CAPÍTULO XXVIII

La soledad de la corredora de fondo

Lucrecia perdonó a Anaíd sus novillos. Había sido una discípula atenta que la trataba con respeto y agradecía sus enseñanzas. A lo mejor había trabajado muy duramente, sin tener en cuenta que una joven tiene derecho a disfrutar de los placeres de la vida. Los muchos años que arrastraba le hacían olvidar cosas que las risas de las muchachas le habían traído a la memoria.

Se alegraba de que Anaíd hubiese hecho tan buenas migas con Clodia. Durante su larga convalecencia habían acabado por hacerse íntimas. Junto a la joven delfín brillaba con luz propia, había florecido. Anaíd era mucho más bonita y seductora que cuando la conoció un mes antes. Clodia y ella compartían secretos, desayunos, chicles, y su cháchara duraba hasta pasada la medianoche. Lucrecia sabía que una buena amiga es el mejor regalo para una bruja solitaria.

Anaíd parecía triste y algo alicaída cuando se presentó ante ella para finalizar sus clases de alquimia. Lucrecia no le dio importancia. Era normal que la joven pasase por altibajos emocionales. Al fin y al cabo le esperaban incertidumbres y peligros y Anaíd lo intuía. Era natural, pues, que sintiese miedo o dudase de sus fuerzas. Pensó que lo mejor sería dejarla sola y permitir que ella misma se lamiese sus heridas. Una bruja iniciada contaba con el respaldo de su clan, la solidaridad de la tribu y los otros clanes, pero debía aprender a superar los momentos más difíciles en compañía de sí misma.


Lucrecia se sentó en el suelo de la profunda gruta frente a su joven discípula. Un pequeño empujón y habría finalizado su tarea, a sus ciento un años merecía descansar para siempre. Le hizo entrega de la hermosa hoja de doble filo de su átame.

– Bien, Anaíd, tú escogiste la piedra de luna y ella te escogió a ti. Primero forjaste tu talismán en ella. Desconocías los secretos que ahora dominas. La luna es la medida del tiempo y las mareas, de las cosechas y la sangre. Pero la luna no da fuerza a los actos de las brujas, su luz es fría e indirecta. El fuego que alimenta la tierra y la nutre de vida es sabio y ardiente. Y ahora, por fin, sabes administrar el poder del fuego y te obedece. Tu atame es el más poderoso que las brujas serpientes hayamos forjado nunca. Es el resultado de fundir el magma terrestre y tus lágrimas talladas de piedra lunar. Háblale, es tuyo, eres tú misma, es tu mano, es la continuidad de tu fuerza y tu poder. Junto con tu vara, el átame es el tesoro más preciado de una Omar.

Anaíd contempló la pulida hoja de su átame. Era obra de su perseverancia y su tino en elegir. Estaba orgullosa de su obra, pero eso no disolvía la tristeza que la embargaba.

Su maestra se levantó dándole su última orden:

– Únete a tu atame.

Y Lucrecia se alejó a paso cansino por las galerías dejando a Anaíd concentrada en su pena y con los ojos fijos en su brillante tesoro negro.

La meditación y el retiro en esos infiernos de fuego y humo habían sido parte de su aprendizaje. Podía permanecer largas horas en silencio y rodeada de oscuridad. No temía a las profundidades ni a la soledad. Sin embargo prefirió encender un candil para iluminar mejor su obra de arte.

Y a la luz de la llama tintineante descubrió que no estaba sola. Un intruso, un joven intruso, extrañamente ataviado con túnica y el rostro maquillado, contemplaba su átame con la misma curiosidad que ella. Anaíd ya era ducha en este tipo de encuentros fortuitos.

– Hola.

Evidentemente el intruso no se dio por aludido a la primera.

– Te saludo a ti, el de la túnica y la máscara.

– ¿Yo? ¿Te diriges a mí?

– Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

– Sólo soy un miserable fantasma condenado a vagar por mis delitos.

Anaíd suspiró resignada. Tenía ínfulas de poeta.

– Yo soy Anaíd Tsinoulis.

– Marco Tulio, para serviros y amenizar vuestras veladas con mi humilde arte.

– ¿Qué arte?

– El arte de interpretar comedias.

– ¿Un actor?

– Un cómico.

– Vaya, si lo llego a saber antes, podrías haberme hecho compañía. ¿Y cuál fue tu desgracia, Marco Tulio?

– ¿Tengo que recordarlo?

– Si no quieres…

– Olvidé mi texto de la comedia de Plauto, Mostelaria, en plena representación.

– Vaya. ¿Tu muerte fue por vergüenza?

– Me refugié en estas cuevas para evitar que el público me linchara.

– ¿Y te mataron?

– Resbalé y me despeñé por una sima. Su maldición aún pesa sobre mí y mi maltrecho honor.

