La sangre
La puerta se abrió con la fuerza de un vendaval. Salma, sorprendida en su habitación, abrió los ojos con estupor.
– ¿Qué quieres, Selene? ¿Por qué no has llamado antes de entrar?
Selene, más alta, más fuerte, más temible que nunca, señaló al bebé que Salma tenía entre los brazos.
– ¿Qué significa esto?
Salma dejó al pequeño sobre la cama. Estaba durmiendo plácidamente.
– ¿Qué te pasa? ¿Te ofende acaso? ¿Te molestan mis gustos?
Selene cerró la puerta de un golpe cuyo eco resonó en la estancia como una bofetada certera. Avanzó hacia Salma y la acusó con el dedo índice ataviado con una sortija de diamantes.
– ¿Te has creído que soy idiota?
Salma, desconcertada, se repuso a tiempo. Selene había lanzado sobre ella una tormenta de polvo. Salma paralizó las partículas en el aire. Se defendió.
– ¿Qué ocurre?
Selene rió imitando la risa hueca de Salma.
– Ocurre que la condesa se irritaría mucho si supiese que en lugar de seguir sus órdenes te dedicabas a satisfacer tus caprichos sin tener en cuenta las consecuencias de tus excesos, y que estabas desafiando su poder y el mío.
Salma se sintió en falso.
– No ha habido tales excesos.
– ¿Ah no? La isla entera se ha hecho eco de tus desmanes. La prensa local publica fotografías de los bebés desaparecidos y de las muchachas desangradas; todas son Omar.
– Claro.
– ¿Claro? ¿Qué está tan claro? Aún no se ha producido la conjunción, pero está a punto. ¿Miras al cielo cada noche, Salma? Yo sí, y sueño para que se produzca, y te juro, Salma, que mi primer acto de poder será castigar tu imprudencia. ¿Pretendes superarme en poder? ¿Pretendes desbancar a la condesa? ¿Cuánta sangre has bebido ya que te asegure centenares de años de ventaja? Eso no estaba pactado, Salma. Has jugado sucio.
Salma se achicó.
– Necesito reponer fuerzas.
– ¡No es cierto! -rugió Selene-. Me estás retando. Pues bien, Salma, yo te ordeno que a partir de ahora me entregues a tus víctimas para mi disfrute. Ya has tenido suficiente festín. Y búscalas fuera de la isla. Ésta será mi morada, reinaré desde este palacio.
– ¿Reinar? No me hagas reír. ¿Dónde está tu cetro?
Selene avanzó otro paso más.
– Muy pronto aparecerá, y cuando lo tenga entre mis manos no replicarás.
Selene tomó al pequeño, que, al despertar, comenzó a llorar. Lo desnudó lentamente y buscó la pequeñísima herida que Salma había abierto en su pecho. Selene acercó la boca lentamente a la diminuta incisión.
Salma se revolvió de rabia.
– Dijiste que no compartías nuestros métodos.
Selene levantó la cabeza y la fulminó con su mirada.
– Eso era antes, antes de poseer todo esto. ¿Cómo voy a echarlo a perder? No soy tan idiota como creías.
Salma, indignada, salió de la habitación hecha una furia. Selene la advirtió.
– ¿Adonde vas? Recuerda lo que te he dicho.
Salma replicó:
– Hay excepciones a la regla.
Y salió dejando a Selene sola con el bebé llorando entre sus brazos.