CAPITULO X

El primer embrujo

– ¿Y bien?-preguntó la señora Olav al subir Anaíd de nuevo al coche.

– Muy mal -murmuró Anaíd dando un portazo-. No sabe nada de ella y no se ha creído que yo fuese su hija. Selene no le habló de mí.

– ¿Y eso te molesta?

Anaíd explotó.

– ¿Cómo no me va a molestar? Mi madre me oculta que tiene un novio estúpido llamado Max y a ese Max le oculta que tiene una hija.

– ¿Por qué es estúpido Max?

Anaíd ocultó la cara entre las manos.

– Me ha dicho que… no nos parecíamos.

– ¿Y eso te ofende?

– Pues claro.

La señora Olav sonrió con cariño.

– No te comprende nadie.

– ¿Cómo lo sabe?

– Yo también tuve tu edad.

Anaíd suspiró. Ese tipo de respuesta era la que le hubiera dado Selene.

Selene, la gran mentirosa.

¿Realmente Selene era tal y como ella la recordaba? ¿O se la había inventado?

Anaíd siempre había querido creer que tenía una madre joven, cariñosa, divertida y juguetona que se comportaba con ella como una hermana mayor, pero había otra Selene que peleaba con Deméter a voz en grito, desaparecía días y días sin dejar siquiera una nota, compraba compulsivamente, se miraba al espejo enamorada de su propia imagen y… tenía amantes ocultos a los que a su vez les ocultaba a su propia hija.

¿Quién era Selene?

El Land Rover tomó la carretera principal saliendo de Jaca.

Anaíd no quería pensar en Selene ni en Max. Se le había ocurrido de repente la idea de visitarlo, de conocerlo, de salir de dudas sobre si Selene había huido con él o era una patraña. Llamó por teléfono y le pidió una cita. Así de simple. La señora Olav la acompañó hasta el bar donde quedaron y la esperó en el coche la media hora que duró el encuentro. Max estaba interesado en tener noticias de Selene, pero no le había gustado nada la idea de que tuviera una hija. La coincidencia era que había recibido un telegrama el mismo día que Anaíd. Selene le decía que se marchaba lejos, muy lejos y que no la buscase.

Anaíd estaba nerviosa.

A ese encuentro extraño se sumaba que hacía tan sólo unas horas había plantado cara a su tía y a las amigas de su madre indignada por su apatía y por su falta de interés en hallar a Selene.

– ¡Y ellas no tienen la menor intención de encontrar a mi madre!

– Es posible.

– No les importa, les da lo mismo que esté viva o muerta, les da lo mismo…

– Es natural, Anaíd, no la quieren como tú.

– ¡Ya se lo he dicho!

– ¿Eso les has dicho?

– Están apáticas, como si no les importase nada, como si viviesen en una burbuja. Ninguna ha intentado ponerse en contacto con Max para saber si Selene había tenido contacto con él. Y en cambio ha sido bien sencillo, ¿no?

– ¡Cuidado! -gritó la señora Olav.

Aceleró el vehículo y embistió un obstáculo. Anaíd salió despedida contra el cristal delantero. Con el enfado y las prisas, había olvidado abrocharse el cinturón.

Se palpó la frente algo atontada, le estaba saliendo un enorme chichón. La señora Olav sujetaba firmemente el volante y se disculpó.

– Lo siento, se me cruzó un conejo y no tuve más remedio que atropellado.

Anaíd, ya fuese por el golpe, por el conejo o por el disgusto que arrastraba, se echó a llorar. Enseguida la señora Olav puso el intermitente y aparcó el coche en el arcén.

– Vamos, vamos, no ha sido nada.

Y la atrajo hacia su pecho pasando sus suaves manos por su sien.

– ¿Sólo lloras por esto? -inquirió masajeando la zona dolorida.

– No -admitió Anaíd.

– Claro, se mezcla todo, lo de tu madre, lo de Max, lo de esa fiesta…

– ¿Qué fiesta?

– La fiesta de esa chica, Marion, de la que me hablaste. Lo que nunca le invita.

