Vestida únicamente con la camisola y arrodillada, Egwene contempló ceñuda el traje de montar de seda verde que había llevado puesto al entrar en el Yermo lo que parecía mucho tiempo atrás. Tenía mucho que hacer. Había dedicado un rato a redactar apresuradamente una nota y había levantado a Cowinde de sus mantas para darle instrucciones de llevarla a El Hombre Largo a la mañana siguiente. En ella explicaba poco más que tenía que marcharse —tampoco sabía mucho aparte de eso— pero no podía desaparecer simplemente, sin decírselo a Gawyn. Recordar algunas de las frases escritas la hizo enrojecer; decir que lo amaba era una de ellas, pero ¡mira que pedirle que la esperara! Empero, se había ocupado de él hasta donde le era posible. Ahora tenía que prepararse y sin saber muy bien para qué.
La solapa de la entrada de la tienda se abrió y entró Amys, seguida de Bair y de Sorilea. Se colocaron en fila mirándola desde arriba, los tres semblantes sombríos en un gesto de desaprobación. No le fue fácil a la joven contener las ganas de apretar el vestido contra el pecho; cubierta sólo con la camisola se sentía en desventaja; aunque, en honor a la verdad, hasta protegida con una armadura se habría sentido igual. Era una cuestión de saber que estaba obrando mal. Le sorprendía que hubiesen tardado tanto en acudir. Hizo una profunda inhalación.
—Si habéis venido para castigarme, no tengo tiempo para traer y llevar agua ni para cavar agujeros o cualquier otra cosa parecida. Lo lamento, pero dije que iría lo antes posible y creo que para ellas cuentan hasta los minutos.
Las pálidas cejas de Amys se enarcaron en un gesto de sorpresa mientras Sorilea y Bair intercambiaban una mirada desconcertada.
—¿Cómo íbamos a castigarte? —preguntó Amys—. Dejaste de ser aprendiza en el momento en que tus hermanas te llamaron. Debes reunirte con ellas como Aes Sedai.
Egwene disimuló una mueca de angustia examinando el traje de montar otra vez. Era asombroso lo poco arrugado que estaba después de haber permanecido doblado dentro del arcón todos esos meses. Se obligó a volver los ojos hacia las Sabias.
—Sé que estáis enfadas conmigo y tenéis motivo para…
—¿Enfadadas? —repitió Sorilea—. En absoluto. Creí que nos conocías mejor. —Era cierto que su voz no traslucía enfado, pero aun así la censura se reflejaba en el semblante de las tres.
Egwene las miró de una en una, deteniéndose más en Amys y en Bair.
—Pero me advertisteis lo malo que es lo que voy a hacer. Dijisteis que ni siquiera debía planteármelo. Yo accedí, pero después seguí adelante y descifré cómo llevarlo a cabo.
Sorprendentemente, una sonrisa iluminó el curtido rostro de Sorilea. Los numerosos brazaletes de la Sabia tintinearon cuando la mujer se ajustó el chal con aire satisfecho.
—¿Veis? Os dije que lo entendería. Podría ser una Aiel.
Parte de la tensión desapareció de los rasgos de Amys, y un poco más de los de Bair; entonces Egwene lo comprendió. No estaban enfadadas porque tuviese intención de entrar en el Tel’aran’rhiod físicamente; para ellas era una equivocación, pero cada cual tenía que hacer lo que pensaba que debía e incluso si esto funcionaba no incurría en obligación alguna salvo consigo misma. En verdad no estaban enfadadas en absoluto; todavía. Lo que las mortificaba era su mentira. Egwene sintió un nudo en el estómago. La mentira que había confesado; puede que la menor de todas. Tuvo que respirar hondo otra vez para que las palabras le salieran de la garganta:
—Os he mentido en otras cosas también. Entré en el Tel’aran’rhiod sola después de prometer que no lo haría. —El rostro de Amys volvió a ensombrecerse. Sorilea, que no era una caminante de sueños, se limitó a sacudir la cabeza con aire compungido—. Prometí obedecer como aprendiza; pero, cuando dijisteis que el Mundo de los Sueños era demasiado peligroso tras haber sido herida, fui allí.
Bair se cruzó de brazos, inexpresivamente. Sorilea murmuró algo sobre las muchachas necias, pero no había enfado en su tono. Egwene inhaló profundamente por tercera vez; esto iba a ser lo más difícil de confesar. El nerviosismo que le atenazaba el estómago era tan intenso que le sorprendía no estar tiritando.
—Lo peor de todo —continuó— es que no soy Aes Sedai. Sólo soy Aceptada. Algo así como una aprendiza. Todavía tardaré años en ser ascendida a Aes Sedai, si es que lo consigo alguna vez, después de lo ocurrido.
Sorilea levantó bruscamente la cabeza al oír esto y sus finos labios se apretaron, pero aun así ninguna de ellas dijo una palabra. Dependía de Egwene arreglar las cosas; nunca volverían a ser como antes, pero…
«Lo has confesado todo —susurró una vocecilla dentro de su cabeza—. Ahora más te vale centrarte en descubrir la forma más rápida de llegar a Salidar. Todavía puedes ser ascendida a Aes Sedai algún día, pero no lo conseguirás si las haces esperar y las enfureces más de lo que están ya».
