CAPÍTULO XVIII

El mar

Anaíd cerró los ojos para absorber mejor las palabras de Valeria y gozar de la placentera sensación de hallarse a merced de las olas. No, no era ningún sueño, estaba navegando a bordo de un velero, y ese mar tímido de un azul exultante se asemejaba más a un lago que a un océano. Anaíd, con los párpados entornados y la suave caricia del viento y el sol en su rostro, se abandonó a la firme voz de Valeria que saciaba su curiosidad.

– No se sabe a ciencia cierta cuántas Odish hay. Calculamos que un centenar a lo sumo. Mueren muy pocas, filas se preocupan de impedirlo. Su apuesta por la inmortalidad las hace temibles y muy sabias, han vivido todas las épocas y han sobrevivido a todas las catástrofes. Sólo algunas, contadas con los dedos de las manos, han optado por ser madres y tener descendencia. Tal vez lo han hecho sucumbiendo a la curiosidad o por pura torpeza, pero el caso es que han visto mermados sus poderes y han envejecido más que las otras. A diferencia de las miles de Omar que existimos diseminadas en tribus, clanes y linajes y que necesitamos de un lenguaje común para comunicarnos y de signos y símbolos para recono-cernos e identificarnos, las Odish no tienen problemas, conocen infinidad de lenguas y, lo que es peor, se conocen al dedillo entre ellas. Tienen miles de años. Imagínate las miles de rencillas que surgen durante tanto tiempo. Las luchas entre las Odish, cuando suceden, son encarnizadas y terribles. En cuanto a su aspecto, es lo más sorprendente. Se mantienen eternamente jóvenes. Para ello, muchas veces fingen sus muertes y se hacen pasar por sus propias hijas, nietas y así sucesivamente. Lo hacen para no abandonar su estatus de poder y sus privilegios. Una vez conseguidos, les resulta más cómodo mantenerlos. Por eso muchas Odish compraron títulos y tierras y se ocultaron durante siglos amparadas en los privilegios de la aristocracia y parapetadas en sus altos castillos. Vivían cerca del poder, de las cortes y pululaban en torno a la realeza participando en intrigas y conjuras palaciegas. Recientemente, un estudio de Stikman, una prestigiosa Ornar del clan de la lechuza, puso nombre y apellidos a las Odish responsables de los principales magnicidios de la vieja Europa, la más documentada. El caso más famoso fue el de Juana de Navarra, reina de Francia. Las Odish estaban ahí, ellas fueron las instigadoras en la sombra, las que proporcionaban los venenos, los puñales y las pócimas. Las Odish no tienen escrúpulos. Con sus conjuros compran y venden afectos; con sus pócimas envenenan a sus enemigos; con sus aliados, los muertos que no descansan, trasgreden las conciencias de los vivos, y con su poder y su magia negra dominan los mares, los ríos, las tormentas, los vientos, los terremotos y los fuegos.

– ¿Entonces es cierto?

Anaíd, que hasta el momento había permanecido callada y atenta, no pudo resistir la tentación de interrumpir la explicación de Valeria.

– ¿El qué?

– Que conjuran las tormentas, el viento, la lluvia, el granizo.

Valeria dudó.

– Sólo consiguen eso las Odish más poderosas. Y lo usan en contadas ocasiones, en la lucha entre ellas o contra un clan Omar. Los humanos mortales no les preocupan lo más mínimo.

Un leve temblor de manos traicionó a Anaíd y le retornó un doloroso recuerdo. La tormenta que se desencadenó la noche en que murió su abuela Deméter. Un espectáculo grandioso. La cúpula del cielo se mantuvo encendida como una bombilla de mil vatios durante largas horas y el huracán arrancó de cuajo dos cipreses de la verja del cementerio. ¿La conjuraron las Odish o… Deméter? ¿Y la desaparición de Selene? También estuvo acompañada por una tormenta. ¿La desencadenó Selene?

– ¿Y las Omar podemos dominar los elementos?

Valeria se sorprendió.

– ¿De verdad que no lo sabes?

Anaíd negó un poco intranquila. La extrañeza de Valeria la hizo sentir insegura. ¿Tenía que saberlo?

– Anda, Clodia, refresca la memoria y explícaselo a Anaíd.

