En el camino de vuelta al extenso campamento, Egwene trató de controlarse, pero ni siquiera estaba segura de sentir sus pies tocando el suelo. Bueno, sabía que sí lo hacían. De hecho contribuían a incrementar las nubes de polvo que el cálido viento levantaba; tuvo un acceso de tos y deseó que las Sabias llevaran velo. No era igual enrollarse un chal en la cabeza, además de que era como estar metida en una tienda de vapor. Empero, tenía la sensación de ir caminando por el aire. La cabeza le daba vueltas y no precisamente a causa del calor.
Al principio pensó que Gawyn no iba a reunirse con ella, pero entonces apareció de repente a su lado, mientras caminaba entre la multitud. Habían pasado toda la mañana en el pequeño reservado de El Hombre Largo, agarrados de las manos y charlando mientras tomaban té. Se había portado como una completa descarada, besándolo nada más cerrarse la puerta tras ellos, antes de que Gawyn hiciese intención de besarla, e incluso se sentó en sus rodillas una vez, aunque eso no había durado mucho, porque la hizo pensar en los sueños de él, en la posibilidad de dejarse arrastrar de nuevo hacia ellos, en cosas que una mujer decente no debería plantearse siquiera. Al menos una mujer soltera. Se había levantado de sus rodillas de un salto, como una cervatilla asustada, y sobresaltándolo a más no poder.
Echó una rápida ojeada en derredor. Las tiendas estaban todavía a más de un kilómetro de distancia y no se veía un alma por las cercanías. Aun en el caso de que hubiese habido alguien no habría visto que se ponía colorada. Al darse cuenta de que estaba sonriendo como una idiota debajo del chal, borró la sonrisa de su cara. Luz, tenía que controlarse, olvidar los fuertes brazos de Gawyn y recordar el motivo por el que había pasado tanto tiempo en El Hombre Largo.
Mientras se abría paso entre la multitud miró a su alrededor buscando a Gawyn e intentando, no sin dificultad, aparentar despreocupación; después de todo, no quería que la viera ansiosa por estar con él. De repente un hombre se inclinó hacia ella y susurró ferozmente:
—Sígueme hasta El Hombre Largo.
Egwene dio un brinco sin poderlo remediar. Tardó unos segundos en reconocer a Gawyn. El joven llevaba una sencilla chaqueta marrón y un fino guardapolvo colgando a la espalda, con la capucha echada de modo que casi le tapaba el rostro. No era el único que llevaba esta clase de prenda —cualquiera que no fuese Aiel y se dirigiera más allá de las murallas llevaba una— pero eran pocos los que iban con la capucha echada haciendo semejante bochorno.
Egwene lo agarró de la manga firmemente cuando él trató de adelantarse disimuladamente.
—¿Qué te hace pensar que iré contigo a una posada sin más ni más, Gawyn Trakand? —demandó al tiempo que estrechaba los ojos, bien que mantuvo el tono bajo; no había necesidad de llamar la atención por discutir—. Caminaremos. Estás dando por sentado demasiadas cosas si crees que…
Gawyn hizo una mueca y le instó en un susurro.
—Las mujeres con las que vine están buscando a alguien. Alguien como tú. Apenas hablan delante de mí, pero he pillado un comentario aquí y otro allí. Y, ahora, sígueme.
Sin mirar atrás echó a andar calle abajo, y ella lo siguió sintiendo un nudo en el estómago.
El recuerdo consiguió bajarla de la nube y que plantara los pies firmemente en el suelo. Estaba casi tan caliente como los adoquines de la ciudad, y lo notaba a través de las suelas de sus botas flexibles. Siguió caminando entre el polvo, devanándose los sesos. Gawyn no sabía mucho más de lo que le adelantó en ese primer intercambio. Adujo que no tenía por qué ser ella a quien buscaban y que lo único que tenía que hacer era ser cauta a la hora de encauzar y dejarse ver lo menos posible. Sólo que él mismo no parecía muy convencido, sobre todo teniendo en cuenta que iba disfrazado. Egwene reprimió el impulso de mencionarle su atuendo; estaba tan preocupado de que si estas Aes Sedai daban con ella se encontraría metida en un buen problema, preocupado de ser él quien, sin saberlo, las condujera hasta ella, tan obviamente reacio a dejar de verla a pesar de sugerírselo él mismo. Y tan convencido de que sólo tenía que escabullirse de vuelta a Tar Valon y a la Torre. O que hiciera las paces con Coiren y las otras y regresara con ellos. Luz, debería haberse enfadado con él por pensar que sabía mejor que ella lo que le convenía, pero, por alguna razón, era incapaz de pensar con claridad estando con él, además de que Gawyn parecía colarse de rondón en todos y cada uno de sus pensamientos.
Se mordisqueó el labio y centró su atención en el verdadero problema. Las Aes Sedai de la Torre. Si tuviera el valor de hacerle preguntas; no sería traicionarlo si le planteaba algunas cosas sin importancia, como a qué Ajahs pertenecían, adónde iban o… ¡No! Sólo se lo había prometido a sí misma, pero incumpliendo esa promesa lo deshonraría a él. Nada de preguntas. Sólo lo que él quisiera decirle por propia iniciativa.
Pensara lo que pensase Gawyn, no había razón para sospechar que esas mujeres estaban buscándola a ella. Aunque, admitió de mala gana, tampoco había ninguna razón para creer que no: sólo un montón de suposiciones y de esperanzas. Los Aiel iban y venían entre las tiendas bajas, pero sólo había un puñado de gai’shain por allí cerca. No se veía a ninguna de las Sabias. Había roto una promesa que les había hecho. En realidad, se la había hecho a Amys, pero era con todas ellas. La necesidad se estaba convirtiendo en una excusa cada vez más vana para justificar su engaño.
—Únete a nosotras, Egwene —llamó una voz de mujer. A pesar de llevar la cabeza tapada no resultaba difícil identificar a Egwene, a no ser que estuviese rodeada de muchachas que todavía no habían acabado de crecer. Surandha, la aprendiza de Sorilea, asomaba la cabeza por la solapa de una tienda y le hacía señas para que se acercara—. Las Sabias se han vuelto a reunir en las tiendas, todas ellas, y nos han dado el día libre. Entero.
Aquello era un lujo rara vez concedido y que Egwene no estaba dispuesta a desaprovechar. Dentro las mujeres estaban tumbadas sobre cojines, leyendo a la luz de las lámparas de aceite —la tienda estaba cerrada para que no pasara polvo, de modo que tampoco entraba luz— o sentadas cosiendo o haciendo punto o bordando. Dos jugaban a hacer cunitas con una cuerda. El murmullo de las conversaciones llenaba la tienda, y varias la saludaron con una sonrisa. No todas eran aprendizas —dos madres y varias hermanas primeras habían ido de visita—, y la mujer de más edad lucía tantas joyas como cualquier Sabia. Todas llevaban desatadas las cintas superiores de las blusas y los chales ceñidos a la cintura, aunque el calor reinante no parecía molestarles.
Un gai’shain iba de un sitio para otro llenando las tazas de té. Había algo en su modo de moverse que lo señalaba como un artesano, no un algai’d’siswai; la dureza seguía presente en sus rasgos, pero en comparación eran una pizca más suaves, de modo que mantener la actitud sumisa no parecía requerir tanto esfuerzo en él. Llevaba una de aquellas bandas que lo identificaba como un siswai’aman. Ninguna de las mujeres le dedicaba más de una mirada superficial a pesar de que se suponía que los gai’shain sólo podían llevar cosas blancas.
Egwene se ató el chal a la cintura y aceptó, agradecida, agua para lavarse la cara y las manos; a continuación desanudó unas pocas lazadas de la blusa y se acomodó en un cojín rojo con borlas que había entre Surandha y Estair, la pelirroja aprendiza de Aerin.
—¿Para qué se han reunido las Sabias?