Anaíd pareció sorprendida. No pensaba en ello, pero era cierto que la fiesta de Marión estaba ahí, flotando en el aire y molestándola a intervalos como un mosquito zumbón.

– No me extraña, es muy guapa -reconoció Anaíd con un hipido.

– ¿Y quieres decir que tú no lo eres? Mírate bien al espejo. Eres preciosa. El azul de tus ojos debe de ser la envidia de todas las chicas de tu clase.

– ¡Qué va! -confesó Anaíd-. Ni me miran. No saben que existo.

La señora Olav chasqueó la lengua.

– Pues ya es hora de que te miren. ¿No te parece?

– ¿Cómo?

– Esa chica, Marión, puede que sea muy guapa, pero tú eres más lista.

– ¿Y de qué me sirve ser más lista?

– Piensa y lo averiguarás.

La señora Olav tenía la virtud de hacer sentir bien a Anaíd y lograr que superara sus complejos. A su lado todo resultaba fácil.

– ¿Una pulsera y una hamburguesa te devolverán el buen humor?

Anaíd se estremeció de dicha y se limpió las últimas lágrimas con el dorso de la mano. ¿Cómo sabía la señora Olav que Selene la llevaba a escondidas de Deméter a comer en un burger y le regalaba pulseras de bisutería?

Posiblemente se lo había confesado ella misma.

Al mirarse en el retrovisor para arreglarse el cabello se quedó asombrada. El chichón había desaparecido y… estaba francamente guapa.


La hamburguesa estaba riquísima, la pulsera le quedaba de maravilla y desde que la señora Olav le hablara de sus ojos y su inteligencia Anaíd había recuperado la autoestima.

Y también había vuelto a recordar el espinoso tema del cumpleaños de Marión aunque, afortunadamente, desde otra perspectiva.

La fiesta de cumpleaños de Marión coincidía con el solsticio de verano y era la fiesta más famosa de Urt. Desde hacía unas semanas, en la escuela no se hablaba de otra cosa, porque Marión, para dar emoción al asunto, invitaba a sus amigos de uno en uno, de forma que el elegido y la elegida, ¡buuuf!, respiraban cuando se acercaba a ellos y les susurraba su cita al oído.

Claro que los que no tenían la suerte de gozar del favor de Marion lo pasaban fatal hasta el último momento, suspirando cada vez que se acercaba la coqueta Marión, para que se inclinara levemente sobre ellos y les proporcionase la llave de la felicidad.

Anaíd, que había confiado ingenuamente en ser invitada durante los últimos cuatro años, había esperado inútilmente por si acaso las dos variables que habían transformado su vida -la desaparición de su madre y su nuevo sujetador- hacían cambiar de opinión a Marión. Pero no había sido así.

¿Continuaría permitiendo que Marión la ignorara?

Se despidió de la señora Olav y le agradeció con un lioso su apoyo. De buena gana hubiera continuado en su compañía en lugar de regresar junto a la desastrosa Criselda. Seguro que no tendría la cena preparada ni recordaría que a los catorce años se acostumbra a tener hambre tres o cuatro veces al día.


Tía Criselda la esperaba en el sillón de la sala. Comía bombones con la mirada extraviada, y ni siquiera le premunió de dónde venía. No, no merecía la pena hablarle de Max. Le daba igual.

Anaíd, siéntate, por favor.

La obedeció sin rechistar. En el tono grave en que su tía formuló la petición se escondía algo más trascendente que una regañina.

– Anaíd, en el coven hemos aceptado tu ofrecimiento para buscar a tu madre y rescatarla -le comunicó solemnemente.

– ¿Es una broma? -fue lo único que Anaíd consiguió balbucear.

– Si Rosebuth no se equivoca, probablemente seas la única que puede llegar hasta Selene y darle la fuerza que necesita para vencer a las Odish.

¿Así de fácil? ¿Así de simple? Anaíd no pudo dormir en toda la noche. Tantas vueltas dio en la cama que se le ocurrieron mil formas disparatadas de buscar a Selene y mil barbaridades para luchar contra las Odish. Pero todo lo que concebía adquiría un tinte grotesco, irreal, parecido al trazo grueso con que su madre dibujaba sus personajes de cómic.