Clodia había permanecido silenciosa y ausente mientras ayudaba a Valeria, sin entusiasmo pero con profesionalidad, a izar velas y maniobrar el velero. De esa guisa, agachándose, soltando cabos, escorando la embarcación ora a babor, ora a estribor, hasta parecía una chica normal. Pero en cuanto se requería su atención, se convertía en una verdadera estúpida. Valeria estaba tan acostumbrada a su gesto despectivo que ni siquiera se lo tenía en cuenta, pero Anaíd, al percibir la mueca de asco de Clodia, a punto estuvo de soltarle un bofetón. Se le quitaron las ganas de escuchar lo que decía con voz cansina y son-sonete burlón aquella niña consentida.

– Las Omar, hijas de Oma, nietas de Om y biznietas de O, se diseminaron por la tierra huyendo de las malvadas Odish. Ellas y sus descendientes fundaron treinta y tres tribus que a su vez se distribuyeron en clanes. Los clanes poblaron los territorios del agua, el viento, la tierra y el fuego, y a ellos se debieron y se vincularon aprendiendo de sus secretos y dominando sus voluntades. De los seres vivos tomaron su nombre y su sabiduría, aprendieron su lengua y se sirvieron de sus tretas. Eso les permitió fundirse con ellos y cobijarse en ellos.

A pesar de que Anaíd intentó simular indiferencia, bebió sin desearlo de las palabras de Clodia. Sintió envidia por esos conocimientos básicos que cualquier Omar estúpida como Clodia poseía. ¿Por qué su madre y su abuela se los negaron? A pesar de los libros que había leído, se sentía ignorante como un pepino. No le quedaba otro remedio que preguntar.

– Si los clanes están vinculados a un elemento, ¿el clan de la loba a cuál pertenece?

– A la tierra -respondió Valeria-. Las lobas podéis influir en las cosechas y los bosques, en los terremotos y las plagas…

– Y las delfines sois agua -dedujo Anaíd.

– Claro. Aprendemos a dominar las mareas, convocamos la lluvia, luchamos contra los maremotos, las inundaciones…

– ¿Y el fuego? ¿Qué clanes dominan el fuego?

– Los que invocan a animales que viven en las profundidades de la tierra, cerca del magma, allá donde se gesta el primer fuego que escupen los volcanes. El clan del hurón, del topo, de la lombriz, la serpiente.

Anaíd se animó.

– Y el aire lo dominan las águilas, los halcones, las perdices…

– Lógico.

Tía Criselda, pálida, intervino:

– Anaíd, tendré que enseñarte un par de conjuros para pasar tu iniciación. Debes demostrar que puedes reverdecer el tronco del árbol de tu vara y madurar un fruto.

Anaíd pareció decepcionada.

– ¿Sólo eso?

– ¿Qué creías?

Anaíd fabuló:

– Pues que tendría que convocar un temblor de tierra, una erupción de un volcán o… una tormenta…

Valeria lanzó una carcajada. Criselda se avergonzó. La ignorancia de Anaíd era culpa suya. Clodia la corrigió con tonillo de sabionda perdonavidas:

– Eso, ni las jefas de clan. Las iniciadas hacen otras gilipolleces, maduran una mandarina, encienden una rama de pino, llenan una palangana de agua y hacen revolotear una pluma en el aire. Has visto muchas películas de magia tú.

Anaíd se apuntó la ofensa y se juró devolvérsela. Valeria, sin embargo, salió en su ayuda.

– No hagas caso de Clodia y pregunta todo lo que te apetezca.

– No tengo más preguntas, gracias -se disculpó secamente Anaíd.

– Muy bien, pues en ese caso se acabaron por hoy las lecciones teóricas, pasaremos a la práctica.

Valeria se estaba despojando de su ropa y dio una orden a Clodia.

– Pásame la cantimplora, por favor.

Clodia la alcanzó a regañadientes y, mientras se la entregaba, señaló la hora.

– ¿Hoy hay encuentro y transformación?

– ¿Te molesta?

– He quedado esta tarde, no puedes hacerme eso.

– Te he avisado, pero creo que estabas dormida.

– ¿Por qué? ¿Por qué hoy? ¿Por qué ha venido ésa?

– Ésa tiene nombre y vale mucho más que una tarde de tu vida, te lo aseguro.

Anaíd asistía a la discusión con incomodidad; al fin y al cabo el motivo era ella y su presencia en el velero. Valeria, atenta a su invitada, lo percibió con el rabillo del ojo. Tras dar un trago a su cantimplora, tomó a Clodia por el brazo y la obligó a bajar con ella al minúsculo camarote de proa. Anaíd agradeció el gesto simbólico de Valeria. El reducido espacio del barco hacía casi imposible no escuchar las conversaciones y mucho menos las discusiones subidas de tono, pero si se esforzaba podía desconectar y descodificar los sonidos como hacía habitualmente con los animales que la rodeaban. Al darse la vuelta reparó en tía Criselda, inmóvil, pálida, asida a la barandilla. Anaíd cayó en la cuenta de que había permanecido demasiado silenciosa todo el trayecto y ahora entendía el motivo. La pobre estaba mareada como una sopa.