Su mente no estaba en ese asunto. No tenía intención de renunciar completamente a las visitas a la ciudad —había accedido a mirar en El Hombre Largo todas las mañanas para ver si Gawyn estaba allí, a pesar de que la sonrisita cómplice de la oronda posadera la hizo enrojecer; ¡sólo la Luz sabía lo que imaginaba esa mujer!— pero, definitivamente, se había acabado el escuchar a escondidas en la mansión de lady Arilyn. Después de separarse de Gawyn, se había acercado a la casa lo suficiente para percibir que en su interior se seguía encauzando, pero se marchó nada más echar un rápido vistazo desde la esquina. El estar tan cerca le producía la inquietante sensación de que Nesune iba a aparecer de repente a su espalda.
—¿Lo sabe alguien? —añadió.
—Tus hermanas, por supuesto —rió Surandha. Era una mujer guapa, con grandes ojos de color azul y una risa que la hacía parecer preciosa. Tenía unos cinco años más que Egwene, era capaz de encauzar con tanta fuerza como muchas Aes Sedai y aguardaba con impaciencia ser reclamada a un dominio en el que establecer su hogar. Hasta entonces, sin embargo, corría a complacer el menor deseo de Sorilea—. ¿Qué otra cosa las haría brincar como si se hubiesen sentado en una segade?
—Deberían enviar a Sorilea a hablar con ellas —dijo Egwene mientras tomaba una taza de rayas verdes que le tendía el gai’shain. Al explicarle que sus Cachorros estaban apiñados en los cuartos que no habían ocupado las Aes Sedai y que algunos se habían tenido que instalar en el establo, Gawyn había dejado escapar que no quedaba sitio siquiera para otra fregona; y que las Aes Sedai no estaban preparando ninguna sorpresa. Era una buena noticia—. Sorilea las pondría firmes.
Surandha estalló en carcajadas, en tanto que la risa de Estair fue comedida y no poco escandalizada; la esbelta joven, cuyos grises ojos tenían una expresión seria, se comportaba siempre como si una Sabia estuviese vigilándola. Para Egwene era incomprensible que Sorilea tuviese una aprendiza con la risa siempre pronta, en tanto que Aerin, una mujer afable y sonriente que jamás tenía una palabra desagradable para nadie, tuviese una que parecía estar a la caza de reglas que obedecer.
—Creo que es por el Car’a’carn —dijo Estair en un tono exageradamente grave.
—¿Por qué? —preguntó Egwene con aire ausente. No tenía más remedio que evitar la ciudad. Excepto para reunirse con Gawyn, naturalmente; por muy embarazoso que le resultara admitirlo, no renunciaría a verlo por ninguna razón de menos peso que la certeza de que Nesune estaría aguardándola en El Hombre Largo. Lo cual significaba volver a las caminatas por el exterior de las murallas, con todo ese polvo. Lo de esa mañana había sido una excepción, pero no pensaba dar ninguna excusa a las Sabias para que le prohibiesen volver al Tel’aran’rhiod. Esta misma noche se reunirían con las Aes Sedai de Salidar e irían solas, pero dentro de siete días ella las podría acompañar—. ¿Qué es lo que pasa ahora?
—¿Es que no te has enterado? —exclamó Surandha.
Dentro de dos o tres días podría intentar un contacto con Nynaeve y Elayne o hablarles en sus sueños de nuevo. Mejor dicho, intentar hablarles otra vez; nunca se podía tener la completa seguridad de que la otra persona se diera cuenta de que una era algo más que un simple sueño a no ser que estuviera habituada a ese tipo de comunicación, cosa que no ocurría con Nynaeve y Elayne. Sólo les había hablado de ese modo en una ocasión.
En cualquier caso, la idea de tener contacto con ellas seguía causándole una vaga inquietud. Había tenido otro sueño, casi una pesadilla, respecto a eso; cada vez que una de ellas pronunciaba una palabra, tropezaban y se iban de bruces al suelo o dejaban caer una taza o un plato o derribaban un jarrón, siempre algo que se hacía añicos con el golpe. Desde su interpretación del sueño con Gawyn convirtiéndose en su Guardián, Egwene había intentado descifrarlos todos, aunque sin resultado hasta el momento, pero de lo que no le cabía ninguna duda era de que aquél guardaba algún significado. Tal vez lo mejor sería esperar a la próxima reunión para hablar con ellas. Además, siempre estaba el peligro de tropezar con los sueños de Gawyn y ser arrastrada hacia ellos. La mera idea le encendió las mejillas.
—El Car’a’carn ha vuelto —informó Estair—. Va a reunirse con tus hermanas esta tarde.
Todos los pensamientos sobre Gawyn y sueños se borraron de un plumazo; Egwene frunció el entrecejo mientras tomaba un sorbo de té. Dos veces en diez días. No era propio de Rand volver tan pronto. ¿Por qué lo había hecho? ¿Se había enterado de la llegada de las Aes Sedai de la Torre? ¿Cómo? Y, como siempre, sus viajes en sí desataron las preguntas relativas a ellos. ¿Cómo hacía eso?
—¿Cómo hace qué? —inquirió Estair y Egwene parpadeó, sorprendida de haber hablado en voz alta.
—Esa facilidad que tiene de ponerme mal el estómago —improvisó.
Surandha sacudió la cabeza con aire conmiserativo, pero a la vez esbozó una sonrisa.
—Es un hombre, Egwene —dijo.
—Es el Car’a’carn —apuntó Estair con gran énfasis y no poca reverencia.
A Egwene no le sorprendería mucho verla con esa estúpida cinta roja ceñida a la frente. Surandha la emprendió con Estair arguyendo que cómo pensaba arreglárselas con un jefe de dominio, y mucho menos con un jefe de septiar o de clan, si no comprendía que un hombre no dejaba de ser un hombre sólo porque tuviese mando. Estair se mantuvo en sus trece, insistiendo en que el Car’a’carn era distinto. Una de las mujeres mayores, Mera, que había acudido a ver a su hija, se inclinó hacia ellas y afirmó que la forma de manejar a cualquier jefe, ya fuera de dominio, septiar, clan o el Car’a’carn, era igual que manejar a un esposo, con lo que provocó la carcajada de Baerin, que también había ido a visitar a una hija, y el comentario de que ésa sería una buena forma de conseguir que una señora del techo pusiera su cuchillo a los pies de una, es decir, una declaración de pleito. Baerin había sido Doncella antes de casarse, pero cualquiera podía declarar un pleito a quien fuera excepto una Sabia o un herrero. No había acabado de hablar Mera cuando todo el mundo, salvo el gai’shain, se sumó a la discusión, abrumando a la pobre Estair —el Car’a’carn era un jefe entre jefes, nada más; eso no tenía vuelta de hoja—, para debatir si era mejor tratar directamente con un jefe o a través de su señora del techo.
Egwene dejó de prestar atención. Sin duda Rand no haría ninguna tontería. Se había mostrado convenientemente desconfiado respecto a la carta de Elaida, pero daba crédito a la de Alviarin, que no sólo era más cordial sino descaradamente aduladora. Creía que tenía amigas, incluso partidarias, en la Torre. Egwene no era de la misma opinión. Ni con los Tres Juramentos ni sin ellos, estaba convencida de que Elaida y Alviarin habían elaborado esa segunda carta entre las dos, con todas esas patochadas sobre «arrodillarse ante su magnificencia». No era más que un ardid para llevarlo a la Torre.
Mirándose las manos con pesar, Egwene suspiró y soltó la taza. El gai’shain la recogió cuando apenas acababa de retirar la mano.
—He de irme —anunció a las otras aprendizas—. Acabo de darme cuenta de que tengo que hacer una cosa.
Surandha y Estair se ofrecieron a acompañarla para cumplir. Bueno, no fue por cumplir, pues, cuando un Aiel decía algo, hablaba en serio; pero estaban interesadas en la conversación y no porfiaron cuando insistió en que se quedaran. Se envolvió de nuevo la cabeza con el chal y se agachó para salir otra vez a los remolinos de polvo, dejando atrás las voces cada vez más acaloradas. Mera le estaba diciendo a Estair con un tono tajante que quizás acabase siendo una Sabia algún día, pero que hasta entonces podía aprender de una mujer que se las había arreglado para dirigir a un marido y criar tres hijas y dos hijos sin contar con la ayuda de una hermana conyugal.
