el caos. Rand contemplaba la escena con estupefacción.

Guardianes y soldados de chaquetas verdes combatían en grupos contra Aiel, y las Aes Sedai se rodearon con una lluvia de fuego. Pero también había Aiel luchando contra Aiel; hombres con la banda escarlata siswai’aman y Doncellas con tiras de tela roja atadas a los brazos combatían contra Aiel que no llevaban este distintivo. Y lanceros cairhieninos, con sus yelmos en forma de campana, y mayenienses con rojos petos aparecieron de repente también entre las carretas, arremetiendo tanto contra Aiel como contra Guardianes. ¿Es que había perdido finalmente la razón? Era consciente de Min, apretada contra su espalda y temblando. Ella era real, de modo que lo que estaba viendo tenía que serlo también.

Alrededor de una docena de Aiel, todos ellos tan altos o más que él mismo, empezaron a trotar hacia su posición. No llevaban cintas rojas. Rand los observó con curiosidad hasta que, a un paso de él, uno enarboló una lanza que sujetaba con la punta hacia abajo, como si manejase un garrote. Rand encauzó y el fuego pareció brotar de los doce Aiel con una repentina violencia. Los cuerpos carbonizados y retorcidos se desplomaron a sus pies.

De pronto apareció Gawyn sofrenando un semental castaño a menos de diez pasos de Rand, espada en mano y con una veintena o más de jinetes con chaquetas verdes pegados a sus talones. Durante un instante los dos hombres se miraron fijamente y Rand rezó para no tener que hacer daño al hermano de Elayne.

—Min —llamó Gawyn con voz ronca—, puedo sacarte de aquí.

La mujer se asomó por detrás del hombro de Rand y sacudió la cabeza; estaba ceñida con tanta fuerza a él que Rand dudó de haber sido capaz de apartarla aunque hubiese querido hacerlo.

—Me quedo con él, Gawyn. Gawyn, Elayne lo ama.

Con el Poder hinchiéndolo, Rand pudo ver que los nudillos del otro hombre se ponían blancos sobre la empuñadura de la espada.

—Jisao —dijo con una voz inexpresiva—, reúne a los Cachorros. Vamos a abrirnos un paso para salir de aquí. —Si antes su voz había sonado fría, ahora parecía vacía de toda vida—. Al’Thor, llegará el día en que te mate. —Hincó los tacones en su corcel y se alejó a galope.

—¡Cachorros! —gritaron al tiempo él y los otros a voz en cuello, y, a la llamada, más soldados con chaquetas verdes se abrieron camino desde distintos puntos para reunirse con ellos.

Un hombre con chaqueta negra pasó velozmente ante Rand, con la mirada prendida en Gawyn, y el suelo explotó en llamas y pegotes de tierra, abatiendo a media docena de caballos cuando los jinetes llegaban a las carretas. Rand vio a Gawyn tambalearse en la silla un segundo antes de poder derribar al hombre de la chaqueta negra con una maza de Aire. No conocía al joven de rostro pétreo que, desde el suelo, le enseñó los dientes en una mueca feroz, pero el tipo llevaba las dos insignias en el cuello alto de la chaqueta: la espada y el dragón. Y estaba a reventar de saidin.

Como saliendo de la nada, Taim apareció de repente, los dragones azules y dorados enroscados en las mangas de su chaqueta negra; miraba duramente al tipo. En el cuello no lucía ninguna insignia.

—No ataques al Dragón Renacido, Gedwyn —instó Taim con un tono que era a la vez suave y acerado, y el joven de rostro pétreo se incorporó enseguida y saludó llevándose la mano a la frente.

Rand volvió los ojos hacia donde Gawyn estaba un momento antes, pero todo cuanto vio fue un grupo numeroso con un estandarte del Jabalí Blanco abriendo un paso entre el cerco de Aiel mientras más hombres con chaqueta verde luchaban denodadamente para reunirse con su unidad.

Taim se volvió hacia Rand con aquella casi sonrisa en los labios.