– Tía, tía.

Criselda no tenía fuerzas ni para responder. Anaíd la auxilió con prestancia, luchar contra un mareo era relativamente sencillo. Una compresa fría, la posición adecuada, un estímulo circulatorio y una infusión de manzanilla azucarada. Remedios que Deméter le hubiera aplicado a ella. Se sacó su calcetín, lo mojó en agua del mar, obligó a Criselda a recostarse y aplicó la compresa improvisada sobre la frente de su tía mientras masajeaba sus muñecas para activarle la circulación y la obligaba a inhalar el aire con más frecuencia. Al poco, el color retornó a su rostro y coloreó las mejillas de Criselda. Anaíd tomó la cantimplora de Valeria y se la ofreció a su tía, que bebió un trago sin respirar y luego tosió.

– ¿Qué es? -preguntó Criselda frunciendo la nariz.

Anaíd olió el contenido de la cantimplora; creía que era agua, pero despedía un olor dulzón parecido a la infusión de hierbabuena. Probó un sorbo. Era rico, lo había bebido Valeria hacía un instante, daño no le haría; se trataría de un reconstituyente o de una bebida hidratante, justo lo que Criselda necesitaba. Anaíd le ofreció otro trago y continuó masajeándola mientras recitaba entre dientes una cancioncilla que Deméter entonaba siempre que atendía a alguna paciente. Criselda empezó a sentirse mejor y se incorporó visiblemente recuperada. Le tomó las manos y estudió su palma contrastándola con la suya.

– Tienes el poder.

Anaíd se sorprendió.

– ¿Qué poder?

– El de tu abuela y el mío. El del linaje Tsinoulis. Nuestras manos son especiales. ¿No te habías dado cuenta?

Anaíd negó.

– Deméter lo descubrió de muy niña, con su perro; le sanó un hueso roto imponiendo sus manos sobre la herida.

– ¿Y yo puedo hacerlo?

– Tienes la capacidad.

Anaíd estudió sus manos con orgullo. Era cierto que a veces había sentido un cosquilleo al acariciar a Apolo para calmar sus maullidos desconsolados. ¿Era eso?

Las voces que provenían del camarote se silenciaron. Definitivamente Valeria había zanjado la discusión con su hija, pero Clodia era un hueso duro de roer.

Ante la sorpresa de Anaíd, Valeria apareció en bañador, bronceada y musculosa, y sin dar ninguna explicación se lanzó de cabeza por la borda con un estilo impecable. Anaíd asistió atónita a su zambullida. Un minuto, dos, tres… Ni rastro de Valeria. Había desaparecido. Anaíd se inquietó, pero Clodia permanecía impávida. De pronto, Criselda la avisó señalando a popa, Anaíd siguió su dedo y se topó con unos ojillos redondos y simpáticos que la contemplaban a través de las olas; sin duda la estaban estudiando. El

enorme pez gris surgió de entre las aguas con un salto sorprendente y lanzó un grito de recibimiento. Sin darse un respiro, apareció en la popa, en la proa, a babor y a estribor. Saltaba multiplicándose por cuatro, por cinco, repitiendo los mismos gritos de bienvenida y expulsando un abundante chorro de agua por el surtidor de su lomo. Hasta que Anaíd se dio cuenta de que no era un solo delfín. Era una manada al completo. Y entre ellos, mezclada con ellos, nadando junto a ellos y riendo con ellos: Valeria. Con el cabello mojado, bañado en espuma de olas, y la piel bruñida de sal, Valeria era menos humana que hacía unos minutos. Pero gritó a Anaíd con voz humana:

– ¡Acércate, no tengas miedo, quieren conocerte!

Anaíd extendió el brazo y fue saludada ritualmente por diez hocicos húmedos que impregnaron sus dedos de salitre y le contagiaron su buen humor.

– Te han saludado las hembras, son las más curiosas.

– Y las más cariñosas -añadió Anaíd conmovida.

Valeria tradujo sus palabras y las hembras aplaudieron la observación de Anaíd con saltos y exclamaciones. Criselda apenas podía abrir boca de tan impresionada como estaba.