Ya en la ciudad, la joven procuró moverse sigilosamente por las calles abarrotadas pero sin dar esa impresión, tratando de mirar a todas partes al tiempo que fingía tener la vista fija en la dirección que iba. Las posibilidades de topar con Nesune eran mínimas, pero… Un poco más adelante, dos mujeres vestidas con sobriedad y primorosos delantales remilgados dieron un paso hacia un lado para esquivarse, pero ambas se movieron en la misma dirección y casi se dieron de narices. Murmuraron unas disculpas y de nuevo se desviaron a un lado. En la misma dirección. Más disculpas y, como si se tratara de un baile, volvieron a moverse a la par. Cuando Egwene pasaba junto a ellas, todavía seguían dando un paso a uno y otro lado a la vez, como si lo hiciesen a propósito, en tanto que el rubor empezaba a teñirles las mejillas y las disculpas se cortaban tras los labios apretados. Egwene ignoraba cuánto podía durar esa situación, pero no estaba de más recordar que Rand se encontraba en la ciudad. Luz, estando él cerca no sería de sorprender que se tropezase con las seis Aes Sedai en el momento en que una ráfaga le quitaba el chal de la cabeza y tres personas gritaban su nombre y la llamaban Aes Sedai. Estando él cerca, no sería de extrañar que se diera de bruces con Elaida.
Apretó el paso, cada vez más intranquila ante el temor de verse envuelta en uno de esos remolinos de ta’veren, y cada vez con más ojos de loca. Menos mal que ver a una Aiel con ojos de loca y el rostro cubierto —¿qué sabían de la diferencia entre un chal y un velo?— hacía que la gente se apartara ante ella, lo que le permitía avanzar a paso vivo, casi al trote, pero no respiró a gusto hasta que se metió en el Palacio del Sol por una pequeña puerta de servicio que había en la parte posterior.
Un intenso olor a comida cocinándose flotaba en el angosto pasillo, y mujeres y hombres uniformados iban y venían apresuradamente. Otros, que habían hecho un alto y descansaban en mangas de camisa o se daban aire con los delantales, la contemplaron con expresión atónita. Probablemente nadie excepto otros sirvientes se acercaba tanto a las cocinas más que de año en año. Y, desde luego, nadie que fuese Aiel. La miraban como si esperasen verla sacar una lanza de debajo de la falda.
Señaló con el dedo a un hombre bajo y regordete que se estaba enjugando el sudor del cuello con un pañuelo.
—¿Sabes dónde está Rand al’Thor?
Al oírlo, el tipo dio un respingo y volvió los ojos hacia sus compañeros, que se apresuraban a apartarse. Movió los pies con nerviosismo, deseoso de unirse a ellos.
—¿El señor Dragón, decís, eh… señora? En sus aposentos. Bueno, eso supongo. —Empezó a desplazarse hacia un lado mientras hacía reverencias—. Si la señora… eh… si milady me disculpa, he de volver a mi…
—Me llevarás allí —ordenó firmemente. Esta vez no estaba dispuesta a vagar perdida por palacio.
Una última ojeada a sus amigos que desaparecían, un suspiro rápidamente reprimido, una fugaz y atemorizada ojeada para ver si la había ofendido, y el tipo corrió a recoger su chaqueta. Resultó ser muy eficiente en el laberinto de corredores, avanzando a paso rápido y haciéndole una reverencia en cada giro, pero cuando finalmente señaló, con otra inclinación, unas altas puertas adornadas con dorados soles nacientes y vigiladas por una Doncella y otro Aiel, Egwene sintió una repentina irritación hacia el nervioso hombrecillo y lo despidió con un gesto despectivo. No comprendía por qué; el hombre sólo hacía aquello por lo que le pagaban.
El Aiel se puso de pie al verla acercarse; era muy alto, de mediana edad, con un pecho de toro, hombros anchos y fríos ojos grises. Egwene no lo conocía y saltaba a la vista que él tenía intención de hacerle dar media vuelta. Por suerte, sí conocía a la Doncella.
—Déjala pasar, Maric —dijo Somara, sonriendo—. Es la aprendiza de Amys, y de Bair y de Melaine. La única aprendiza que conozco que está a las órdenes de tres Sabias. Y, por su aspecto, la han enviado corriendo con algún recado poco agradable para Rand al’Thor.
—¿Corriendo? —La risita queda de Maric no suavizó ni sus rasgos ni sus ojos—. Más bien arrastrándose, diría yo.
Egwene no tuvo que preguntar para saber a qué se refería. Sacó el pañuelo de la bolsita del cinturón y se limpió precipitadamente la cara; nadie iba a tomarla en serio si estaba sucia, y Rand tenía que hacerle caso.
—Un recado importante en cualquier caso, Somara —dijo—. Espero que esté solo. ¿Han venido ya las Aes Sedai? —El pañuelo acabó de color gris, y Egwene volvió a guardarlo con un suspiro.
—No —respondió la Doncella—. Todavía falta un buen rato para que lleguen. ¿Le dirás que tenga cuidado? No es mi intención ser irrespetuosa con tus hermanas, pero Rand al’Thor no mira dónde pisa. Es un cabezota.
—Se lo diré. —Egwene no pudo evitar sonreír. Ya había oído hablar así a Somara en otras ocasiones, con esa especie de orgullo exasperado que una madre emplearía refiriéndose a un hijo demasiado aventurero y de unos diez años, y lo mismo podía decir de otras cuantas Doncellas más. Debía de tratarse de alguna clase de broma Aiel y, aunque no lo entendía, estaba a favor de cualquier cosa que le impidiera volverse demasiado engreído—. Y también le diré que se lave las orejas. —Somara asintió con la cabeza antes de poder evitar el gesto. Egwene respiró hondo—. Somara, mis hermanas no deben saber que estoy aquí. —Maric le lanzó una mirada de curiosidad entre vistazo y vistazo a los sirvientes que entraban en el pasillo. Egwene se reconvino para sus adentros; debía tener cuidado—. No tenemos mucho trato, Somara. De hecho, podría decirse que estamos todo lo distantes que pueden estar unas hermanas.
—Los peores resentimientos se dan entre hermanas primeras —dijo la Doncella al tiempo que asentía—. Entra. No oirán tu nombre de mis labios y, si a Maric se le va la lengua, le haré un nudo con ella.
El Aiel, al que Somara no le llegaba al hombro y que debía de pesar el doble como poco, esbozó una ligera sonrisa sin mirar en su dirección.
La costumbre de las Doncellas de dejarla pasar en los aposentos de Rand sin anunciarla había dado pie a situaciones embarazosas en el pasado, pero esta vez Rand no estaba tomando un baño. Era obvio que aquellas estancias habían pertenecido al rey, y la antesala parecía un salón del trono en miniatura. En miniatura, se entiende, comparándola con el de verdad. Los rayos ondulantes de un sol dorado, incrustado en el pulido suelo de piedra, medían casi dos metros y eran las únicas líneas curvas visibles. Grandes espejos con severos marcos dorados jalonaban las paredes debajo de amplias y rectas bandas del mismo tono áureo, y el ancho friso estaba hecho de triángulos superpuestos como escamas, asimismo dorados. A ambos lados del sol había dos filas de sillones, la una frente a la otra, tan rectas como los altos respaldos. Rand estaba sentado en otro sillón, con mucho más dorado que los restantes y el respaldo el doble de alto, situado sobre un pequeño estrado que también tenía incrustaciones de oro. Vestía una roja chaqueta de seda, bordada con hilos de oro, y sostenía en el doblez del brazo aquel fragmento de lanza seanchan con el dragón tallado; su gesto era sombrío y ceñudo. Parecía un rey, un rey a punto de matar a alguien. Egwene se puso en jarras.