—Dadas las circunstancias, confío en que no me tengáis en cuenta que haya violado vuestra orden respecto a enfrentarnos a Aes Sedai. Tuve que haceros una visita en Cairhien y… —Se encogió de hombros—. Parecéis exhausto. Si me permitís, os…

El leve esbozo en la comisura de sus labios se tornó en un gesto duro cuando Rand retrocedió un paso para apartarse de su mano extendida, arrastrando consigo a Min, que se apretó más aun contra él.

Lews Therin había empezado a clamar su ansia de matar como ocurría siempre que Taim aparecía, farfullando enajenadamente sobre los Renegados y matarlos a todos, pero Rand dejó de escucharlo, reduciendo la voz del hombre a un apagado zumbido. Era un truco que había aprendido dentro del arcón, cuando no tenía nada que hacer salvo tantear el escudo y escuchar la voz dentro de su cabeza que las más de las veces eran balbuceos de un demente. Así y todo, incluso sin Lews Therin, Rand no quería que el otro hombre utilizara la Curación con él. Temía ser incapaz de contenerse y matar a Taim si éste lo tocaba con el Poder, aunque fuera un simple roce, un gesto inocente.

—Como queráis —dijo cáusticamente el hombre de nariz aguileña—. Tengo asegurado el campamento, creo.

Eso parecía ser cierto. El suelo estaba sembrado de cadáveres, pero dentro del círculo de carretas sólo se seguía luchando en unos cuantos puntos aislados. Una cúpula de Aire cubrió de repente todo el campamento y el humo de los incendios salió por el agujero dejado en la parte superior. No era un único tejido de saidin; Rand percibía los lugares donde los tejidos individuales se ensamblaban con los otros para formar la cúpula. Calculó que debía de haber al menos doscientos hombres con chaquetas negras bajo el escudo. Una lluvia de rayos y fuego golpeó contra esa barrera y explotó inofensivamente. El propio cielo pareció chisporrotear y arder; el constante fragor del ataque saturaba el aire. Doncellas con tiras rojas colgando de los brazos y siswai’aman se encontraban a lo largo del muro invisible para ellos, entremezclados con mayenienses y cairhieninos, muchos de ellos también a pie. Al otro lado, una ingente masa de Shaido miraba fijamente hacia la invisible barricada que impedía llegar hasta sus enemigos. Algunos arremetieron con sus lanzas contra ella y otros la embistieron con sus propios cuerpos; las primeras se frenaban en seco y los hombres salían rebotados.

Dentro de la cúpula, los últimos focos de lucha habían cesado ya cuando Rand miró. Bajo la vigilancia de apenas un puñado de hombres y Doncellas identificados con las cintas rojas, los Shaido desarmados se quitaban las ropas con semblantes impertérritos; tomados prisioneros en combate, llevarían el blanco ropón de los gai’shain durante un año y un día aun en el caso de que los Shaido lograsen alzarse con la victoria de algún modo. Cairhieninos y mayenienses se ocuparon de la custodia de un grupo de furiosos Guardianes y Cachorros mezclados con atemorizados sirvientes, situando casi tantos guardias como prisioneros había. Diez o doce Aes Sedai estaban siendo escudadas por otros tantos Asha’man que lucían las insignias de la espada y el dragón. Las Aes Sedai parecían asustadas y descompuestas. Rand reconoció a tres de ellas, aunque Nesune era la única cuyo nombre sabía. No conocía a ninguno de sus aprehensores Asha’man. Las mujeres a las que Rand había aislado y dejado inconscientes estaban siendo tendidas junto a los prisioneros, y algunas empezaban a rebullir, en tanto que los soldados y Dedicados de uniforme negro con la espada de plata en el cuello utilizaban el saidin para trasladar al resto y colocarlas tendidas en esa hilera. Algunos sacaron de la arboleda a las dos Aes Sedai inconscientes y a la mujer de rasgos angulosos que continuaba chillando. Cuando se las puso junto al resto, algunas Aes Sedai se giraron bruscamente y vomitaron.