Y Anaíd, contagiada por la alegría y la naturalidad de las hembras de la manada, no pudo contenerse y les respondió en su propia lengua.

No resulta fácil para una garganta humana emitir los sonidos de los delfines. Clodia llevaba intentándolo desde niña y todavía no lo había conseguido. Interpeló molesta a Anaíd:

– ¿Cómo lo has hecho?

– No lo sé, me ha salido así.

Anaíd se dio cuenta de que a lo mejor se había equivocado dejándose llevar por su instinto. Pero los delfines no pensaban lo mismo y, pasado su estupor, acogieron su salutación con un gran jolgorio y acallaron la envidia de Clodia con sus gritos, mejor dicho, con sus preguntas. Las delfines eran muy, pero que muy curiosas y terriblemente chismosas. Chismorreaban sobre el pobre parecido de la pequeña loba con la gran loba roja. Hablaron de sus cabellos, sus ojos, sus piernas y los compararon con los de Selene.

Anaíd se ofendió.

– Si van a criticarme, me largo.

Valeria, muerta de risa, la invitó a zambullirse.

– Anda, venga, salta.

Anaíd se sintió azorada.

– Nunca he nadado en el mar.

– Te mantendrás mejor a flote. El Mediterráneo es muy salado.

– Es que…

– Clodia, ayúdala.

Y Clodia, encantada de molestar a Anaíd, le dio un buen empujón y la lanzó al agua tal como estaba, vestida con su camiseta y sus shorts. Anaíd, que no se lo esperaba, se pegó un buen susto y se sintió hundirse en las templadas aguas azules, tan diferentes a las frías aguas de los lagos pirenaicos. El mar tenía una consistencia espesa, compacta, como melaza que se cerraba sobre ella tragándosela y llenándole la boca, la nariz y los oídos de agua y sal. El I insto salado lo impregnaba todo y a punto estuvo de llegarle a los pulmones. Se ahogaba. Necesitaba oxígeno. Pataleó como un perro y salió a flote respirando ávidamente Y lamentando no haber aprovechado mejorías clases de natación en la piscina de Jaca. Apenas sabía lo suficiente pata dar unas cuantas brazadas, controlar la respiración y mantener la cabeza bajo el agua unos segundos con los ojos abiertos. Sólo unos segundos, no minutos como se permitía Valeria. Y de pronto, algo suave y resbaladizo pasó rozando levemente su brazo izquierdo, se colocó debajo y la levantó en vilo sobre las aguas. Anaíd, instintivamente, se sujetó y se dio cuenta de que se encontraba navegando sobre un delfín. Ante ella, Valeria susurró unas palabras al oído de su montura y los dos delfines, el de Valeria y el de Anaíd, salieron disparados deslizándose sobre las aguas como un catamarán. Anaíd añoró las bridas de su caballo. No sabía dónde sujetarse y la carrera marina que recorrió por espacio de quizá media hora le pareció eterna. A cada momento temía resbalar y caer en medio de ese mar que, a pesar de su mansedumbre, se le antojaba inmenso e inquietante. Por fin Valeria se detuvo.

Anaíd no comprendía por qué habían ido tan lejos ni por qué habían ido tan sólo ellas dos. ¿Y Clodia? ¿Y Criselda? Valeria habló a las delfines y las acarició suavemente entre los ojillos.

– Gracias, habéis sido muy cuidadosas. Id a comer algo y regresad luego. Anaíd, baja.

La chica no quería separarse de su montura. ¿Qué pretendía Valeria? ¿Pretendía tal vez quedarse las dos solas a flote en medio de la inmensidad y sin posibilidades de asirse ni a una miserable tabla? Sólo de pensarlo Anaíd se estremeció.

– No, por favor -suplicó sin abandonar a su corcel marino.

Valeria rió.

– Déjala y ponte en pie.

Y ante su sorpresa, Anaíd, al obedecerla, comprobó que en efecto se ponía en pie, porque el agua le llegaba a las rodillas. Estaban sobre un promontorio, una roca emergente, algo así como un pequeño islote hundido do roca porosa, a buen seguro volcánica. No tenía nada de extraño. El Etna llevaba miles de años escupiendo sus lavas ardientes en aquellas costas que habían visto nacer y destruirse abruptos peñascos e islas en poco menos de unas horas.

– ¿Estás asustada?

– Es que no sé por qué hemos venido hasta aquí.

Valeria le tomó las manos y la invitó a sumergirse junto a ella.

– Abre bien los ojos y mira a tu alrededor. Luego dime qué has visto.

