Las frías aguas del lago se mecían suavemente por el viento. Anaíd recorrió sus orillas sin desfallecer y sin apartar ni un segundo la mirada del fondo de su lecho. Su imagen, la imagen que le devolvía el lago la incomodaba y la llenaba de orgullo. Creía ver a Selene en esa joven esbelta, de largos cabellos y movimientos felinos. Pero esperaba encontrar otro rostro. El rostro amado de Criselda, que permanecía prisionero del embrujo.
Por fin lo halló.
– Ahí, está ahí -señaló Anaíd emocionada.
Selene se arrodilló junto a ella. Las dos contemplaron a Criselda que peinaba sus largos y hermosos cabellos junto a la orilla. Parecía más joven, más serena, más ausente.
– ¿Nos puede ver? -preguntó Anaíd.
Selene se lo confirmó.
– Sabe que la estamos mirando. Fíjate.
Y Criselda sonrió con la dulzura del que siente la paz.
– ¿Es feliz?
Selene la abrazó.
– Tú eres la elegida y estás viva. Eso le basta.
– Y ya soy mujer.
– Eso no lo sabe pero lo puede intuir. Mírala, díselo con tu mirada.
Anaíd sonrió a su vez a Criselda y su sonrisa contenía la promesa del regreso. Nunca la olvidaría.
Anaíd suspiró.
– Tengo miedo.
Selene la reconfortó.
– Es natural. El poder produce vértigo.
– ¿No me dejarás, verdad?
– Serás tú quien me deje a mí.
– ¿Yo?
– Es ley de vida, Anaíd.
– ¿A ti te ocurrió?
– Claro.
– ¿Y fue entonces cuando conociste a Cristine?
Selene palideció.
– Ésa es una larga historia.
Anaíd ya lo sabía.
– ¿Algún día me la contarás?
Selene calló, estaba pensando.
– Algún día.
De pronto Anaíd se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Mierda!
Selene se asustó.
– ¿Qué ocurre?
Anaíd inició su regreso.
– Que me he olvidado por completo de cumplir un juramento.
– ¿Un juramento?
– Juré a la dama traidora y al caballero cobarde que los liberaría de su maldición.
– ¿Cómo?
– Lo que oyes.
– Pero…
– Es una larga historia -la cortó Anaíd.
Selene comprendió y le guiñó un ojo con complicidad
– ¿Algún día me la contarás? Anaíd calló y simuló pensar.
– Algún día.