Había otras Aes Sedai presentes, rodeadas de Guardianes y vigiladas por hombres de uniforme negro, aunque no estaban aisladas con escudos; lanzaban ojeadas inquietas a los Asha’man igual que hacían las mujeres retenidas como prisioneras. También miraban a Rand y resultaba obvio que se habrían acercado a él de no ser por los Asha’man. Rand les asestó una mirada furiosa. Alanna estaba allí; no eran alucinaciones lo que había sentido dentro del arcón. No reconocía a sus compañeras, pero daba igual. Eran nueve. Nueve. Una repentina ira irradió fuera del vacío y el apagado zumbido de Lews Therin se reanudó y cobró intensidad.

En ese momento casi no se sorprendió de ver a Perrin dirigirse hacia él dando traspiés, la cara y el cuerpo manchados de sangre, seguido por Loial, que cojeaba y se apoyaba en una enorme hacha, y por un tipo de ojos relucientes, con una chaqueta de rayas rojas y apariencia de ser gitano excepto por la espada que empuñaba, cuya hoja estaba teñida de rojo a todo lo largo. Faltó poco para que Rand mirara en derredor para ver si Mat aparecía allí también. Sí vio a Dobraine, a pie y con una espada en una mano y en la otra aferrado el astil de la bandera carmesí de Rand. Nandera se unió a Perrin mientras se bajaba el velo; y otra Doncella a la que Rand casi no reconoció en un primero momento. Era estupendo ver de nuevo a Sulin vestida con el cadin’sor.

—Rand —jadeó Perrin—, gracias a la Luz que aún estás vivo. Planeábamos que abrieses un acceso para escapar, pero todo se ha venido abajo. Rhuarc y la mayoría de los Aiel todavía están entre los Shaido, así como casi todos los mayenienses y los cairhieninos, y no sé qué habrá sido de los hombres de Dos Ríos ni de las Sabias. Se suponía que las Aes Sedai tenían que quedarse con ellos, pero… —Puso la pala del hacha en el suelo y se reclinó en el mango, resollando; daba la impresión de que se desplomaría sin ese apoyo.

A lo largo de la barrera empezaban a aparecer hombres montados, así como Aiel con cintas carmesíes y Doncellas con tiras rojas en los brazos. También los frenaba la barrera. Donde quiera que apareciesen, los Shaido caían sobre ellos como un enjambre bajo el que desaparecían.

—Deshaced la cúpula —ordenó Rand, que oyó a Perrin suspirar con alivio. ¡Alivio! ¿Acaso pensaba que iba a dejar que los suyos fueran masacrados? Min empezó a frotarle la espalda y a musitar quedamente con tono apaciguador. Por alguna razón, Perrin la miró con verdadera sorpresa.

Tal vez Taim se hubiese sorprendido, pero desde luego no estaba aliviado.

—Milord Dragón —dijo con voz tensa—, calculo que debe de haber todavía ahí fuera varios cientos de mujeres Shaido que encauzan, algunas de ellas con una fuerza nada despreciable, por lo que se ve. Y eso sin mencionar unos cuantos miles de Shaido con lanzas. A menos que queráis realmente comprobar si sois inmortal, sugiero que esperemos unas cuantas horas hasta que conozcamos este sitio lo bastante bien para crear accesos teniendo una mínima seguridad de saber en qué lugar van a abrirse y entonces marcharnos. Ha habido bajas en la batalla. He perdido a varios soldados hoy, nueve hombres que serán más difíciles de reemplazar que cualquier número de renegados Aiel. Quienes mueran ahí fuera, lo harán por el Dragón Renacido.

Si el hombre hubiese prestado alguna atención a Nandera o a Sulin quizás habría moderado el tono y elegido mejor sus palabras. Hubo un veloz intercambio en el lenguaje de señas entre las dos Doncellas; parecían prestas a matarlo allí mismo.

Perrin se irguió con esfuerzo; sus ojos amarillos se quedaron prendidos en Rand, firmes y angustiados a la vez.

—Rand, aun en el caso de que Dannil y las Sabias permanezcan retirados como se supone que deben hacer, no se marcharán mientras vean esto. —Señaló la cúpula, donde el fuego y los rayos formaban una constante capa de luz—. Si nos quedamos sentados aquí durante horas, los Shaido se lanzarán sobre ellos antes o después, si es que no lo han hecho ya. ¡Luz, Rand! ¡Dannil, Ban, Wil, Tell… Amys, están ahí fuera! ¡Y Sorilea y…! ¡Maldito seas, Rand, ya han muerto más personas por ti de lo que puedas imaginar! —Hizo una profunda inhalación—. Al menos, deja que salga yo. Si consigo llegar hasta allí, puedo informarles que estás vivo y que pueden retirarse antes de que los masacren.