Anaíd hizo lo que Valeria le indicaba, pero su capacidad de aguantar la respiración bajo el agua era mucho más limitada que la de la bióloga. En los pocos segundos que man-tuvo los ojos abiertos nada más acertó a ver ante ella unas algas flexibles y sinuosas que se mecían junto a sus pies.

– Algas.

– ¿Estás segura? Compruébalo otra vez.

Anaíd se sumergió de nuevo y contempló fijamente esa colonia de algas inertes que se dejaban mecer por el oleaje.

– Sí, estoy segura.

– Son peces que se transforman en algas para apresar a los incautos que, como tú, no se fijan lo suficiente -se rió Valeria.

Sin que Valeria se lo indicase, Anaíd se sumergió por I creerá vez, acercó su mano a la supuesta colonia de inocentes algas y la reacción precipitada de una de ellas no fue precisamente la de un plácido vegetal. En la fracción de segundo que duró el rapidísimo movimiento, Anaíd, además de sentir un pinchazo en el dedo, acertó a distinguir unos ojillos astutos.

– ¡Ayy!

– Te lo advertí.

– Me ha mordido.

– Sólo te ha probado. No le gustas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Si le hubieses gustado, ya habría llamado a su familia, que es muy golosa, y estarían dándose un festín.

– Menudos listos.

– Listos, eso es lo que son. La capacidad de mimetismo que algunos animales marinos han desarrollado para sobrevivir en el mar es asombrosa.

– ¿Y por qué en el mar?

– Soy bióloga, pero me gusta dar una explicación poética a este fenómeno. El agua se presta a la confusión y al engaño. La vista nos confunde, los volúmenes y los colores se distorsionan o se pierden. Lo que los seres terrestres consideramos valores objetivos no lo son en el mar. Sobre todo a medida que nos alejamos de la superficie. A medida que avanzamos en la profundidad, el valor de la luz pierde fuerza, la vista y la percepción se transforman y dejan de ser parámetros universales. ¿Me sigues?

– Sí -respondió Anaíd recordando su caída vertiginosa a través del abismo de oscuridad.

Allí, en el conducto entre los dos mundos también ella advirtió que los parámetros terrestres perdían sentido. La gravedad era una ilusión producto del miedo.

Anaíd atendió a Valeria consciente de que dentro de poco asistiría a algún espectáculo emocionante. ¿Por qué, si no, la había conducido hasta allá? ¿Para mostrarle una colonia de algas? Lo dudaba.

– En el clan del delfín hemos heredado de nuestras antecesoras unos conocimientos que atesoramos celosamente. Nunca o casi nunca los hemos mostrado a otras Omar. Tu madre fue una excepción y ella quería que tú vinieras a Taormina para que yo te mostrase el arte de la transformación.

Al oír nombrar a Selene el ritmo cardíaco de Anaíd se aceleró. ¿Había comprendido bien? Su madre quería que ella asistiese a una transformación. ¿Transformación de qué en qué? ¿Por qué razón?

Valeria miró al cielo.

– Ya casi es la hora. Debes prometerme que, suceda lo que suceda, no te asustarás.

Y mientras hablaba se desnudó completamente y entregó a Anaíd su bañador.

– Guárdamelo y espérame.

– ¿Qué vas a hacer?

– Transformarme.

– ¿En qué?

– No lo sé. El mimetismo es oportunista.

– ¿Y cómo lo vas a hacer?

Valeria comenzó a temblar levemente, sus dientes castañeteaban.

– Me uno a lo que me rodea. Me convierto en parte de ese todo. Busco asemejarme a un ser vivo y me despojo de mi cuerpo hasta que hallo otro adecuado a mi espíritu.

Anaíd se fijó en que su cuerpo brillaba de una manera especial, intensa, incluso sus ojos refulgían. Valeria se acostó sobre las olas, cerró los ojos y se fundió con el mar dejándose arrastrar por la corriente. Alrededor flotaban sus cabellos y se enredaban en los corales. ¿Fue un espejismo? Unos instantes después Anaíd se dio cuenta de que los cabellos no eran tales, sino algas, y que el cuerpo de Valeria se había ido redondeando y conformando de un color bruñido, como el bronce, azul como el mar, compacto como la roca. Y de pronto Anaíd se llevó las manos a la boca porque, a pesar del aviso y de la certeza de estar asistiendo a algo sorprendente, no pudo reprimir un grito.

Un atún.