Egwene bajó los ojos y fijó la vista en las alfombrillas de abigarrados colores mientras la comisura de sus labios se torcía en una mueca desdeñosa. Desdeñosa hacia esa vocecilla. Y avergonzada de que se hubiese expresado, de que ella hubiese sido capaz de pensarlo. Se iba a marchar, pero antes tenía que arreglar las cosas. Era posible siguiendo el ji’e’toh. Una hacía lo que tenía que hacer y después pagaba el precio. Muchos meses atrás, en el Yermo, Aviendha le había demostrado el precio que se pagaba por una mentira.
Haciendo acopio de todo el valor que halló dentro de sí, confiando en que fuera suficiente, Egwene dejó a un lado el traje de seda y se puso de pie. Cosa extraña, dar el primer paso pareció facilitar el seguir adelante. Todavía tenía que levantar los ojos para mirarlas a la cara, pero lo hizo con orgullo, la cabeza bien alta, y cuando habló no tuvo que esforzarse para que las palabras salieran de su boca:
—Tengo toh. —El nudo en el estómago había desaparecido por completo—. Os pido el favor de que me ayudéis a cumplir con mi toh.
Salidar tendría que esperar.
Recostado en un codo, Mat examinaba el juego de serpientes y zorros extendido sobre el suelo de la tienda. De vez en cuando una gota de sudor le resbalaba de la barbilla y caía muy cerca del tablero. En realidad no era un tablero, sino un pedazo de paño rojo con una red de líneas dibujadas con tinta negra y flechas señalando cuáles de esas líneas permitían movimientos en una sola dirección y cuáles en ambas. Diez fichas de madera clara con un triángulo dibujado eran los zorros, y diez con el dibujo de una línea sinuosa eran las serpientes. Dos lámparas colocadas a ambos lados proporcionaban luz de sobra.
—Esta vez ganaremos, Mat —dijo Olver, excitado—. Sé que ganaremos.
—Quizá —respondió Mat. Las dos fichas marcadas en negro estaban casi de vuelta al círculo central del tablero, pero la siguiente tirada de dados era para las serpientes y los zorros. La mayoría de las veces no se llegaba más allá del borde exterior.
»Tira los dados. —Él nunca tocaba el cubilete desde que se lo había dado al chico; si iban a jugar sería mejor hacerlo sin que su suerte influyera en nada.
Olver sonrió, agitó el cubilete y echó los dados de madera que su padre había hecho. Gruñó al contar los puntos; esta vez tres de los dados mostraban la cara donde había dibujado un triángulo, y los otros tres las líneas sinuosas. Cuando era el turno de los zorros y las serpientes había que adelantar sus fichas por el camino más corto, y si una caía en la casilla que uno ocupaba… Una serpiente tocó la ficha negra de Olver y un zorro la del Mat; éste comprobó que si se hubiese movido el resto de la tirada otras dos serpientes lo habrían alcanzado.
No era más que un juego de niños, además de ser uno imposible de ganar mientras se siguieran las reglas. Dentro de poco Olver sería lo bastante mayor para comprender eso y, como los demás niños, dejaría de jugar a ello. Sólo un juego de críos, pero a Mat no le gustaba que lo alcanzaran los zorros y aun menos las serpientes. Le traía malos recuerdos aunque una cosa no tuviera nada que ver con la otra.
—Bueno —murmuró Olver—, estuvimos a punto de ganar. ¿Otra partida, Mat? —Sin esperar respuesta, el chico hizo la señal que daba comienzo al juego, un triángulo y después una línea sinuosa a través del primero; a continuación entonó el verso—: Valor para fortalecer, fuego para cegar, música para aturdir, hierro para encadenar. Mat, ¿por qué decimos eso? No hay fuego ni música ni hierro.
—No lo sé. —El verso insinuaba cierta evocación en un recóndito lugar de su memoria, pero no lograba asirlo. Los viejos recuerdos adquiridos en el ter’angreal podían estar elegidos al azar, como probablemente ocurría, además de tener todas esas lagunas de los suyos propios, esas zonas enmarañadas y confusas. El chico siempre estaba haciendo preguntas para las que él no tenía respuesta y que por lo general empezaban con «¿por qué?».
Daerid entró agachado en la tienda, dejando tras de sí la noche, e hizo un gesto de sorpresa. El rostro le brillaba por el sudor y todavía llevaba puesta la casaca, aunque sin abrochar. Su reciente cicatriz trazaba un frunce rosáceo por encima de las otras líneas blancas que le surcaban la cara.
—Creo que ya es hora de que estés en la cama, Olver —dijo Mat al tiempo que se incorporaba. Las heridas le daban punzadas, pero no demasiado; se estaban curando bien—. Recoge el tablero. —Se acercó a Daerid y redujo el tono de voz a un susurro—: Si le cuentas esto a alguien, te cortaré el cuello.
