CAPÍTULO XXI

La fiesta de cumpleaños

Esa noche, cuando Anaíd regresó, Clodia la estaba esperando despierta en la cama, con la lámpara de la mesilla encendida y fingiendo leer. Parecía inquieta, muy inquieta.

Valeria, antes de salir de nuevo, besó a Clodia y se disculpó.

– La próxima iniciación será la tuya, te lo prometo.

Clodia no le respondió. Disfrutaba mortificándola. Sabía que su madre sufría por haber tenido que pasar a Anaíd por delante de su propia hija y se lo hacía pagar castigándola con su silencio.

En cuanto Valeria cerró la puerta tras desearles las buenas noches, Clodia se levantó de un salto y, sin dirigir siquiera una palabra a su compañera de cuarto, se vistió y comenzó a maquillarse. Temblaba como una hoja.

– ¿Te marchas?

– No, me pongo guapa para ligar contigo.

Anaíd quiso ignorarla pero no pudo.

– No hace falta que trates tan mal a tu madre.

– Tú no te metas.

Pero Anaíd tenía ganas de meterse. La ceremonia le había dejado tal carga de adrenalina que difícilmente podría dormirse.

– ¿Adonde vas?

– A una fiesta de cumpleaños.

Y entonces Anaíd sintió celos. A Clodia la invitaban a las fiestas y a ella no.

Pero había algo que no cuadraba.

– ¿Y por qué te escapas?

Clodia se plantó dejando momentáneamente de perfilarse los labios.

– ¿Tú crees que si mi madre me dejase ir a una fiesta tendría que escaparme?

– ¿No te deja?

– Pues no y tú tienes gran parte de culpa.

– ¿Yo?

– Todo comenzó con ese jaleo de tu madre y su secuestro.

– ¿Qué tiene que ver?

– Que ha cundido el pánico y todas las Ornar están obsesionadas con la misma historia. A eso se le llama política del miedo.

Anaíd se indignó.

– ¡No nos hemos inventado nada! Mi madre ha desaparecido.

– Se habrá largado con alguien.

Anaíd se levantó de un salto y le arreó un bofetón. Clodia se quedó atónita, sin saber si echarse a llorar o a reír. Anaíd se arrepintió enseguida, porque Clodia empezó a tiritar tan fuerte que hasta le castañetearon los dientes.

– ¿Qué te pasa?…

– ¡No te acerques a mí! -le gritó Clodia.

Con manos temblorosas alcanzó el jersey que estaba sobre la silla y se lo puso sobre la camiseta. Al instante, el temblor cesó y Clodia respiró aliviada.

Anaíd, sin embargo, se alteró más todavía.

– ¿Qué haces con mi jersey?

Clodia se puso a la defensiva.

– Ponérmelo. Tengo frío.

– ¿De dónde lo has sacado?

– De tu cama, estaba sobre tu cama.

– Yo no lo traje aquí, no lo puse en mi maleta.

– ¿Ah no? ¿Y cómo ha llegado a Sicilia? ¿A nado o volando?

Anaíd se dio cuenta de que su versión era increíble, pero estaba segura de no haberlo metido. Al hacer su maleta en Urt lo descartó por grueso. Lo tuvo en la mano y lo volvió a dejar en su percha. Estaba completamente segura.

Observó cómo Clodia acababa de moldear su cabello con espuma y se rascaba los brazos frecuentemente.

– Devuélvemelo -le pidió Anaíd, sin saber por qué lo decía.

– Si me lo quito ahora me estropeo los rizos, lo siento.

Clodia cogió su bolso y, con gran agilidad, saltó limpiamente por la ventana. Anaíd, con el pijama puesto, se quedó como una tonta viéndola marchar. Pero reaccionó enseguida, se quitó el pijama y se embutió unos vaqueros y una camiseta sin mangas; unos segundos después saltaba tras Clodia procurando no ser vista.

Al apagar la luz del cuarto había creído ver refulgir en la oscuridad unas lucecillas rojas e incluso notó una quemazón a su espalda. Pero sentía tanta curiosidad y tanta rabia que siguió adelante.

Clodia corría a pesar de los estrechos tacones de sus sandalias. Corría desesperada, como si le fuera la vida en ello, y Anaíd la seguía zigzagueando entre los bonitos chales cercanos a la playa, con sus verjas cubiertas de glicinas en flor.

Comenzó a oír las risas y la música desde muy lejos. Llenaban la noche. El jardín estaba cubierto de guirnaldas e iluminado con bombillas de colores y lo que vio la llenó de envidia.

Vio a un grupo de chicos y chicas como ella que bailaban, bebían, reían y se abrazaban semiocultos entre la hiedra y los jazmines.

Vio cómo aplaudían la carrera de Clodia y la recibían con gritos y aplausos.

Vio cómo un chico moreno, alto, de ojos oscuros y con un piercing en la aleta de la nariz se adelantaba y corría hacia ella, y Clodia corría hacia él gritando su nombre -Bruno, y vio cómo se fundían en un abrazo y se besaban apasionadamente ante las miradas de sus amigos.

Toda esa sucesión de imágenes pasó ante los ojos de Anaíd en pocos minutos. La noche cuajada de estrellas olía a bronceador, maquillaje, alcohol y sudor. Eran jóvenes y se divertían. Clodia reía, charlaba por los codos y, sentada sobre su chico, bebía a morro de una botella, interrumpía sus frases con largos besos y continuaba hablando con la mano de él en su rodilla, cosquilleando su pierna.