Valeria se había transformado en una gigantesca hembra de atún. Imposible discernir qué pretendía. El atún rodeó a Anaíd nadando en círculos concéntricos como si celebrase un reencuentro, una danza, o como si la estuviese acorralando, hasta que de repente y sin previo aviso viró el rumbo y, gracias a su potente aleta, se alejó en dirección a una mancha oscura que se desplazaba lentamente en lontananza. Era una bandada de atunes que viajaban hacia el norte en dirección al estrecho. Valeria se unió a ellos y fue recibida con muestras de alegría. A lo lejos se veían sus saltos en el aire y el rumor de sus aletas al entrechocar.

– ¡Valeria, vuelve! -gritó Anaíd.

Y su voz le supo a desamparo y a soledad. No necesitó ninguna confirmación. Era Valeria. Lo sabía, estaba segura, se había transformado ante sus mismos ojos. Pero… ¿era realmente otro ser? ¿0 conservaba su conciencia humana? No podía ni imaginarse lo que sucedería si Valeria, transformada en atún, pasaba el estrecho y la olvidaba. Anaíd trepó a la roca más alta, allí donde el agua lamía sus pies sin cubrirla y el sol podía secar su piel. El panorama era desolador, el manto azul lo invadía todo. Si la montaña era traicionera, el mar era inconmovible. Sola y abandonada, en medio del Mediterráneo, no sobreviviría mucho tiempo.

No obstante rechazó el miedo.

Valeria era poderosa. No se trataba solamente de su musculatura y su valor. Valeria, como le sucedía a Deméter, irradiaba poder. No era habitual. No era nunca tan obvio. Ni Criselda ni Gaya ni Elena ni Karen desprendían la energía que Anaíd percibía junto a Valeria. ¿Sería ése el poder que confería la jefatura de clan? Tal vez. Pero aunque Valeria le ofreciese seguridad, lo cierto es que la bandada de atunes se había perdido definitivamente y los delfines habían desaparecido. Sólo tenía su palabra y su bañador. Valeria le había dicho «guárdamelo y espérame».

Anaíd esperó y esperó. Para no sentir el frío que la iba calando se esforzó en moverse y mantenerse seca. Se despojó de la ropa mojada y se fue masajeando brazos y piernas al tiempo que se palmeaba con las manos y se pellizcaba las mejillas. Hacía algún rato que una fina telaraña de nubes había cubierto el cielo y enfriado la tarde. Las nubes se habían ido ennegreciendo y el viento había aumentado de intensidad mientras el sol comenzaba su lento declive. ¿Cuántas horas habían pasado desde que Valeria había desaparecido? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Su sed, su hambre, el atardecer y el lento fraguarse de la tormenta empezaron a preocuparla.

En la fina línea del horizonte vio el pálido reflejo de un rayo y se estremeció. Una tormenta en el mar debía de ser mucho más angustiosa y terrible que en la montaña.

Una enorme bandada de gaviotas sobrevoló su cabeza chillando. Algunas, las más osadas, perdieron altura y se acercaron a ella para curiosear insolentemente y cerciorarse de que estaba viva. Anaíd las espantó con las manos y las ahuyentó en su propia lengua; le repugnaban esas ratas carroñeras con alas.

Y sin embargo las gaviotas eran mejor compañía que nada. Anaíd pensó que la mayor angustia que debía de sufrir un náufrago, además de la falta de agua, posiblemente era la soledad. Las horas pasaban lentas, inexorables, y a menos que se sumergiera en las aguas lo cierto es que a su alrededor no detectaba un asomo de vida. Únicamente se oía el retumbar cada vez más inquietante de los truenos y el sonido sibilante del viento.

No podía pasar la noche ahí. Y la noche se acercaba. Cada vez estaba más cerca.

No podía regresar nadando.

No tenía cohetes, ni fuego ni bocinas para alertar a las embarcaciones.

Lo único que se le ocurrió fue la posibilidad de ser ayudada por los delfines. Había llegado hasta el islote a lomos de un delfín. Y antes de que el sol se escondiese definitivamente en el horizonte, Anaíd llamó a los delfines en su propia lengua. Lanzó un grito, dos, y al tercero percibió claramente una sombra que se acercaba silenciosa entre las aguas. Suponía que sería un delfín, pero dio un respingo. Su tamaño y su aspecto bien podrían ser los de un tiburón.

Por suerte era una hembra delfín, la misma que la había transportado y que en su lengua respondía al nombre de Flun, o algo parecido.

Anaíd se sintió idiota por no haber pensado en esa posibilidad antes. Procuró ser amable.