Intentaba pensar en Selene con la seriedad que se merecía el asunto, pero otras cosas la distraían de la enorme responsabilidad que le había caído encima.

Si era una bruja Omar capaz de llegar hasta el mismo infierno para arrancar a su madre de las garras de las poderosas Odish…, ¿por qué tenía que aguantar el desprecio de Marión? ¿Por qué no podía ir a la fiesta de Marion como todos sus compañeros? se propuso seriamente conseguirlo.

Al fin y al cabo era una bruja.

No era tan fea.

Era lista.

Se escabulló al salir de clase hasta su cueva y allí buscó y buscó hasta que halló entre los libros de Deméter y Selene un conjuro de seducción que le iba como anillo al dedo para sus propósitos.

Se diferenciaba algo del filtro de amor. No era un bebedizo, no alteraba la sangre y no aceleraba el ritmo cardíaco ni la respiración. Era un conjuro simpático, por contacto y proximidad. Con un simple toque de vara y las palabras correctas, desvanecería la invisibilidad que la ocultaba a los ojos de Marion y conseguiría que la mirase y la descubriese.

A la mañana siguiente, en clase, procuró sentarse lo más cerca posible de Marión. Roberta accedió al cambio de asiento por un paquete de chicles, y así Anaíd consiguió colocarse en el pupitre justo detrás de su víctima. Cuando estuvo segura de que nadie la veía, sacó rápidamente su vara de abedul de la mochila y la escondió bajo el libro de Sociales. Había esperado a la clase de Corbarán, el profesor de Sociales que no se enteraba de nada. Y mientras Corbarán charlaba y charlaba -sin importarle si alguien le escuchaba o no-, Anaíd pronunció su conjuro con los labios entornados dirigiendo su vara hacia Marion, sentada delante de ella, y rozándole levemente los cabellos.

¡Estupendo! Marion había reaccionado al contacto ladeando la cabeza. Al cabo de un rato, alzó su mano y se rascó distraída.

Anaíd contuvo la respiración. Surtía efecto. Marion se daba por aludida y respondía a la seducción. Ahora sentía un cosquilleo leve, de ahí el gesto de rascarse. Le seguiría un impulso, giraría la cabeza y la descubriría. Luego, recordaría su nombre, le sonreiría y la invitaría a su fiesta.

Todo sucedería tal y como el conjuro vaticinaba.

Anaíd esperó un minuto, dos, tres -que se le hicieron eternos- y luego… efectivamente Marion se giró y la descubrió. Pero no sonrió. Se rió. Se rió con ganas, como si estuviese viendo una película de risa o escuchando un chiste muy gracioso. Se rió de Anaíd en sus narices. Y dijo algo así como:

– Vaya, vaya, a la enana sabelotodo le han crecido las tetas y le han salido granos.

Anaíd se quedó muerta. Muerta es poco. La chanza de Marión y su cachondeo se oyeron hasta la torre de los vigías -eso le pareció a Anaíd- y fue coreada por todos los pelotas de la clase, por los cuervos del torreón y por los turistas que descendían el río en rafting. El mundo entero rué testigo de la AFRENTA DE MARIÓN.

El primero en reírse, sin embargo, fue Roc, el hijo de Elena y el novio del momento de Marion. Eso Anaíd también lo oyó y se lo apuntó.

Anaíd aguantó el tipo como pudo hasta que, sin pedir permiso siquiera a Corbarán -total, no se enteraba-, salió de clase corriendo y se metió en el baño para llorar a gusto.

Y llorando, llorando y mirándose al espejo descubrió que, en efecto, le había salido un minúsculo grano en la nariz. Fue entonces cuando decidió vengarse. Peor de lo que estaba no podía quedar. Ni ella ni su prestigio ni su honor.