Anaíd no quiso ver más. Ya lo entendía. Entendía a Clodia, aunque se sentía incapaz de imaginar cómo debía de sentirse. ¿Era eso la felicidad? Estar enamorada, tener amigos, ser invitada a las fiestas.


Soy una gran gran chica

en un gran gran mundo

pero nada tiene sentido

si tú no estás.


Sonaba la canción. Se sentó en el suelo, ante el muro del jardín, rodeando sus rodillas con los brazos, y se dejó mecer por la música.

– Hola.

Anaíd levantó la cabeza y se encontró cara a cara con un chico de su edad, algo desgarbado, algo granudo, algo tímido.

– Hola -respondió sin mucho entusiasmo.

– ¿Quieres un trago? -y le ofreció la botella que tenía en sus manos.

Anaíd no había bebido nunca. Le daba apuro confesarlo.

– No, gracias.

– ¿Un piti?

Peor, comenzaría a toser.

– No, gracias.

– ¿Te apetece dar un paseo?

Anaíd tuvo miedo. ¿Se estaba riendo de ella?

– No, gracias.

– ¿Te molesto? ¿Quieres que me vaya ahí dentro otra vez?

Anaíd se quedó cortada. Evidentemente el chico estaba haciendo un esfuerzo por ser amable y ella, que unos segundos antes suspiraba por ser normal, se estaba comportando como una perfecta anormal.

– No, no te vayas por favor.

El adolescente hizo un gesto de satisfacción.

– Me llamo Mario.

– Yo, Anaíd.

Mario se sentó junto a ella y encendió un cigarrillo. Anaíd inhaló el humo dulzón del cigarrillo rubio, pero además olió algo extraño, algo inusual. Evidentemente era un olor desagradable, acre, y arrugó la nariz.

– ¿Qué te pasa?

– Huele mal.

– ¿Me estás diciendo que huelo mal?

– No… no eres tú, es…

Anaíd miró hacia el lugar de donde provenía ese extraño olor. Le pareció ver una sombra, pero Mario ya se había puesto en pie mosqueado.

– Oye, tía, así no vamos a ninguna parte. Me voy a dar un paseo.

Anaíd reaccionó y también se puso en pie.

– Voy contigo.

Mario comenzó a caminar hacia la playa. Anaíd, a su lado, pensó que si alguien los veía creería que ella era una chica normal que salía de una fiesta, y que querría estar a solas con su chico para besarse.

¿Por qué no?

Claro que Mario no parecía tener la intención de tomar la iniciativa. Después de tantos chascos no era extraño. Así que Anaíd se armó de valor y dio el paso:

– ¿Nos besamos?

El otro se detuvo en seco, cortado, cortadísimo.

– ¿Y me lo dices así?

Anaíd intuyó que lo había hecho mal otra vez.

– Pues ¿cómo quieres que te lo diga?

– No tan de repente.

– ¿Más poco a poco?

– Eso.

Anaíd puso sus cartas boca arriba.

– Lo siento, no me he besado nunca con nadie.

Mario tosió incómodo.

– Me parece que… no estoy preparado.

Anaíd vaciló. ¿Era una negativa? ¿Era un aplazamiento? ¿Era una huida a la desbandada?

– ¿Tú tampoco?

– ¡Yo no he dicho eso!

– Me parece que estamos empatados.

– ¡Anda ya!

– Y que te has cagado de miedo.

Pero Mario, antes muerto que reconocerlo.

– Lo que pasa es que no me inspiras.

Anaíd sintió hervir su sangre.

– ¿Que yo…? ¿Que yo no te inspiro?

– Para nada, tía. No me puedo poner romántico contigo, eres tan antirromántica.

Anaíd se esperaba que la llamase fea, niñata o inexperta, pero «antirromántica» la ofendió muchísimo más. Eso significaba que era consustancial en ella. Que producía rechazo romántico. Repelía los besos, como si estuviese impregnada de una loción antichicos en lugar de un antimosquitos.

Muy indignada, imaginó a Mario como un mosquito que intentaba picarla sin éxito y…

Mario comenzó a revolotear con los brazos y a agitarse en unos movimientos convulsos, emitiendo zumbidos.

– Mario, Mario, ¿qué haces?

– ¡ZZZZZZZZZ!

Anaíd se llevó las manos a la boca horrorizada. Mario se creía un mosquito.

Afortunadamente todos habían bebido y a nadie le extrañaría ver a un muchacho dando extraños tumbos por la playa imitando a un insecto volador.

Sin embargo Anaíd quería morirse. Acababa de ser iniciada como bruja Omar, había sido aclamada como la adalid del bien, y apenas unas horas después, cediendo a la estúpida venganza de un desaire, condenaba a un pobre chico a sentirse un mosquito.

Y lo peor es que no se había dado cuenta de que estaba profiriendo un conjuro. Se le había escapado, por así decirlo.

Lo único bueno es que ya controlaba el antídoto de sus conjuros.

Mario, babeante y con los brazos acalambrados de tanto volar, se desplomó sobre la arena asustadísimo y movió lentamente los dedos de las manos para comprobar si respondían a su voluntad. No comprendía lo que le acababa de suceder.

Anaíd, mientras tanto, se retiró discretamente.

Su primer intento por ser una chica normal había sido un completo desastre.

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