—¿Por qué? —replicó secamente el otro hombre—. Te estás convirtiendo en un padre maravilloso. El chico tiene un asombroso parecido contigo. —Daba la impresión de estar esforzándose para no sonreír, pero la mueca apenas insinuada desapareció al punto—. El lord Dragón viene al campamento —anunció, terriblemente serio.
Mat olvidó por completo la idea de atizarle un puñetazo en las narices; apartó bruscamente la solapa de la tienda y salió a la noche en mangas de camisa. Seis de los hombres de Daerid, apostados en círculo alrededor de la tienda, se pusieron firmes al verlo aparecer. Ballesteros; ciertamente las picas no servirían de mucho para montar guardia. A pesar de ser de noche el campamento no estaba oscuro. El intenso brillo de la luna creciente en sus tres cuartas partes en medio de un cielo despejado quedaba atenuado por el resplandor de las hogueras espaciadas regularmente entre las hileras de tiendas y los hombres dormidos en el suelo. Había centinelas cada veinte pasos todo el trecho hasta la empalizada de troncos. No era exactamente como a Mat le habría gustado; si podía producirse un ataque repentino, salido de la nada…
Allí el terreno era casi llano, de modo que enseguida vio a Rand dirigiéndose hacia él a grandes zancadas. No venía solo. Dos Aiel velados avanzaban de puntillas, y sus cabezas giraban velozmente cada vez que un miembro de la Compañía se daba una vuelta en sueños o uno cambiaba de postura para observarlos. La mujer Aiel, Aviendha, también iba con ellos; llevaba un fardo a la espalda y caminaba como si pensara cortarle el cuello al primero que se pusiera en su camino. Mat no entendía por qué Rand la mantenía a su lado. «Las Aiel sólo dan problemas —pensó sombríamente—, y no he visto una mujer más dispuesta a dar problemas que ésa».
—¿De verdad es el Dragón Renacido? —preguntó Olver, falto de aliento. Sostenía contra el pecho el juego enrollado y estaba tan nervioso que casi daba brincos.
—Lo es —contestó Mat—. Y ahora, a la cama. Éste no es lugar para chiquillos.
Olver se marchó rezongando en tono de reproche, pero sólo llegó hasta la siguiente tienda. Por el rabillo del ojo, Mat advirtió que el chico se escondía rápidamente y que volvía a asomar la cara por la esquina de la lona.
Mat lo dejó estar, aunque después de mirar con atención el rostro de Rand se preguntó si ese lugar era adecuado siquiera para hombres hechos y derechos, cuanto menos para un muchachito. Aquel semblante habría podido pasar por un pedazo de hierro, bien que cierta emoción pugnaba por emerger, ansiedad o tal vez entusiasmo; los ojos de Rand relucían con un brillo febril. Llevaba un pergamino enrollado en una mano, en tanto que con la otra acariciaba la empuñadura de la espada de manera inconsciente. La hebilla del cinturón con forma de dragón titilaba con la luz de las hogueras; a veces la cabeza de uno de los dragones que asomaban por los puños de la chaqueta también brillaba.
Cuando llegó ante Mat no perdió el tiempo con saludos.
—Tengo que hablar contigo. A solas. Necesito que hagas algo.
La noche era un oscuro horno y Rand llevaba una chaqueta verde bordada en oro, con el cuello alto, pero no sudaba ni una gota.
Daerid, Talmanes y Nalesean se encontraban a unos cuantos pasos, con más o menos ropas encima, observándolos. Mat les hizo una seña para que esperaran y después hizo un gesto con la cabeza hacia su tienda. Siguió a Rand al interior mientras toqueteaba la cabeza del zorro por encima de la camisa. No tenía por qué preocuparse. Al menos, esperaba que fuese así.
Rand había dicho que a solas, pero por lo visto Aviendha no creía que eso la incluyera a ella. Se quedó a dos pasos de él, ni más ni menos; la mayor parte del tiempo observaba a Rand con una expresión indescifrable, pero de vez en cuando echaba una ojeada a Mat, frunciendo el ceño y mirándolo de arriba abajo. Rand no le prestaba la menor atención y, a pesar de su aparente prisa de antes, ahora no daba señales de tener ninguna. Recorrió la tienda con la mirada, aunque Mat se preguntó con inquietud si realmente la estaba viendo. Tampoco había mucho que ver. Olver había vuelto a poner las dos lámparas encima de la mesa plegable de campaña. También era plegable la silla, así como el lavabo y el camastro. Todos los muebles estaban lacados en negro, con unas líneas doradas. Si un hombre disponía de dinero, bien podía gastarlo en algo. Las rajas abiertas por los Aiel en la lona de la tienda se habían remendado cuidadosamente, pero a pesar de ello seguían notándose. Mat no aguantó más el silencio.
—¿Qué ocurre, Rand? Espero que no hayas decidido cambiar los planes a estas alturas.