—Podemos salir dos —adujo Loial sin alzar la voz mientras levantaba la enorme hacha—. Habrá más posibilidades siendo dos.

El gitano se limitó a sonreír, pero casi con ansiedad.

—Haré abrir una brecha en la barrera y… —empezó Taim.

—¡No! —lo interrumpió secamente Rand. No por los hombres de Dos Ríos. No podía demostrar preocupación por ellos como tampoco por las Sabias. A decir verdad, debía dar la impresión de que le importaban menos que el resto. ¿Que Amys estaba ahí fuera? ¡Pero si las Sabias nunca tomaban parte en batallas! Podían cruzar en medio de combates y en luchas intestinas sin que nadie las tocase. Habían roto la costumbre, si no la ley, para venir a rescatarlo. Estaba tan poco dispuesto a permitir que Perrin regresara a aquella vorágine como a abandonar a las Sabias. Pero no podía demostrar que lo hacía por ellas ni por la gente de Dos Ríos—. Sevanna quiere mi cabeza, Taim. Por lo visto creyó que podría tenerla hoy. —La carencia de emoción que el vacío otorgaba a su voz resultó muy adecuada. Sin embargo, pareció preocupar a Min; la joven seguía acariciándole la espalda como si quisiera calmarlo—. Me propongo demostrarle cuán equivocada estaba. Te ordené que crearas armas, Taim. Muéstrame hasta qué punto son mortíferas. Dispersa a los Shaido. Destrózalos.

—Como ordenéis. —Si Taim había estado tieso antes, ahora semejaba una roca.

—Pon bien alto mi estandarte, donde pueda verse —dispuso Rand. Al menos eso indicaría a los de fuera quién dominaba el campamento. Quizá las Sabias y los hombres de Dos Ríos retrocederían al verlo.

Las orejas de Loial se agitaron con inquietud y Perrin agarró a Rand por el brazo mientras Taim se alejaba para dar instrucciones.

—He visto lo que hacen, Rand. Es… —Tenía manchadas de sangre la cara y la hoja de su hacha, pero aun así su voz sonó asqueada.

—¿Y qué quieres que haga? —demandó Rand—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Perrin retiró la mano y suspiró.

—No lo sé. Pero no por ello tiene que gustarme.

—¡Grady, alza la Enseña de la Luz! —gritó Taim, y el Poder hizo que su voz sonara atronadora.

Utilizando flujos de Aire, Jur Grady tomó la bandera carmesí de la mano del sorprendido Dobraine y la levantó en el aire, a través del agujero, hasta situarla en lo alto de la cúpula. El fuego estalló a su alrededor y los rayos centellearon al tiempo que la brillante tela roja se alzaba en medio del humo procedente de las carretas incendiadas. Rand reconocía a bastantes hombres de uniforme negro, pero sabía muy pocos nombres aparte de los de Jur, Damer, Fedwin y Eben, Jahar y Torvil; de éstos, sólo Torvil lucía el dragón en el cuello de la chaqueta.

—¡Asha’man, en formación de combate! —retumbó la voz de Taim.

Los hombres de uniforme negro corrieron a situarse entre la barrera y el resto de los ocupantes de la cúpula, todos salvo Jur y los encargados de vigilar a las Aes Sedai. A excepción de Nesune, que observaba atentamente todo, el grupo de la Torre se había dejado caer con desgana sobre las rodillas sin mirar siquiera a los hombres que las habían aislado, e incluso Nesune todavía parecía a punto de vomitar en cualquier momento. En su mayoría, el grupo de Salidar contemplaba fríamente a los Asha’man que las vigilaban, aunque de vez en cuando volvían aquellos fríos ojos hacia Rand. Alanna sólo lo miraba a él. Rand sintió un débil cosquilleo en la piel; considerando a la distancia a la que estaban, para que él lo percibiera las nueve tenían que estar abrazando el saidar. Confiaba en que tuviesen el suficiente sentido común para no encauzar; los hombres que tenían delante, de gesto frío y duro como la piedra, estaban henchidos a reventar de saidin y parecían tan tensos como los Guardianes que toqueteaban sus espadas.