– Pobre Marco Tulio.

– Fui culpable, la noche antes cedí a los efluvios de un magnífico vino traído de Campania. ¡Qué noche, en la taberna del León Azul de Taormina!

– Ya no existe.

– Lo supongo. Ha pasado tanto tiempo…

– ¿Te arrepientes?

– Mucho, muchísimo. No hay nada más espantoso que salir ante un auditorio ansioso de risas, chistes y frases ocurrentes y enfrentarse a la amnesia más absoluta. Angustiante, horroroso, indescriptible.

– Puedo ayudarte -arriesgó Anaíd.

– ¿A recordar mis réplicas? Llevo dos mil años intentándolo y no hay manera.

– No, a olvidarlas. A dejar tu condición de espíritu maldito.

– ¿Salvarías mi honor?

– Te ofrezco la paz.

– ¿A cambio de…? -preguntó precavido el cómico ebrio.

– ¿Es cierto que puedo llegar hasta Selene a través de las latomías?

– ¿Selene la loba?

Anaíd asintió y el espíritu reflexionó unos instantes.

– Las latomías comunican los mundos, pero para acceder hasta Selene deberías regre-sar al lugar donde desapareció y seguir el camino del sol.

– ¿Qué significa eso?

– ¿Puedes liberarme o no?

– Pues claro -mintió Anaíd.

– ¿Eres una Odish?

– ¿Cómo si no podría verte?

– Todas creen que eres una Omar. Ahora están hablando de ti.

– ¿Quiénes?

– Las matriarcas.

– ¿Puedes oírlas?

El cómico acercó su oído a una de las cavidades.

– Acércate, aquí. ¿Las oyes?

Anaíd afinó el oído. Le costaba desentrañar las palabras. Marco Tulio debía de tener más práctica en ese tipo de ardides.

– ¿Qué dicen?

– Criselda se resiste a utilizar su átame contra Selene. Cree que el átame no fue pensado para herir o matar a otra Omar. Pide que le preparen una pócima mortal.

Anaíd se sintió mal. Muy mal.

– No puede ser. Te has equivocado.

– Escucha tú misma.

Anaíd, blanca como la cera, se concentró en escuchar las palabras que se perdían entre los túneles secretos de la roca.

– Anaíd no debe saberlo ni sospecharlo -insistía en ese momento Criselda.

– Sin ella no podríamos acercarnos a Selene -añadió Valeria.

– Las posibilidades de que Selene no sea una de ellas son cada vez menores, pero no debemos condenarla de antemano -objetó la vieja Lucrecia.

– Hice mi juramento de matar a Selene y lo cumpliré, pero la conjunción está próxima y debemos darnos prisa. Anaíd ya está repuesta, podemos comenzar la búsqueda mañana mismo -afirmó Criselda.


Anaíd tuvo suficiente.

Era víctima de un engaño terrible. La traición que vaticinaba el oráculo de su iniciación se cumplía. Lobas, serpientes, cornejas, delfines y ciervas la enviaban a ella hasta Selene para que Criselda, su propia tía, la sacrificase.

Se dejó caer y se tomó la cabeza con las manos.

¿Criselda también?

¿En quién podía confiar?

¿No le darían opción a defenderse?

Y lo peor, lo más horrible es que ella también comenzaba a dudar sobre la integridad de Selene.

El espíritu del cómico se impacientó.

– ¿Y tu promesa?

– Te liberaré. ¿Has dicho que debo regresar al lugar donde Selene desapareció y seguir el camino del sol?

– Sí.

La joven se sobrepuso a su dolor, sacó su vara de abedul y dibujó en el aire los signos del conjuro.

– Marco Tulio, por el poder que me ha sido conferido en mi iniciación y por la memoria de la loba, te conmino a que rompas las cadenas de tu maldición y descanses eternamente entre los muertos. Así sea por toda la eternidad.

Marco Tulio sonrió agradecido y fue dispersándose en múltiples partículas.

– Saluda a mi abuela Deméter -le despidió Anaíd.

Marco Tulio intentó detener unos instantes su desaparición.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes? Los espíritus podemos convocar a los muertos -gritó antes de desaparecer por completo.

Anaíd comprendió demasiado tarde el significado de sus palabras.

– ¡Espera, espera, no te vayas!

Pero Marco Tulio ya no existía.

Así pues, los espíritus podían convocar a los muertos. Eso significaba que podría comunicarse con Deméter.

La necesitaba. Necesitaba desesperadamente la serenidad y la sabiduría de su abuela, pero también necesitaba la clarividencia que otorga la muerte. Los vivos, los vivos que la rodeaban, no discernían la verdad del engaño. Ni ella tampoco.

¿Qué era cierto?

¿Qué era mentira?

Anaíd lanzó voces:

– ¿Hay algún espíritu por ahí?