Salió del baño con la cabeza bien alta y su plan decidido. Acababa de sonar la campana y todos habían salido al recreo a estirar las piernas, darle a la lengua y comer el bocata. Claro que Marion y Roc acostumbraban a comerse el bocata en la terraza del bar de la plaza con una Coca-Cola en la mano y su pandilla alrededor. Y allí fue hacia donde Anaíd, con la cabeza bien alta y su vara escondida bajo la manga de su camiseta, se dirigió.

A lo mejor Anaíd habría cambiado de opinión si Marion simplemente la hubiese ignorado como siempre había hecho, pero su propio conjuro había conseguido centrar la atención de Marion en su persona, como si fuese un imán irresistible. En cuanto Anaíd apareció, Marion percibió su presencia, giró la cabeza, clavó sus ojos en ella y volvió a la carga.

– Mirad quién viene, la pequeña Anaíd. ¿Te pedimos un biberón o prefieres una papilla? Anaíd se acercó a Marion.

– ¿No dijiste que tenía granos?

– Oh, sí, claro… Si ya eres una teenager.

Y ahí fue donde Anaíd arriesgó el todo por el todo. Deslizando su vara sin que se notara por debajo de su manga, se tocó su grano de la nariz y luego rozó levemente la cara de Marion.

– Aunque el mío no tiene ni punto de comparación con los tuyos. ¿Cuántos granos tienes, Marion? ¿Una docena? ¿Dos docenas? ¿Tres docenas?

Y a medida que Anaíd iba profiriendo cifras, la cara y el cuello de Marion iban perdiendo la tersura y se iban cubriendo de espinillas infectadas.

A su alrededor resonaron los gritos y Anaíd, envalentonada, arriesgó más de lo que se había propuesto.

– ¡Jo! Tu novio tampoco se queda atrás -dijo rozando la cara de Roc, que al instante también se cubrió de acné.

Marion no se vio. Pero vio el efecto que su cara causaba en los demás y dio un grito al ver el aspecto de Roe.

– ¡Qué asco! -gritó Marion.

E inmediatamente se dio cuenta de que la misma pinta debía de tener ella, puesto que los que estaban a su lado retiraban la silla y arrugaban la nariz. Se palpó la cara con incredulidad y, al notar las horrorosas protuberancias, se lapo el rostro con las dos manos, escondiéndose avergonzada, y chilló muy fuerte:

– ¡Bruja, más que bruja!

Sólo entonces Anaíd se dio cuenta de lo que había hecho.

Y lo malo era que desconocía el antídoto de su conjuro.

Dio media vuelta y salió huyendo.


Criselda no podía dar crédito a lo que oía en boca de Elena. Anaíd no sólo la había desobedecido ensayando conjuros sin su consentimiento, sino que -peor imposible- había proferido un conjuro de venganza públicamente y había sido acusada de bruja.

La mataría de un disgusto.

– ¿Te has vuelto loca? -le gritó Criselda.

Anaíd había aguantado el chaparrón estoicamente, aunque por dentro estaba hecha papilla. Era un desastre.

– ¿Te das cuenta de que nos estás poniendo en peligro a todas? ¿A ti la primera?

Elena no había perdido los nervios como Criselda, pero estaba preocupada.

– Los conjuros de venganza son impropios de una Ornar.

– Están terminantemente prohibidos. ¿Quién te enseñó a formularlos? -la interrogó Criselda, ya repuesta del susto inicial.

Anaíd no lo sabía. Le había salido de dentro y le había funcionado.

– Yo sólo quería que Marión me invitara a su fiesta -se defendió Anaíd.

– ¿Cómo? ¿Llenándola de granos?

– No, primero formulé un conjuro de seducción para que Marión se fijara en mí, pero se fijó tanto que me insultó delante de todos.

Criselda y Elena, simultáneamente, se llevaron las manos a la cabeza.

– ¡Oh, no!

Anaíd se dio cuenta de que la equivocación venía desde el principio.

– ¿Que hice mal?

– Todo.

– No tienes dos dedos de frente.

– ¿A quién se le ocurre suplir un sentimiento con un conjuro?

– Ninguna bruja puede conseguir amistad o amor con un elixir ni con un conjuro.

– Eso es propio de las Odish.