No hubo respuesta, sólo una mirada como si Rand acabara de recordar que estaba allí. Lo puso nervioso a Mat. Pensaran lo que pensaran Daerid y el resto de la Compañía, se esforzaba al máximo para eludir las batallas. A veces, sin embargo, el ser ta’veren jugaba en su contra; así es como él lo veía. Creía que Rand tenía algo que ver en ello; era un ta’veren más fuerte, lo bastante para que a veces Mat casi sintiera el tirón. Si Rand metía baza, a Mat no le sorprendería encontrarse en medio de una batalla aunque estuviese durmiendo en un granero.
—Unos cuantos días más y estaremos en Tear —agregó—. Los transbordadores llevarán a la Compañía a través del río y otros pocos días después nos reuniremos con Weiramon. Es jodidamente tarde para venir a meterse…
—Quiero que traigas a Elayne a… Caemlyn —lo interrumpió Rand—. Quiero que la lleves a salvo allí pase lo que pase. No te apartes de su lado hasta que esté en el Trono del León.
Aviendha carraspeó.
—Sí —dijo Rand. Por alguna razón su voz se tornó tan fría como su rostro. Claro que ¿necesitaba razones si se estaba volviendo loco?—. Aviendha va contigo. Creo que es mejor.
—¿Que tú crees que es mejor? —espetó ella, indignada—. Si no me hubiese despertado cuando lo hice jamás habría sabido que la habías encontrado. Tú no me envías a ninguna parte, Rand al’Thor. He de hablar con Elayne por… Tengo mis razones.
—Me alegro mucho de que hayas encontrado a Elayne —dijo Mat con cuidado. Si él fuese Rand dejaría a esa mujer dondequiera que estuviese. ¡Luz, hasta Aviendha sería mejor! Al menos las Aiel no iban de aquí para allí con la nariz apuntando al cielo o creyendo que uno tenía que saltar porque se lo dijeran. Claro que algunos de sus juegos eran rudos, además de que tenían la costumbre de intentar matarlo a uno de vez en cuando—. Pero no entiendo para qué me necesitas a mí. Salta a través de uno de tus accesos, dale un beso, cógela en brazos y vuelve de otro salto.
Aviendha le asestó una mirada indignada; cualquiera diría que había dicho que la besase a ella. Rand desenrolló el largo pergamino sobre la mesa y utilizó las lámparas para sujetar los extremos.
—Aquí es donde está. —Era un mapa, una parte del río Eldar con unos ochenta kilómetros de territorio a uno y otro lado. Habían dibujado una flecha con tinta azul que señalaba el bosque; al lado de la flecha aparecía un nombre: Salidar. Rand golpeó con el índice cerca del extremo oriental del mapa. También era un terreno boscoso; en realidad casi todo lo era—. Aquí hay un claro bastante grande. Verás que el pueblo más próximo está a más de treinta kilómetros al norte. Abriré un acceso a ese claro para ti y para la Compañía.
Mat se las ingenió para cambiar una mueca crispada en una sonrisa.
—Mira, si he de hacerlo yo, entonces ¿por qué no ir solo? Abre tu acceso a ese tal Salidar, la echo encima del caballo y… —¿Y qué? ¿Iba a hacer Rand otro acceso desde Salidar a Caemlyn? Había un largo camino a caballo desde el Eldar a Caemlyn. Un camino muy, muy largo, con una noble altanera y una Aiel por toda compañía.
—La Compañía, Mat —espetó Rand—. ¡Tú y toda la Compañía! —Aspiró profunda y temblorosamente; y cuando volvió a hablar su tono se había suavizado. Aun así, su rostro no había perdido la rigidez y sus ojos seguían febriles. Mat pensó si no estaría enfermo o sufriendo algún dolor—. Hay Aes Sedai en Salidar, Mat. Ignoro cuántas; cientos, por lo que he oído, pero no me sorprendería si su número ronda las cincuenta, más bien. Por el modo en que hablan de la Torre, unida y pura, dudo que haya más. Me propongo situaros a dos o tres días de camino para que así se enteren de vuestra llegada. No tiene ningún sentido sobresaltarlas; podrían pensar que sois Capas Blancas lanzando un ataque. Son rebeldes contra Elaida y probablemente están lo bastante asustadas, de modo que sólo tendrás que imponerte un poco y decir que Elayne ha de ser coronada en Caemlyn para conseguir que la dejen marchar. Si consideras que se puede confiar en ellas, ofréceles tu protección. Y la mía. Se supone que están de mi parte y a estas alturas es posible que hasta agradezcan mi protección. Después escoltas a Elayne, y a tantas Aes Sedai como deseen venir, directamente a través de Altara y Murandy a Caemlyn. Haz ondear mis estandartes, anuncia lo que estás haciendo y no creas que los altaraneses ni los murandianos vayan a causarte muchos problemas, no mientras no te detengas. Si topas con algunos seguidores del Dragón en el camino, recógelos también. La mayoría se convertirán en bandidos si no los ato en corto enseguida; ya me han llegado un par de rumores al respecto. Pero los unirás a las tropas, ondeando mis estandartes. —Su repentina sonrisa dejó a la vista los dientes, pero no llegó a sus ojos en ningún momento—. ¿Cuántos pájaros de un tiro, Mat? Cabalga a través de Altara y de Murandy con seis mil hombres y haz que los seguidores del Dragón se unan a ti y quizá me entregues ambos países.