—Somara dice que deberías lavarte las orejas ahora mismo, jovencito —manifestó, y él levantó bruscamente la cabeza.
La sorpresa, y un atisbo de irritación, duró sólo un momento. Luego esbozó una mueca, bajó del estrado y echó el fragmento de lanza sobre el asiento del solio.
—¿Dónde demonios te has metido? —Salvó la distancia que los separaba, la cogió por los hombros y le hizo dar media vuelta para que se mirase en un espejo.
Egwene dio un respingo a despecho de sí misma. Vaya pinta tenía. El polvo —o más bien el barro al mezclarse con el sudor— se había colado a través del chal dejando churretes en las mejillas y en la frente, donde había intentado limpiárselo con el pañuelo.
—Le diré a Somara que mande traer un poco de agua. A lo mejor cree que es para mis orejas —observó fríamente Rand.
—No es menester —contestó con toda la dignidad de que fue capaz. No estaba dispuesta a lavarse con él allí plantado, mirándola. Sacó de nuevo el mugriento pañuelo y procuró limpiar los churretes más llamativos—. Vas a reunirte con Coiren y las otras dentro de poco. Supongo que no es necesario que te advierta que son peligrosas, ¿verdad?
—Me parece que acabas de hacerlo. No vienen todas. Puntualicé un máximo de tres, de modo que son ésas las que envían. —Reflejado en el espejo, lo vio ladear la cabeza como si estuviese escuchando algo y asentir. Cuando habló lo hizo en un susurro—. Sí, puedo vérmelas con tres, si no son demasiado fuertes. —De pronto advirtió que la joven lo observaba—. Ni que decir tiene que si una de ellas es Moghedien disfrazada con peluca o Semirhage puedo tener serios problemas.
—Rand, tienes que tomarte esto en serio. —El pañuelo no estaba sirviendo de mucho. Muy a regañadientes, escupió en él; no existía una forma digna de escupir en un pañuelo, simplemente—. Sé lo fuerte que eres, pero ellas son Aes Sedai. No puedes actuar como si fueran mujeres que vienen del campo. Aunque creas que Alviarin va a arrodillarse a tus pies, y todas sus amigas con ella, ten en cuenta que a éstas las envía Elaida. No puedes pensar que tiene otro propósito que ponerte una correa. Resumiendo, lo mejor que podrías hacer es mandarles que se marchen.
—¿Y confiar en tus desconocidas amigas? —preguntó suavemente. Demasiado suavemente.
No había nada que hacer con la suciedad de la cara; debería haberle dejado que mandara traer agua. Pero pedírselo ahora, después de haber rehusado, quedaba descartado.
—Sabes que no puedes fiarte de Elaida —manifestó con cuidado mientras se volvía hacia él. Teniendo muy presente lo ocurrido la última vez, no quería mencionar siquiera a las Aes Sedai de Salidar—. Lo sabes.
—No me fío de ninguna Aes Sedai. Ellas —hubo una vacilación en su voz, como si hubiese pensado utilizar otra palabra, aunque Egwene no supo imaginar cuál— intentarán utilizarme, y yo a mi vez intentaré utilizarlas a ellas. Un bonito círculo, ¿no te parece?
Si la joven había considerado alguna vez la posibilidad de permitirle un acercamiento con las Aes Sedai de Salidar, sus ojos, tan duros, tan fríos que la hicieron estremecerse por dentro, la desengañaron.
Tal vez si Rand se encolerizaba lo bastante, si saltaban las chispas suficientes entre él y Coiren para que la delegación regresara a la Torre con las manos vacías…
—Si a ti te parece bonito, supongo que lo será. Al fin y al cabo eres el Dragón Renacido. En fin, puesto que tienes intención de seguir adelante con esto, más vale que lo hagas lo mejor posible. Recuerda que son Aes Sedai y que hasta un rey les muestra respeto, aun en el caso de no estar de acuerdo con ellas, y que se pondrá en camino hacia Tar Valon de inmediato si se lo llama allí. Incluso los Grandes Señores de Tear, o Pedron Niall, lo harían así. —El muy necio volvió a sonreírle o, mejor dicho, le enseñó los dientes en una mueca; el resto de su semblante continuaba tan impenetrable como un trozo de piedra.
»Espero que estés prestando atención a lo que te digo, porque mi intención es ayudarte. —No del modo que él esperaba, claro—. Si te propones utilizarlas no puedes encresparlas como a gatos escaldados. El Dragón Renacido no les causará más impresión que a mí, a pesar de tus ostentosas chaquetas, tus tronos y tu ridículo cetro. —Lanzó una mirada despectiva al fragmento de lanza; ¡Luz, esa cosa le ponía los pelos de punta!—. No van a caer de hinojos cuando te vean, y no vas a morirte por eso. Como tampoco por actuar con cortesía. Dobla tu envarado cuello, que no es degradante mostrar la debida deferencia ni un poco de humildad.
—La debida deferencia —repitió, pensativo. Con un suspiro, sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el pelo—. Supongo que puedo hablar con una Aes Sedai del mismo modo que lo hago con algún lord que ha estado intrigando a mi espalda. Es un buen consejo, Egwene. Seré tan humilde como un ratón.
Procurando no dejar ver su prisa, volvió a frotarse la cara con el pañuelo a fin de disimular su estupefacción. No estaba segura de que sus ojos no parecieran a punto de salirse de las órbitas, pero así era como se sentía. ¡Durante toda su vida, cada vez que le había dicho que el camino de la derecha era el mejor, él había adelantado la barbilla replicando que era el izquierdo! ¿Por qué había elegido aquel momento para hacerle caso?
¿Servía para algo positivo tal como estaban las cosas? Al menos no lo perjudicaría mostrar cierto respeto. Aunque estas mujeres siguieran a Elaida, la idea de que cualquier persona se mostrara impertinente con una Aes Sedai la irritaba sobremanera. Sólo que, en este caso, habría querido que Rand fuera impertinente, más arrogante que nunca. Sin embargo, no tenía sentido decirle lo contrario ahora; y no porque fuera corto de entendederas. Sólo exasperante.
—¿Has venido sólo por eso? —preguntó.
Todavía no podía marcharse. Tal vez tenía la oportunidad de poner las cosas en su sitio o, al menos, asegurarse de que no iba a ser tan idiota como para ir a Tar Valon.
—¿Sabes que hay una Señora de las Olas en un barco en el río? El Espuma blanca. —Aquél era un tema tan bueno como cualquier otro para dar un nuevo enfoque a la conversación—. Vino a verte y he oído decir que se está impacientando. —Se lo había contado Gawyn. Al parecer, Erian en persona había ido en un bote hasta el velero para enterarse de qué hacían los Marinos tan tierra adentro, y le fue negado el permiso para subir a bordo. Había regresado con lo que podría considerarse un humor de perros en cualquier mujer que no fuera Aes Sedai. Egwene tenía la fundada sospecha de saber a qué habían venido, pero no pensaba decírselo a Rand; le estaría bien empleado conocer a alguien de quien no esperaba que se inclinara ante él.
—Por lo visto los Atha’an Miere están por todas partes. —Rand tomó asiento en uno de los sillones; por alguna razón, parecía divertido, pero Egwene habría jurado que no era por nada relacionado con los Marinos—. Berelain dice que debería entrevistarme con esa tal Harine din Togara Dos Vientos; pero, si su genio es tal como lo pinta Berelain, por mí puede esperar. De momento ya tengo a mi alrededor mujeres furiosas más que de sobra.
Aquello casi le daba pie para hablar de lo que quería, pero no del todo.
—No entiendo por qué, con ese encanto irresistible que tienes siempre. —Al punto Egwene deseó tragarse las palabras; sólo reafirmaría lo que no quería que Rand hiciera.
Él tenía fruncido el entrecejo y no parecía haberla oído.
—Egwene, sé que no te gusta Berelain, pero la cosa no va más allá ¿o sí? Me refiero a que has hecho tan buen trabajo en identificarte con los Aiel que casi te imagino ofreciéndole danzar las lanzas contigo. Estaba preocupada por algo, intranquila, pero no quiso decirme el motivo.