– ¿Quién te lo enseñó?

Anaíd se había ido achicando, achicando, hasta quedar hecha un ovillo. Entonces comenzó a sollozar. Le dolía ese aluvión de acusaciones que Elena y Criselda vomitaban sobre ella. Nunca las había visto tan indignadas. Lo hacía lodo mal, fatal, y no servía ni para chica, ni para bruja.

Anaíd se regodeaba en sus lágrimas. Se había convertido en una llorona impenitente. El crecimiento conllevaba unas enormes ganas de comer y unas terribles ganas de llorar.

Elena y Criselda callaron y se sentaron junto a ella en silencio. Criselda pasó la mano por su frente y Elena le acarició el cabello. Poco a poco fueron consolando su desespero hasta que cesaron los hipidos.

Anaíd se sorbió los mocos, se frotó los ojos y se secó las mejillas dispuesta a continuar escuchando a sus mayores.

Elena y Criselda retomaron su sermón procurando infundirle un tono amable y didáctico.

– Todo tu poder y tu magia deben estar al servicio del bien común, nunca del bien privado. ¿Lo tendrás presente?

– Una bruja Ornar nunca formula conjuros para su limpio provecho.

– Has cometido dos infracciones gravísimas.

– Tres.

– Un montón.

– Pero equivocarse también enseña.

– Las brujas Omar somos humanas y mortales que convivimos con los humanos y no nos podemos servir de la magia para conseguir el amor, ni la amistad, ni el respeto ni el poder… ni la riqueza.

– Si una Omar se sirve de la ilusión o la maldición para sus propios fines o su propia venganza, es expulsada del clan y de la tribu y privada de sus poderes.

– ¿Lo entiendes?

– Anaíd…, nuestro poder tiene que ser limitado.

– Cocinamos, trabajamos, compramos… Imagina que no hiciésemos ningún esfuerzo para todo eso.

Anaíd iba asintiendo con movimientos de su cabeza y repitiendo sí, sí, sí. Finalmente no pudo más y, con un último sollozo, algo teatral, hizo la pregunta que la torturaba:

– ¿Me estáis diciendo que soy mala?

Elena y Criselda se miraron un poco sorprendidas. Ninguna de las dos había educado a ninguna joven bruja. A lo mejor lo que le había sucedido a Anaíd, su exceso de confianza, su uso incorrecto del poder, les pasaba a todas las muchachas.

Criselda optó por quitar hierro al asunto.

– Anda, vete a dormir y mañana será otro día.

Elena le recordó:

– Y mañana no comentes nada en la escuela. No me ha quedado otro remedio que invitar a Roc, a Marion y a sus amigos a una poción de olvido. Todo lo que ha sucedido en las últimas veinticuatro horas se ha borrado de sus cabezas. Lo siento por los que hayan estudiado para el examen de música.

Anaíd se emocionó.

– ¿Una poción de olvido? ¡Es fantástico! Así podría…

– ¡No! -gritaron al unísono Elena y Criselda.

Anaíd se echó airas y calló.

Tía Criselda añadió:

– En el próximo coven tendrás que pedir perdón por tu desobediencia. Puede que se te imponga algún castigo.

Anaíd calló. No le apetecía en absoluto pedir perdón a Gaya, pero tendría que hacerlo.

Besó a tía Criselda y a Elena y se fue cabizbaja hacia su habitación. En cuanto hubo desaparecido de su vista, las dos mujeres se miraron preocupadas. No les hacía falta explicitar con palabras todo lo que les rondaba por la cabeza.

– Aún no está preparada.

– ¿Lo estará algún día?

– ¿Y si nos hemos equivocado?

– A lo mejor Deméter y Selene tenían una razón de peso para no iniciar a Anaíd en la brujería.

– ¿Y si Anaíd fuera peligrosa?

Estas y otras preguntas pasaron veloces de las cabezas de Criselda a Elena y viceversa.

Estando cerca Anaíd no se atrevían a hablar de ella en voz alta. Comenzaban a sospechar que sus poderes no eran ni mucho menos los que la niña había confesado.

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