Había tantas implicaciones en eso que a Mat le dio dentera y dejó de importarle si a Rand le dolían las muelas o si llevaba las botas llenas de abrojos. ¿Hacer que las Aes Sedai creyeran que tenía intención de atacarlas? Desde luego que no. ¿Y se suponía que debía intimidar a cincuenta de ellas? Las Aes Sedai no le daban miedo, quizá ni siquiera cinco o seis juntas, pero ¿cincuenta? Volvió a tocar la cabeza de zorro a través de la camisa antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo; eso sí que le daría ocasión de probar hasta qué punto la suerte realmente le sonreía. En lo tocante a cabalgar a través de Altara y de Murandy, ahora lo veía con claridad. Todos y cada uno de los nobles por cuyas tierras pasara se hincharían como gallos de pelea e intentarían picarlo en el momento en que les diera la espalda. Y si además el asunto de los ta’veren hacía también su parte, a buen seguro que se daba de narices con cualquier lord o lady agrupando un ejército. Decidió intentarlo otra vez:
—Rand, ¿no crees que esto haría que Sammael volviera los ojos hacia el norte? Tú quieres que esté pendiente del este. Por eso estoy aquí, ¿recuerdas? Para que mire en esta dirección.
—No. —Rand sacudió la cabeza—. Lo único que verá es una escolta de honor a la reina de Andor en su camino hacia Caemlyn, y eso si se entera antes de que hayas llegado a Caemlyn. ¿Cuánto tardarías en estar preparado?
Mat abrió la boca, pero finalmente se dio por vencido. No lo haría cambiar de opinión dijera lo que dijese.
—Dos horas —contestó. La Compañía podía hacer los petates y estar en sus caballos mucho antes, pero él no tenía prisa y lo último que quería era que los hombres creyeran que se ponían en marcha para atacar.
—Bien. Yo necesito una hora más o menos. —Para qué, no lo dijo—. No te apartes de Elayne, Mat. Mantenla a salvo. Lo que quiero decir es que nada de esto tiene sentido si ella no llega a Caemlyn viva para ser coronada.
¿Es que Rand pensaba que no estaba enterado de que Elayne y él se habían estado besuqueando por todos los rincones de la Ciudadela la última vez que estuvieron juntos?
—La trataré como a mi propia hermana. —Sus hermanas habían hecho todo lo posible para amargarle la vida. En fin, no esperaba menos de Elayne, sólo que de un modo diferente. Quizás Aviendha sería un poco mejor—. No la perderé de vista hasta que la haya dejado a buen recaudo en el Palacio Real. —«¡Y si intenta hacerse la señora Altanera conmigo demasiado a menudo, le daré una buena patada en el trasero!»
—De acuerdo. Eso me recuerda algo. Bodewhin está en Caemlyn, con Verin y Alanna y unas cuantas chicas más de Dos Ríos. Iban de camino a la Torre para prepararse para ser Aes Sedai. No sé si lo harán; me he asegurado de que no se dirijan a la Torre tal y como están las cosas. Quizá las Aes Sedai que traigas tú se ocupen de ello.
Mat estaba boquiabierto. ¿Su hermana una Aes Sedai? ¿Bode, que solía ir corriendo a contárselo a su madre cada vez que él hacía una trastada?
—Otra cosa —continuó Rand—. Puede que Egwene llegue a Salidar antes que tú. Creo que han descubierto de algún modo que se ha estado haciendo pasar por Aes Sedai. Haz todo lo posible por sacarla del apuro. Dile que la conduciré de vuelta con las Sabias tan pronto como pueda. Probablemente estará más que dispuesta a acompañarte. Aunque también es posible que no; ya sabes lo testaruda que ha sido siempre. Lo principal es Elayne. Recuerda, no te apartes de su lado hasta que llegue a Caemlyn.
—Lo prometo —murmuró Mat. ¿Cómo demonios iba a estar Egwene en algún lugar próximo al Eldar? No le cabía duda de que la joven se encontraba en Cairhien cuando él había partido de Maerone. A menos que hubiese descubierto también el truco de los accesos de Rand, en cuyo caso podía regresar en cualquier momento que quisiera. O saltar a Caemlyn y abrir un acceso para la Compañía y para él al mismo tiempo—. Tampoco te preocupes por Egwene. La sacaré a rastras de cualquier problema en el que se haya metido por muy testaruda que se muestre.
No sería la primera vez que le había sacado las castañas del fuego antes de que se le quemasen. Y probablemente tampoco en esta ocasión le daría las gracias por ello. ¿Que Bode iba a ser Aes Sedai? ¡Rayos y centellas!