—¡Asha’man, levantad la barricada tres metros!

A la orden de Taim, el borde circular de la cúpula se elevó en todo el perímetro. Los desprevenidos Shaido, que habían estado empujando contra la barrera que no veían, trastabillaron hacia adelante, aunque se recuperaron de inmediato y el mar de rostros velados arremetió en masa. Pero sólo tuvieron tiempo para dar un paso antes de que se oyera la siguiente orden de Taim:

—¡Asha’man, matad!

La primera línea de Shaido explotó. No había otro modo de describirlo. Las figuras con cadin’sor saltaron hechas añicos en surtidores de sangre y carne. Los flujos de saidin se adentraron a través de aquella densa rociada carmesí, saltando de figura en figura en un abrir y cerrar de ojos, y la siguiente línea de Shaido pereció, y a continuación la siguiente, y la siguiente, como si se estuvieran precipitando a un gigantesco picador de carne. Contemplando fijamente la carnicería, Rand tragó saliva. Perrin se dobló por la cintura para vomitar y Rand lo comprendió plenamente. Otra hilera murió. Nandera se cubrió los ojos con una mano y Sulin se volvió de espaldas. Los sangrientos restos de seres humanos empezaron a formar un muro.

Nadie podía hacer frente a algo así. Entre un estallido mortífero y el siguiente, los Shaido que había delante empezaron a desplazarse a empujones en dirección contraria, metiéndose a la fuerza entre la masa de personas que se debatía para avanzar. El arremolinado revoltijo de Shaido empezó a explotar, y entonces todos ellos retrocedieron. No; echaron a correr. La lluvia de fuego y rayos contra la cúpula decayó.

—¡Asha’man, cerco rodante de Tierra y Fuego! —retumbó la voz de Taim.

Bajo los pies de los Shaido que estaban más cerca de las carretas, el suelo hizo erupción de repente arrojando surtidores de fuego y tierra que lanzó por el aire a los hombres en todas las direcciones. Mientras los cuerpos estaban todavía en el aire, brotaron más y más chorros de fuego que formaba un anillo cada vez más extenso alrededor de las carretas, persiguiendo a los Shaido cincuenta pasos, cien, doscientos. En ese momento ahí fuera sólo existía pánico y muerte. Lanzas y adargas quedaron descartadas. La cúpula sobre el campamento se mantenía despejada excepto por el humo de las carretas.

—¡Basta! —Las ensordecedoras explosiones ahogaron el grito de Rand con la misma facilidad con que se tragaban los chillidos de los hombres en fuga. Rand tejió los flujos que Taim había utilizado—. ¡Haz que paren, Taim! —Su voz sonó atronadora, superando todos los ruidos.

Se produjo otro anillo de erupciones antes de que Taim ordenara:

—¡Asha’man, alto!

Durante un momento un silencio ensordecedor pareció llenar el aire. A Rand le zumbaban los oídos. Luego escuchó gritos y gemidos. Los heridos se esforzaban por moverse entre montones de muertos. Y más allá los Shaido corrían, dejando tras de sí grupos aislados de siswai’aman y Doncellas con tiras de trapo rojo en los brazos, cairhieninos y mayenienses, algunos de éstos todavía a caballo. Casi de mala gana, esos grupos empezaron a dirigirse hacia las carretas, algunos de los Aiel bajándose el velo. Con el Poder incrementando su agudeza visual, Rand localizó a Rhuarc, cojo y con un brazo colgando al costado, pero caminando. Y bastante más atrás un grupo grande de mujeres con amplias faldas oscuras y blusas blancas, escoltadas por hombres que llevaban los largos arcos de Dos Ríos. Estaban demasiado lejos para que Rand pudiese distinguir sus rostros, pero por el modo en que los hombres de Dos Ríos contemplaban a los Shaido en desbandada estaban tan afectados como todos los demás.