– Me alegro de verte. Por favor, llévame a tierra -pidió a Flun intentando montar sobre ella.

Pero la hembra la esquivó y, como hiciera el atún, dio dos vueltas a su alrededor en círculos concéntricos antes de responderle:

– Valeria no me lo permite.

Anaíd se sintió desfallecer.

– ¿Le ha ocurrido algo?

– No.

– Pues avísala para que venga a buscarme con el velero.

– Valeria ya sabe dónde estás.

Era obvio. Ella la había dejado abandonada y sabía perfectamente que a esas horas estaría aterida de frío y muerta de hambre, de sed y de miedo.

Entonces, si Valeria no había sufrido ningún percance y encima impedía a los delfines socorrerla…, ¿qué se proponía?

Anaíd se quedó mirando fijamente a la hembra delfín. Juraría que en los ojillos de Flun había un asomo de piedad, de lástima. La hembra dio un hermoso salto y se zambulló en las sombras del crepúsculo.

El corazón de la niña se desbocó de miedo al tiempo que la sombra de una duda iba cobrando entidad.

Ya había sucumbido a los encantos de una Odish.

Pero… ¿Valeria una Odish? No, no podía ser una de ellas. No.

Era absurdo que Valeria pretendiera deshacerse de ella.

Y sin embargo… No había testigos, ni responsables. Valeria podría dar mil excusas sobre su pérdida.

La tenue luz del sol desapareció de golpe. La tormenta había alcanzado los últimos estertores del disco solar y los había eclipsado. Las aguas se tintaron de negro y los relámpagos iluminaron cada vez con más frecuencia la oscuridad que amenazaba con tragársela. Anaíd se abrazó las piernas protegiéndose instintivamente y acurrucándose en la postura más antigua del mundo. Se balanceó adelante y atrás y tarareó una cancioncilla que Deméter le cantaba de niña. El balanceo y el ritmo de la canción la tranquilizaron y le permitieron abrir los ojos de nuevo. Las siluetas cobraron forma. La luz, aunque muy difusa, ya no le pareció tan angustiante como antes.

Todo hubiera resultado hasta cierto punto familiar, teniendo en cuenta que había convivido durante largas horas con ese paisaje, si no hubiera sido por él. Él la miraba con curiosidad a una distancia de pocos metros. La miraba con descaro, sin ningún disimulo. Estaba semihundido en las aguas, pero el fulgor de los relámpagos permitía distinguir perfectamente su cabello rizado, su barba, su escudo, su espada corta y curvada, su yelmo con un penacho en forma de crin de caballo.

Anaíd no se acobardó lo más mínimo.

– Hola.

El guerrero echó una ojeada a su alrededor sorprendido. En efecto, Anaíd se había dirigido a él.

– ¿Me has hablado?

– Sí, claro, no hay nadie más.

– Entonces… puedes verme.

– Y oírte.

– ¡No me lo puedo creer!

– Yo tampoco, pero es así.

– Eres…, eres la primera persona con quien hablo en… ¡Vaya!, he perdido la cuenta de los años. ¿En qué año estamos?

– Aunque te lo dijera no te serviría de mucho. ¿Qué eres? ¿Griego? ¿Romano? ¿Cartaginés?

– ¡Griego de las colonias itálicas! Mi nombre es Calícrates, hoplita superviviente de la campaña en defensa del sitio de Gela, a las órdenes del gran Dionisio de Siracusa.

– ¡Vaya! Creo que eso fue en el siglo V antes de Cristo.

– ¿Antes de quién?

– Digamos que has pululado por aquí unos dos mil quinientos años.

– Ya me parecía a mí que había pasado mucho tiempo.

– ¿Y cómo viniste a parar a este lugar si no es indiscreción?

– Me ahogué.

Anaíd reprimió un escalofrío.

– ¿No sabías nadar?

– Era un soldado, no un marino.

– Y ahora eres un espíritu errante que deseas descansar en paz.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé, conozco a otros. ¿Quién te maldijo?

– Supongo que mi mujer. Le juré que regresaría a Crotona a tiempo de recoger la cosecha, pero le fallé.

– O sea que te ahogaste de regreso a casa.

– Pues sí. Peleé con honores contra Himilcón, el gran general cartaginés, nos retiramos dignamente, embarcamos, pero al fondear estas costas nuestra nave se hundió.

– Y te ahogaste.

– No, nos recogió otra nave, pero me echaron al agua.

– ¿Te echaron?

– No cabíamos todos y la nave estaba a punto de zozobrar, nos lo jugamos a suertes y me tocó.