—Bien —dijo Rand—. Muy bien. —Pero estaba absorto contemplando el mapa. Apartó de repente los ojos del pergamino y por un instante Mat creyó que iba a decirle algo a Aviendha. En cambio, le dio bruscamente la espalda a la Aiel—. Thom Merrilin debe de estar con Elayne. —Rand sacó una carta del bolsillo, doblada y sellada—. Entrégale esto. —Tras poner la misiva en las manos de Mat se marchó apresuradamente de la tienda.
Aviendha dio un paso en pos de él, levantando a medias una mano y los labios entreabiertos para hablar. Con idéntica rapidez cerró la boca, ocultó las manos en los pliegues de la falda y apretó los párpados con fuerza. Vaya, conque por ahí iban los tiros, ¿no? «Y ha dicho que tiene que hablar con Elayne». ¿Cómo se había metido Rand en semejante berenjenal? Era el que siempre había sabido cómo tratar a las mujeres; igual que Perrin.
Con todo, no era asunto suyo. Le dio la vuelta a la carta. El nombre de Thom estaba escrito por una mano femenina y el sello de cera le resultaba desconocido, un árbol de copa extensa rematado con una corona. ¿Qué mujer noble escribiría a un viejo acartonado como Thom? Tampoco era de su incumbencia. Soltó la carta en la mesa y cogió la pipa y la bolsa de tabaco.
—Olver —llamó mientras llenaba la cazoleta—, diles a Talmanes, Nalesean y Daerid que se reúnan conmigo.
Sonó un grito ahogado justo al otro lado de la solapa de la entrada.
—Sí, Mat —se oyó a continuación, y el ruido de unos rápidos pasos alejándose.
Aviendha lo miró y se cruzó de brazos con gesto firme, pero antes de que dijese nada Mat se le anticipó:
—Mientras viajes con la Compañía, estarás bajo mi mando. No quiero problemas y espero que te comportes de manera que no surja ninguno. —Si provocaba un jaleo, se la entregaría a Elayne atada en una albarda aunque para conseguirlo fueran necesarios diez hombres.
—Sé cumplir órdenes, jefe de batalla. —Pronunció el título con un timbre despectivo—. Pero deberías saber que no todas las mujeres son tan blandas como las de las tierras húmedas. Si intentas subir a una mujer en un caballo cuando ella no quiere marcharse, podría ocurrir que te hincara un cuchillo en las costillas.
A Mat casi se le cayó la pipa de las manos. Sabía que las Aes Sedai no podían leer la mente —en caso contrario, su piel habría estado colgada en una muralla de la Torre Blanca desde hacía mucho tiempo— pero tal vez las Sabias Aiel… «Pues claro que no. Sólo es uno de esos trucos que utilizan las mujeres». Podría discurrir cómo había deducido sus intenciones simplemente dedicándole un poco de reflexión al asunto, sólo que no tenía ningún interés en hacerlo.
Se aclaró la voz, se puso la pipa entre los dientes y se inclinó sobre el mapa para estudiarlo. La Compañía seguramente podría cubrir la distancia entre el claro y Salidar en un día si metía prisa a los hombres, aun en aquel terreno boscoso, pero se proponía tardar dos o incluso tres. Así daría tiempo de sobra a las Aes Sedai para estar advertidas; no quería que se asustaran más de lo que debían de estar ya. Una Aes Sedai asustada era casi una contradicción. Ni siquiera llevando el medallón de la cabeza de zorro tenía el menor interés en descubrir lo que podían hacer unas Aes Sedai asustadas.
Sintió la mirada de Aviendha clavada en su nuca; entonces oyó un sonido rasposo. Sentada cruzada de piernas contra la lona de la tienda, la Aiel había sacado el cuchillo del cinturón y una piedra de amolar, sin quitarle ojo. Cuando Nalesean, Daerid y Talmanes entraron, los recibió con un anuncio:
—Vamos a hacer cosquillas a unas Aes Sedai, a rescatar a una mula y a sentar a una engreída mocosa en el Trono del León. Ah, sí. Ésta es Aviendha. No le dirijáis una mirada atravesada o tratará de cortaros el cuello y probablemente se raje el suyo por equivocación.
La Aiel se echó a reír como si hubiese hecho el chiste más divertido del mundo. Empero, no dejó de afilar el cuchillo.
Durante un instante Egwene fue incapaz de entender por qué el dolor había dejado de intensificarse. Después se obligó a levantarse de las alfombrillas de su tienda y se quedó de pie, sacudida por los sollozos. Habría querido sonarse la nariz. Ignoraba cuánto tiempo llevaba llorando de ese modo; sólo sabía que sentía ardiendo el cuerpo desde las caderas hasta las corvas. Mantenerse de pie e inmóvil seguía siendo un problema que solucionaba a duras penas. La camisola que creyó sería una ligera protección había sido desechada hacía largo rato. Las lágrimas le corrían por las mejillas y se quedó allí plantada, sollozando sin rebozo.