Probablemente la Principal había topado con un hombre que le había dicho «no»; eso sería suficiente para que el mundo de Berelain se tambaleara en sus cimientos.
—No he cambiado una docena de palabras con ella desde que salimos de la Ciudadela de Tear, y no muchas más antes. Rand, no creerás que…
Una de las hojas de la puerta se abrió justo lo suficiente para que Somara pasara, y la Doncella volvió a cerrarla rápidamente a su espalda.
—Las Aes Sedai están aquí, Car’a’carn.
Rand volvió la cabeza hacia la puerta, el semblante convertido en un pedazo de roca.
—¡No tenían que llegar hasta dentro de…! Así que intentando cogerme con la guardia baja, ¿no? Tienen que aprender quién da las órdenes aquí.
En ese momento a Egwene le importaba poco si trataban de pillarlo en paños menores. Olvidó por completo a Berelain. Somara hizo un ligero gesto que podría ser de conmiseración. Tampoco le importaba nada eso. Rand podía impedir que se la llevaran si se lo pedía. Sólo que tal cosa significaría tener que permanecer pegada a él de ahora en adelante para que no la aislaran con un escudo y se la llevaran sin contemplaciones en cuanto asomase la nariz a la calle. Significaría tener que pedírselo, ponerse bajo su protección. La diferencia entre eso y ser conducida dentro de un saco de vuelta a la Torre era tan mínima que sintió un nudo en el estómago. Para empezar, jamás se convertiría en Aes Sedai escondiéndose detrás de él; además, la idea de esconderse detrás de cualquiera le daba dentera. Sólo que estaban allí, al otro lado de la puerta, y antes de una hora la tendrían metida en el saco o algo por el estilo. Respirar lenta y profundamente varias veces no sirvió para templarle los nervios.
—Rand, ¿hay otro camino para salir de aquí? Si no, me esconderé en uno de los cuartos. No deben saber que me encuentro aquí. Rand… ¡Rand! ¿Me estás escuchando?
—Estás ahí —susurró él con voz ronca, pero definitivamente no hablaba con ella—. Sería demasiada coincidencia que pensases eso precisamente ahora. —Miraba fijamente al vacío, enfurecido y, tal vez, un tanto asustado—. ¡Maldito seas, respóndeme! ¡Sé que estás ahí!
Egwene se humedeció los labios con la punta de la lengua sin poder remediarlo. Puede que Somara lo estuviese observando con una expresión que podía describirse como la cariñosa preocupación de una madre —y él ni siquiera se daba cuenta de lo absurdo del gesto— pero a Egwene empezó a revolvérsele el estómago. No podía haberse vuelto loco tan de repente. Imposible. No obstante, hacía un momento parecía estar escuchando alguna voz oculta y quizá también respondiéndole.
La joven no recordaba haber salvado el trecho que los separaba, pero de pronto se encontró poniéndole una mano en la frente. Nynaeve decía siempre que lo primero era comprobar si la persona tenía fiebre, aunque eso no serviría para mucho en estas circunstancias. Ojalá supiera hacer algo más que sanar un arañazo con la Curación. Claro que tampoco eso serviría de gran cosa. No si Rand se había…
—Rand, ¿estás…? ¿Te encuentras bien?
Él reaccionó, echando atrás la cabeza bruscamente para retirarse de su mano al tiempo que le lanzaba una mirada desconfiada. Un instante después se ponía de pie, la aferraba del brazo y casi la llevaba a rastras hacia el fondo de la sala, tan deprisa que la joven estuvo a punto de tropezarse con la falda al intentar mantener el paso.
—Quédate aquí y no te muevas —ordenó, enérgico, dejándola a un lado del estrado y dando un paso hacia atrás.
Frotándose el brazo con suficiente fuerza para que a él no le pasara inadvertido, hizo intención de seguirlo. Los hombres no eran conscientes de la fuerza que tenían; incluso Gawyn lo olvidaba algunas veces, aunque, para ser sincera, con él no le importaba.
—¿Qué te crees…?
—¡No te muevas! —Luego, en un timbre de desagrado, añadió—: Así la Luz lo abrase, esa cosa parece ondear si te mueves. La fijaré al suelo, pero aun así no puedes saltar de un lado para otro. Ignoro lo grande que puedo hacerla y éste no es el momento de comprobarlo.
Somara se había quedado pasmada, aunque enseguida reaccionó y cerró la boca rápidamente.
¿Fijar al suelo qué? ¿De qué demonios hablaba? Lo comprendió tan de repente que olvidó preguntarse a quién se refería con lo de que «la Luz lo abrase». Rand había tejido saidin a su alrededor. Los ojos se le desorbitaron; estaba jadeando, pero no podía evitarlo. ¿Lo tendría muy cerca? Hasta la última brizna de su raciocinio le decía que la infección no podía filtrarse de lo que quiera que hubiese tejido; ya la había tocado con el saidin anteriormente, pero, en todo caso, esa idea sólo sirvió para angustiarla más. En un gesto instintivo encogió los hombros y se recogió la falda, ajustándola por delante contra las piernas.
—¿Qué…? ¿Qué has hecho? —Se sintió orgullosa de la voz que le salió, puede que un tanto temblorosa, pero ni por asomo parecida al gemido angustiado que habría querido exhalar.
—Mira en ese espejo. —Se echó a reír. ¡A reír!
Malhumorada, hizo lo que le decía… y dio un respingo. Allí, en el cristal azogado, se reflejaba el solio sobre el estrado. Y parte de la sala. Pero no ella.
—Soy… invisible —musitó. Recordó que Moraine los había ocultado a todos una vez tras una pantalla de saidar, pero ¿cómo lo había aprendido a hacer Rand?
—Es mucho mejor que esconderte debajo de mi cama —dijo.
Al hablar, Rand se dirigió al aire, a un punto situado a más de un palmo de donde estaba la cabeza de Egwene. ¡Meterse debajo de su cama! ¡No se le había pasado por la cabeza ni por un momento!
—Y quiero que veas lo respetuoso que puedo ser —continuó él. Su tono se hizo más serio al añadir—: Además, quizá pilles algo que a mí me pase inadvertido. A lo mejor hasta tienes a bien decírmelo.
Soltó una risotada y subió de un salto al estrado; recogió el fragmento de lanza del asiento del solio y se acomodó en él.
—Hazlas pasar, Somara. Que la delegación de la Torre Blanca se acerque al Dragón Renacido.
Su sonrisa sesgada produjo casi tanta inquietud en Egwene como la proximidad del tejido de saidin. ¿Cuán cerca estaba esa condenada cosa?
Somara salió, y al cabo de unos instantes las puertas se abrieron de par en par.
Una mujer rellena y de porte imponente, con un vestido azul oscuro, que sólo podía ser Coiren encabezaba el grupo; un paso por detrás, flanqueándola, venían Nesune, con un sencillo vestido de lana marrón, y una Aes Sedai envuelta en seda verde, una mujer bonita, de rostro redondo, con una boca llena de gesto exigente. Egwene habría querido que las Aes Sedai tuvieran que vestir con el color de su Ajah —las Blancas lo hacían siempre que tenían ocasión— porque, perteneciera esa mujer al que perteneciese, la joven estaba segura de que no era una Verde, habida cuenta de la dura mirada que asestó a Rand desde que dio el primer paso dentro de la sala. Una máscara de fría serenidad apenas ocultaba su desprecio; quizá sí lo enmascaraba para cualquiera que no estuviese acostumbrado a tratar con Aes Sedai. ¿Lo advertiría Rand? Tal vez no; parecía concentrado en Coiren, cuyo semblante era totalmente indescifrable. A Nesune, claro está, no le pasó nada por alto; sus ojos de pájaro lanzaban rápidas miradas a todos los rincones de la sala.