Una inmensa sensación de alivio llenó a Rand, aunque no lo suficiente para que dejase de percibir, distante, su estómago revuelto. Min tenía aplastada la cara contra su camisa; estaba sollozando. Le acarició el cabello.

—Asha’man. —Jamás se había alegrado tanto de que el vacío despojara de toda emoción su voz—. Habéis hecho un buen trabajo. Te felicito, Taim. —Se dio media vuelta para no tener que ver más la carnicería, sin apenas escuchar los clamorosos vítores que salieron de las gargantas de los hombres de negro:

—¡Viva el lord Dragón! ¡Vivan los Asha’man!

Al girarse se encontró con las Aes Sedai. Merana estaba en la última fila del grupo, pero Alanna se encontraba casi frente a él, junto a dos Aes Sedai que no conocía.

—Lo has hecho bien —dijo la que tenía la cara cuadrada, un rostro de granjera con aspecto intemporal cuyos ojos mantenían, por pelos, la expresión serena. Hacía caso omiso de los Asha’man que había a su alrededor de un modo obvio y deliberado—. Soy Bera Harkin y ésta es Kiruna Nachiman. Vinimos a rescatarte… con ayuda de Alanna. —El final de la frase era claramente una coletilla añadida en el último momento ante el gesto ceñudo de Alanna—. Y, aunque al parecer no necesitabas mucho de nuestra ayuda, la intención es lo que cuenta, de modo…

—Vuestro puesto está con ellas —la interrumpió Rand al tiempo que señalaba a las Aes Sedai aisladas y bajo custodia. Vio a veintitrés y Galina no estaba entre ellas. El zumbido de Lews Therin subió de tono, pero se negó a prestarle atención. No era el momento para ataques de furia demente.

Kiruna se irguió con aire orgulloso. Fuera lo que fuera, desde luego no era una granjera.

—Olvidas quiénes somos. Ellas te han maltratado, pero nosotras…

—No olvido nada, Aes Sedai —la atajó de nuevo, cortante—. Dije que podíais venir seis, pero cuento nueve. También dije que estaríais en igualdad de condiciones con las emisarias de la Torre. Por venir nueve, así será. Están de rodillas, Aes Sedai, de modo que ¡arrodillaos!

Los fríos y serenos rostros lo miraron de hito en hito. Rand percibió a los Asha’man disponiendo escudos de Energía. En el semblante de Kiruna asomó una expresión de desafío, así como en el de Bera y en los de otras. Dos docenas de hombres de negro formaron un círculo alrededor de Rand y de las Aes Sedai. Taim parecía más a punto de sonreír de lo que Rand lo había visto nunca.

—Arrodillaos voluntariamente y jurad lealtad al lord Dragón —dijo en voz queda—, o seréis puestas de hinojos a la fuerza.

Como ocurre con todas las historias, ésta se propagó a través de Cairhien, y al norte y al sur, a través de caravanas de mercaderes o de buhoneros o simples chismes de viajeros en las posadas. Como ocurre con todas las historias, ésta varió con cada narración que se hacía de ella. Los Aiel se habían vuelto contra el Dragón Renacido y lo habían matado en los pozos de Dumai o en alguna otra parte. No, las Aes Sedai habían salvado a Rand al’Thor. Eran Aes Sedai quienes lo había matado. No, lo habían amansado. No, se lo habían llevado a Tar Valon, donde languidecía en una mazmorra subterránea de la Torre Blanca. Lo habían conducido con honores a Tar Valon, a la Torre Blanca, donde la propia Amyrlin se había arrodillado ante él. Y, lo que por lo general no ocurría con las historias, lo que se creyó de ésta las más de las veces era algo muy parecido a lo que ocurrió de verdad:

En un día de fuego y sangre, una bandera hecha jirones, con el antiguo símbolo Aes Sedai, ondeó sobre los pozos de Dumai.

En un día de fuego y sangre y de Poder Único, como habían apuntado las profecías, la torre impoluta, rota, hincó la rodilla ante el símbolo olvidado.

Las primeras nueve Aes Sedai juraron lealtad al Dragón Renacido, y el mundo cambió para siempre.

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