Sorilea, Amys y Bair la miraban seriamente y no eran las únicas, aunque casi todas las demás estaban sentadas en cojines o recostadas en el suelo, charlando y saboreando el té servido por una esbelta gai’shain, una mujer, gracias le fueran dadas a la Luz. Todas eran mujeres, Sabias y aprendizas, a las que Egwene había dicho que era Aes Sedai. La joven se alegraba de que dejar que creyeran que lo era no contase; ¡no habría sobrevivido a eso! Era decirlo, la mentira pronunciada en voz alta, pero había habido sorpresas. Cosain, una delgada y rubia Miagoma de los Sierra Dorsal, había dicho en tono gruñón que Egwene no tenía toh con ella pero que se quedaría a tomar el té, e igual había hecho Estair. Aerin, por otro lado, parecía querer cortarla en dos y Surandha…
Tratando de librarse del velo de lágrimas, Egwene miró hacia Surandha. Estaba sentada con tres Sabias, charlando y lanzando alguna que otra mirada en dirección a Egwene. Surandha se había mostrado totalmente implacable. No es que ninguna de las otras hubiese sido clemente. El cinturón que Egwene había encontrado en uno de sus arcones era fino y flexible, pero el doble de ancho que su mano, y todas estas mujeres tenía brazos fuertes. Se sumaron alrededor de media docena de azotes por parte de cada una.
Egwene no se había sentido tan avergonzada en toda su vida; no porque estuviese desnuda y con la cara enrojecida y sollozando como una niñita. Bueno, lo de llorar sí tenía que ver. Ni siquiera que todas ellas hubiesen presenciado cómo era azotada cuando no era su turno. Lo que la avergonzaba era haberlo sufrido con tan poca entereza. Una niña Aiel se habría mostrado más estoica. En fin, una niña nunca habría tenido que hacer frente a algo así, pero básicamente era la pura verdad.
—¿Ha terminado? —¿Realmente era suya aquella voz pastosa y entrecortada? ¡Cómo se reirían estas mujeres si supieran con qué cuidado había hecho acopio de valor!
—Sólo tú conoces el valor de tu honor —respondió fríamente Amys. Sostenía el cinturón colgando a un lado, utilizando la gruesa hebilla como mango. El murmullo de las conversaciones había cesado.
Egwene inhaló profunda y temblorosamente entre sollozo y sollozo. Sólo tenía que decir que se había acabado y se habría acabado. Podría haber dicho que era suficiente después de un golpe de cada mujer. Podría…
Haciendo una mueca de dolor, se arrodilló y se tendió boca abajo cuan larga era sobre las alfombrillas. Metió las manos por debajo del repulgo de la falda de Bair para agarrar los huesudos tobillos de la mujer, que se notaban a través de las botas flexibles. Esta vez demostraría coraje. Esta vez no gritaría, ni patalearía ni se retorcería ni… El cinturón no se había vuelto a descargar sobre sus nalgas. Levantó la cabeza, parpadeó para aclararse los ojos y les lanzó una mirada intensa.
—¿A qué esperáis? —La voz le temblaba todavía, pero en ella había un dejo de rabia. ¿Es que iban a hacerla esperar encima de todo lo demás?—. Tengo que emprender viaje esta noche, por si lo habéis olvidado. Vamos, continuad.
Amys tiró el cinturón al suelo, junto a la cabeza de Egwene.
—Esta mujer ya no tiene toh conmigo —manifestó.
—Esta mujer ya no tiene toh conmigo. —Ésa era la fina voz de Bair.
—Esta mujer ya no tiene toh conmigo —declaró rotundamente Sorilea, que se inclinó y retiró el sudoroso cabello del rostro de Egwene con delicadeza—. Sabía que en el fondo de tu corazón eras Aiel. No te enorgullezcas en exceso ahora, muchacha. Has cumplido tu toh. Levántate antes de que pensemos que estás alardeando.
La ayudaron a incorporarse, la abrazaron, le limpiaron las lágrimas y le ofrecieron un pañuelo para que se sonara la nariz. Las otras mujeres las rodearon para manifestar cada una de ellas que esa mujer ya no tenía toh con ellas antes de abrazarla y sonreírle. Las sonrisas fueron lo que más le impresionó; la de Surandha era tan afectuosa como siempre. Naturalmente. El toh no existía cuando se había cumplido; aquello que lo había causado era como si no hubiese ocurrido nunca. Una parte de Egwene que no estaba envuelta en el ji’e’toh razonó que quizá lo que había dicho al final también influyó, así como volver a tenderse en el suelo. Tal vez no le había hecho frente con la entereza de un Aiel al principio, pero Sorilea tenía razón. Había sido una Aiel en el fondo de su corazón. Creía que una parte de sí misma siempre sería Aiel.
Las Sabias y aprendizas se marcharon poco a poco. Por lo visto deberían haberse quedado el resto de la noche o más tiempo, riendo y hablando con Egwene, pero eso sólo era una costumbre, no ji’e’toh, y con la ayuda de Sorilea se las ingenió para convencerlas de que no tenía tiempo. Por fin sólo quedaron en la tienda Sorilea y las dos caminantes de sueños con ella. Todos los abrazos y las sonrisas habían frenado su llanto a alguna que otra lágrima de vez en cuando. En realidad, la joven deseaba ponerse a llorar otra vez, aunque por razones diferentes. A fuer de ser sincera, sólo en parte por otras razones, porque verdaderamente sentía ardiendo la piel.