En aquel momento Egwene se alegraba de la pantalla que Rand había tejido para ella. Empezó a enjugarse el sudor de la cara con el pañuelo que todavía tenía en la mano y entonces se paró de golpe. Rand había dicho que lo fijaría al suelo. ¿Lo había hecho? Luz, por lo que notaba, podría encontrarse plantada allí en medio, a la vista de todos. Salvo que la mirada de Nesune pasó sobre ella sin siquiera detenerse. El sudor le corrió copiosamente por el rostro a Egwene. A mares. ¡Maldito hombre! Se habría encontrado tan a gusto escondida debajo de su cama…
Detrás de las Aes Sedai venía una docena más de mujeres, vestidas con sencillez y con toscos guardapolvos colgando a la espalda. Casi todas eran fornidas, pero avanzaban trabajosamente por el peso de dos arcones, nada pequeños, con la Llama de Tar Valon cincelada en las trabas de latón bruñido. Las sirvientas soltaron los arcones con sonoros suspiros de alivio y se frotaron los brazos y la espalda disimuladamente mientras las puertas se cerraban; Coiren y las otras dos se inclinaron en una reverencia ejecutada con una sincronización perfecta, aunque no muy profunda.
Rand se levantó del solio y bajó el estrado antes de que las mujeres se hubiesen enderezado. El brillo del saidar envolvía a las Aes Sedai, juntas: estaban coligadas. Egwene trato de recordar lo que había visto, cómo lo habían hecho; a despecho del fulgor, su aparente calma no se alteró cuando Rand pasó junto a ellas y llegó ante las sirvientas para observar sus rostros uno por uno.
¿Qué estaba…? Oh, claro; se aseguraba de que ninguna de ellas tenía los rasgos intemporales de una Aes Sedai. Egwene sacudió la cabeza y de nuevo se detuvo de golpe. Rand era un necio si creía que eso era suficiente. Casi todas estaban entradas en años —no es que fueran viejas, ni mucho menos, aunque sí se les podía calcular una edad—, pero había dos lo bastante jóvenes para ser Aes Sedai ascendidas hacía poco tiempo. No lo eran —Egwene sólo percibió la habilidad en las tres Aes Sedai, y estaba a una distancia corta para advertirlo— pero él no podía saberlo sólo con mirarlas.
Rand le cogió la barbilla a una de las chicas y la hizo levantar la cara para mirarla a los ojos y sonreírle.
—No temas —susurró. La muchacha se balanceó como si fuera a desmayarse. Con un suspiro, Rand giró sobre sus talones. No miró a las Aes Sedai cuando pasó a su lado—. No encauzaréis en mi presencia —manifestó firmemente—. Soltadlo.
Una fugaz y calculadora expresión asomó al rostro de Nesune, pero las otros dos se limitaron a seguirlo con la mirada, serenamente, mientras volvía a tomar asiento. Rand se frotó un brazo; Egwene estaba presente cuando él había descubierto que ese hormigueo se lo provocaba una mujer encauzando.
—He dicho —repitió utilizando un tono más duro— que no encauzaréis en mi presencia. Ni siquiera abrazaréis el saidar.
Los segundos parecieron alargarse increíblemente mientras Egwene rezaba en silencio. ¿Qué haría si ellas mantenían el contacto con la Fuente? ¿Intentar aislarlas? Aislar a una mujer del saidar cuando ya lo había abrazado era mucho más difícil que hacerlo anticipadamente. Egwene dudaba que ni siquiera él fuera capaz de lograrlo siendo tres mujeres y, por si fuera poco, estando coligadas. Y, lo que era peor, ¿qué harían ellas si Rand intentaba algo así? El brillo desapareció, y Egwene reprimió un suspiro de alivio a duras penas. Lo que quiera que Rand hubiese tejido a su alrededor la hacía invisible, pero no servía de barrera para los sonidos, obviamente.
—Así está mejor. —La sonrisa de Rand las abarcó a todas, pero no se reflejó en sus ojos—. Empecemos otra vez desde el principio. Sois huéspedes honorables y acabáis de entrar en la sala.
Las mujeres lo entendieron, naturalmente. Rand no había estado haciendo suposiciones. Coiren se puso ligeramente tensa, y los ojos de la mujer de pelo negro se abrieron de par en par. Nesune se limitó a asentir para sí, como agregando un nuevo apunte a sus notas mentales. Egwene confió desesperadamente en que Rand tuviese cuidado. A la observadora Nesune no se le pasaría nada por alto.
Mediante un evidente esfuerzo, Coiren recobró la calma, se alisó el vestido y a punto estuvo de ajustarse el chal que no llevaba puesto.
—Me llamo Coiren Saeldain Aes Sedai —anunció con timbre sonoro—, y tengo el honor de ser la embajadora de la Torre Blanca y emisaria de Elaida do Avriny a’Roihan, Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon, la Sede Amyrlin.
De un modo menos florido, aunque incluyendo el honorífico Aes Sedai, presentó a las otras dos; la mujer de mirada dura era Galina Casban.
—Soy Rand al’Thor. —La escueta simplicidad resultó un marcado contraste. Las mujeres no habían hecho mención al Dragón Renacido, y tampoco lo hizo él, pero de algún modo el hecho de que Rand lo omitiese dio la impresión de que la sala susurrara el título.
Coiren inhaló hondo y movió la cabeza como si oyera ese susurro.
—Traemos una gentil invitación al Dragón Renacido. La Sede Amyrlin es plenamente consciente de que han surgido señales y se han cumplido profecías, que… —Con aquel tono sonoro y profundo no tardó en llegar al meollo: que Rand debería acompañarlas «con los honores merecidos» a la Torre Blanca, y que si aceptaba esta invitación Elaida le ofrecía no sólo la protección de la Torre, sino el respaldo de todo el peso de su autoridad e influencia. Hubo otro poco de palabrería florida antes de que Coiren terminara con—: Y, como prueba de ello, la Sede Amyrlin envía este insignificante presente.
Se volvió hacia los arcones, levantando la mano, pero tuvo una vacilación e hizo un ligerísimo gesto de fastidio. Tuvo que hacer una seña dos veces antes de que las sirvientas comprendieran y levantaran las tapas; por lo visto, había planeado abrirlas con el saidar. Los arcones estaban repletos de bolsas de cuero. Obedeciendo a otro gesto más brusco, las sirvientas empezaron a desatarlas.
Egwene contuvo un respingo. ¡No era de extrañar que esas mujeres los hubieran trasladado con esfuerzo! De las bolsas abiertas salieron monedas de oro de todos los tamaños, anillos relucientes, collares rutilantes y gemas sin engastar. Aunque las de abajo sólo contuvieran basura, lo que estaba a la vista representaba una fortuna.
Rand se recostó en el solio y contempló los arcones casi con una sonrisa. Las Aes Sedai lo estudiaron, sus rostros meras máscaras de compostura, pero aun así Egwene creyó detectar un atisbo de complacencia en los ojos de Coiren, y un leve aumento en el desprecio insinuado en los llenos labios de Galina. Nesune… Ella era el verdadero peligro.
Inopinadamente, las tapas se cerraron de golpe sin que ninguna mano las tocase, y las sirvientas retrocedieron de un salto, sin molestarse en ahogar sus chillidos. Las Aes Sedai se pusieron tensas, y Egwene rezó con tanta intensidad como sudaba. Quería que Rand se mostrara arrogante y un poco insolente, pero sólo lo justo para irritarlas, no hasta el extremo de empujarlas a intentar amansarlo allí mismo.
De repente cayó en la cuenta de que hasta el momento no había demostrado una actitud en nada parecida a ese «humilde como un ratón». Nunca había tenido intención de hacerlo. ¡Sólo le había estado tomando el pelo! Si no hubiera estado tan asustada que le temblaban las rodillas, se habría acercado para darle una buena bofetada.
—Un montón de oro —dijo Rand. Parecía relajado, sonriendo de oreja a oreja—. Siempre puedo encontrar un buen uso para el oro.
Egwene parpadeó. ¡Hablaba de un modo que casi parecía avaricioso! Coiren respondió con otra sonrisa, ahora la viva imagen del aplomo y la satisfacción de sí misma.