Únicamente le llegó el eco de su voz multiplicándose como una pesadilla.

Estaba sola, más sola que nunca.


Cornelia, la matriarca del clan de las cornejas, tenía la tristeza impresa en el rostro. Le agradaba vagar por los campos al atardecer y saludar a las bandadas de cornejas negras de brillante plumaje que sobrevolaban los trigales. A veces acudía sola hasta el acantilado y contemplaba el mar que tanto amaba Julilla, su hija muerta.

Esa tarde Anaíd la encontró contemplando el ajetreado ir y venir de grullas, abubillas, golondrinas y cigüeñas que, anunciando la llegada del otoño, emigraban hacia el sur, en ruta hacia tierras africanas.

Cornelia la recibió afectuosamente. Anaíd le recordaba a su niña. Tal vez por esa inquietante seriedad de sus retinas, tan azules como las de Julilla, tan llenas de miedo por el devenir como el miedo que se apoderó de ella el día de su iniciación.

Cornelia tenía pocas ocasiones de charlar con muchachas. Las jóvenes la rehuían por la seriedad de su aspecto. Desde la muerte de su hija vestía de negro, como hicieron sus antepasadas y las aves de su clan. Cornelia deseó acogerse a la tradición del luto porque su pena sería para siempre. Ése era el sentir de las mujeres y madres de su tierra y ella, bruja pero mortal, lo mantenía.

– Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

Anaíd supo que Cornelia no le negaría nada.

– Quiero conocer el secreto del vuelo de las aves.

Cornelia intuyó el engaño, podía leer el apuro de la niña al formular la petición.

– ¿Lo sabe Criselda?

– Sí, claro.

– Es arriesgado.

– No me importa.

– Para iniciarte en este secreto necesito la conformidad de las matriarcas y creo que tendría que hablar primero con Criselda.

Entonces Anaíd tomó su mano y clavó sus ojos implorantes en las oscuras retinas de la negra Cornelia.

– No puedo esperar, tiene que ser ahora y en secreto.

Cornelia sintió el calor de la sangre de Anaíd en su mano. Era joven, estaba llena de vida y acarreaba una enorme responsabilidad sobre sus espaldas.

– Ayúdame, por favor. Te necesito, lo sé, y tú también lo sabes.

Cornelia lo sabía, pero intentaba eludir al destino.

– No te arriesgues, pequeña.

Pero Anaíd, con la convicción de los osados, ahondó en su intuición.

– Dime, Cornelia, ¿por qué has venido hasta aquí? ¿Por qué contemplas las aves migratorias que sobrevuelan la isla?

Cornelia no quiso pensar en la respuesta.

– ¿Y tú?

Anaíd mostró sus cartas boca arriba. Se jugaba el todo por el todo.

– Me pregunté qué debía hacer y mis pasos me trajeron hasta aquí. Al verte contemplar las aves he entendido que tú eras la señal que esperaba. Que tú me enseñarías a volar como ellas para acudir junto a Selene. Éste es el camino.

Cornelia suspiró. El destino había ido a buscarla y a involucrarla en la profecía. No podía sustraerse a su destino.

– ¿Estás preparada?

Anaíd lo estaba. Nunca lo había estado tanto.

Cornelia agitó sus negros brazos con la elegancia de un cisne y Anaíd la imitó.

– Observa un ave, la que más te guste, y siente con ella el batir de sus alas y la levedad de su cuerpo.

Anaíd fijó su mirada en la hermosa águila pescadora que se cernió veloz sobre el lago con sus alas extendidas y atrapó un lucio entre sus garras.

Cornelia siguió la mirada de Anaíd y sintió un escalofrío. Anaíd había escogido el águila, el ave rapaz más poderosa de la laguna.

– Repite conmigo el conjuro de vuelo.

Y ambas movieron sus brazos al unísono recitando el hermoso canto del ave. Sus cuerpos se tornaron livianos como plumas mientras sus brazos se transformaban en alas y, juntas, levantaron el vuelo.

Anaíd, con sus largos cabellos ondeando al viento y su rostro surcado de lágrimas, sobrevoló la laguna una y otra vez siguiendo a su nueva maestra y gozando del aprendizaje del dominio del aire.

Al ocultarse el sol, ya se aventuraba en los vuelos rasantes, se dejaba mecer por las corrientes y surcaba majestuosa los cielos.

Se despidió de Cornelia lanzando el grito del águila. Se dirigía al norte, siguiendo el camino opuesto de las rutas migratorias.

No le importaba puesto que no era un ave. Era una bruja alada.

Cornelia, al verla alejarse, le deseó suerte y por primera vez comprendió que la condena de sobrevivir a su propia hija había tenido una razón de ser.

De la mano de Anaíd había entrado en el territorio de la leyenda.

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