Anaíd apenas oyó la última frase de Calícrates. Un terrible trueno les interrumpió.

– Una noche movidita, me recuerda…

– No, por favor -le interrumpió Anaíd.

– ¿No quieres que te explique cómo fue el temporal que estrelló mi nave contra las rocas?

Anaíd se enfadó con el hoplita gafe.

– Por si no te has dado cuenta, yo estoy viva y no tengo ningunas ganas de morirme. Morir ahogado debe de ser horroroso.

– Efectivamente. Es horrible. Quieres respirar pero en lugar de aire los pulmones se llenan de agua y…

– ¡Calla!

El hoplita se calló. Además de gafe era sádico. Anaíd recordó la obediencia y sumisión de los espíritus.

La tormenta se acercaba cada vez más y traía con ella fuertes olas. Aguantó la respiración cuando una de ellas, la primera que se avecinaba, la cubrió por completo. No tenía ningún refugio, ningún lugar donde sujetarse.

– Te daré el descanso eterno a cambio de tu ayuda.

– ¿Te diriges a mí?

– Sí, te hablo a ti, Calícrates. Dime cómo escapar de aquí antes de que se me trague una ola.

Calícrates pareció que pensaba y miró en derredor suyo.

– Alguna forma debe de haber, pero la desconozco.

– ¿Por qué?

– Las otras desaparecieron. No vi sus cuerpos ahogados. Fueron a algún lugar, pero nunca durante la noche.

– ¿Qué otras?

– Las otras muchachas.

Anaíd se puso nerviosa.

– ¿Me estás diciendo que no soy la primera que encuentras en esta roca?

Calícrates añadió:

– Pero eres la primera que no lloras y que me ves.

– ¿Cuántas chicas han pasado por esto?

– Pues… yo diría que a lo largo de los milenios… ¿centenares?

Anaíd palideció.

– O sea que cada lustro o cada década encuentras a una chica como yo, medio desnuda, atrapada en la roca, y al día siguiente ya no está.

– Justo.

Anaíd se horrorizó. ¿Quién podía vivir miles de años haciéndose pasar por personas diferentes? ¿Quién perseguía a las muchachas y bebía su sangre? Si quería la confirmación de una terrible sospecha, ya la tenía.

– Es una Odish.

– Eso, eso pensaban ellas.

– ¿Quiénes?

– Las chicas.

– ¿Puedes leer los pensamientos?

– Puedo.

Anaíd se desesperó. El tiempo se le echaba encima. No se quedaría ahí para ser capturada por una Odish que se hacía pasar por una Omar o morir ahogada.

– ¿Me ayudarás?

– Me gustaría, sí. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

– A lomos de un delfín.

– Original montura.

– Pero se niega a devolverme a tierra.

Otra ola de más envergadura cubrió a Anaíd y esta vez resbaló y a punto estuvo de ser arrastrada por la corriente. En el último instante consiguió sujetarse a una protuberancia de la roca, aunque lastimándose la mano.

Por fin la tormenta estalló y la lluvia cayó con toda su fuerza. El viento, endiablado, levantó un fuerte oleaje y gruesas gotas golpearon las aguas. Anaíd comenzaba a perder pie y no sabía dónde sujetarse. Se sentía parte de ese mar embravecido, una parte del todo del agua y la espuma. Y mientras descubría esas nuevas sensaciones, vio al delfín deslizarse junto a ella.

Anaíd cerró los ojos, se reclinó sobre las olas, se abandonó y se fundió con el mar.

El hoplita esperó un minuto, dos, tres y suspiró.

Terrible.

La pobre niña había desaparecido y ya no le podría servir de ninguna ayuda. Volvía a estar solo ante la eternidad y la condena. Los gritos jubilosos de un par de delfines lo distrajeron unos instantes, pero enseguida ambos se alejaron mar allá. Y el hoplita, aburrido como todas las noches, se recostó sobre las olas para contemplar los relámpagos.

Una hora después, una lancha motora manejada por una mujer protegida por un chubasquero viró con pericia diversas veces esquivando los peñascos y efectuó tres vueltas infructuosas de reconocimiento.

El hoplita, a sabiendas de que no lo veían, se apostó sobre las rocas para contemplar mejor a la valiente intrusa.

– ¡Eh, tú!

Calícrates no podía creerlo.

– ¿Es a mí?

– ¿A quién si no?

Calícrates, ahogado e ignorado por espacio de dos mil quinientos años, tuvo la dicha de departir por segunda vez con un ser vivo en la misma noche.

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