—La Sede Amyrlin es, naturalmente, muy generosa. Cuando lleguéis a la Torre Blanca…
—Cuando llegue a la Torre Blanca —la interrumpió Rand como si pensase en voz alta—. Sí, espero con impaciencia ese día. —Se echó hacia adelante, acodado en una rodilla y haciendo oscilar el Cetro del Dragón—. Pero todavía tardaré un poco, ya sabéis. Tengo obligaciones que atender primero, aquí, en Andor y en otros lugares.
Los labios de Coiren se apretaron un instante. Su voz, empero, continuó tan sosegada y sonora como antes:
—Claro. No tenemos nada que objetar a descansar unos cuantos días antes de iniciar el viaje de regreso a Tar Valon. Entre tanto, ¿puedo sugeriros que una de nosotras se quede con vos para aconsejaros si así lo deseáis? Nos hemos enterado, claro es, de la lamentable muerte de Moraine. No puedo prestarme personalmente a ello, pero Nesune o Galina estarían encantadas.
Rand estudió, ceñudo, a las dos Aes Sedai nombradas, y Egwene contuvo la respiración. Parecía estar escuchando de nuevo a alguien o esperando oír algo. Nesune lo examinó a su vez tan directamente como él a ella. Los dedos de Galina alisaron la falda del vestido sin que la mujer fuera consciente de ello.
—No —dijo Rand finalmente, sentándose hacia atrás, con los brazos apoyados en los del sillón. Por alguna razón, su gesto hizo que el mueble pareciese más trono que antes—. No sería seguro. A lo mejor ocurriría un percance. No querría que ninguna de vosotras acabara con una lanza en las costillas por accidente. —Coiren abrió la boca, pero él se le adelantó:
»Por vuestra propia seguridad, ninguna de vosotras deberá acercarse a mí sin permiso a menos de un kilómetro. Y mejor aun sería que os mantuvieseis a esa distancia de palacio si no se os ha dado permiso. Os lo haré saber cuando esté dispuesto a acompañaros. Eso lo prometo. —De repente se puso de pie. Allí, encaramado en el estrado, estaba tan alto que las Aes Sedai tuvieron que doblar el cuello para mirarlo, y saltaba a la vista que eso les hacía tan poca gracia como las restricciones que acababa de imponerles. Tres rostros que parecían tallados en piedra se alzaron hacia él—. Podéis regresar a vuestra residencia ahora. Cuanto antes me ocupe de ciertas cosas, antes podré ir a la Torre. Os mandaré aviso cuando pueda recibiros otra vez.
No les gustaba nada que las despidiera tan repentinamente; o puede que fuera el hecho de despedirlas —eran las Aes Sedai quienes decían cuándo había terminado una audiencia—, mas poco podían hacer al respecto salvo reducir al máximo las reverencias; la contrariedad casi se hizo patente a través de la calma Aes Sedai. Mientras se volvían para marcharse, Rand habló de nuevo, en un tono coloquial:
—Oh, por cierto, casi lo olvido. ¿Cómo está Alviarin?
—Está bien. —Galina se quedó boquiabierta un momento, con los ojos como platos. Parecía sorprendida de haber hablado.
Coiren vaciló, a punto de aprovechar la ocasión para añadir algo más, pero Rand ofrecía una actitud impaciente, como si estuviese en un tris de empezar a dar golpecitos en el suelo con el pie. Cuando las mujeres se hubieron marchado, bajó del estrado, sopesando el trozo de lanza y con los ojos prendidos en las puertas por las que habían salido. Egwene fue a reunirse con él sin perder un momento.
—¿A qué juegas, Rand al’Thor? —Había dado media docena de pasos antes de que, al atisbar su imagen en los espejos, cayera en la cuenta de que había pasado a través de su tejido de saidin. Bueno, al menos no sabía cuándo la había tocado—. ¿Y bien?
—Es una de las de Alviarin —musitó, pensativo—. Me refiero a Galina. Es una de las amigas de Alviarin. Apostaría por ello.
Plantándose delante de él, Egwene resopló.
—Perderías tu apuesta y además te clavarías una horca en el pie. Galina es una Roja, o yo no conozco a ninguna.
—¿Porqué no le caigo bien? —Ahora la miraba, y la joven casi deseó que no lo hubiese hecho—. ¿Porque me tiene miedo? —No sonreía ni estaba irritado; ni siquiera la miraba con especial dureza, pero sus ojos parecían saber cosas que ella ignoraba. Y eso era algo que Egwene detestaba. Su sonrisa surgió tan de repente que la joven parpadeó—. Egwene, ¿esperas que crea que puedes descubrir el Ajah de una mujer por su cara?
—No, pero…
—De todos modos, hasta las Rojas pueden acabar siguiéndome. Conocen las Profecías tan bien como cualquiera. «La torre impoluta se rompe e hinca la rodilla ante el símbolo olvidado». Escrito antes de que hubiese una Torre Blanca, pero ¿qué otra cosa podría ser «la torre impoluta»? ¿Y el símbolo olvidado? Mi estandarte, Egwene, con el antiguo símbolo de los Aes Sedai.
—¡Maldito seas, Rand al’Thor! —El juramento le salió con más torpeza de la que habría deseado; no estaba acostumbrada a decir esas cosas—. ¡Así te ciegue la Luz! No es posible que estés pensando realmente ir con ellas. ¡No es posible!
Sonrió divertido. ¡Divertido!
—¿Acaso no he hecho lo que querías? Lo que me dijiste que hiciera y lo que querías.
Egwene apretó los labios, furiosa. Malo era que él lo supiese, pero que encima se lo restregara en las narices, era de mala educación.
—Rand, por favor, escúchame. Elaida…
—La cuestión ahora es cómo hacerte volver a las tiendas sin que se enteren de que estabas aquí. Sospecho que tienen espías en palacio.
—¡Rand, tienes que…!
—¿Qué te parece un viajecito en uno de esos grandes cestos de ropa del lavadero? Podría encargar a un par de Doncellas que lo transportaran.
Faltó poco para que Egwene alzara las manos en un gesto exasperado. Estaba deseoso de librarse de ella, como lo había estado con las Aes Sedai.
—Mis propios pies bastarán, gracias. —¡Un cesto de ropa, vaya!—. No tendría que preocuparme por eso si me dijeses cómo vas y vienes de Caemlyn aquí cada vez que se te antoja. —No entendía por qué preguntárselo le escocía tanto, pero así era—. Sé que no puedes enseñarme; pero, si me dijeses cómo, quizá fuese capaz de discurrir cómo llevarlo a cabo con el saidar.
En lugar de la broma a sus expensas que casi esperaba, Rand cogió un extremo de su chal con las dos manos.
—El Entramado —dijo—. Caemlyn. —Un dedo de la mano izquierda levantó el pico como si fuese el poste de una tienda—. Y Cairhien. —Un dedo de la otra mano hizo lo mismo con el otro pico, y luego unió ambos—. Doblo el Entramado y abro un agujero desde un punto al otro. No sé qué abro a través, pero no hay espacio entre un lado del agujero y el otro. —Dejó caer el chal—. ¿Te ayuda eso?
Egwene se mordió el labio y miró el chal frunciendo el ceño. No la ayudaba en absoluto. La mera idea de abrir un agujero en el Entramado le revolvía el estómago. Había esperado que fuera como algo que había descifrado respecto al Tel’aran’rhiod. No es que tuviese intención de utilizarlo nunca, naturalmente, pero había tenido todo ese tiempo en sus manos, y las Sabias seguían rezongando de que las Aes Sedai preguntaban cómo entrar en persona. Pensó que la manera más sencilla sería crear una similitud —similitud parecía la única forma de describirlo— entre el mundo real y su reflejo en el Mundo de los Sueños. Ello debería originar un espacio donde fuera posible pasar simplemente del uno al otro. Si el método de viajar de Rand hubiese tenido aunque sólo fuese un ligero parecido con eso, Egwene habría estado dispuesta a intentarlo, pero así… El saidar realizaba lo que una quería, siempre y cuando se recordase que era infinitamente más fuerte que una y que había que guiarlo con delicadeza; si se intentaba forzar algo indebido, el resultado era la muerte o la consunción antes de que se tuviera tiempo siquiera de gritar.