—Voy a echaros mucho de menos a todas.
—Tonterías. —Sorilea resopló para poner énfasis—. Si tienes suerte, te dirán que nunca podrás ser Aes Sedai ahora y entonces volverás con nosotras. Serás mi aprendiza. Tendrás tu propio dominio en tres o cuatro años. Incluso tengo el marido adecuado para ti: Taric, el nieto más joven de mi hija mayor Amaryn. Creo que llegará a ser jefe de clan algún día, así que debes estar atenta para encontrar una hermana conyugal para que sea su señora del techo.
—Gracias. —Egwene se echó a reír. Al parecer tendría a donde recurrir si la Antecámara de Salidar la expulsaba.
—Y Amys y yo nos reuniremos contigo en el Tel’aran’rhiod —dijo Bair—, y te contaremos lo que sepamos sobre los acontecimientos de aquí y sobre Rand al’Thor. A partir de ahora te moverás en el Mundo de los Sueños a tu modo, pero si quieres estoy dispuesta a seguir enseñándote.
—Claro que quiero. —Eso si la Antecámara le permitía acercarse al Tel’aran’rhiod. Claro que tampoco podían impedirle que entrara en él; hiciesen lo que hiciesen, eso no estaba a su alcance—. Por favor, no perdáis de vista a Rand y a las Aes Sedai. No sé a qué está jugando, pero no me cabe duda de que es mucho más peligroso de lo que él cree.
Amys no dijo nada acerca de seguir enseñándole, naturalmente. Le había dado su palabra con ciertas condiciones y la había incumplido y ni siquiera satisfacer el toh borraba eso.
—Sé que Rhuarc lamentará no haber estado aquí esta noche —dijo en cambio la Sabia—. Ha ido al norte para observar personalmente a los Shaido. No temas que tu toh con él no vaya a cumplirse. Te dará la oportunidad de hacerlo cuando volváis a veros.
Egwene se quedó boquiabierta y lo disimuló sonándose la nariz por lo que le parecía la décima vez. Había olvidado completamente a Rhuarc. Claro que nada la obligaba a pagar su obligación con él del mismo modo. Tal vez parte de su corazón era Aiel, pero durante un momento se devanó los sesos buscando febrilmente otro método. Tenía que haberlo. Bien, dispondría de tiempo suficiente para encontrarlo antes de que volviese a verlo.
—Estaré muy agradecida —respondió débilmente. Y también quedaba Melaine. Y Aviendha. ¡Luz! Creía que había acabado con ello. No dejaba de apoyar el peso ora en un pie ora en otro por más que intentaba quedarse quieta. Tenía que haber otro modo.
Bair abrió la boca, pero Sorilea se adelantó:
—Dejemos que se vista. Tiene que emprender un viaje.
El delgado cuello de Bair se puso tenso, y las comisuras de los labios de Amys se curvaron hacia abajo. Saltaba a la vista que a ninguna de las dos le gustaba más que antes lo que Egwene iba a intentar.
Quizá pensaban quedarse y tratar de convencerla de que no lo hiciese, pero Sorilea empezó a rezongar en voz no demasiado baja sobre necias que intentaban impedir que una mujer hiciese lo que creía que debía. Las dos Sabias más jóvenes se ajustaron los chales —Bair debía de tener setenta u ochenta años, pero desde luego era más joven que Sorilea— le dieron un abrazo de despedida a Egwene y se marcharon musitando:
—Que siempre encuentres agua y sombra.
Sorilea sólo se quedó un momento más.
—Piensa en Taric. Tendría que haberlo invitado a la tienda de vapor para que así lo hubieses visto. Entre tanto, hasta que vuelvas, recuerda esto: siempre estamos más asustados de lo que querríamos, pero siempre podemos ser más valientes de lo que esperamos. Sé fiel a tu corazón, y las Aes Sedai no podrán dañar lo que eres realmente, tu espíritu. No son ni mucho menos tan superiores a nosotras como pensábamos. Que encuentres siempre agua y sombra, Egwene. Y no olvides ser siempre fiel a tu corazón.
Ya sola, Egwene se quedó de pie un rato, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío y pensando. Su corazón. Quizá tenía más coraje de lo que creía. Aquí había hecho lo que debía hacer; había sido una Aiel. En Salidar iba a necesitar eso. Los métodos de las Aes Sedai diferían de los de las Sabias en ciertos aspectos, pero no actuarían con benevolencia si sabían que se había hecho pasar por Aes Sedai. Si lo sabían. No se le ocurría otro motivo para que la llamaran con tanta frialdad; pero los Aiel no se rendían antes de iniciar la batalla.
Salió de su ensimismamiento con una sacudida. «No voy a rendirme antes de luchar —pensó, poniendo mala cara—, así que mejor será que me prepare para la batalla».