—Rand, ¿estás seguro de que no tendría más sentido hacer como una copia de las cosas o…? —No sabía cómo exponerlo pero, en cualquier caso, él sacudió la cabeza antes de que dejara la frase en el aire.
—Eso suena como cambiar el tejido del Entramado, ¿no? Creo que me haría pedazos si lo intentara. Abro un agujero. —Le dio un golpecito con la punta del dedo a modo de demostración.
Bien, no tenía sentido continuar con ese tema. Egwene se ajustó el chal en un gesto irritado.
—Rand, respecto a esos Marinos, no sé nada más que lo que he leído sobre ellos. —Sí que sabía más, aunque todavía no pensaba decírselo—. Sin embargo, creo que tiene que ser algo importante si se han visto empujados a llegar tan lejos a fin de hablar contigo.
—Luz —rezongó con aire abstraído—, saltas de un asunto a otro como una gota de agua al caer sobre una plancha caliente. Los recibiré cuando tenga tiempo. —Se frotó la frente y, por un instante, dio la impresión de que sus ojos miraban a través de la joven, sin verla. Luego parpadeó y de nuevo enfocó la vista en ella—. ¿Es que piensas quedarte hasta que regresen?
Luz, sí que tenía ganas de librarse de ella. Egwene se detuvo en la puerta, pero Rand parecía haberse olvidado ya de ella y, con las manos enlazadas a la espalda, hablaba consigo mismo, en tono muy quedo, pero la joven alcanzó a escuchar algo:
—¿Dónde te escondes, maldita sea? ¡Sé que estás ahí!
Sacudida por un escalofrío, Egwene salió al pasillo. Si en realidad empezaba a volverse loco ya, no había nada que hacer para cambiarlo. La Rueda giraba según sus designios, y había que aceptarlo así.
Al caer en la cuenta de que estaba observando a los sirvientes que pasaban arriba y abajo del pasillo, preguntándose cuáles podrían ser espías de las Aes Sedai, Egwene se obligó a dejar de hacerlo. La Rueda giraba según sus designios. Tras despedirse de Somara con un gesto de la cabeza, la joven cuadró los hombros y se esforzó al máximo para no dirigirse a hurtadillas hacia la puerta de servicio más próxima.
Apenas se habló mientras el mejor carruaje de Arilyn se alejaba del Palacio del Sol, seguido por la carreta que había transportado los arcones y que ahora sólo cargaba con las sirvientas y el conductor. Dentro del carruaje, Nesune se daba golpecitos en los labios con los dedos, pensativa. Un joven fascinante. Un objeto de estudio francamente interesante. Su pie tocaba una de las cajas de especímenes que había debajo del asiento; nunca iba a ninguna parte sin llevar consigo las cajas de especímenes correspondientes. Cualquiera pensaría que el mundo tenía que estar catalogado desde hacía mucho tiempo; sin embargo, desde su partida de Tar Valon había recogido y guardado cincuenta plantas y el doble de insectos, así como las pieles y los huesos de un zorro, tres variedades de alondra y no menos de cinco especies de ardillas de tierra que estaba segura de que no aparecían en los registros.
—No sabía que mantuvieses amistad con Alviarin —dijo Coiren al cabo de un rato.
Galina aspiró sonoramente el aire por la nariz.
—No hace falta ser amigas para saber que estaba bien cuando nos marchamos.
Nesune se preguntó si la hermana Roja era consciente de estar haciendo un mohín. Quizá no era un gesto, sino la forma de su boca, pero una tenía que aprender a vivir con su cara.
—¿Creéis que realmente lo sabía? —continuó Galina, refiriéndose a Rand—. ¿Que estábamos abrazando…? No, imposible. Tuvo que ser una conjetura, nada más.
Nesune prestó atención, aunque siguió dándose golpecitos en los labios con los dedos. Aquello era claramente un intento de cambiar de tema, además de un indicio de que Galina estaba nerviosa. El silencio se había prolongado durante tanto rato porque ninguna quería mencionar a al’Thor y no había otro tema de conversación posible. ¿Por qué Galina no quería hablar de Alviarin? Las dos no eran ciertamente amigas; eran contadas las Rojas que tenían amigas fuera de su Ajah. Nesune añadió el asunto en su lista mental.
—Pues si sólo hacía suposiciones, podría ganar una fortuna en las ferias. —Coiren no era tonta. Grandilocuente hasta la exageración, pero no tonta—. Por ridículo que pueda parecer, hemos de presuponer que es capaz de percibir el saidar en una mujer.
—Eso podría resultar desastroso —masculló Galina—. No. Es imposible. Tiene que haberlo supuesto. Cualquier hombre con capacidad de encauzar daría por hecho que abrazaríamos el saidar.
El mohín de la Roja irritaba a Nesune. Toda esta expedición en sí la irritaba. Se habría sentido más que satisfecha de formar parte de ella si se lo hubiesen pedido, pero Jesse Bilal no había pedido su opinión, sino que prácticamente la había empujado hasta su caballo. Funcionasen las cosas como funcionasen en otros Ajahs, no era propio que la cabeza del consejo de Marrones actuara así. Lo peor, sin embargo, era que las compañeras de Nesune estaban tan concentradas en el joven al’Thor que parecían estar ciegas a todo lo demás.
—¿Tenéis alguna idea —reflexionó en voz alta— de quién era la hermana que compartió nuestra entrevista?
Tal vez no había sido una hermana —tres mujeres Aiel habían aparecido de repente en la Biblioteca Real cuando estaba allí y dos de ellas podían encauzar—, pero lo dijo porque quería ver sus reacciones. No se llevó una desilusión; o, mejor dicho, sí que la decepcionaron. Coiren se limitó a sentarse más erguida, pero Galina la miró de hito en hito. Nesune no pudo menos de soltar un suspiro. Realmente estaban ciegas. Sólo a unos pasos de distancia de una mujer capaz de encauzar y no se habían percatado por la simple razón de que no podían verla.
—Ignoro cómo estaba oculta —prosiguió Nesune—, pero será interesante descubrirlo.
Tenía que haber sido obra de él o de lo contrario habrían visto el tejido del saidar. Sus compañeras no le preguntaron si estaba segura pues sabían que sus conjeturas siempre eran acertadas.
—Es la confirmación de que Moraine está viva. —Galina se recostó con una torva sonrisa—. Sugiero que encarguemos a Beldeine que la encuentre. Entonces la cogeremos y la encerraremos en el sótano. Así no sólo la apartaremos de al’Thor, sino que los llevaremos juntos a Tar Valon. Dudo que él se dé cuenta siquiera, siempre y cuando pongamos suficiente oro brillando delante de sus narices.
Coiren sacudió la cabeza con énfasis.
—No tenemos más confirmación respecto a Moraine de la que teníamos antes. Podría tratarse de esa misteriosa Verde. En lo referente a encontrar a quienquiera que sea, estoy de acuerdo, pero hemos de considerar cuidadosamente lo demás. No quiero arriesgar todo lo que se ha planeado tan concienzudamente. Hay que tener presente que al’Thor está en contacto con esa hermana, sea quien sea, y que su petición de disponer de un poco de tiempo podría muy bien ser una estrategia. Afortunadamente disponemos de tiempo.
Galina, aunque de mala gana, asintió; antes se casaría y se establecería en una granja que poner en peligro los planes.
Nesune se permitió soltar un quedo suspiro. Aparte de la pomposidad, el único fallo real de Coiren era señalar lo obvio. Tenía una buena cabeza cuando la utilizaba. Y era cierto que disponían de tiempo. Su pie volvió a tocar una de las cajas de especímenes. Tomaran el giro que tomaran los acontecimientos, el trabajo que se proponía escribir sobre al’Thor sería la culminación de su obra.